XXV
CUANDO el tío salió seguido por un buen número de hombres, los vecinos se reunieron en círculo frente a la casa. Algunos permanecieron próximos a los burros, tocándolos y palpándoles las ancas, abriéndoles el hocico y probando lo apretado de sus músculos.
Los tres ladrones habían sido entretenidos por Ángel, quien les había relatado algunas de sus aventuras con las mujeres. Cuando se dieron cuenta estaban totalmente rodeados sin que quedara el menor sitio por donde pudieran escapar. Sin embargo, no creyeron que aquella táctica hubiera sido ordenada por el tío, ya que los hombres que los rodeaban actuaban como posibles clientes. Su primera idea fue la que asalta a todos los bandidos, esto es, que trataban de robarles y aun de matarlos. Ese temor, sin embargo, fue desvanecido por las palabras que el tío dirigió a los vecinos, hablándoles en los siguientes términos:
—Amigos y ciudadanos, entre nosotros se encuentran tres forasteros que desean vender sus burros.
Los forasteros así presentados se levantaron y saludaron:
—Buenas tardes, señores.
—Buenas tardes —les contestaron.
El tío agregó:
—El precio de los burros no es elevado. La comunidad podría utilizarlos y alquilarlos a bajo precio a los ciudadanos pobres, y obtener así algún dinero para comprar útiles escolares.
El orador hizo una pausa y continuó en tono distinto:
—El precio no es alto. Lo único que no podemos comprender es cómo ustedes, señores —y se dirigía a los forasteros—, pueden vender burros de tan buena calidad a tan bajo precio.
Miguel sonrió y dijo:
—Mire, señor; lo que ocurre es que necesitamos dinero, eso es todo, y ya que usted no quiere pagar más, tendremos que aceptar lo que nos ofrece.
—¿Tienen marca los burros?
—Naturalmente —contestó Miguel al instante—. Todos tienen marca —y se volvió hacia los burros para leerla, pero se encontró con que los hombres la cubrían.
—¿Qué marca tienen? —preguntó el tío con calma.
Aquello turbó considerablemente a Miguel, quien, mirando en rededor encontró que también sus socios trataban de mirar las marcas. Tuvo que contestar titubeando:
—La marca es… es… un círculo con una barra atravesada.
—¿Es ésa la marca? —preguntó el tío a los hombres que se hallaban cerca de los burros.
—No, compadre.
—Sí, es verdad; me he equivocado, perdónenme; debe ser el calor y el cansancio —dijo Miguel embarazadísimo, sintiendo que las rodillas se le doblaban—. Ahora recuerdo, ¿cómo pude haberlo olvidado? La marca es una cruz encerrada en un círculo.
—¿Es cierto, amigos? —volvió a preguntar el hombre.
—No, compadre; es una C y una…
—Ahora recuerdo —dijo Miguel interrumpiendo—: Es una C y una R.
—¿Qué dicen de esto, hermanitos? —preguntó el tío imperturbable.
—Me equivoqué, compadre; perdone —dijo uno de los hombres—. Viéndola de cerca no resulta ni C ni R, ni siquiera parece una B mal hecha; perdóneme, compadre.
Todos los vecinos rieron. Aquello era realmente divertido, algunos gritaron:
—¡Ey, compadre!, más vale que vuelvas a la escuela para que sepas distinguir la C de la Z.
El tío dejó pasar la guasa y luego preguntó en voz alta:
—Díganme, conciudadanos: ¿Tropezaron alguna vez con un hombre deseoso de vender burros asegurando ser de su propiedad e ignorante de su marca? ¿Recuerdan algún caso semejante?
Los vecinos respondieron con una carcajada.
Cuando se aquietaron, el tío continuó:
—Conozco la procedencia de estos burros y sé también a quién pertenecen.
Miguel lanzó una mirada a sus socios. Sabían lo que aquello significaba y buscaron con inquietud la forma de escapar.
—Estos burros son de los criados por doña Rafaela Motolinía, la viuda de don Pedro León; conozco el rancho y sus marcas. Las letras de la marca son L y P, ligadas. ¿No es verdad, muchachos? —preguntó. Los hombres que estaban parados junto a los burros contestaron.
—Sí, don Joaquín, ésa es la marca.
El tío volvió la cara como buscando a alguien y, cuando lo distinguió, dijo:
—Venga acá, don Chon.
Un indio, sencillamente vestido como los demás y luciendo sobre la cadera, pendiente del cinturón, una pistola barata, se aproximó y se colocó cerca del tío.
Éste se volvió a los tres pícaros y les dijo:
—Mi nombre es Joaquín Escalona, constitucionalmente elegido alcalde por todos los ciudadanos del pueblo y legalmente reconocido por la legislatura del Estado. Este señor que ven ustedes es don Asunción Macedo, jefe de policía.
Cuando los bandidos escucharon aquella solemne exposición comprendieron que sus posibilidades de escapar se desvanecían. En su ansiedad hubieran sido capaces de vender todos los burros con su carga por un peso, con tal de que los dejaran marchar, pero se dieron cuenta de que era ya demasiado tarde, pues se hallaban totalmente cercados…
Miguel intentó sacar la pistola, aquella que perteneciera a Dobbs y con la que aquél había intentado abrirse paso.
Pero, para su sorpresa, se encontró con la funda vacía y descubrió que se hallaba en manos de don Asunción, quien se la tendió al alcalde.
—¿Qué diablos quieren de nosotros? —preguntó colérico.
—Por ahora nada —contestó don Joaquín con calma—, lo único que nos llama la atención es que quieran abandonarnos con tanta rapidez, sin llevar consigo los burros con sus cargas. ¿Por qué, amigos? Nosotros no les hemos hecho ningún daño; estamos aquí para comprar los animales.
Miguel, comprendiendo la fría ironía del alcalde, gritó:
—Haremos lo que nos plazca con nuestros burros. Podemos llevárnoslos, dejarlos o venderlos por un peso.
Don Joaquín sonrió y dijo, acentuando las palabras:
—Con sus burros pueden hacer lo que gusten, pero estos burros no son suyos. Conozco toda la historia de los animales. Doña Rafaela los vendió hace diez u once meses a tres americanos que se internaron en la Sierra para cazar.
Miguel encontró una salida y dijo sonriendo:
—Tiene usted razón, mucha razón, señor alcalde; a esos americanos les compramos los burros.
—¿A qué precio? ¿Se puede saber?
—A veinte pesos cada uno.
—¿Tan ricos son ustedes que pueden sacrificar estos animales vendiéndolos a cuatro pesos?
Los vecinos rieron.
Don Joaquín siguió su hábil interrogatorio en la forma en que suelen conducirlos los astutos campesinos mexicanos, probando así a los ciudadanos de la comunidad que habían acertado en su elección.
—No hace mucho que me dijeron que poseían los animales desde hace tiempo. ¿No es verdad?
—Sí, señor.
—¿Desde cuándo?
Miguel reflexionó por unos instantes antes de decir:
—Cuatro meses, más o menos —recordando lo que habían dicho respecto de la mina y del tiempo que llevaban viajando.
El alcalde habló secamente:
—¿Cuatro meses? ¡Vaya! La historia parece bien rara, diría que hasta milagrosa. Los americanos cruzaron la Sierra hace solo unos cuantos días. Los campesinos que se hallaban trabajando en las afueras los vieron y cuando fueron vistos llevaban consigo todos los burros que ustedes les compraron hace cuatro meses.
Miguel ensayó nuevamente su sonrisa confiada.
—La mera verdad, señor alcalde, lo juro por la eterna tranquilidad del alma de mi madre, es que hace solo dos días que les compramos los burros a los americanos.
—Eso parece mejor.
Miguel lanzó a sus socios una mirada de triunfo, para que se enorgullecieran de su gran jefe.
Don Joaquín, sin embargo, no lo dejó.
—Pero no pudieron haber sido tres americanos, porque tengo entendido que uno de ellos se encuentra en un pueblo que se halla en la ladera opuesta de la Sierra. Dicen que es un gran médico.
—De hecho, señor alcalde, nosotros compramos los burros solo a un americano —explicó Miguel, rascándose la cabeza y pidiendo a sus socios ayuda con la mirada.
—¿En dónde compraron los burros?
—En Durango, señor; en una fonda en la que el americano pasó la noche.
—Eso me parece casi increíble. Difícilmente pudo el americano encontrarse en Durango cuando ustedes compraron los burros. Sobre todo, llevando los animales tan cargados y teniendo que subir las empinadas faldas que han tenido que pasar ustedes para regresar aquí.
—Inmediatamente nos pusimos en camino y hemos andado toda la noche, señor. ¿Verdad, compañeros?
Sus dos socios asintieron vehementemente.
—Lo que no puedo comprender —dijo el alcalde escrutando su semblante— es por qué pudo el americano venderles sus burros cuando se hallaba en Durango, en donde podía encontrar compradores de sobra y en donde hubiera podido esperar hasta conseguir el precio que le conviniera. En Durango no se habría visto obligado a vender animales tan buenos como éstos por veinte pesos.
Nacho, que deseaba poner de manifiesto su habilidad y aventajar a Miguel, se aproximó al alcalde y dijo:
—¿Cómo hemos de saber por qué razón prefirió el desgraciado gringo vendernos los animales en vez de tratar con otras gentes?
—Claro está —agregó Miguel—. ¿Cómo hemos de saber? Los gringos suelen ser muy particulares y no obran como nosotros; siempre andan chiflados.
—Muy bien; si el americano les vendió los burros, ¿en dónde está el comprobante de venta? Ustedes deben tenerlo y en él debe constar la marca de los animales, su sexo, su color y su nombre si es que lo tienen, porque si ustedes no tienen ese comprobante, doña Rafaela puede en cualquier momento reclamar los animales como suyos, ya que llevan la marca de su rancho.
A esto Nacho repuso:
—No nos dio comprobante porque no quería pagar las estampillas que exige el gobierno.
—Es verdad —dijo Miguel en tanto que Pablo asentía.
—En ese caso ustedes debieron haber gastado los cuantos centavos que costaban las estampillas para evitarse complicaciones. ¿Qué son unos cuantos centavos comparados con los muchos pesos que pagaron por los burros?
—Bueno, no disponíamos de los centavos.
—Es decir, ¿que pudieron comprar los burros y pagar cerca de noventa pesos por ellos, pero en cambio no tuvieron un peso ochenta centavos para las estampillas?
Miguel, comprendiendo que la trampa en la que él y sus compinches habían caído se cerraba cada vez más, estalló en ira y gritó loco:
—¡Basta ya de preguntas! ¡Vayan todos a moler a su madre! ¿Qué es lo que quieren de nosotros? —y apretando los puños, lanzó una mirada amenazadora a quienes lo rodeaban—. Nosotros pasamos por aquí en son de paz, y en cambio ustedes vienen y nos rodean, ¿qué quiere decir esto? Nos quejaremos al gobernador y haremos que los destituyan por abuso de autoridad.
—Bueno, esto es más de lo que yo puedo entender —contestó el alcalde sonriendo y dirigiéndose nuevamente a los ladrones—: Ustedes llegaron al pueblo sin invitación previa para ofrecernos los burros en venta. Nosotros deseamos comprarlos y hemos convenido en el precio. ¿No creen que tenemos derecho a investigar si son ustedes realmente propietarios de los animales? Si no lo hiciéramos y los compráramos y más tarde se aclarara que eran robados, en menos que canta un gallo tendríamos aquí a los federales, quienes fusilarían a todos aquéllos a quienes encontraran en posesión de los animales, como justo castigo por un acto de bandidaje; hasta podrían acusarnos de haber asesinado a sus verdaderos dueños, ¿y entonces qué?
Miguel lanzó una mirada rápida a sus compañeros:
—Está bien; no queremos vender los burros, no los venderíamos ni por diez pesos cada uno. Solo deseamos marcharnos.
—¿Podrían vendernos las pieles y las herramientas? —preguntó el alcalde con astucia.
Miguel vaciló sin saber si aquello era otra celada que se les tendía. Pero recordó que ni las pieles ni las herramientas tenían marca.
—Muy bien, señores; si quieren comprar las pieles y las herramientas tal vez se las vendamos, ¿verdad, compañeros? —dijo tratando de desviar de sí la atención.
—Podríamos —repusieron.
—¿Les pertenecen? —preguntó el alcalde.
—Claro está.
—¿Por qué no vendió el americano las pieles en Durango? ¿Para qué las traen ustedes aquí? Es tanto como llevar agua al río.
—Los precios que pagaban por ellas en Durango no eran muy buenos.
—Y ustedes pensaron que podrían venderlas mejor aquí en las montañas, en donde nosotros podemos conseguirlas sin necesidad de pagar por ellas.
Miguel trató de dar una respuesta, pero antes de que pudiera hacerlo, el alcalde dijo con rapidez:
—¿Y el americano se fue desnudo a la estación?
—¿Qué quiere usted decir con eso? —preguntó Miguel palideciendo hasta que su semblante tomó un tinte grisáceo.
—¿No son esas que calza las botas del americano? ¿Y no son sus pantalones esos que su compañero lleva puestos? ¿Por qué ninguno de ustedes lleva puesta la camisa, que, según me dijeron, todavía se encontraba en buenas condiciones? Debe haber estado mucho mejor que la de cualquiera de ustedes.
Ninguno de los pícaros habló.
—¿Por qué ninguno de ustedes se puso su camisa? Bien, se lo diré yo.
Los ladrones no esperaron a que hablara más. De un salto rompieron el círculo formado por los vecinos y echaron a correr por la calle principal.
El alcalde hizo una señal y en medio minuto un grupo de vecinos empezó a perseguirlos, sin esperar siquiera a ensillar los caballos. Los bandidos no pudieron llegar muy lejos. Sus perseguidores los cogieron antes de que traspusieran las últimas casas, y los hicieron regresar a la plaza, al sitio que quedaba enfrente de la casa del alcalde. Allí se les permitió que se sentaran a la sombra de los árboles, atados los tres juntos y guardados por cinco campesinos armados con machetes.
El alcalde se aproximó, conduciendo su caballo ya ensillado. Antes de montar se dirigió a los ladrones y les dijo:
—Ahora iremos en busca del americano para preguntarle cuánto le pagaron ustedes por los burros, y por qué razón les dio sus botas y sus pantalones. Además, traeremos su camisa para saber por qué ninguno de ustedes la quiso. Así es que pueden descansar cómodamente, no tendremos que caminar mucho, no habrá necesidad de ir hasta Durango.
Los hombres que debían acompañar al alcalde fueron en busca de sus caballos, hicieron su itacate y marcharon.
La comitiva no siguió el camino tomado por los bandidos. Se encaminó por el que Dobbs había tomado cuando desde el pueblo lo vieron pasar a distancia. Pronto encontraron las huellas dejadas por la recua conducida por el norteamericano, pues no había llovido y se hallaban intactas.
Como los animales que montaban estaban acostumbrados a hacer aquel pesado camino, pronto llegaron al sitio en el que Dobbs se había detenido a descansar a la sombra de los árboles; allí encontraron que las huellas de los burros no conducían hasta Durango, y se vio claramente que se les había obligado a regresar a la montaña.
Los indios comprendieron que en aquel sitio algo debía haber ocurrido, ya que Dobbs no había podido seguir su camino con la recua. Las huellas de sus botas, que partían de aquel sitio para el pueblo, eran diferentes de las halladas con anterioridad. No era posible que las botas dejaran la misma marca, pues el pie que las calzara más tarde era más pequeño.
El alcalde dedujo que el cambio de las botas había tenido lugar cerca de los árboles. Entonces envió a uno de los hombres a que buscara las huellas de Dobbs en el camino que conducía a la ciudad, hacia donde debía haberse dirigido descalzo, pero éstas no fueron encontradas.
—Entonces el cuerpo debe estar cerca de aquí —exclamó el alcalde.
—Deben haberlo llevado a esconder al pie de las montañas.
—Yo no creo, don Asunción, que se atrevieran a hacer tal, pues sabían que por este camino suele transitar mucha gente, comerciantes y campesinos que se dirigen al mercado o que vienen de él. Busquemos mejor por aquí. Debe encontrarse cerca. Si no, seguiremos por todo el camino que los bandidos recorrieron, en alguna parte por aquí hallaremos el cuerpo. Probemos, tengo la seguridad de que lo encontraremos.
Empezaron a buscar.
Bajo los árboles no se hallaban señales de tierra recién movida. Los hombres fueron ampliando el radio de su búsqueda. Cerca se encontraba una milpa, en donde el terreno era suave. No habían buscado ni quince minutos cuando uno de ellos gritó:
—Ya lo encontré, don Joaquín, aquí está.
Sacaron el cuerpo todavía en buenas condiciones, por lo que la identificación resultó fácil.
—Éste es el americano; era el más chaparro, el más fornido y el único de cabello rubio. Nos llevaremos su camisa como prueba.
Llevaron el cuerpo bajo los árboles. El alcalde ordenó a los hombres que cavaran una fosa para el muerto a siete metros de distancia, pero sin adentrarse en la milpa. Con los machetes hicieron un agujero hondo y en él colocaron el cadáver. Todos se descubrieron y se arrodillaron a la orilla de la tumba. El alcalde dijo una docena de avemarías por el alma del muerto. Un hombre cortó una vara e hizo con ella una crucecita, se persignó y la colocó sobre el cuerpo desnudo. La fosa fue cubierta con tierra y su superficie emparejada para que no se notara que allí había una tumba. El alcalde hizo una cruz más grande que la primera, la besó y la colocó en el sitio en el que la cabeza había quedado. Se arrodilló, volvió a orar, hizo la señal de la cruz sobre la tumba y se persignó tres veces diciendo:
—Ahora vámonos; la Santísima Virgen se apiadará de su alma.
Los hombres regresaron al pueblo a la mañana siguiente y se dirigieron al sitio en el que estaban los bandidos. El alcalde les mostró la camisa y les dijo:
—La encontramos.
—Eso veo —dijo Miguel, encogiendo los hombros y enrollando un cigarrillo perezosamente. Sus dos cómplices sonrieron. Miguel parecía considerar todo aquello como una broma que en nada le ofendía. De mucho tiempo atrás sabía que nada se puede en contra del destino; ni siquiera es posible elegir a la mujer con quien uno debe casarse, o esperar riquezas, o vivir decentemente si el destino no lo decreta. Entonces, ¿por qué preocuparse?
El alcalde había dado aviso al puesto militar más próximo y durante la tarde habían llegado doce soldados mandados por un capitán para hacerse cargo de los prisioneros.
Cuando el capitán vio a Miguel, dijo:
—Ya lo conocíamos, hace tiempo que andamos tras él y sus dos amigos. Hace dos semanas mataron a un campesino y a su mujer que vivían en un apartado rancho. Todo lo que consiguió fueron siete pesos, porque era cuanto había en la casa; estos dos pájaros estaban con él.
El capitán ordenó al sargento que preguntara al alcalde qué pensaba hacer con los burros y su carga.
—Conozco a los verdaderos dueños de los burros —contestó el alcalde—. Uno de los americanos es un gran médico, que actualmente vive al otro lado de la Sierra con mi cuñado, a quien le salvó un hijo tenido por muerto. No lo han dejado partir porque es capaz de hacer un sinfín de milagros. Yo le llevaré los burros con su carga, ya que desde hace tiempo tengo deseos de visitar a mi hermana, que celebrará su santo la semana entrante.
—Bien —dijo el capitán—, entonces yo nada tengo que ver con eso. Despacharemos en seguida, pues quiero estar de regreso antes de medianoche para que mi mujer no se alarme.
Los soldados tomaron a sus prisioneros y, sin atarlos, les hicieron caminar.
El camino que tenían que seguir los soldados era pesado y lo hicieron lanzando maldiciones por verse obligados a cuidar de los prisioneros como si se tratara de vírgenes.
La noche cayó cuando la tropa se encontraba todavía a unos ocho kilómetros del cuartel.
—Descansemos aquí —ordenó el capitán—. Necesitamos respirar un rato después de escalar este maldito cerro.
Los soldados se acomodaron y empezaron a fumar.
—¡Sargento De la Barra! —gritó el capitán.
—¡A sus órdenes, mi capitán! —dijo aquél, parándose ante él en espera de ellas.
—Haga que tres hombres conduzcan a los prisioneros por un momento a aquellos arbustos para que hagan sus necesidades. Pero le advierto que no debe dejarlos escapar, porque le costaría un arresto de tres meses. Si tratan de hacerlo, mátelos, y no vaya a venir con que no dio en el blanco. Ahora repítame lo que le he dicho.
El sargento repitió la orden y escogió a los hombres que debían cumplirla.
El capitán encendió un cigarrillo e hizo que uno de los soldados que le acompañaban le cantara la «Adelita» acompañado de su guitarra.
El sargento ordenó a los ladrones que hicieran sus necesidades.
—Pero no aquí; allá entre los árboles, no queremos su peste cerca de nosotros; caminen.
Difícilmente habían llegado a los arbustos cuando se escucharon seis descargas.
El capitán apartó el cigarrillo de sus labios:
—¿Qué fue eso? Espero que los prisioneros no hayan tratado de escapar, sería lamentable.
Un minuto más tarde, el sargento se paró ante el capitán.
—Hable usted, sargento De la Barra. ¿Qué ocurrió?
—Los prisioneros trataron de escapar en cuanto llegaron a los árboles. Empujaron al soldado Cabrera y trataron de quitarle el arma; entonces él disparó y nosotros los matamos. Los soldados Saldívar y Narváez también tuvieron que disparar, para evitar que los prisioneros escaparan. Así, pues, reporto la muerte de los prisioneros, mi capitán.
—Gracias, sargento De la Barra. Debía usted haberles salvado la vida, porque tenían derecho a que se les juzgara de acuerdo con lo establecido por la Constitución; pero si atacaron, tratando de matarlo y de escapar, el deber de usted era matarlos, sargento. Ya lo recomendaré al coronel por su diligencia.
—Gracias, mi capitán.
—Haga que los hombres entierren a los prisioneros y que se descubran ante sus tumbas.
—Sí, mi capitán.