V

CURTIN y Dobbs se dieron cuenta inmediatamente de que sin la ayuda de Howard nada hubieran podido hacer, pues de ir solos ni siquiera hubieran sido capaces de seguir una huella. No tenían idea de lo que debían hacer con los burros durante la noche, ni de cómo acomodarles la carga, ni de cómo conducirlos por los caminos rocosos entre las altas montañas, por los que difícilmente podían ellos, en ocasiones, guardar el equilibrio.

Durante el viaje, los muchachos tuvieron que prescindir hasta de las mínimas comodidades que el más primitivo campo petrolero puede brindar. Para acostumbrarse a aquellas dificultades necesitaron más de una semana. No se trataba de las excursiones que hacen los boy-scouts y no se encontraban lugares para acampar de los que suelen señalarse en las guías para cazadores. Aquello significaba trabajo y trabajo muy duro. A menudo durante la noche, cuando se hallaban a tal grado cansados que se hubieran caído dormidos en cualquier parte, tenían que levantarse para buscar a algunos de los burros que se habían extraviado. Y a ello había que agregar un sin fin de cosas más desagradables y aburridas a las que era necesario atender.

En muchas ocasiones durante el día, casi siempre en las noches, ambos se lamentaban diciendo que, de haberlo sabido de antemano, hubieran preferido quedarse en el puerto en espera de trabajo.

Su respeto por Howard aumentaba a medida que los días transcurrían. Aquel hombre jamás se quejaba, nunca hablaba con voz plañidera, jamás se mostraba demasiado cansado y su paso era siempre seguro. Parecía rejuvenecerse y era sorprendente ver cómo su actividad aumentaba con cada kilómetro que se aproximaban a la meta.

Trepaba como un gato por los más empinados riscos y trotaba durante largas y tristes horas a través de pasajes áridos, sin reclamar ni un trago de agua.

—No olvidar nunca por qué el oro es tan valioso —solía decir cuando miraba a los dos muchachos extenuados—. Tal vez ahora comprendáis por qué una onza de oro vale más que una tonelada de hierro fundido. Todas las cosas en este mundo se hacen pagar su verdadero precio, nada se consigue gratis.

El viaje constituía el esfuerzo de menor importancia. Lo principal era encontrar el metal y saber cómo sacarlo después de encontrado. Respecto a esto, Dobbs y Curtin se hallaban más desorientados aún que en lo que se refería a la conducción de una recua de burros por determinado camino. Cuando aún se encontraban en el puerto, pensaban que las exploraciones en busca de oro se asemejaban al acto de colectar piedras en el lecho de un río seco. Creían imposible equivocarse, pues tenían la idea de que cuanto relumbra es oro y, para su asombro, casi todos los días se encontraban con trozos de tierra cubiertos por un polvo amarillento y brillante, y encontraban también la misma arena reluciente en arroyos y esteros. Cuando miraban aquella especie de arena, creían hallarse en presencia de oro puro o por lo menos de piedras que lo contenían. Howard no se mofaba de ellos, solamente les decía:

—Ya os indicaré cuándo hay que cobrar, pues por un camión cargado de esto que veis ahí, no nos darían ni para pagar una cena, y eso en el caso de que lo lleváramos hasta algún sitio en el que se estuviera construyendo. El oro no se muestra abiertamente, hay que saber reconocerlo. Hay que hacerle cosquillas para obligarlo a salir sonriendo —solía agregar Howard—. Puede pasarse veinte veces diarias frente a él sin reconocerlo, si se ignora la forma de lograr que se muestre.

El viejo Howard conocía el oro y su apariencia. Lo distinguía aun cuando solo hubiera trazas de él. Muchas veces, por la apariencia del paisaje, podía determinar si existía en los alrededores y si valía la pena de cavar uno o dos días y de lavar y hacer pruebas en determinado sitio. Siempre que sacaba de la mochila su sartén para lavar dos o tres paladas de tierra en un arroyo, los muchachos podían tener la seguridad de que algo había descubierto.

Cinco veces encontraron oro, pero la cantidad que podían extraer por procedimientos tan primitivos como los que les era dado emplear, no hubiera bastado para pagarles un salario decente por los días de trabajo.

En cierta ocasión encontraron un lugar en el que los rendimientos eran prometedores, pero el agua necesaria para lavar la arena se hallaba a diez kilómetros de distancia; así, pues, tuvieron que abandonar aquello.

—No creáis, muchachos, que la búsqueda de oro es juego de niños —dijo Howard a sus socios, que estaban a punto de perder el último destello de esperanza—. El oro representa trabajo, y trabajo muy duro: olvidad cuanto hayáis leído en novelas y revistas; todo es mentira. Solo embustes se encuentran en ello. Descartad la idea de que hay millones tirados. Muy pocos hombres en la historia habrán logrado hacerse millonarios triturando rocas o lavando arena en busca de oro. Y, además, nadie puede lograrlo solo. Si queréis conseguir millones, seguid mi consejo.

Una mañana se encontraron totalmente aislados en una región salvaje, desolada, montañosa. Parecía imposible proseguir o regresar. Jadeando, jurando y renegando, los muchachos trataban de cruzar la espesura del monte y de trepar por las rocas, al parecer inaccesibles, para salir de aquellos parajes.

Las dificultades eran de tal magnitud que perdieron toda esperanza y estaban dispuestos a abandonar la empresa, a dejar todo aquello y a regresar al mundo civilizado en el que, si bien no había trabajo, tampoco era necesario luchar con aquellas durezas. Estaban en el límite de lo que cualquier persona cuerda puede soportar.

El viejo mostraba excelente humor. Para él, con la experiencia que tenía, aquellas complicaciones eran de rutina cuando se anda en pos de oro.

—¡Por mi abuela! Me he echado a cuestas un par de señoritos, dos muchachitos elegantes y refinados que corren ante la primera gota de lluvia y se esconden bajo las enaguas de su madre en cuanto oyen un trueno. ¡Vaya, vaya! ¡Buenos exploradores me han resultado este par de buscadores de minas olvidadas! Eso de cavar un hoyo en busca de petróleo con la ayuda de cincuenta peones mexicanos, yo podría hacerlo hasta después de dos días de parranda; en cambio éstos, ¡vagazos! Se sientan a leer una revista en la que se habla de un río allá en Alaska e inmediatamente se lanzan a explorar.

—¡Cierra el apestoso hocico! —aulló Dobbs, tratando de arrojarle un trozo de roca.

—Tíralo, nene, tíralo. Será bien recibido. Tíralo y nunca podréis salir de aquí. Sin mi ayuda moriréis como miserables ratas.

Curtin trató de calmar a Dobbs, diciendo:

—Deja en paz al viejo. ¿No ves que está loco?

—Loco ¿eh? ¿Es eso lo que quieres decir? —Howard, en vez de enojarse, lanzó una carcajada satánica—. ¡Loco! Pues oíd bien, cachorros; repito lo que dije antes, que me he echado a cuestas un par de inútiles. Son los dos tan brutos, tan inmensamente imbéciles, que aun cuando parezca inconcebible, sorprenderían con su estupidez hasta a un agente de la secreta.

Dobbs y Curtin escuchaban al viejo, se miraban entre sí y lo miraban a él, posaron la vista en las plantas espinosas, en el campo, en el cielo, la volvieron en todas direcciones y por fin la fijaron en el rostro de Howard convencidos de que se había vuelto loco, de que, tal vez debido a las penalidades o a su vejez, se había trastornado.

—Pues bien, son tan brutos que ni siquiera se percatan de que caminan sobre millones. No podrían descubrirlo ni aun palpándolo con sus propias manos.

Los dos abrieron la boca. Era evidente que no habían comprendido el verdadero sentido de lo que Howard les decía. Al cabo de un minuto comprendieron, al ver que éste seguía mofándose de ellos mientras por entre sus dedos resbalaba la arena que empuñaba. Solo entonces se dieron cuenta de que el viejo estaba tan cuerdo como siempre y de que les hablaba con sensatez.

No se pusieron a bailar por aquel venturoso alivio, ni se apresuraron a expulsar de su pecho la angustia que los había invadido en los últimos días. Tomaron aliento y se sentaron a palpar el suelo con las manos y a examinarlo cuidadosamente.

—No esperéis encontrar trozos de oro fundido, bien pulido y adornado con diamantes y rubíes —dijo Howard aún en pie—. Tenemos tierra con trazas de oro, que debe proceder de algún sitio aún lejano —Howard señaló las rocas que habían estado a punto de cruzar—. Allá iremos y, si no me equivoco, allí nos estableceremos por algunos meses. Vamos.

Aun cuando el trecho que tenían que cruzar era corto, representaba el esfuerzo más duro de la expedición. La distancia no llegaba a tres kilómetros, pero tuvieron que emplear todo un día para alcanzar el sitio indicado por Howard.

Cuando por fin llegaron, les dijo:

—Más vale que no acampemos aquí, en el mismo sitio en que habremos de trabajar. Acamparemos a un kilómetro o kilómetro y medio de distancia. Algún día sabréis la conveniencia de esto.

Había oscurecido y por aquella noche acamparon en aquel lugar.

Al día siguiente, Howard y Curtin salieron en busca de sitio mejor, en tanto que Dobbs permaneció al cuidado de los animales y encargado de cocinar y hacer el pan.

Habiendo encontrado un lugar apropiado y bastante retirado del sitio escogido para trabajar, establecieron el campamento.

—Supongamos que alguien llega por aquí accidentalmente; no os olvidéis de decir que somos cazadores, cazadores profesionales en busca de pieles con valor comercial. Cuidado con olvidarlo, porque podría costamos caro.

Howard sabía bien de lo que hablaba.