XXIV
LOS perros generalmente se muestran muy interesados en lo que los hombres hacen, aun cuando éstos no sean sus amos, y gustan de mediar en sus asuntos. Los burros no se interesan tanto por lo que los hombres hacen, y suelen ocuparse solo de lo suyo; a esto se debe quizá que se les impute una inclinación hacia la filosofía.
La recua, sin reparar en lo que ocurría, marchó en dirección a la ciudad.
En su excitación, los hampones olvidaron a los animales mientras se ocupaban de desnudar el cuerpo y de buscar en los bolsillos de las ropas de Dobbs. Sin el menor titubeo lo despojaron, y, quitándose sus ropas, vistieron las de su víctima, aún calientes y húmedas por el sudor. Dobbs había usado sus botas y toda su ropa durante los últimos diez meses, por lo que se hallaba en pésimas condiciones; pero, no obstante, aquellos hombres la consideraban lujosa.
Lo único que nadie quiso fue la camisa, aun cuando las que ellos llevaban estaban casi deshechas.
—¿Por qué no te pones la camisa, Nacho? —preguntó Miguel—. Parecerías un catrín con una camisa como esa sobre el cuero piojoso —agregó dando un puntapié al cadáver, despojado de todas sus ropas a excepción de la vieja camisa kaki.
—No vale mucho —contestó Nacho levantando los hombros.
—Tendrás alguna buena razón para decir eso, tú, perro roñoso —dijo Miguel mirándolo, y haciendo bajar un ángulo de su boca casi hasta topar con la barba, continuó—: Comparándola con la tuya resulta de seda fina. Lo que pasa es que tú no tienes aspiraciones ni gustas de las cosas buenas, ¡puerco!
Nacho repuso:
—No la quiero, eso es todo; además está muy cerca del cuello. ¿Por qué no la tomas tú? La tuya tampoco está muy buena.
—¿Yo? —dijo Miguel, haciendo un gesto indecente—. ¿Yo? ¿Crees tú que yo voy a ponerme la camisa todavía caliente del cuerpo de este hijo de perra gringa? No, yo todavía tengo algún orgullo.
La verdad era que también para Miguel la camisa estaba demasiado cerca del cuello del hombre muerto. Solo tenía algunas manchas rojas, porque Dobbs la llevaba abierta para sentirse lo más fresco posible. Y aunque estaba en mejores condiciones que las camisas que los ladrones llevaban, todos la rechazaron. No lo hicieron por superstición; era un sentimiento de desagrado ante la idea de tener aquella prenda en el cuerpo.
—Este cabrón debe tener más camisas en los bultos —explicó Pablo.
—Espera a que yo los examine y ya veremos —contestó Miguel.
—Qué, ¿te crees el amo? —replicó Nacho arrugando los ojos y aproximándose a Miguel. Estaba furioso por haber logrado solo los pantalones de Dobbs, en tanto que Miguel se había quedado con las botas, que él deseaba.
—¿Amo? ¿Y me lo pregunta una cucaracha como tú? —gruñó Miguel—. Amo o no, yo seré quien marque aquí el compás. ¿O es que tú te sientes con más méritos?
—¿No fui yo quien le dio la pedrada? Si yo no lo hubiera hecho, tú nunca te habrías atrevido a acercártele, ¡cobarde! Eso es lo que eres tú, infeliz.
—¡Újule!, no me hagas reír con tu piedrecita. ¿Cuándo has sabido que alguien despache a un tipo de una pedrada? Solo los cobardes cabrones como tú y las viejas lo intentan. ¿Quién de vosotros se atrevió a liquidarlo? No sois más que unos desgraciados rateros, embusteros y estafadores, y no os olvidéis de que puedo volver a usar el machete por segunda y hasta por tercera vez. Cuando deje de necesitaros no tendré que pediros permiso para hacer lo que me convenga. Trabajaría más a gusto si estuviera solo. ¿Me entendéis? —dijo volviéndose para examinar los bultos.
—¡Mal rayo me parta! ¿Dónde diablos están esos desgraciados burros? ¡Maldita sea! —exclamó en el colmo de la sorpresa.
Los burros ya iban camino de la ciudad.
—Ahora daos prisa, bandidos —ordenó Miguel—. Tenemos que hacer regresar a esas bestias, a todas ellas. Si llegan solas al pueblo la policía maliciará que hay gato encerrado en el asunto, vendrán por acá y nos meteremos en el gran lío. ¡Corran, alcáncenlas!
Él, seguido de los otros, empezó a correr en pos de las bestias, que se hallaban ya a medio camino. Como no encontraron zacate en los alrededores, habían trotado con rapidez para llegar a la ciudad, en donde la experiencia les decía que podrían satisfacer su sed, comer y tener el descanso que tanto necesitaban. Pero sobre todo reconocían las cercanías del rancho de su procedencia.
Los hombres tuvieron que emplear más de una hora para hacer regresar a los animales hasta los árboles.
—Más vale que enterremos al muerto antes de que los zopilotes aparezcan; podrían despertar la curiosidad de alguien que acertara a pasar por aquí, y nos descubrirían —Miguel ató los burros a los árboles para evitar que volvieran a escapar.
Costó un verdadero esfuerzo abrir la fosa para enterrar el cuerpo, y aquellos hombres no eran muy afectos al trabajo.
Entonces Nacho dijo:
—¿Por qué hemos de enterrar a este perro gringo? Ni siquiera es cristiano; ha de ser un maldito ateo protestante y no podrá dar razón de quién lo liquidó.
—¡Listos los muchachos! —interrumpió Miguel dando un chillido—. Si el bagazo es encontrado aquí y nos atrapan con los burros, nos fusilarán sin más trámites, bien lo sabéis.
—¡Cierra el hocico y no nos vengas con cuentos! —gritó Pablo, haciendo un gesto desagradable.
Realmente Miguel era el amo, de ello no cabía duda, pues sabía emplear el poco cerebro que tenía.
—¡Vaya que vosotros sois listos! Demasiado listos para ser unas pobres ratas, pero ¡por Jesucristo y la Virgen Santísima! ¿No os dais cuenta de que si nos encuentran con los burros sin hallar el cuerpo, nada podrán decirnos? Primero tienen que probar que el gringo ha sido muerto, pero mientras no encuentren el cuerpo no podrán saberlo. Diremos que le compramos los burros y que no somos sus guardianes. Bueno, basta de palabras, trabajemos aprisa antes de que alguien se aparezca por aquí.
Tomaron un pico de uno de los bultos y empezaron a cavar un hoyo. Aquél era el mismo pico que Dobbs sólo unos días antes había tomado del mismo bulto echándoselo al hombro y dirigiéndose a la maleza con intención de enterrar a Curtin.
En un momento sepultaron el cuerpo. No se preocuparon por hacerlo muy bien, ya vendrían los enterradores naturales y completarían la obra. ¿Para qué preocuparse?
Cuando terminaron se internaron con la recua en la Sierra tomando otra vereda, temerosos de que lo que Dobbs había dicho fuera cierto y de que en cualquier momento aparecieran los dos amigos de quienes les había hablado.
Cuando se encontraron entre la espesura, al pie de la Sierra, no pudieron contener más su curiosidad. Estaban ansiosos por saber lo cuantioso que era el botín y cuál sería la parte que correspondería a cada uno de ellos.
Había oscurecido y el boscaje hacía las tinieblas más densas, pero se abstuvieron de encender hoguera. De aquel modo si andaban tras ellos los federales o la montada no los guiarían hasta ellos.
Se pusieron a trabajar, descargaron a los burros y empezaron a deshacer los fardos. Ningún carterista se mostraría más excitado por saber el contenido del bolsillo robado que aquellos hombres mientras desataban los bultos.
Encontraron otros pantalones, pero ninguno de ellos estaba en buenas condiciones, y las camisas que hallaron estaban completamente desgarradas. Había dos pares de zapatos pertenecientes a Curtin y a Howard; sartenes, cacerolas y dos botes de aluminio para té y café; nada de aquello se hallaba en condiciones de ser vendido ni a gentes humildes, porque estaba completamente abollado y cubierto por una gruesa capa de grasa y humo.
—Parece que el gringo habló con verdad —dijo Nacho en extremo desilusionado—. Aquí no hay más dinero que lo que traía en el bolsillo. ¡Setenta y cuatro centavos es todo lo que sacamos de esto!
Pablo inspeccionaba otras cosas.
—Las pieles no son buenas, parecen muy corrientes; además están llenas de agujeros, lo que hace bajar su valor. Vaya con el cazador, descuidado para disparar y elegir sus piezas, y lo peor de ello es que están muy mal curtidas. Apestan, están llenas de gusanos y se les cae el pelo. Mucha suerte tendremos si nos dan veinte pesos por todo el lote. Y no nos los darán de muy buena gana; tal vez ni regaladas las quieran.
Miguel, hurgando en uno de los bultos, se encontró con algunos paquetitos hechos con trapos viejos.
—¿Para qué querría ese tipo estos envoltorios tan chistosos?
Después vació sobre su mano un poco del contenido y exclamó:
—¡Arena, nada más que arena! ¿Para qué la querría?
La oscuridad que reinaba en la maleza, apenas aclarada por la tenue luz de la luna, dificultaba el examen de la arena y les impedía descubrir lo que era. Aun cuando hubieran sabido algo sobre el polvo de oro, no habrían concedido valor alguno a aquélla, sobre todo en momentos en los que su pensamiento se hallaba embargado por otras ideas. Querían dinero o efectos que pudieran producirlo. Examinando los paquetes en la oscuridad, confiando en el tacto de sus dedos y no pudiendo descubrir ni el leve brillo que algunas veces suele desprenderse de ese polvo, nada extraño resulta que no hubieran podido descubrir su valor.
Miguel, el más experimentado de los tres, había trabajado en las minas por algunos años, y les explicó:
—Ahora comprendo: ese pícaro debe haber sido una especie de ingeniero de minas al servicio de alguna compañía minera para la que llevaba estas muestras de tierra, arena y pedazos de roca para ser examinadas por los químicos de la empresa para, en caso de encontrar algo importante en las muestras, comprar el terreno y abrir la mina. Esta arena no tiene ningún valor para nosotros; si la llevamos a una compañía, tendremos que decir de dónde la sacamos, sospecharían y empezarían a investigar, ¿comprendéis?
—¿Entonces no es buena? —preguntó Nacho.
—¿Que no entiendes el castellano, idiota? —le gritó Pablo—. Miguel sabe; él ha trabajado en las minas, conoce más que todos esos ingenieros gringos y ya oíste lo que dijo. Por esto podrían descubrirnos; así, pues, tirémoslo pronto, yo ya vacié todo el que venía en mis paquetes; así, hasta pesarán menos y podremos caminar más de prisa. Tirarlo.
Nacho les dio otra explicación:
—Miguel, te creí más listo, pero veo que no lo eres y puedo probártelo. Tú podrás haber trabajado en minas, pero lo que es este gringo sinvergüenza era el gran estafador y embustero. Dime, ¿qué objeto podría perseguir al esconder tan bien los envoltorios de arena? A mí me parece clarísimo. Él bien sabía que las pieles se venden por peso, y siendo un hábil estafador, puso estos saquitos llenos de arena entre ellas para hacerlas pesar más. Se proponía venderlas por bulto, tal vez ya en la noche en algún lugar de la plaza; así, cuando en la mañana el comprador las abriera y se diera cuenta del engaño, nuestro gringo estaría bien lejos con sus burros diciendo: «Ahora ven a cogerme». Bueno, creo que le echamos a perder el juego y salvamos a algún honesto traficante en pieles.
Pablo seguía hurgando en los paquetes con la esperanza de encontrar algo bueno.
—¿Quién había de pensar que estos gringos fueran tan puercos y embusteros, capaces de engañar hasta a un pobre talabartero mexicano? —dijo en voz alta—. No me arrepiento ni tantito de haberlo despachado al infierno.
Miguel admitió que se había equivocado al pensar que los paquetitos contenían muestras para su examen geológico. Encontró la idea de Nacho más de su gusto y la aceptó como la mejor explicación.
Después vino la brisa nocturna y dispersó la arena por el campo, arrastrándola lejos en todas direcciones.
Todavía estaba oscuro cuando los bandidos empacaron y se internaron aún más en las montañas. Deseaban estar tan distantes de la civilización como fuera posible y permanecer alejados de ella siquiera durante unas diez semanas.
Al día siguiente llegaron a un pueblecito indígena situado en un elevado punto de la Sierra Madre. Encontraron a un hombre y Pablo le preguntó si no sabía de alguien que quisiera comprar unos burros que ya no necesitaban.
El indio hizo una señal de asentimiento y dijo:
—Tal vez yo los tome.
Empezó a examinarlos, miró sus marcas, reparó en los bultos y se fijó con disimulo en las botas altas que Miguel calzaba, las que parecían quedarle muy grandes. Con la misma expresión miró los pantalones que Nacho llevaba. Examinó todo, como si deseara comprarlo incluyendo las ropas de los arrieros.
Cuando terminó su inspección, dijo:
—Yo no puedo comprar los burros porque no tengo dinero, pero mi tío es rico y puede comprar todas las bestias que quiera.
Aquella noticia resultaba espléndida para los pícaros, que sonrieron entre sí. Nunca habían pensado que les sería tan fácil vender los animales. Habían creído que tendrían necesidad de recorrer media docena de pueblos antes de encontrar algún comprador con posibilidades de adquirirlos.
El dinero era algo muy raro entre los campesinos que habitaban las faldas de la Sierra y que poseían terrenos muy pobres.
Cinco minutos después, los ladrones se hallaban en la puerta de la casa del tío que compraría los burros. Como todas las del pueblo, aquélla era de adobe y daba frente a la plaza, un rectángulo limitado por hileras de casas similares. En la calle de enfrente a aquélla en la que se encontraba la casa del tío, estaba el modesto edificio de la escuela, construido por los mismos habitantes del pueblo. En el centro de la plaza se elevaba un quiosquito que servía para muchas cosas, especialmente para las relacionadas con las fiestas patrias, pues era tomado como tribuna por el maestro de escuela o cualquier otro ciudadano y después, por la noche, la orquesta, formada por gentes del pueblo, tocaba música nacional y algunas piezas a cuyo compás se desarrollaba el baile. También allí trabajaban los comisionados de Salubridad enviados por el gobierno federal para educar a los habitantes en materia de higiene, y los enviados por la Secretaría de Agricultura hablaban al pueblo sobre cuestiones agrarias.
Ningún poblado de la República puede considerarse completo si carece de un quiosco semejante en el centro de la plaza. Su existencia prueba que el pueblo, por pequeño y pobre que sea y aun cuando se encuentre habitado solo por indios, es reconocido como parte de la República y regido por un organizado gobierno local.
La vista del quiosco debió haber prevenido a los ladrones para obrar con prudencia, pues bien sabían que su existencia significaba que por allí andaban hombres encargados de hacer que la ley fuera respetada y obedecida.
El hombre que los condujo a aquella casa entró para hablar con su tío, quien no tardó en salir y saludar a los hombres, que se hallaban sentados a la sombra de unos árboles próximos.
El tío era un hombre entrado en años, con el cabello gris, alto y aparentemente fuerte. Tenía el semblante abierto, su piel era bronceada y ponía de manifiesto la pureza de la raza india. Los ojos le brillaban como los de un muchachito. Llevaba la cabellera bastante larga, pero bien peinada. Sus ropas no diferían de las usadas por los demás habitantes del pueblo y, como todos ellos, era campesino.
Se aproximó con dignidad a los extraños y sin mirarlos muy de cerca empezó a examinar los burros con el cuidado que en ello suelen poner los campesinos experimentados cuando tratan de comprar bestias. Sus ojos, sin embargo, no denunciaban su pensamiento.
Miguel se levantó y dijo:
—Son muy buenos burros, señor; excelentes bestias de carga. Le aseguro que no los conseguirá mejores en el mercado de Durango.
—Es cierto —repuso el indio—, en realidad son buenos burros, aunque están muy trabajados. Deben tener maltratado el lomo.
—No mucho, señor; solo un poco. Es imposible evitarlo cuando se viaja por estas montañas y hay necesidad de trepar por las rocas.
—Sí, sí, ya lo veo; parece que han tenido un viaje muy largo.
—No tanto —intervino Nacho sin que se lo preguntaran.
Miguel le picó las costillas rectificando:
—Mi compañero no tiene razón. Claro que desde la última vez que descansamos, solo dos días hemos caminado, pero ya tenemos semanas de andar por la Sierra.
—¿Cuántas semanas? —preguntó el tío.
—Este… este… —titubeó Miguel pensando en lo que debía contestar—. Bueno, como dije antes, algunas semanas.
El indio pareció no poner reparo en la vaguedad de la respuesta.
—En tal caso los animales deben estar muy fatigados, pero dentro de poco tiempo se repondrán con la buena pastura que por aquí tenemos, y con el buen trato que se les dará.
Mientras hablaba volvió a mirar a los tres hombres, examinando cuidadosamente su apariencia y fijando su atención en los pantalones y las botas que llevaban y que no podían ser suyas por lo grandes que les quedaban. Hizo aquella inspección en forma tal que ellos no se percataron, pues parecía estar calculando el precio que debía pagar.
—¿Cuánto quieren por los burros?
Miguel sonrió, entrecerró los ojos, torció el cuello como si fuera una tortuga curiosa y dijo tratando de aparecer como un experimentado traficante difícil de engañar:
—Bueno, creo que entre amigos, doce duros será un buen precio. ¿No le parece?
—¿Doce pesos por todos? —preguntó el tío con aire de inocencia.
Miguel rió como si se tratara de un buen chiste:
—Claro que no por todos. Doce pesos por cada uno.
—Es mucho —dijo el tío en tono mercantil—; si hubiera deseado pagar tanto no los compraría aquí; por ese precio puedo conseguirlos en Durango bien comidos y tratados.
—No lo crea, señor; yo conozco bien los precios. En Durango, burros como éstos acostumbrados al trabajo, le costarían dieciocho o veinte pesos, y además tendría que traerlos hasta acá.
—Sí —admitió el indio—, pero podría traerlos cargados de mercancías para mi tienda, y así desquitaría parte de lo que costaran.
Miguel hizo un gesto.
—Veo que tratamos con un comerciante muy hábil y que conoce bien de animales. Bueno, digamos como último precio, sin agregar palabra y que Dios me perdone por mal comerciante, ¡nueve pesos! Pero como sé que no es usted rico, que necesita trabajar mucho para lograr algo y que el año ha sido malo, me pongo a tiro para que quedemos amigos y volvamos a comerciar algún día; así, pues, que sean ocho pesos.
Dicho eso, se volvió a sus compañeros esperando una mirada de aprobación para su gran habilidad de comerciante.
—Aun ocho pesos son mucho para mí —repuso el tío secamente—. Demasiado, ¿de dónde creen ustedes que saco yo el dinero? No lo robo, tengo que trabajar muy duro para vivir.
—Bueno, amigo; denos cinco y los burros serán suyos, y para que vea que tenemos ganas de vender, tómelos con todo y los albardones. ¿Qué dice? —preguntó Miguel metiéndose las manos en los bolsillos como si ya tuviera en ellos el dinero.
—Cuatro pesos es lo más que puedo ofrecer —dijo el indio, sin dar expresión a su mirada.
—Señor, eso es una estafa. Hablando seriamente y sin querer ofenderlo, usted trata de despellejarme —dijo Miguel mirando con tristeza al tío, luego al sobrino, después a los vecinos que se habían aproximado para saber en qué términos quedaba el trato, y por último a sus compañeros, como si pidiera una disculpa a estos últimos por intentar despojarlos de su herencia. Sus compañeros movieron la cabeza apesadumbrados.
También el tío hizo un gesto tratando de significar que desde la noche anterior sabía que podría comprar aquellos burros por cuatro pesos cada uno. Se aproximó a los animales como tratando de probarlos una vez más, y, sin mirar a Miguel, preguntó:
—¿Se llevarán la carga sobre los hombros?
—¡Ah, sí!, la carga —contestó Miguel turbado y mirando a sus cómplices con la esperanza de que le sugirieran una respuesta satisfactoria, para lo que depuso su actitud de superioridad ante ellos.
Nacho pareció interpretar su mirada y dijo:
—También queremos vender los bultos, porque intentamos viajar por ferrocarril.
—Eso es —dijo Miguel con un suspiro de alivio—. Sí, también queremos vender la carga; pero, desde luego, tenemos que vender primero los animales.
—Generalmente se hace lo contrario —dijo el tío—. ¿Qué traen dentro de las maletas?
—Pieles, pieles de todas clases. Nuestros trastos de cocina, herramientas y armas, pero ésas no queremos venderlas, porque usted no nos las podría pagar.
—Desde luego que no, y, además, no me interesan las armas porque aquí no las necesitamos. ¿Qué clase de herramientas traen? ¿Son útiles?
—Ya lo creo —dijo Miguel, que había vuelto en sí—. Hay picos, azadones, palas, barretas y cosas por el estilo.
El indio no hizo ningún gesto de extrañeza. Volvió a inspeccionar los bultos y agregó:
—¿Para qué necesitan esa herramienta aquí, en las montañas?
Miguel empezó a sospechar, lanzó una mirada a sus socios que, sentados en el suelo, fumaban despreocupadamente cigarrillos de tabaco enredado en papel común.
—Bueno… estas herramientas… verá usted.
Nacho salió a rescatarlo.
—Estuvimos trabajando durante algún tiempo con una compañía minera americana allá por el rumbo de Durango.
—Sí, es verdad —afirmó Miguel aliviado.
—¿Entonces, robaron las herramientas a la compañía americana? —preguntó el indio, cambiando por primera vez el tono de su voz.
Miguel no pudo desentrañar el significado de aquella dura y fría entonación y guiñó un ojo al tío, como buscando su complicidad. Después sonrió mostrando todos los dientes.
—Robarlas precisamente no, señor —dijo—. Eso se puede prestar a malos entendimientos y nosotros no somos ladrones, no robamos las herramientas. Somos traficantes honestos y comerciamos con burros, puercos, ganado y también con mercancías y artículos de segunda mano. Le diré cómo nos hicimos con las herramientas. No las devolvimos cuando renunciamos al trabajo, que no nos era bien pagado, y las consideramos como parte del salario que nos debía la rica empresa. Además, la empresa es de gringos; así, pues, ¿qué más da? Bueno, le daremos las herramientas por dos pesos, todas por dos duros. Creo que no es mucho pedir. Son muy buenas y muy útiles. Si las vendemos, es solo porque no deseamos llevarlas a Durango, está muy lejos.
El tío se alisó el cabello y se acarició la cara en actitud meditativa. Miró en rededor como si contara cuántos vecinos se hallaban reunidos. Vio a su sobrino y a otros hombres e hizo con la cabeza un movimiento al parecer de asentimiento.
Entonces habló muy despacio, arrastrando las palabras:
—No puedo comprar todos los burros, no necesito tantos, pero llamaré a los vecinos; más o menos, todos tienen sus centavos y les prometo que encontrarán marchantes para los animales y las otras cosas. Haré lo posible porque hagan un buen trato. ¿Quieren sentarse?
Dicho esto regresó a su casa y llamó:
—Ceferina, dales a los señores una poca de agua fresca, una cajetilla de Argentinos y cerillas —y añadió dirigiéndose a los hombres—: Descansen mientras yo vuelvo; no tardaré nada.
Titubeó como si hubiera olvidado algo y, al cabo de un rato, dijo:
—¡Ah, sí! Ángel, honra a estos caballeros con tu compañía para que no se sientan tan solos.
Ángel era el sobrino, y se sentó amigablemente entre los hombres, sonriéndoles con amabilidad.
También el tío les sonrió al dejarlos. En menos de media hora los vecinos se reunieron frente a la casa del tío; iban llegando solos o en grupitos de dos o de tres. Algunos llevaban el machete enfundado y otros desnudo y en la mano. Algunos iban desarmados. Llegaban conversando de cosas comunes y corrientes, tal como si se dirigieran al mercado.
Al llegar a la casa, entraban en ella, decían unas cuantas palabras al tío, salían y se aproximaban a los burros, mirándolos cuidadosamente y apreciando su valor. Parecían satisfechos con los animales. Con disimulo miraban a los forasteros, que se hallaban sentados a la sombra de los árboles.
Al cabo de un rato empezaron a aparecer algunas mujeres, llevando a sus niños en brazos o a cuestas; otras con ellos de la mano. Los niños mayorcitos jugaban en la plaza.
No cabía duda de que todos los vecinos del pueblo se habían reunido para presenciar la venta de los burros.