XIV
VOLVIERON a instalar el campamento. Después de comer se dedicaron a vagar. Faltaba mucho tiempo para que el sol se ocultara, pero ninguno de ellos mostraba deseos de trabajar. Sacaron a los burros de su escondite y después de hacerles beber agua, los dejaron que pastaran libremente.
Cuando la noche cayó y se sentaron en rededor del fuego a comentar los acontecimientos de las últimas cuarenta y ocho horas, encontraron que éstos los habían agotado de tal manera que habían perdido el interés que los ayudara a sobrellevar todas las durezas y privaciones a las que por tantos meses habían tenido que someterse. Sentían como si hubieran envejecido.
Curtin tradujo en palabras aquella sensación, diciendo:
—Creo que Howard tenía razón en lo que nos expresó anteayer. Esto es, que lo mejor que podemos hacer es cerrar la mina, empacar nuestras cosas y marcharnos. Solo el diablo sabe cuánto tiempo habrá de pasar antes de que los soldados vuelvan por aquí. Podríamos obtener bastante quedándonos aún dos o tres semanas. Pero yo opino que debemos estar conformes con lo que tenemos y no esperar más para volver a casa.
Durante unos cuantos minutos nadie habló. Al cabo, Dobbs dijo:
—Yo habría preferido permanecer aquí algunas semanas más, ya antes lo dije. Pero pensándolo bien, estoy de acuerdo en partir. Destruyamos la mina y preparémonos para marchar. De hecho ya no tengo ni la menor ambición que me detenga aquí.
Howard asintió sin decir palabra.
Lacaud fumaba. Ni siquiera les recordó que habían hecho un trato con él para permanecer allí por lo menos una semana más a fin de ayudarle a poner en práctica su proyecto. Parecía más preocupado en que la hoguera se mantuviera bien encendida que en cualquier otra cosa.
Finalmente, Howard lo miró y le preguntó:
—¿Estás nervioso? ¿Por qué? Parece que todo ha terminado.
—¡Oh! No estoy nervioso, no exactamente: no sé por qué habría de estarlo.
Volvió a guardar silencio. Tal vez pensaba en la forma de despertar nuevamente su interés para lograr que se quedaran y que le ayudaran algunos días. No deseaba abordar directamente el punto y trataba de encontrar otro camino.
—¿Han oído alguna vez la historia de la vieja mina de Ciniega? —preguntó de pronto, tal vez con demasiada precipitación, pues los socios parecieron percatarse de que andaba con rodeos.
Un poco molesto, Howard contestó con calma:
—Sabemos tantos cuentos acerca de minas viejas, que ya nos tienen hasta la coronilla.
Lo había interrumpido en sus proyectos respecto a la forma de utilizar el dinero que había ganado y que pensaba dedicar a vivir tranquilamente en algún pueblecito, ocupándose solo de su salud, de comer bien, de sentarse en el pórtico de su casa a leer las páginas cómicas de los periódicos y algunas historias de aventuras, y de reservar el dinero suficiente para tomar una borrachera al mes.
Miró a Lacaud como si acabara de despertar y le dijo:
—La verdad es que me había olvidado completamente de ti, Lacky.
Curtin, riendo, agregó:
—Mira, Lacky, nosotros tenemos nuestros proyectos y tú no entras en ellos. Nos hemos acostumbrado tanto a hablar solo entre nosotros, que muchas veces nos olvidamos de tu presencia.
Dobbs intervino:
—Eso es solo para que te des cuenta de la poca importancia que tienes. Hemos comido juntos, peleado juntos, hasta hemos estado a punto de partir juntos al infierno y, sin embargo, sigues siendo extraño a la comunidad. Tal vez podríamos haber llegado a simpatizar, pero ahora es demasiado tarde.
—Te entiendo, Dobbs.
—Eso me recuerda… —dijo Curtin, dirigiéndose a él—. ¿No hablaste algo acerca de un plan?
—Sí, tu plan —intervino Dobbs—. Ese plan tuyo puedes guardarlo como de tu exclusiva propiedad, no me interesa absolutamente nada. Tengo la misma idea que Curtin. Para ser más exacto, quiero estar con una muchacha y saber cómo se ve boca arriba, ¿sabes? Y, además, deseo sentarme nuevamente ante la mesa de un restaurante, con algunos buenos guisos frente a mí, y platos y tazas y cubiertos bien lavados, porque, aunque no lo creas, pertenezco a la humanidad civilizada.
—¿Pero no os dais cuenta de que aquí hay decenas de cientos de dólares esperando solo que los recojamos?
Curtin bostezó:
—Muy bien, precioso: recógelos y sé feliz. No los dejes por aquí, no sea que alguien venga y se los lleve. Bueno, muchachos, ¿queréis saber cómo me siento ahora?… Me tumbaré a dormir como un lirón. Buenas noches.
Howard y Dobbs se levantaron también, estiraron los miembros, bostezaron abriendo la boca desmesuradamente y se encaminaron a la tienda.
Curtin, ya en la puerta, dijo:
—¡Hey, Lacky!, si quieres tumbarte con nosotros, puedes hacerlo; el apartamiento es lo bastante amplio para albergarte también. Vente y cuidado con dar un portazo.
—Si no te importa, preferiría dormir junto al fuego. Necesito pensar en mis proyectos y prefiero hacerlo aquí, bajo las estrellas. De todos modos os lo agradezco —llevó sus cobijas cerca del fuego y agregó—: Solo quisiera guardar mis bultos en la tienda, por si llueve.
—Tráelos —dijo Howard—, hay espacio suficiente para ellos, y no te cobraremos almacenaje.
Cuando los tres socios quedaron solos en la tienda, Curtin dijo:
—Todavía no doy con lo que hay de extraño en ese tipo. Algunas veces me parece bien, pero, de repente, se me figura que está chiflado.
—Es un pobre diablo —intervino Howard—, parece tener flojos los tornillos; creo que es un eterno.
—¿Un eterno? ¿Qué quieres decir? —Curtin era curioso.
—Un eterno explorador, capaz de permanecer durante diez años en un mismo lugar cavando y cavando, convencido de que se halla en el sitio preciso, que no puede haberse equivocado y que todo cuanto necesita es paciencia. Está seguro de que algún día dará el gran golpe. Pertenece a la misma especie de aquellos hombres que existieron hace siglos y quienes dedicaban su vida entera y todo cuanto poseían a buscar la fórmula para producir oro por medio de la mezcla de otros metales y sustancias químicas que fundían, hervían y experimentaban hasta volverse locos. Éste es el modelo más moderno. Trabaja día y noche planeando como lo hacen los jugadores que buscan combinaciones para hacer saltar la banca en algún juego.
—Mañana verá nuestra mina —dijo Dobbs.
—Déjalo. Nosotros la cerraremos convenientemente, y si él la abre, es asunto suyo, no nuestro. En verdad que me da lástima ese tipo —admitió Howard—. Verdadera lástima, pero es imposible curarlos de su manía y supongo que si alguien lo intentara ello no habría de gustarles. Prefieren permanecer como son, pues en ello se apoyan para seguir viviendo.
Dobbs no estaba muy convencido, y dijo:
—No estoy seguro de que ese zorrito no se traiga algo entre ceja y ceja. No parece estar del todo chiflado.
Howard agitó una mano y dijo:
—Piensa lo que quieras, yo conozco a los de su clase. Buenas noches.