VIII
VALIÉNDOSE de obras ingeniosas, lograron esconder su mina. La naturaleza cooperó con ellos para que nadie pudiera aproximarse y encontrarla.
Si alguien acertaba a pasar por allí nunca sospecharía que aquella roca que se proyectaba sobre un vallecito en forma de taza, en la cúspide de una alta montaña rocosa, fuera algo más que un pico. Tres pasajes conducían a aquel pequeño valle y era necesaria toda la fuerza de un hombre para ascender hasta alcanzarlos. A excepción de la maleza corta y espinosa, el valle no ostentaba vegetación alguna. Los cazadores indígenas nunca habrían pensado en subir a aquella altura en busca de caza, porque tenían bastante en el gran valle que se hallaba al pie de la montaña y nadie habría cometido la tontería de escalarla. Los habitantes del pueblo tenían suficientes tierras de labranza para trabajar y no necesitaban buscar más en las faldas de la montaña.
Por otra parte, los pasajes habían sido tan bien cubiertos con matas, rocas y troncos de árbol, que aun cuando alguien llegara allí accidentalmente, jamás podría pensar que aquellas matas de apariencia tan natural solo jugaban un papel decorativo para disimular los pasajes. Cuando se acarreaba agua para el lavado, aquéllos tenían que abrirse, pero inmediatamente que los burros pasaban, eran cerrados.
El terreno en el que los hombres acampaban, se hallaba hacia la izquierda y a la vista de todo el que por allí pasara. El campamento estaba bastante alejado de la mina y en un sitio mucho más bajo. Los indios del pueblo sabían que en aquel lugar vivía un cazador norteamericano porque Curtin solía ir en busca de provisiones. Difícilmente un ser humano, excepción hecha de algún indígena, habría llegado a esos parajes, y aquello se antojaba una rara ocurrencia, ya que los que lo intentaran tendrían que permanecer lejos del pueblo no solo todo el día, sino parte de la noche. Ninguno de esos indios tenía nada que hacer en aquel sitio, y haber ido con el solo propósito de saber a qué se dedicaba el extranjero, hubiera parecido una descortesía.
Durante los largos meses de trabajo que los mineros permanecieran allí, nadie había acudido. Los campesinos estaban satisfechos con la explicación de que el norteamericano se dedicaba a la caza de tigres, zorras y leones para aprovechar sus pieles.
El propietario de la miscelánea y alcalde del pueblo era indio también y la más alta autoridad del vecindario. Nunca su negocio había estado tan floreciente como desde que el cazador principiara a patrocinarlo. Curtin pagaba en efectivo y rara vez regateaba los precios. A él le parecían ridículamente bajos y, sin embargo, el tendero le cargaba siempre un poco más de lo que podía cargar a sus clientes nativos. De haber buscado dificultades al extranjero, habría perdido aquel excelente cliente, y toda vez que el cazador no molestaba a ninguno de los nativos, a nadie le interesaban sus actividades. Por esa parte, los aventureros nada tenían que temer.
Cada día la situación era más difícil para los socios, hasta que llegó un momento en que comprendieron que no la podían soportar más.
La vida que llevaban era miserable. La comida era siempre igual, preparada a toda prisa cuando ya se hallaban tan cansados que hubieran preferido no comer a tener que cocinarla y, sin embargo, tenían que comer, o cuando menos que llenar el estómago. Y comiendo todos los días en aquella forma, los malos resultados no se hicieron esperar.
A esto había que agregar la creciente monotonía de su trabajo. Durante las primeras semanas había sido bastante interesante, pero para entonces ya no se presentaba ni la más leve variación. Si siquiera hubieran encontrado una pepita de oro o algunos granos de tamaño de maíces, habrían tenido algo nuevo de que hablar y se habrían sentido refrescados por aquel resplandor de aventura que los apartara un poco de la monotonía. Pero nada de eso ocurría.
Tierra y arena, arena y tierra, acoplados con privaciones inhumanas. Aquel triturar rocas desde las frías horas de la mañana hasta las ardientes del mediodía y las avanzadas de la noche, hacía que se sintieran peor que presidiarios. Cuando después de machacar un montón de rocas obtenían apenas el salario de un albañil de Chicago, su decepción era tan grande que se hubieran matado unos a otros por el solo placer de hacer algo que se saliera de la rutina de sus días.
Por las noches, cuando el trabajo había sido duro y las ganancias desproporcionadas, tenían lugar disputas por la inutilidad de aquella clase de vida. Deberían permanecer allí una semana y ni un día más. Casi a diario se hacían ese propósito, pero si al día siguiente o cualquier otro, las ganancias eran tales que parecería un pecado abandonar las riquezas que les esperaban, se olvidaba el propósito y el trabajo continuaba.
La sociedad pasaba por dificultades que nunca hubiera imaginado. De no ser por Howard, quien debido a su gran experiencia no se sorprendía de nada, los jóvenes habrían reñido todos los días.
Durante las primeras semanas de trabajo, siempre había algo nuevo de que hablar y problemas interesantes en cuya resolución había que pensar. Eso tuvo sus mentes ocupadas por algún tiempo, a tal grado que ni siquiera tenían necesidad de mirarse unos a otros para distraerse.
Pero llegó un momento en que las mismas historias y bromas habían sido escuchadas cientos de veces y en que la vida de cada uno de ellos era perfectamente conocida por los otros.
Dobbs, quizá debido a una lesión temprana en la cabeza, tenía el hábito de mover la piel de la frente hacia arriba, arrugándola mientras hablaba. Curtin nunca se había fijado mientras trabajaron en el campo petrolero y permanecieron juntos en el puerto. Pero allí se había percatado de ello, y durante las primeras semanas el viejo y él lo habían encontrado simpático por la cómica impresión que causaba cuando iba acompañado de ciertas frases, y a menudo bromeaban a ese respecto de acuerdo con el mismo Dobbs. Pero después de algún tiempo llegó una noche en que Curtin gritara a Dobbs:
—¡Mira, perro maldito: si no dejas de una vez por todas esa horrible mueca, juro que te aplastaré la cabeza con esta piedra! ¡Bien sabes, tal por cual, que estoy harto de esa carota que el diablo ha de llevarse!
Dobbs se levantó furioso requiriendo la escopeta, y Curtin pudo salvarse únicamente porque había dejado la suya sobre el catre de la tienda; de otra manera, Dobbs habría cobrado el tigre.
—¡Hace mucho que esperaba este momento! —gritó Dobbs—. ¡Mira tú quién se atreve a criticarme! ¿Acaso no fuiste azotado en Georgia por raptar y violar a una muchacha? Bien sabemos qué es lo que te trajo a este país. No estás aquí por placer. Vuelve a cacarear una vez más cerca de mi cara y te aplasto el pecho y la panza.
Lo curioso era que Curtin ignoraba si Dobbs había estado en prisión; por lo tanto, no tenía razón para llamarle «convicto buscado por la policía de ocho ciudades»; y Dobbs no sabía que Curtin hubiese estado en Georgia, porque éste nunca había hablado de ello ni había hecho mención de sus dificultades con la ley de los Estados Unidos que le obligaran a refugiarse en la República.
El viejo se mantuvo apartado de aquel combate, fumando su pipa y lanzando espesas bocanadas de humo para alejar a los mosquitos.
Finalmente, Dobbs dejó de acometer y Howard pensó que era el momento oportuno para que su consejo fuera bien recibido.
—¿Por qué tanto ruido, muchachos? No haremos dinero si nos vemos obligados a curar heridas de bala. Además, no sabemos si las municiones nos serán necesarias para mejor ocasión. ¡Cabezas duras! ¿Por qué increparse con tanta facilidad? Es necesario que tengáis un poco más de sangre fría, muchachos, y algo de flema sajona, ¿entendéis?
Ninguno de los jóvenes contestó.
Después de permanecer en silencio largo rato ante la hoguera, Dobbs tomó su escopeta y se marchó, dejando a Curtin y al viejo solos.
Poco tiempo después, una mañana, Curtin apuntó su escopeta a las costillas de Dobbs diciendo:
—Un ladrido más y te despacho, hablador.
—¿Por qué no disparas, cobarde, eh? Bueno, no he dicho nada, olvídalo; pero, de cualquier modo, te repito que ella era una tal por cual. Créeme, hijito.
Otra riña que tuvo lugar una mañana temprano, antes de que iniciaran su rudo trabajo, sacó de quicio a Howard.
—¿Por qué demonios, par de imbéciles, no podéis portaros como hombres? Obráis peor que un matrimonio en domingo. ¡Quema esa escopeta, Curty!
—¿Cómo dices? Dando órdenes otra vez, ¿eh?
—Yo no tengo que dar órdenes a nadie —dijo Howard en un tono que ponía de manifiesto que también él había sido atacado por la devastadora enfermedad causada por la monotonía de su vida—. Os repito que no estoy aquí para dar órdenes; he venido a hacer dinero y no a cuidar a dos chiquitines tan estúpidos que no podrían vivir una semana solos sin ser devorados por los coyotes y los zopilotes. Aquí necesitamos unos de otros sin tomar en cuenta odios o simpatías. ¡Por Cristo! Si alguno de vosotros acaba con el otro en uno de sus arranques de estupidez, los dos restantes tendríamos que regresar a casa, porque nada podríamos hacer. Yo he venido a hacer dinero, y si quisiera ver una buena pelea, no perdería el tiempo mirándoos a vosotros, sino que pagaría por verla.
Curtin retiró la escopeta y la guardó en su funda.
—Y eso no es todo —continuó Howard—; estoy harto y más cansado que un perro, no del trabajo, sino de vosotros dos. No quiero quedarme aquí solo con uno, después de que haya despachado al otro. Me voy; esto se acabó. Sabedlo de una vez: yo estoy satisfecho con lo que he logrado y no quiero seguir arriesgándome con vosotros.
Dobbs protestó:
—Tú tendrás bastante; pero nosotros, no. Tú bien puedes calentar tus huesos viejos y podridos con lo que te hemos ayudado a hacer, pero nosotros somos jóvenes todavía y tenemos por delante una maldita vida bien larga; necesitamos dinero y bastante. Ya ves que no puedes dejarnos fácilmente. Necesitamos recoger mucho más y solo después de ello te daremos nuestra amable licencia para que partas.
—Mira, viejecito lindo —intervino Curtin—. No es oportuno que saques a relucir tu segunda infancia; eso sería de mal gusto. ¿Cómo podrías hacer lo que piensas? Inténtalo. No juzgues torpemente a tus piernas. ¿Sabes lo que haríamos en ese caso?
—No es necesario que me lo digáis. Os conozco tan bien, par de infelices, que no me equivoco suponiendo la suerte que el destino me depararía.
—Tal vez seamos peor de lo que tú piensas —dijo Dobbs—. Esperaríamos a que empacaras tus cosas para estar seguros de que llevabas contigo tu polvo. Entonces te cogeríamos, te ataríamos a un árbol y hecho esto emprenderíamos nuestro feliz regreso a casa, en donde el dinero todavía tiene valor, sin tomar en cuenta su procedencia. ¿Matar; matarte a ti? No, eso sería sucio y desagradable tratándose de un compañero tan bueno y tan amable. Tú, por supuesto, con tu mente puerca supones que te mataríamos a sangre fría. No, no somos tan malos.
—Te entiendo, Dobby, mi buen muchacho —dijo Howard sonriendo sardónicamente—. Para decir verdad ya he pensado y seriamente en la posibilidad de que me asesinéis y huyáis haciendo que pierda el dinero que he invertido en la empresa. Pero nunca cruzó por mi imaginación la idea de que podíais abandonarme en estos parajes atado a un árbol, expuesto a los moscos, alacranes, lobos, coyotes, hormigas y otras bellas sabandijas creadas por el Señor para hacer la vida miserable. No, cargaríais vuestra buena conciencia con un piadoso y rápido tiro en el pecho para librarme de penas. ¡Oh, no! Sois demasiado buenos para eso. En fin, vosotros ganáis; mi destino está en vuestras manos.
Después siguió un largo silencio. Los jóvenes evitaron la mirada escrutadora del viejo. Estaban inquietos. Sin duda ni Dobbs ni Curtin tuvieron intención de decir aquello. Lo que deseaban era emplear el mejor aguijón para obligar al viejo a permanecer a su lado, ya que sin él estaban perdidos.
Curtin no pudo soportar más aquel silencio embarazoso.
—¡Al diablo con todo eso! Olvidemos lo pasado. Todos tenemos averiado el cerebro; eso es lo que nos ocurre.
—Soy de la misma opinión. No creas ni una sola palabra de las que hemos dicho, Howy; te juro que todas son tonterías. Bueno, estoy trastornado, completamente trastornado. Cuando hablo no me reconozco a mí mismo. Créeme, viejecito. Pongámonos a trabajar, pues tal vez hagamos hoy un cuarto de onza —dijo Dobbs.
Howard sonrió y repuso:
—Así se habla. Sois unos chiquillos necios; algún día, quizá dentro de treinta años, alguno de vosotros se encuentre en la situación en que ahora me hallo. Entonces comprenderá mejor. De cualquier modo, no os tomé en serio. Bueno, Curty; trae los burros, tenemos que acarrear un mar de agua.
Les había beneficiado descargar el pecho. Después de la discusión parecieron quedar más tranquilos y el trabajo progresó con mayor rapidez.
Esta última riña, sin embargo, tuvo un efecto inesperado. Por primera vez se había hablado de que alguien podía empacar y marcharse.
Aquella sugestión empezó a echar raíces profundas en sus mentes. Howard había dicho que estaba satisfecho con lo que tenía y él sabía el valor que en efectivo representaba el oro que habían acumulado. Los jóvenes lo ignoraban, por lo tanto resultó muy natural para Curtin tratar la cuestión y preguntar una noche:
—Howy, ¿cuánto crees que podremos conseguir con lo que hemos juntado?
El viejo empezó a hacer cálculos mentales.
—Veamos, no puedo deciros exactamente cuánto es en dólares y centavos, pero poco me equivocaría al asegurar que cada uno de nosotros tiene cerca de quince mil dólares. Pueden ser catorce mil o dieciséis mil; hasta ahí llegan mis cálculos.
Los socios no esperaban aquello y se sorprendieron.
—Si es tanto como eso —dijo Dobbs—, propongo que permanezcamos aquí seis semanas más trabajando como demonios y que después regresemos al pueblo.
—Me parece perfectamente —asintió Curtin.
—He estado pensando en haceros esta proposición —principió a decir Howard—. De eso os iba a hablar, porque de acuerdo con lo que supongo, dentro de seis semanas quedará muy poco que extraer. Creo que el terreno se va empobreciendo. Si encontráramos un nuevo filón —cosa que dudo mucho—, entonces sí nos convendría quedarnos. Pero estando las cosas en el estado en que están, me parece que dentro de seis semanas ya no habrá manera de compensar nuestro trabajo. Así, pues, ¿para qué permanecer aquí por más tiempo?
Acordaron quedarse seis u ocho semanas, ni un día más. Ocho semanas sería el límite.
La decisión apaciguó a los socios. Fijaron el día en que dejarían la Sierra Madre y después de hacerlo experimentaron un gran cambio. No podían comprender cómo había sido posible que riñeran en la forma en que lo habían venido haciendo en los últimos tiempos. Por primera vez tuvieron confianza entre sí. Se hallaban en camino hasta de llegar a ser buenos camaradas.
La razón para ese cambio no partía de su decisión de abandonar el campo; ella por sí sola no lo hubiera producido. La cosa era que por haber fijado una fecha definitiva para la partida, se presentaban muchos problemas que resolver. Ello ocupaba su mente de tal manera que no tenían tiempo que perder pensando en los defectos de sus socios. Cualquier nación, a pesar de sus riñas políticas por supremacía de partido, cuando se encuentra ante una guerra o a punto de perder sus mercados más importantes, reúne a todos sus elementos en un solo frente. Ésa es la razón por la cual los hombres de Estado hábiles, y especialmente los dictadores, que miran su poder amenazado desde el interior, ponen en juego el recurso de mostrar a la nación a su enemigo ancestral a las puertas del país. Porque para el verdadero dictador, para el déspota, todos los recursos son buenos cuando trata de mantenerse en el poder.
Y he aquí que los mismos problemas que tenían que afrontar unían a los socios en el momento en que el final de su aventura estaba a la vista, razón por la cual olvidaron sus reyertas anteriores.
Hacían planes sobre la forma de transportar sus bienes a los sitios civilizados en que tendrían valor. Luego venía algo más personal al preguntarse qué hacer después de obtener su dinero, si sería conveniente emprender algún negocio y cuál resultaría mejor, o si resultaría más conveniente invertirlo en alguna empresa o bien comprar un rancho o, en último caso, darse buena vida mientras les durara. ¡Había tantas cosas por hacer en el mundo! Empezaron, por lo menos mentalmente, a vivir en la civilización. Sus conversaciones versaron sobre puntos cada vez menos relacionados con su vida actual. Hablaban de la ciudad como si ya vivieran en ella. Mencionaban a ciertas personas a las que pensaban volver a ver y a otras que esperaban no encontrar.
Mientras más se aproximaba el día de la partida, mayor era la amistad entre los socios. El viejo y Dobbs proyectaban negociar juntos. Hablaban de abrir un cine en el puerto, del que Howard sería gerente y Dobbs director artístico.
Curtin tenía sus propios problemas. Se hallaba en una situación difícil. Ni siquiera podía decidir por sí mismo su estancia en la República o su regreso a los Estados Unidos. Ocasionalmente hacía mención a una dama de San Antonio, Texas, con quien quería casarse algún día. Aquella idea le asaltaba sobre todo cuando deseaba la compañía de una mujer, y como era a ésa a quien mejor conocía, resultaba natural que en ella concentrara especialmente sus deseos cuando pensaba en el placer masculino. Pero era lo bastante listo para reconocerlo y sabía que una vez que volviera a la ciudad y consiguiera la compañía de alguna muchacha, perdería todo interés en su casamiento con la damisela texana. Howard le explicó cuál era la realidad de lo que ocurría y por qué razón en aquellos momentos pensaba con tanto ardor en la dama de la calle Laredo.
Los socios, por regla general, raramente hablaban de mujeres. Sabían por experiencia que no era bueno ni para su salud ni para su trabajo pensar frecuentemente en cosas que no podían tener.
Alguien que hubiera presenciado sus discusiones no habría podido imaginar a ninguno de aquellos hombres con una mujer entre los brazos. Cualquier mujer decente habría preferido abrirse las venas a hacerles compañía. Ellos, por supuesto, por haber perdido todo sentido de comparación, ignoraban la impresión que podrían hacer en cualquier extraño que por casualidad los encontrara. Solo se miraban entre sí y ninguno de ellos cuidaba de su apariencia ni de sus expresiones.
La sortija de oro que rodea el dedo de una elegante dama o la corona colocada sobre la cabeza de algún rey, ha pasado muy a menudo por las manos de criaturas que habrían hecho estremecer con su aspecto a esas damas y a esos reyes. No cabe duda de que las más de las veces el oro es lavado con sangre humana en lugar de jabón.
Un noble rey, deseoso de mostrar pensamientos elevados, debería permitir que su corona fuera de hierro. El oro corresponde a los ladrones y a los estafadores, razón por la cual son ellos quienes poseen la mayor parte. El resto es poseído por aquéllos a quienes no importa su procedencia.