VI
SI Dobbs y Curtin nunca hubieran trabajado duramente, habrían pensado que lo que allí hacían era la labor más dura que pudiera haberse emprendido en cualquier parte del mundo. Para ningún amo habrían trabajado con el afán que lo hacían en beneficio propio. Cada día de trabajo duraba lo que la luz del sol. Los convictos encadenados de Florida y Georgia se habrían declarado en huelga de hambre, y ni los azotes les hubieran obligado a moverse, de haber tenido que trabajar en la forma en que lo hacían aquellos hombres con el afán de llenarse los bolsillos.
El campo que exploraban se encontraba en el fondo de un vallecito en forma de cráter situado en la cúspide de unas altas rocas. La altitud de las montañas y la poca presión atmosférica hacían el trabajo aún más duro de lo que hubiera podido ser bajo mejores condiciones.
Durante el día, el calor era sofocante y las noches eran en extremo frías. Allí no existían ni siquiera las ventajas que hasta el trabajador de un país civilizado —sí, y hasta un soldado que marchara contra los rusos— puede disfrutar, y sin las cuales supone que no podría vivir.
No debe olvidarse que aun cuando la Sierra Madre es hermana de las Montañas Rocosas, se halla en el trópico. Allí no hay invierno ni nieve y, en consecuencia, todas las matas, arbustos y animales abundan en cualquier época del año y con gran vitalidad.
Las moscas pican día y noche y mientras más se suda más embelesadas se muestran chupando la sangre. Hay tarántulas y arañas del tamaño de una mano de hombre y cuya vecindad no es muy grata. Pero la plaga genuina en aquellos sitios son los alacrancitos rubios, hermosísimos animalitos cuya picadura mata en quince horas.
El oro tiene su precio. Hay que tenerlo presente y olvidar las historias fantásticas contadas por los interesados en vender terrenos sin valor al precio de los cultivados huertos de naranjos del Royal Valley.
—Nunca imaginé que algún día habría de trabajar de este modo —gruñó Curtin una mañana en que Howard lo sacudía por el cuello para levantarlo del catre.
—No te preocupes —dijo el viejo calmándolo—, yo he trabajado así más de una vez en mi vida y a menudo por años enteros, y aún estoy vivo, y lo que es peor, sin una cuenta en el banco que me permita pasar el resto de mi vida tranquilamente contemplando filosóficamente las estupideces del mundo. Bueno, levántate y haz que los burros acarreen el agua.
Como en el lugar en que trabajaban no había agua, era menester acarrearla a lomo de burro desde un arroyo que se encontraba a cerca de cien metros más abajo. Cuando empezaron a trabajar y hallaron que el agua estaba tan lejos, pensaron en llevar la arena para lavarla en el arroyo, pero después de una larga discusión decidieron que era más conveniente llevar el agua al campo que transportar la arena al arroyo. Cavando tanques y usando canales de madera de fácil construcción, podían emplear el agua acarreada durante bastante tiempo antes de que se evaporara. Se construyó una noria con latas vacías y cajas de madera, y con la ayuda de un burro resultaba fácil sacar el agua del tanque y hacerla pasar a otro más elevado, abriendo el vertedero, del cual pasaba a través de canales para lavar la arena.
Howard era todo un experto. Siempre que les comunicaba alguna idea, Dobbs y Curtin se preguntaban seriamente qué habrían hecho sin él en aquellos parajes desolados. Seguramente se habrían encontrado en un rico campo que contenía cincuenta onzas de oro por tonelada de arena, sin saber cómo extraerlo ni cómo conservar la vida mientras les era dado transportarlo a su país.
Howard tuvo además la habilidad de fundir la cal de las rocas y mezclarla con arena, para construir un tanque en el que no se perdía más agua de la que se evaporaba. Con la misma mezcla sujetó los canales de madera y los recipientes para que tampoco con su uso se desperdiciara ni una gota de agua.
Desayunaban mucho antes del amanecer para empezar a trabajar lo más temprano posible. A menudo no les era dado trabajar al mediodía, durante algunas horas, porque el calor espantoso hacía que los oídos les zumbaran y los miembros les dolieran.
—Otra de las razones por las cuales yo preferí subir el agua a bajar la arena es ésta —explicó Howard—: podemos esconder tan bien el campo que es casi imposible para ningún sabueso encontrarnos, y de haber bajado la arena para lavarla, cualquier cazador nativo podría haber sospechado; en cambio, si alguno de nosotros es sorprendido con los burros acarreando agua, solo pensarán que la necesitamos para cocinar y lavar la ropa y las pieles. Mañana empezaremos a tapiar el campo para hacerlo invisible. ¿Qué os parece, muchachos?
—Muy bien, papacito —contestó Curtin.
Dobbs gruñó:
—Por mí muy bien; tú lo sabes mejor, gallo viejo.
En una ocasión, durante las cálidas horas del mediodía, cuando Dobbs y Curtin estaban descansando en sus catres quejándose del calor y del trabajo, Howard, sentado sobre una caja, manufacturaba alcayatas para un nuevo invento suyo y observaba a sus dos socios desperezarse en los catres.
—¡Por todos los diablos! —dijo—. A menudo me pregunto cómo os figurabais que se llevaba a cabo la busca de metal. Creo que debéis haber pensado que solo teníais que caminar y que al aproximarse a aquellas colinas que se ven a lo lejos vuestro único trabajo consistiría en recoger el oro allí tirado como granos regados por el campo después de una cosecha de trigo; luego, lo meteríais en los sacos llevados al efecto y lo transportaríais a cualquier ciudad para venderlo y convertiros en nuevos millonarios de película. Deberíais pensar en que, de poder encontrarlo y transportarlo con la misma facilidad con la que se carga de piedras un camión que correrá fácilmente por una buena carretera pavimentada, no tendría mayor valor que el que puede tener la arena.
Dobbs, volviéndose en el catre dijo:
—Bueno, bueno; tienes razón. Es duro, muy duro, pero lo que yo pienso es que debe haber sitios en el mundo en los que los filones sean más ricos, mucho más ricos, y en donde no sea necesario esclavizarse y trabajar como demonios para conseguirlo.
—Esos sitios existen —afirmó el viejo—. Yo he conocido algunos en los que el oro puede extraerse de las vetas con una navaja. Y sitios he visto también en los que las pepitas se recogen a granel. Sé de hombres que han conseguido treinta, cuarenta, sesenta onzas diarias, y he visto también cómo una semana después esos mismos hombres enloquecían por no poder sacar ni un grano más. Hay algo extraño en el metal. Lo mejor para compensar un día de trabajo es hacer lo que estamos haciendo: esto es, lavar arena que contiene cierto porcentaje del metal; ello generalmente dura un tiempo considerable, no se acaba rápidamente y deja un buen rendimiento. Por otro lado, tomar las ricas vetas sin duda hará ricos en corto tiempo a los primeros que lleguen, pero eso es muy raro. Todos los que llegan después, pierden. Y lo que os digo se basa en más de cuarenta años de experiencia.
—Bueno, diría yo que éste es un método más que lento para hacerse rico.
—Tienes razón, Curty, boy; es un método muy lento. Si trabajas unos cinco años podrás acercarte a los cien mil. Pero no he sabido todavía de nadie que aguante cinco años. La dificultad principal es que el terreno se agota antes de lo que sería de esperar. Entonces lo único que se puede hacer es salir en busca de una veta virgen. Así van las cosas. Pueden hacerse diez mil duros en un sitio y eso debiera satisfacer, pero confiando en la buena suerte se sale otra vez y otra, hasta que se ha gastado el último níquel de los diez mil primeros pesos tratando de encontrar otro filón en cualquier parte del mundo.
Dobbs y Curtin se percataron de que la realización del trabajo no era cosa sencilla, pues aun en el caso de que en el transcurso de un día hicieran bastante, ello lo ganaban trabajando más duramente que bajo los contratos de Pat.
Las ampollas que les salían en las manos se les renovaban constantemente. El solo hecho de recoger la arena y lavarla cientos de veces, habría constituido un trabajo bien duro, pero antes de ser lavada era necesario cavar para obtenerla, y aquello no se hacía con la facilidad con que se hace en una mina de arena, pues se trataba de terreno rocoso. Las matas estaban tan adheridas al suelo que era necesario romper la roca para dejar libre el campo. Después había necesidad de triturarla para convertirla en grava lavable. Ya para llevar a cabo el lavado tenían que acarrear bastante agua, especialmente en los días muy calurosos, porque se evaporaba rápidamente.
No había días de descanso. La espalda les dolía tanto que después de un día de trabajo no les era dado descansar cómodamente ni sentados ni acostados. Difícilmente podían estirar los dedos de las manos, porque se les habían endurecido y sus articulaciones semejaban nudos. No se rasuraban ni tenían tiempo para cortarse el cabello, estaban demasiado cansados para hacerlo, y, lo que era peor, no les importaba en absoluto su apariencia. Si sus pantalones estaban descosidos o rasgados, no los remendaban más de lo absolutamente necesario para que no se les cayeran.
Si uno de ellos disponía de algunas horas, no podía emplearlas en provecho propio, tenía que salir de caza para conseguir algún pavo salvaje o algún venado, o bien tenía necesidad de recorrer los alrededores en busca de mejor pastura para los burros o de dirigirse al poblado cercano para comprar huevos, manteca, sal, maíz, café, tabaco, piloncillo, harina, jamón, «royal», azúcar. Jabón bueno, leche en lata, té y otros lujos semejantes solo podían conseguirse haciendo todo un día de viaje hasta el pueblecito que se hallaba en la ladera este de la sierra, y aun allí se conseguían difícilmente. No había clientes para tales rarezas y por ello los tenderos las llevaban solo ocasionalmente. Cuando el hombre que salía en busca de las provisiones regresaba con una botella de tequila o de habanero, celebraban un banquete, alegrando así uno de los días de su triste vida.
Ocasionalmente hablaban de legalizar sus derechos para explotar la mina. Aquello no costaría una fortuna, pero el gobierno tenía ideas muy especiales sobre la concesión de licencias de esa naturaleza y acudía en seguida a reclamar su parte en las ganancias. Mas no era por esto por lo que los hombres estuvieran remisos a hacer el registro de derechos; era debido a otras muchas consideraciones. ¿Quién podía garantizar la honestidad de los empleados subalternos y del jefe de policía del poblado cercano, del presidente municipal del municipio próximo, del jefe de la guarnición de la plaza? ¿Quién se atrevería a responder por ellos?
Al registrar los derechos ante las autoridades, habría necesidad de denunciar la exacta localización de la mina. Aquellos tres hombres significaban poco y aun el embajador norteamericano difícilmente habría podido protegerlos. Con frecuencia ocurría en ese país que los jefes de policía, alcaldes, diputados y hasta generales se veían complicados en secuestros y hasta ejercían el bandidaje abiertamente. El gobierno, tanto el local como el federal, podía en cualquier momento confiscar no solo el terreno, sino hasta la última onza de oro extraída con tanta pena y trabajo. Mientras los hombres se hallaran trabajando, estarían bien guardados, pero cuando recogieran el fruto de su esfuerzo para retirarse se encontrarían con una partida de bandidos que los desvalijarían por orden de alguno de los individuos a quienes la nación paga por librar a sus ciudadanos del bandidaje. Cosas como esta ocurren también en el país del Norte. ¿Por qué no habrían de ocurrir aquí? La misma influencia, el mismo espíritu dominan la atmósfera del continente.
Los tres socios sabían aquello y lo sabían bien. Entonces su lucha era solo en contra de la naturaleza, pero en cuanto registraran sus derechos tendrían necesidad de luchar con enemigos más peligrosos. Aparte de las contribuciones que correspondían al gobierno, habrían tenido que cohechar a una serie de gente para quedar ellos en final de cuentas con un porcentaje mínimo. Pero todavía existía un peligro más serio: alguna fuerte compañía minera, en buenas relaciones con el gobierno o bien respaldada por algunos diputados de esos mejor conocidos en los cabaretuchos y en las zonas de tolerancia que en la tribuna de la Cámara, podría enterarse de la denuncia del mineral hecho por los exploradores, y entonces, ¿qué podrían hacer aquellos tres pobres hombres, cuando la poderosa empresa comenzara a pelear ante las cortes derechos de prioridad sobre la mina, valiéndose de algunos miserables nativos a quienes por cien pesos podrían comprar un testimonio falso?
—Reparad en todo esto, si es que tenéis cerebro para pensar. Por mucho que lo deseemos, no podemos ser honestos con el gobierno —concluyó Howard—. No soy partidario de engañar a nadie y ni al gobierno le negaría una justa participación en mis ganancias. Si estuviéramos en territorio británico no vacilaría un instante en cumplir con la ley; pero en este caso no tenemos alternativa. No solo nuestras utilidades, sino nuestra salud y nuestra propia vida dependen de que nos olvidemos de la licencia. ¿Estáis de acuerdo?
—Sin duda.
—Bien, ahora debéis saber que si somos sorprendidos nos confiscarán lo que hemos sacado y cuanto poseemos y hasta es probable que pasemos un año en la cárcel.
—No obstante, debemos arriesgarnos. ¿No crees, Dobbs? —preguntó Curtin.
—Seguro. Nadie pensará en proponer otra cosa.
Así quedó terminado el asunto de la licencia, porque tenerla no representaba un medio de protección en contra de los bandidos. En cambio, ignorándose lo que poseían estaban a salvo. La maleza cubre extensiones tan amplias, y la sierra es tan grande y solitaria, que si un hombre desaparece en esos parajes, ¿quién podrá jamás decir lo que le ocurrió?
La discusión acerca del aseguramiento de sus derechos los llevó a comprender el cambio que se había realizado en sus vidas. Cada onza de oro que obtenían era un paso más que daban para alejarse de la clase proletaria y aproximarse a la de los poseedores, a la clase media acomodada. Antes nunca habían tenido nada de valor que cuidar de los bandidos, pero empezaban a tener algo y a preocuparse por la forma de protegerlo. El mundo dejó de tener para ellos la apariencia que solo unas semanas antes tenía. Ahora pertenecían a la minoría de la raza humana.
Aquéllos a quienes consideraban en otro tiempo como compañeros de clase, eran tenidos ya como enemigos contra quienes había que defenderse. Mientras nada habían poseído, habían sido esclavos de su estómago hambriento, esclavos de aquellos que tenían los medios para llenarles la barriga, pero todo eso había cambiado.
Iniciaban la marcha que suelen emprender los hombres para convertirse en esclavos de sus propiedades.