XVIII

LOS socios dieron un gran rodeo para no pasar por la vecindad del pueblo al que Curtin acostumbraba ir en busca de provisiones: más valía dejar a sus habitantes con la idea de que aún se encontraba en las montañas. Siempre que podían, evitaban el paso por pueblos, escogiendo los caminos más apartados. Cuanto menos los vieran, menores dificultades tendrían.

Tenían muy poco dinero. Al llegar a la estación venderían los burros, las herramientas y hasta las pieles, con lo que tendrían suficiente para comprar pasajes de segunda para el puerto.

La mayor parte de los caminos conducían, naturalmente, a poblados, y con frecuencia se encontraban a la vista del caserío, que debido a los bosques, colinas y curvas, no habían descubierto antes. No podían regresar para no despertar sospechas y tenían que internarse en él, donde alguno de ellos se dirigía a la tienda para comprar algo —cigarros, cerillas, sardinas, azúcar o sal—. Allí entablaba conversación con el tendero y con los vecinos, para demostrar que no tenía motivo para esconderse.

Al tercer día, al finalizar la mañana, se encontraron en un pueblo que hubieran deseado evitar. Cuando llegaron a la plaza se hallaron a cuatro paisanos parados frente a una casa de adobe. Tres de ellos llevaban carabinas, pero no tenían aspecto de bandoleros.

—Nos pescaron —exclamó Dobbs—; ésos son policías. Lo parecen.

Dobbs detuvo a los burros tratando de llevarlos por otro camino. Curtin caminaba detrás del último animal.

—No hagas tonterías —advirtió Howard a Dobbs—. Si despertamos sospechas ahora, estamos perdidos. Sigamos. Lo más que pueden hacernos es registrar la carga y detenernos para obligarnos a pagar contribuciones y por no haber obtenido licencia.

—¡Exactamente, y eso nos puede costar cuanto poseemos, a excepción de los burros!

Curtin se aproximó, arreando los burros.

—¿Qué hace allí ese hombre? Me refiero al de los anteojos.

El hombre de los anteojos estaba parado en el pórtico de aquella humilde casa, discutiendo con algunos vecinos que se habían reunido. En el pórtico había una mesita, cubierta con un tapete de lana sucia.

—Me imagino —dijo Howard— que debe ser algún comisionado especial del gobierno federal. ¡Diablos!, ¿qué querrá?

—Me parece que interroga a los vecinos —repuso Dobbs—. Ojalá que no se trate de nosotros.

—¿Y qué? De todos modos ya es demasiado tarde —dijo Curtin, dando una amistosa patada a uno de los burros para apartarlo del zacate de la plaza.

—Bueno, finjamos que no nos importa —dijo Howard encendiendo su pipa para disimular su nerviosidad.

Los paisanos ocupados con el grupo de vecinos reunido cerca de la casa, no se habían percatado de la presencia de la pequeña caravana.

El paso de recuas por las laderas de la Sierra no era ninguna novedad. Los socios llegaron al centro de la plaza. De pronto un hombre se comunicó con su vecino y todos se volvieron a mirar a los socios que se aproximaban. Como se acercaban al final de la plaza, uno de los supuestos comisionados del gobierno salió del pórtico, se aproximó a la caravana y gritó:

—Esperen, caballeros; un momento, ¡por favor!

—¡Se acabó! —dijo Dobbs, jurando.

—¡Esperad! —ordenó Howard—. Iré solo a ver qué quiere. Vosotros quedaos aquí con los burros. Tal vez solo pueda arreglar mejor las cosas; les haré creer que soy un misionero metodista procedente de un pueblo minero abandonado.

—Como siempre, tiene razón el viejo —admitió Curtin—. Por eso no me gusta jugar al póquer con él. Bueno, anda y prodúceles buena impresión con tu cara honesta y cuéntales la fábula de Jonás y la ballena o la de Elías volando en aeroplano al cielo.

Howard atravesó la plaza en dirección del grupo:

—Buenos días, señores. ¿En qué puedo servirles?

—En mucho —contestó uno de ellos—. ¿Vienen ustedes de las montañas?

—Sí, ¡y vaya que es pesado el viaje! Conseguimos algunas pieles que pensamos vender en San Luis Potosí.

—¿Están todos ustedes vacunados?

—¿Estamos qué?

—¿Tienen certificado de vacunación? Hay un decreto que ordena que todos los habitantes de la República deben haberse vacunado en un plazo de cinco años a la fecha, para prevenir la epidemia de viruela.

—Mire, caballero; a nosotros nos vacunaron de pequeños en nuestro país, pero no tenemos el certificado.

—Claro que no, caballero, ¿quién lo tendría? Ni yo —dijo el empleado riendo, secundado por los otros—. Soy delegado de Salubridad, enviado por estos rumbos para vacunar a todos, especialmente a los indios, quienes son particularmente atacados por la viruela. El trabajo es duro. Huyen cada vez que venimos al pueblo, tienen miedo; hemos necesitado de todo un regimiento para cogerlos. Se esconden en las montañas, en cuevas, en barrancas, entre la maleza y no regresan a casa hasta que saben que nos hemos marchado.

—Sí —interrumpió otro empleado—, véame la cara, toda arañada por una mujer que defendió a sus niños a quienes queríamos vacunar. Pero usted conoce nuestro país, vea la cantidad de ciegos a causa de la viruela. Mire a los miles de muchachas bonitas que son cacarizas.

—Y cuando acudimos para ayudar a estas gentes —intervino otro empleado— nos persiguen y hasta nos apedrean como si fuéramos sus peores enemigos, sin considerar que en realidad somos sus mejores amigos. No tienen que pagar ni un centavo, nuestros servicios son enteramente gratuitos y el gobierno solo pretende salvarlos.

Después habló el hombre de los anteojos:

—Mire, amigo: sabemos que tanto usted como sus compañeros están vacunados, pero quisiéramos pedirles un gran favor. Haga que ellos se aproximen y se dejen vacunar voluntariamente. Necesitamos mostrar a estas gentes ignorantes que ustedes no tienen miedo de lo que nosotros hacemos y que vienen a recibir su arañazo con el mismo gusto con que irían a un baile. Desde todos los jacales nos atisban en estos momentos; hace cuatro días que estamos aquí, ofreciendo nuestros servicios y tratando de convencer a estas gentes, sin éxito, y lo peor es que la Iglesia se ha declarado enemiga de la vacunación por el hecho de que no fue ordenada por el Señor, y la combate en la misma forma en que combate la educación para evitar que lean libros escritos en contra de la Iglesia y que escriban pecaminosas cartas de amor. Bueno, usted sabe bien de todo esto sin necesidad de que yo se lo diga. ¿Quiere ayudarnos?

—Desde luego —contestó Howard—, con mucho gusto haremos lo que quiera en su ayuda y en la del gobierno.

—Ya lo sabía cuando los vi venir —dijo el doctor tendiéndole a Howard un cuaderno—. Escriba usted su nombre y edad en esta hojita que le entregaremos después de vacunarlo y que le servirá como certificado por cinco años. En adelante lo único que tendrán que hacer cuando los requieran para ser vacunados, será mostrarla. Bueno, ahora le limpiaremos el brazo izquierdo con alcohol, y en seguida los arañacitos.

—Gracias, doctor —el agradecimiento de Howard se refería a muchas cosas.

—Ahora dígales a sus amigos que cuando se dirijan hacia acá caminen enrollándose la manga al cruzar la plaza, para que las gentes que nos atisban se den cuenta de que ellos no temen la vacuna. Pongamos la mesa en mitad de la calle para la gran exhibición. Mucho nos ayudará que ustedes vengan por su propia voluntad a que se les administre la medicina, como dicen los indios. Así comprobarán que no tratamos de envenenarlos y tal vez tengan más confianza en nuestro trabajo. Así, pues, haga que sus amigos nos ayuden en la exhibición a beneficio de los pueblerinos. Muchas gracias, y feliz viaje.

—¡Caramba, vaya un susto! —dijo Dobbs cuando Howard regresó—. Cuando vi a ese hombre obligarte a escribir en el libro, pensé que todo estaba perdido, y ahora, claro que daremos la gran exhibición; fíjate en mí. Podría yo ganar mis veinticinco cada día en Hollywood como extra especial. Fíjate y aprende.

Dobbs y Curtin se enrollaron las mangas y gritaron en español desde donde estaban:

—Sí, doctor; será un placer verdadero que usted nos vacune; hace diez años que queremos vacunarnos y no habíamos encontrado quien nos hiciera el favor. En San Luis Potosí querían cobrarnos quince pesos a cada uno por cada rasguñito, en cambio usted es tan bueno que trabaja gratis. Allá vamos.

Como los comisionados habían esperado, el plan dio buenos resultados. Los pueblerinos, primero hombres y muchachos mayores en su mayoría, salieron de sus jacales para contemplar el espectáculo que Curtin y Dobbs les ofrecían. Cuando Dobbs tendió el brazo al doctor, lo hizo riendo con fuerza en tanto que Curtin silbó una cancioncita. Hombres y muchachos se aproximaron para ver mejor. El doctor sonrió y uno de los empleados convenció a uno de los hombres que se hallaban cerca de que se dejara hacer lo mismo. Curtin le dio un empujón bromeando, porque el hombre se mostraba aún remiso. Pero una vez que le hicieron los rasguños y no sintió nada, empujó a sus dos chicos ordenándoles que se estuvieran quietos mientras los vacunaban. Cuando los socios dejaron la plaza, el doctor y los empleados se hallaban ocupadísimos atendiendo a las dos largas filas de personas entre las que se encontraban mujeres con sus niños que esperaban ser vacunadas.

Cuando dejaron el último jacal del pueblo, Dobbs dijo sonriendo:

—Vaya que eres chistoso, Curty.

—¿Por qué diablos he de serlo?

—Andas viendo fantasmas como una vieja; apenas ves a algún tipo con una escopeta al hombro piensas que todo está perdido. Cualquiera podría haber visto claramente que aquel hombre no quería nada de nosotros y que el de los anteojos era doctor. ¿Quién no iba a suponerlo al mirarle tras de esa mesa cubierta con la sábana?