XVII
EL día siguiente, señalado para hacer los últimos arreglos para la partida, encontró a los socios tan excitados que apenas pudieron desayunar.
Cada cual fue a su escondite y sacó su tesoro para empaquetarlo. En el estado en que se encontraban, presentaban un aspecto miserable. Pequeños granos terrosos, arena, polvo gris, todo envuelto en hilachos y amarrado con cordeles. Cada uno de los socios tenía un buen número de aquellos envoltorios. La cuestión era empaquetarlos bien entre las pieles secas, para que si cualquier autoridad o bandido registraba los bultos, no se percatara de su existencia. Una vez hecho aquello, los socios esperaron llegar con bien a Durango. Lo importante era llegar a la estación más próxima, en donde tomarían un tren para dirigirse al puerto. Una vez en el tren, el peligro disminuiría al mínimo.
Cuando los bultos estuvieron listos, Dobbs y Curtin salieron de caza a fin de proveerse de carne suficiente para el viaje. Howard se quedó en el campamento para asegurar las cargas arreglando cuerdas y amarras para evitar averías y retardos en el camino.
Lacaud, como de costumbre, había salido. Vagaba por la montaña, arrastrándose por la maleza, rascando el terreno y examinándolo con lentes. Llevaba consigo una botellita con ácido que empleaba para hacer pruebas en el terreno que cavaba bajo las rocas. En ocasiones se dirigía al arroyo con un saco lleno de arena que lavaba.
Curtin tenía de Lacaud mejor opinión que Dobbs, quien, en cuanto se le presentaba la oportunidad, lo ridiculizaba. A Howard le simpatizaba, y un día dijo a Curtin:
—Él sabe muy bien lo que quiere, pero de todos modos no creo que llegue a encontrar algo de valor por aquí.
—Supongamos que lo logre —repuso Curtin, deseoso de saber lo que harían en tal caso.
—Aun cuando me trajera un trozo tan grande como una nuez, no me quedaría. Para mí esto acabó.
—Para mí también, mano, créeme —declaró Curtin—. No me quedaría ni por medio kilo de oro puro, pero quisiera saber qué es lo que Dobbs opina.
—Yo creo que se arriesgaría con él; ya sabes que Dobbs es codicioso, ése es su defecto, de otro modo sería una buena persona.
Habían sostenido esa conversación dos días antes. Howard reflexionaba en lo dicho, cuando Dobbs apareció trayendo dos guajolotes silvestres y un puerco salvaje de buen tamaño.
El viejo sonrió satisfecho.
—Bueno, muchachos, eso nos durará para todo el viaje. Ya sabéis que el hombre puede vivir solo de carne y conservarse tan fuerte como un elefante bien alimentado. Creo que hasta podríamos regalar algo de nuestras provisiones a nuestro amigo Lacky.
Aquella noche, mientras asaban el puerco en la hoguera, Curtin preguntó a Lacaud:
—¿Te quedarás, Lacky?
—Claro está; aún no he terminado.
—¿Has encontrado algo? —intervino Dobbs.
—Nada de mucho valor; pero tengo esperanzas.
—Así está bien, sigue por ese camino —la búsqueda inútil de Lacaud parecía complacer a Dobbs—. La esperanza siempre es buena. Hay que buscar el sendero que conduce al paraíso y esperar y esperar, hermano; pero conmigo no cuentes.
—Nunca he contado contigo.
—No te pongas insolente; todavía estamos aquí y mientras dure nuestra presencia, tú serás solo un huésped y no muy grato; entiéndelo bien.
—Dobby. ¡Por el diablo! ¿Qué te ocurre? —dijo Howard, mirándolo con curiosidad—. Nunca te había visto así; te portas como un niño necio. ¿Dónde has dejado enterrada tu educación?
—No me gusta que me manden, eso es todo; nunca me ha gustado.
—Pero, hombre de Dios —agregó el viejo con su tono paternal—, nadie te está mandando; debes tener la sensación de que te recorre la piel un ejército de hormigas salvajes.
Aquélla era su última noche en el campamento.
Antes del amanecer, los socios se hallaban listos para emprender la marcha. Lacaud preparaba su desayuno.
Howard se aproximó a él, le estrechó la mano y le dijo:
—Bueno, Buddy, nos vamos. Te dejamos café, un poco de té y de sal; pimienta, azúcar y un buen trozo de carne de cerdo que conseguimos ayer. Puedes necesitarlo y nosotros no queremos llevar más de lo absolutamente necesario. Los burros van muy cargados y parte de la carga tenemos que llevarla sobre nuestra propia espalda, lo que resultará muy pesado cuando tengamos que subir las cumbres.
—Muchas gracias, señor Howard; usted siempre ha sido muy bondadoso conmigo, se lo agradezco mucho y les deseo toda clase de felicidades en el viaje.
—Ahí encontrarás un pedazo de lona, que te será útil, porque parece que tienes solo una de esas tiendecitas de excursionista, las que resultan muy incómodas, especialmente cuando las lluvias son muy fuertes.
—¡Hey, viejo! —gritó Dobbs—. ¿Vienes o no? ¡Mal rayo con tu chismorreo de vieja! ¿Por qué demonios no te casas con él y sois felices por todos los siglos?
—Ya voy —contestó Howard, y bajando la voz dijo a Lacaud—. Espero que encuentres lo que buscas.
—Gracias por sus buenos deseos. Seguro que encontraré lo que busco; ahora creo haber acertado con la pista. Desde luego, puedo tardar una semana más, o dos, pero créame, amigo, ya estoy en la pista sin lugar a duda.
En aquel momento Dobbs y Curtin regresaron, dejando los burros a la entrada del camino.
—Lo siento —dijo Curtin estrechando la mano de Lacaud—, me olvidaba de decirte adiós. No te había visto, está muy oscuro; dispénsame. Estaba ocupado y un poco excitado. ¿Quieres tabaco? Toma, tengo bastante. Pronto llegaremos a la estación o cruzaremos por algún pueblo en el que podré comprar más.
Dobbs dio unos golpecitos en la espalda de Lacaud:
—Serás un solitario. A propósito, creo que los cartuchos de tu escopeta son iguales a los de la mía; toma, te regalo una docena; bueno, toma diez más. No tendremos mucho qué cazar en el camino y no nos harán falta; además, me fastidia llevarlos encima. Y ahora, adiós y olvida las cosas que te he dicho; nunca traté de ofenderte, solo bromeaba. Espero que hagas el millón que nosotros no logramos; algunos tipos son afortunados. Well, good-by, old man.
Tuvieron que ir de prisa tras de los burros, que se habían dispersado.
Lacaud se quedó solo. Por un rato permaneció en pie viendo cómo los socios se alejaban hasta perderse entre la maleza.
Durante largo tiempo escuchó sus voces arreando a los burros, después se fueron perdiendo hasta que un pesado silencio cayó sobre el campamento.