XX

CURTIN y Dobbs no se hallaban de buen humor. El paso a través de la montaña más elevada se encontraba lejos todavía, y el camino que conducía a él presentaba tantas dificultades que estuvieron a punto de perder la cabeza de desesperación.

Durante el segundo día de su viaje solos, dejaron de hablarse en la forma habitual. Se rebajaba uno a otro, se gritaban como bestias salvajes y se maldecían a sí mismos y al resto del mundo por haberse echado a cuestas aquella pesadísima tarea; pero lo más amargo de todo era que maldecían del ausente Howard por tener que arrear a sus burros, empaquetar y desempaquetar sus pertenencias y cuidar de todas sus cosas, mientras que probablemente él gozaba acariciando a alguna linda morena sobre sus rodillas, dejándose mimar por otra pendiente de su cuello, y eso después de una buena comida y una botella de mezcal. En cambio, allí estaban sus dos socios, esclavizados y medio muertos por culpa suya, teniendo que recorrer aquel maldito camino hecho por el Señor con el único objeto de producir sufrimientos para castigar los puercos pecados que quince generaciones de ancestros cometieran.

—¿Para qué nos habremos ofrecido a transportar las malditas cosas de ese tal por cual? ¡Como si él no hubiera podido hacerlo solo o con la ayuda de aquellos miserables indios! ¿A quién en todo el mundo se le ocurre ir a sacar del infierno a ese endemoniado muchacho, cuando allí habría estado tan a gusto? Pero ahora por culpa de ese maldito predicador, el pobre niño ha resucitado para sufrir todas las torturas de este mundo.

Además, eran siempre los burros de Howard los que se extraviaban y se rozaban contra los árboles tratando de desembarazarse de la carga.

—Bien sabía ese charlatán lo que hacía al encargarnos de transportar sus mal empacados bultos que, además, son los más pesados de todos. Dios sabe que sus burros son los más perezosos bajo el cielo, y los más testarudos. ¡Por el diablo, cómo me gustaría que resbalaran por los cien metros de la garganta y se rompieran los huesos! Te aseguro que no me importaría. ¡Al diablo con él y con todo lo suyo! —así hablaban y juraban constantemente los dos mientras caminaban.

Por fortuna para ellos, el cielo estaba muy alto para que a él llegaran sus palabras y les dejara caer un ciento de árboles sobre el camino y los empapara con un aguacero de tal manera que los burros se hundieran hasta el lomo, para que supieran lo que es realmente un camino duro en la Sierra Madre, cuando cielo e infierno se conjuran contra el viajero. Las dificultades que encontraron no significarían nada para un arriero experimentado de los que conducen recuas cargadas a través de la Sierra Madre en todas las épocas del año.

Desde luego que hubiera sido una buena ayuda contar con otro hombre para transitar por aquel duro camino. Cuando las bestias tiran algún bulto se necesitan dos hombres para volver a acomodarlo en tanto que otro vigila al resto de los burros cargados, a fin de que no se extravíen.

Tan pronto como se percataron de lo ridículo que era maldecir del viejo, empezaron a reñir y a gritarse entre sí.

Los burros parecían no preocuparse, porque tenían mejor sentido y habían sido educados bajo un mejor sistema filosófico.

Repentinamente Dobbs se detuvo, se secó el sudor de la cara con gesto enojado y dijo:

—Aquí pasaré la noche; si no te parece bien a ti, puedes seguir, dejándome mis burros cargados, porque no soy ningún esclavo negro. ¿Entiendes?

—Son apenas las tres; todavía podemos caminar seis kilómetros más —Curtin no encontraba razón para acampar tan temprano.

—Nadie te ha ordenado que acampes aquí, y si quieres caminar treinta kilómetros más, ¿qué puede importarme? —gritó Dobbs, encarándose a Curtin como si fuera a pegarle.

—¿Órdenes de ti? —preguntó Curtin—. ¿No querrás decir que te crees el amo de la expedición?

—Tal vez lo seas tú. Anda, dilo; eso es lo que espero —contestó Dobbs, poniéndose rojo.

—Está bien; si ya no puedes más.

—¿Que ya no puedo más? ¿Qué quieres decir con ese cacareo? —Dobbs parecía próximo a enfurecerse—. No me hagas reír, yo puedo más que cuatro tipos como tú y me sería fácil derribar a otros tantos. ¿Conque no puedo más? ¡Anda y cántale esa canción a tu abuela! La cosa es más sencilla: ya no quiero seguir, eso es todo.

—¿Por qué eres tan hablador? —dijo Curtin con bastante calma—. Si hemos empezado, tenemos que seguir, querámoslo o no; pero está bien, acampemos aquí.

—Al fin entendiste; aquí hay agua, y muy buena, el lugar es excelente para pasar la noche.

—Tienes razón, hace tres horas que no tropezamos con agua como ésta.

—Entonces, ¿para qué discutir? —Dobbs empezó a descargar el burro que se hallaba próximo a él. Curtin se acercó para ayudarle.

Cuando hubieron descargado los burros, volvieron a reñir. ¿Quién iba a buscar leña, quién iba a guisar, quién a reparar las monturas? Mientras Howard había estado con ellos nunca habían discutido por esas tareas, pero entonces parecían haber perdido el sentido común y la capacidad para razonar. Estaban muy cansados, sus nervios se agitaban como hilos de telégrafo al aire libre. No podían ponerse de acuerdo sobre quién debía hacer esto y quién aquello. Cuando la comida estuvo lista, Curtin encontró que había trabajado tres veces más de lo que le correspondía. No le importó y nada dijo, poniendo final al mal humor de Dobbs. Algo durante el camino de aquel día, el clima, la altitud creciente, alguna caída, el sol ardiente, la mordedura de algún reptil, la picadura de un insecto, el rasguño de alguna espina venenosa, cualquiera de esas cosas debía, así pensaba Curtin, ser responsable del extraño comportamiento de Dobbs.

La comida, generalmente reconcilia a las gentes, y también allá en la Sierra Madre, la comida que hicieron Curtin y Dobbs suavizó los sentimientos de uno por el otro y les calmó los nervios. Hablaron con menos gritos y más sentido del que habían mostrado durante las últimas seis horas.

—¿Qué estará haciendo el viejo? —dijo Curtin—. Estoy seguro de que está pasando un buen rato con aquellos indios y su comida fue sin duda mejor que la nuestra.

Cuando Dobbs oyó mencionar al viejo, miró instintivamente hacia sus bultos, próximos a donde él estaba sentado llenando su pipa. Por un momento fijó la vista en ellos, y mentalmente calculó cuánto representarían en dólares.

Curtin entendió mal la expresión de Dobbs, porque dijo:

—¡Oh!, ya sabremos manejar bien sus cosas. Hace dos días que lo hacemos sin su ayuda, mañana nos parecerá más fácil y nos irá pareciendo más sencillo a medida que nos acostumbremos a carecer de ella.

—¿A qué distancia estaremos del ferrocarril? —preguntó Dobbs.

—Para el volar del viento no debe estar lejos, pero no siendo nosotros céfiro, todavía nos queda un buen trecho. Tal vez nos falten días, quizá hasta una semana; el camino se hace diez veces más largo por estos senderos de las montañas con sus vueltas, bajadas y subidas que los hacen aparecer interminables. Cuando por la tarde se vuelve la cara creemos posible alcanzar con la mano el sitio de donde se salió por la mañana. Y todavía no llegamos a lo peor, porque uno de los hombres del pueblo me dijo que había tramos en los que, cuando mucho, pueden hacerse diez kilómetros diarios, cargando y descargando cientos de veces para que los animales puedan trepar por las empinadas cuestas. Creo que podremos cruzar el pasaje más alto de la Sierra en dos días, después tres o cuatro más y llegaremos a la estación; sin embargo, podemos tardar algunos más; no sabemos con qué dificultades habremos de tropezar.

Dobbs no contestó, se quedó mirando el fuego, llenó su pipa nuevamente y la encendió. Parecía no poder desprender la vista de los bultos, miraba un momento el fuego y sus ojos volvían a posarse en ellos nuevamente.

Curtin no se percató de ello.

Inesperadamente Dobbs picó a Curtin en las costillas y rió en forma extraña.

Curtin sintió cierto malestar; algo malo ocurría a Dobbs, no parecía ser el mismo. Para disimular su creciente temor, trató de reír mirándole a la cara.

Dobbs rompió en carcajadas que estuvieron a punto de ahogarlo. Curtin acabó de confundirse, no sabía qué actitud tomar.

—¿De qué te ríes, Dobbs?

—¿De qué? Ya te lo diré —siguió, riendo con fuerza, apretándose el estómago con las manos.

—Bueno, habla.

—¡Ay, muchachito!, es demasiado cómico para expresarlo en palabras —dijo y tuvo que callar para tomar aliento, porque su risa había tomado caracteres histéricos.

—¿Qué es lo que te parece tan chistoso? —a Curtin el semblante se le tornaba gris de ansiedad, porque Dobbs parecía loco.

Por fin éste contestó:

—Ese viejo jumento nos entrega su tesoro y nos deja partir con él sin más averiguaciones.

—No te entiendo.

—Pero, hombre, ¿no ves? Es todo nuestro, podemos llevárnoslo y ¿cómo podrá volver él a saber de nosotros? No regresaremos al puerto, ¿sabes? Nos iremos directamente para el norte, a El Paso, y lo dejaremos con un palmo de nariz. Que se case con una indita, ¿qué nos importa?

El semblante de Curtin había adquirido la mayor seriedad.

—Sencillamente, Dobby, no te entiendo. ¿De qué hablas? Debes estar soñando.

—No seas idiota. ¿Quién te educó? Bueno, para que la idea te entre en esa cabezota, hablaré más claro: nos iremos con todo el cargamento. ¿Qué te parece? No creo que sea ninguna novedad para ti.

—Empiezo a comprenderte.

—El camino es largo, ¿verdad? —dijo Dobbs, tratando de reprimir la risa.

Curtin se levantó y dio unos cuantos pasos tratando de serenarse. No daba crédito a sus oídos. Algo malo debía ocurrirle.

Volvió a aproximarse al fuego, pero no se sentó, miró en rededor, elevó los ojos al cielo y dijo:

—Entiende bien lo que voy a decirte, Dobby: no cuentes conmigo si piensas aprovecharte de lo del viejo, y ten en cuenta algo más: no te permitiré que lo hagas.

—¿Y qué más?

—Como decía, mientras yo me halle en pie, no cogerás ni un solo grano de lo que al viejo corresponde. Creo haber hablado claro. ¿O no?

Dobbs sonrió y dijo:

—Sí, precioso; sin duda que lo has hecho. Sé claramente lo que quieres significar, pretendes despacharme y quedarte con todo, ¿no es así?

—No, no es así; obro honestamente con el viejo, como lo haría contigo si estuvieras ausente.

Dobbs sacó su bolsa de tabaco y llenó otra pipa.

—Tal vez no te necesite, podré tomarla yo solo sin tu ayuda —y rió mientras encendía la pipa.

Curtin, todavía en pie, se quedó mirando a Dobbs de arriba abajo y contestó:

—Acepto el reto.

—Y yo lo confirmo; muchas veces lo he hecho en la vida.

—Indudablemente; yo también he aceptado montones y los he olvidado cuando la sangre se me enfriaba; pero ahora es diferente, el viejo no ha robado sus bienes, los ha ganado honestamente y nosotros sabemos bien cómo. No los consiguió por medio de un puerco atraco, o ganando en las carreras o cometiendo fraudes. El pobre ha trabajado como un esclavo, y tomando en consideración su edad, la tarea ha sido para él más pesada que para nosotros. No hay muchas cosas que yo respete en la vida, pero el dinero ganado a fuerza de trabajo duro y honesto merece mi más sincero respeto.

—¡Al diablo con tus ideas bolcheviques! Los discursos me revientan, y oírlos aun aquí, en estos parajes, me resulta detestable.

—No son ideas bolcheviques y tú lo sabes bien. Tal vez el propósito de los bolcheviques sea lograr que los trabajadores perciban el valor justo de lo que produzcan y que nadie trate de engañar a un trabajador respecto a lo que justamente le corresponde. De cualquier forma, eso está fuera de nuestra discusión, y no me importa. Pero bolchevique o no bolchevique, entiende bien esto, Dobbs, hablo en serio: mientras yo esté en pie, tú ni siquiera pondrás las manos en los bultos del viejo; eso es todo.

Después de decir aquello, Curtin se sentó cerca del fuego, sacó su pipa, la llenó y empezó a fumar distraídamente. Al cabo de un rato parecía haber olvidado el asunto, y lo consideraba como una de tantas tonterías discutidas durante los largos meses que habían pasado juntos y en los que, no encontrando de qué hablar, escogían cualquier tema para no perder la costumbre.

Dobbs lo observó largo tiempo y al cabo dijo:

—¡Ajá! Eres muy listo, nunca me equivoqué respecto a ti, viejo; a mí no me engañas.

—Y ahora ¿de qué hablas?

—De algo muy sencillo. Sábete esto: a mí no me puedes ocultar tus propósitos; hace mucho tiempo que deseas despacharme en cuanto te parezca prudente, para enterrarme después como un perro entre la maleza, quedándote no sólo con lo del viejo, sino también con lo mío. Luego, cuando llegues al puerto, reirás como un diablo de la imbecilidad del viejo y de la mía, que no fuimos capaces de adivinar tus planes. Pero te equivocaste, porque hace mucho tiempo que los conozco.

La pipa cayó de entre los dedos de Curtin. Mientras Dobbs hablaba, él había ido abriendo los ojos, los tenía desmesuradamente abiertos, sus ideas eran confusas, le dolía la cabeza y se sentía extrañamente mareado. Cuando al cabo de un rato logró poner en claro sus ideas, pensó por primera vez en la grande oportunidad de enriquecerse que Dobbs le sugería. Aquello fue una especie de golpe que recibiera su cerebro, porque nunca había tenido idea semejante. Él de ningún modo podía considerarse escrupuloso, era capaz de tomar cualquier cosa que pudiera conseguir fácilmente. Sabía bien cómo los grandes magnates del petróleo, los grandes financieros, los presidentes de las compañías poderosas y en particular los políticos roban siempre que tienen oportunidad de hacerlo. ¿Por qué, pues, él, un modesto ciudadano, había de poner reparos y portarse honestamente, si los grandes desconocían los escrúpulos y la honradez tanto en sus negocios como en los asuntos de la nación? ¡Y son esos ladrones sentados en cómodos sillones, tras de elegantes escritorios de caoba, posesionados de las tribunas de las convenciones que celebran los partidos reinantes, las mismas gentes que en periódicos y otras publicaciones son consideradas como ciudadanos de valer, constructores de la nación, pilares de la civilización y de la cultura! ¿Qué eran la rectitud y la honestidad después de todo? Cuantos lo rodeaban sustentaban una opinión diferente sobre su significado.

Sin embargo, desde cualquier punto que estudiara la acusación que Dobbs había lanzado en su contra, la encontraba increíblemente sucia. No hallaba excusa para cosas semejantes a lo propuesto por aquél.

Eso le indujo a pensar que si Dobbs era capaz de acusarlo a él de abrigar tales intenciones, poniendo de manifiesto la ruindad de su carácter, él, Curtin, debía pensar en su seguridad, ya que Dobbs no vacilaría en llevar a cabo aquello de lo que le acusaba. Y vio claramente que en adelante no tendría que luchar solo por la conservación de sus propiedades, sino también por su vida. La convicción de ello hizo que la vista se le nublara cuando contemplaba el fuego y empezaba a verse rodeado de un peligro que no podía eludir.

Se hallaba desamparado, no tenía cómo defenderse de Dobbs. Todavía durante cuatro o cinco, tal vez durante siete días, tendrían que permanecer solos y en las montañas, en aquellos parajes desolados, salvajes y abandonados como pocas regiones montañosas del mundo podrán estarlo. Podían tropezar con alguien en el camino, pero aquello no brindaba seguridad alguna. Por unos cuantos pesos, Dobbs convencería fácilmente a cualquiera para que tomara su partido, y si con nadie tropezaban, la situación sería mejor para aquél. Bien podría Curtin permanecer una noche en guardia, pero sin duda a la siguiente se quedaría profundamente dormido, y entonces Dobbs no necesitaría ni desperdiciar una bala, podría atarlo fuertemente o golpearlo y enterrarlo; ni siquiera necesitaría romperle la cabeza, le bastaría con enterrarlo vivo.

Un solo camino le quedaba para escapar de aquel peligro, y era hacer a Dobbs lo que Dobbs pretendía hacerle. Era ésa la única salida.

«Yo no quiero su polvo —pensó Curtin—, su polvo bien puede quedar esparcido por la maleza, a mí no me importará. Pero mi vida tiene tanto valor para mí como la suya para él».

Buscó su pipa, que había rodado por el suelo, y para hacerlo se inclinó apoyando la mano derecha sobre la rodilla del mismo lado; luego, con movimiento lento, se llevó la mano a la cintura y la dejó resbalar por la cadera; pero antes de que su mano alcanzara la funda, Dobbs había sacado la pistola.

—Otro movimiento y oprimo el gatillo.

Curtin permaneció con las manos en donde las tenía.

—¡Levanta las manos! ¡Arriba con ellas! —gritó Dobbs.

Curtin elevó las manos hasta la altura de su cabeza.

—Más arriba, haz el favor, o de un golpe te mando al infierno.

Dobbs rió satisfecho y movió la cabeza:

—¿Acaso no tenía yo razón? Acerté en mi juicio. Orador bolchevique de escuela dominical. A mí no puedes dormirme con dulces palabritas, tratando de hacerme creer que proteges los bienes de otro. ¡Tú! —continuó subiendo el tono de la voz—. ¡No te muevas y aguanta como los hombres!

Curtin se enderezó lentamente y con las manos en alto se volvió. Dobbs tomó la pistola de aquél, y en el instante de hacerlo, dejó caer la suya en un descuido momentáneo. Se aturdió una fracción de segundo, y Curtin, sintiendo instintivamente que Dobbs estaba fuera de guardia, se volvió rápidamente y le asestó un golpe certero en la quijada que lo derribó por tierra, entonces se lanzó sobre él, lo desarmó y retrocedió algunos pasos, empuñando las pistolas de ambos en tanto que Dobbs se levantaba.

—Ahora el juego está en mis manos, Dobby —dijo Curtin, riendo.

—Eso veo —repuso agriamente Dobbs ya en pie, sabiendo que Curtin no le dispararía en tanto que estuviera desarmado. Le producía una sensación especial la convicción de que Curtin obraría rectamente en tanto que, de cambiarse los papeles, él no le habría dado la menor oportunidad. Deseaba ganar, sin importarle cómo. El hecho de reconocer que Curtin tenía sentimientos más nobles que él lo indujo solamente a odiarlo con mayor encono.

—Ahora mira, Dobby —dijo Curtin con voz calmada y conciliatoria—. Estás equivocado. Ni por un minuto tuve la intención de robarte o de hacerte daño; habría peleado por ti y por lo tuyo en la misma forma en que lo hago por el viejo.

—Sí, lo sé perfectamente. Y si en realidad piensas como dices, dame mi pistola.

Curtin rió en voz alta.

—Prefiero no hacerlo; los niñitos no deben jugar ni con cerillas, ni con tijeras, porque mamá les pega.

—Entiendo —dijo Dobbs y fue a sentarse junto al fuego.

Curtin vació la pistola de Dobbs, la sopesó, la lanzó al aire, la recogió, como suelen hacer los vaqueros, y después se la tendió, titubeó un momento, le miró a la cara y prefirió guardársela en el bolsillo izquierdo del pantalón.

Se sentó frente al fuego teniendo cuidado de no aproximarse demasiado a Dobbs. Sacó su pipa, la llenó y la encendió. Después de unas cuantas fumadas, se quedó mirando la pipa como examinándola y dijo como quien habla distraídamente: «Ha pasado un día más».

Sabía que su situación no era mejor que media hora antes. No le sería posible vigilar a Dobbs las veinticuatro horas durante los cinco o seis días que les faltaban. Tarde o temprano se quedaría dormido y en manos de éste, quien entonces obraría más despiadadamente de lo que había intentado momentos antes.

Solo uno de ellos podía sobrevivir. El que se quedara dormido sería víctima del insomne. Llegaría la noche en que uno de ellos mataría al otro no por otra razón que para ganar una noche de sueño.

—¿No sería mejor en estas circunstancias?… —dijo Curtin rompiendo el silencio—. Sí, como decía, ¿no sería mejor que nos separáramos mañana, o más bien ahora mismo? Creo seriamente que ésa es la única forma de resolver el problema.

—Desde luego que sería lo mejor. Veo que es lo que mejor te convendría.

—¿Por qué había de convenirme más a mí que a ti? —preguntó Curtin, perplejo.

—Así podrías sorprenderme por la espalda, darme un golpe o un balazo por detrás o tal vez enterar a algunos bandidos y mandarlos en mi persecución. Eres un gran camarada, ¡mi camarada! ¡Mierda!

—Si ésa es tu opinión, entonces no veo otra forma de solucionarlo —dijo Curtin—; tendré que amarrarte todas las noches y también durante el día.

—Sí, estoy de acuerdo, hermano; eso es lo que debes hacer —Dobbs extendió un brazo y trató de significar que también él era fuerte—. Acércate, piojoso inmundo; acércate y trata de amarrarme, te estoy esperando, esperando, ¿me oíste?

Curtin se dio cuenta de que no le sería fácil amarrar a Dobbs; comprendió también que la única oportunidad que tenía para dominarlo era aquélla y que tal vez no volvería a presentarse, pero le asustaba optar por el único medio posible para salvar su vida. En situaciones como ésa, Dobbs era el más fuerte, porque obraba guiado por su impulso y dejaba la reflexión para más tarde.