X

MIENTRAS Curtin les hablaba del forastero, Howard y Dobbs trataban de imaginarse la apariencia que aquél tendría y ambos se lo habían representado de diferente manera.

Dobbs esperaba ver a un vagabundo con el semblante del ebrio cuando habita en los trópicos y vive de raterías y trampas de toda especie, sin escrúpulos para asesinar al primero que se le resista.

Howard, por su parte, lo había imaginado con la apariencia del viejo explorador que nada teme. Robusto, con la piel de la cara como cuero curtido por la intemperie y las manos como raíces de viejos árboles. En suma, un hombre que hace uso de toda su experiencia, conocimientos, inteligencia y testarudez tratando de encontrar un rico filón que explotar hasta el límite. Para Howard, el forastero debía ser un honesto buscador de oro de vieja cepa, incapaz de cometer un crimen o de robar un clavo, pero capaz de matar a cualquiera para defender su filón en el momento en que trataran de privarlo de lo que estaba seguro de pertenecerle por derecho.

Howard y Dobbs fueron sorprendidos. El forastero tenía una apariencia totalmente diferente de la que ellos suponían, y como había aparecido en forma tan repentina, ni Dobbs ni el viejo pudieron decir palabra.

Permanecía parado en el claro y fácilmente se comprendía que no sabía qué hacer ni qué decir.

Las mulas venteaban con la nariz pegada al suelo, después levantaban la cabeza y relinchaban con todas sus fuerzas hacia el lugar de la pradera en que se hallaban otros animales de su especie. Fue aquel terrenal relincho de las mulas lo que rompió el silencio.

Dobbs se levantó y con pasos largos y lentos se dirigió hacia el visitante, que permaneció inmóvil.

Se había hecho el propósito de tratar al intruso con la mayor dureza, preguntándole sin rodeos qué quería y mandándolo después al diablo. Pero cuando llegó cerca de él, lo único que pudo decir fue:

—¿Qué tal, forastero?

—Bien, amigo; gracias —contestó aquél con calma.

Dobbs llevaba las manos en los bolsillos del pantalón. Miró al hombre, movió la lengua dentro de la boca apretada, rascó el suelo con su pie derecho y dijo:

—Muy bien, ¿quieres venir y sentarte junto al fuego?

—Gracias, amigo —contestó el recién llegado.

Se aproximó al fuego, descargó sus mulas, amarró una de las patas delanteras de una a la de la otra con una correa, les dio unos golpecitos cariñosos en el lomo y empujándolas por las ancas les dijo: «Ahora, pícaras, vayan a cenar». Aquello lo dijo en voz tan baja que apenas pudieron oírlo los hombres que se hallaban junto al fuego.

Ninguno de ellos le había ayudado a descargar sus mulas, y él no parecía esperar ayuda alguna.

Las mulas se dirigieron a la pradera. Por un momento él se quedó mirando hacia la oscuridad que se las había tragado, luego, volviéndose lentamente, se aproximó al fuego.

—¡Buenas noches para todos! —dijo y se sentó.

Solo Howard contestó:

—¿Cómo estás?

Curtin sacó los frijoles de la lumbre. Dobbs tomó la cacerola de las papas, la agitó y tomó una con un cuchillo para probarlas y saber si ya estaban listas. Encontrándolas de su gusto, tiró el agua y las puso cerca del fuego para que se conservaran calientes. Howard asaba la carne. Dobbs se levantó y llevó más leña para la hoguera. Parecía que la cena ya estaba lista. Curtin volvió a poner la cafetera sobre el fuego.

Ninguno de los tres miraba al recién llegado. Y como no hablaban entre sí y simulaban estar muy ocupados cocinando, el visitante se percató de que no les era indiferente y de que su presencia allí no era deseada.

—Sé perfectamente, muchachos, que no se me quiere por aquí —dijo cuando el silencio se hizo casi insoportable.

Curtin frunció el ceño y lo miró:

—Me parece habértelo dicho claramente cuando nos encontramos en el pueblo.

—Cierto, pero no puedo soportar más tiempo la estancia entre los indios. La cosa está muy bien por un rato nada más; por ello, cuanto te vi, sentí el deseo de hablar y de estar algunos días en compañía de un blanco.

Howard, sonriendo fríamente, dijo:

—Si no puedes soportar a los indios, ¿por qué diablos no te vas de esta región dejada de la mano de Dios y te marchas a otro sitio en el que puedas encontrar más chiflados de los que puedas aguantar? Durango y Mazatlán no están tan lejos. Con tus dos mulas y tus provisiones bien podrías llegar en cuatro o cinco días a donde hay un sinfín de clubes americanos, cantinas, cabaretuchos, mujeres baratas y todo lo que tú deseas.

—No es eso lo que quiero; son otras mis preocupaciones.

—También nosotros las tenemos, créeme amigo —interrumpió Howard—, y ten cuidado, porque la mayor de ellas en estos momentos es tu presencia. No te necesitamos ni para cocinero, ni siquiera para lavaplatos nos servirías porque estamos completos. ¿Soy claro?

El hombre no contestó.

Fue Dobbs quien continuó:

—Si no hemos hablado claramente, permíteme que te diga que lo mejor que podrías hacer sería cargar tus mulas al amanecer y regresar con nuestras bendiciones al sitio de donde viniste. Eso es lo único que deseamos.

El recién llegado permaneció en silencio, observando cómo los tres socios preparaban la cena y ponían la carne en los platos. Los miraba sin dar señales de hambre y como convencido de que no le invitarían a compartir su cena.

Cuando Curtin casi había vaciado su plato, dijo:

—Aquí tienes plato, cuchillo, tenedor y cuchara, espero que sabrás usarlos. No vayas a emplear solo la cuchara si no quieres que te censuremos. Nosotros podremos ser de mala catadura, pero aún comemos como en nuestra época hogareña. También tuvimos una madre que nos enseñó a usar el pañuelo de vez en cuando, ¿sabes, amiguito?

Dobbs le vio llenar su plato y le tendió la cafetera, sin embargo no pudo hacer aquello sin decirle:

—Por esta noche tenemos algo que ofrecerte, tal vez hasta te demos mañana el desayuno; no somos tacaños y no te vamos a dejar morir de hambre. Pero después del desayuno tienes que ver lo que haces. Aquí no se permite la entrada a nadie, ni a ángeles ni a demonios, ¿sabes?

Después de esto comieron en silencio y no se pronunciaron más palabras que las necesarias acerca de lo que cenaban.

El visitante comió muy poco. Parecía comer más bien por cumplimiento que por apetito y no intervino para nada en la sobria conversación de los socios.

Una vez terminada la cena lavaron los trastos y los colocaron a un lado. Los socios trataron de descansar tan cómodamente como era posible y como lo habían venido haciendo en todos los largos meses que permanecieran en aquel sitio. Por un momento parecieron haberse olvidado de la presencia del huésped. Lo recordaron cuando llenaron sus pipas y lo vieron dirigirse al fuego y sentarse en cuclillas cerca de él. Se había dirigido al sitio en que se encontraban sus bultos y había sacado algo de ellos.

—¿Tienes tabaco? —le preguntó Dobbs.

—Sí, gracias.

No tenía pipa y enrolló un cigarrillo con habilidad.

Los socios empezaron a hablar. De común acuerdo hablaron únicamente de caza. Él, sin embargo, no era tonto para dejarse engañar. Ellos no sabían mucho acerca de cacería, por lo tanto su conversación no resultaba muy convincente para un hombre más experto que ellos en la materia. Varias veces sorprendieron sus miradas en las que ponía de manifiesto que no se dejaba engañar y que sabía muy bien que no estaban allí dedicados a la caza únicamente.

Aquello le apenaba y puso fin a la comedia diciendo:

—Dispensen que intervenga, pero éste no es sitio propio para cazar. Aquí no hay una sola pieza que valga la pena perseguir. A ningún buen cazador le costaría trabajo acabar en una semana con toda la caza que pudiera haber en ocho kilómetros a la redonda.

—¡Vaya, vaya; el muchacho es listo! —exclamó Dobbs.

—Tienes razón —dijo Howard—, por aquí no hay buena caza, por eso hemos decidido marcharnos en el término de una semana y buscar sitios mejores. Estás en lo justo, amigo; este campo es muy pobre, hemos perdido bastante tiempo antes de aceptar la verdad.

El visitante miró a Howard con los ojos entrecerrados.

—¿Terreno pobre? Depende de lo que tú llames terreno pobre. Aquí no habrá caza que les permita sostenerse, pero hay algo más, algo mejor.

—¿Puedes decirnos qué es ello, doctor? —preguntó Dobbs, lanzándole una mirada de desconfianza y tratando de ocultar sus verdaderos sentimientos con el tono malicioso de su voz.

—¡Oro, eso es lo que hay aquí! —insistió con calma el forastero.

Curtin repuso reteniendo el aliento:

—Por aquí no hay oro.

Howard sonrió agregando:

—Muchacho, si hubiera por aquí una media onza siquiera, yo la habría visto. Conozco la pasta y sé cuándo la tengo enfrente, créemelo.

—Creo que usted es lo que aparenta —dijo el forastero con cierta cortesía—, pero si dice usted no haber hallado oro aquí, entonces, buenas noches, señor; eso significa que carece usted de la inteligencia que le atribuí en el momento de verlo por primera vez.

Ninguno de los socios supo qué contestar y juzgaron prudente no seguir hablando del asunto. Y creyeron despistar a aquel hombre no mostrando demasiado interés en lo que decía.

—Tal vez —dijo Howard—, tal vez tengas razón, ¿quién sabe? Me has dado una idea, la consultaré con la almohada y tal vez dé en el clavo. Buenas noches, que sueñen con los angelitos.

Dobbs y Curtin tuvieron que hacer un esfuerzo para secundar la aparente indiferencia del viejo acerca de los montones de oro que debían encontrarse por allí, de acuerdo con la opinión del forastero. Sacudieron las pipas y se levantaron, estiraron los miembros, bostezaron y se dirigieron con pesadez hacia su tienda.

—Hasta mañana —dijo Curtin, volviendo la cabeza hacia el visitante, que seguía sentado junto al fuego.

—Buenas noches —contestó él mirándolos.

No lo habían invitado a dormir en la tienda, que era lo suficientemente espaciosa para dar abrigo a más de tres hombres. Pero aquello pareció no importarle.

Silbó para que se aproximaran sus mulas, les dio un puñado de maíz que sacó de sus maletas, les acarició el cuello y con una patada ligera en las ancas las despachó.

Volvió adonde estaban sus cosas, llevó su montura y dos sarapes cerca del fuego, arregló con ellos una cama y, después de echar a la hoguera dos troncos secos, se acostó. Durante algunos minutos tarareó una canción, y, finalmente, se enrolló en las cobijas y quedó quieto.

Menos quietud reinaba en la tienda, que se hallaba lo bastante alejada para que el forastero pudiera distinguir lo que se decía, porque hasta él solo llegaban voces apagadas.

—Insisto en que debemos huir de él en cualquier forma —aconsejó Dobbs.

Howard trató de calmarlo:

—¡Cuidado; no con tanto calor! Nada sabemos de él todavía; démosle una oportunidad. Estoy convencido de que no es un espía ni del gobierno ni de bandoleros. Si lo fuera, no hubiera venido solo ni parecería tan hambriento.

—Hambriento, ¿eh? ¡No me cargues! —interrumpió Dobbs—. Apenas picó la comida.

—Vamos, vamos; si tú estuvieras muerto de cansancio como él parecía estar, tampoco hubieras comido con apetito. Me parece más bien que carga algo en la conciencia, que anda huyendo de algo o de alguien. Tal vez no sea por asesinato o robo, pero suele haber cosas peores que la policía de las que hay que huir.

—Tal vez sería conveniente provocarlo y cuando se halle irritado despacharlo, así la cosa quedaría justificada —dijo Curtin.

Howard se encontraba sentado en su catre quitándose las botas.

—Eso no me parece bien y me opongo a ello; es sucio; sería una canallada.

—¡Por el diablo! —exclamó Dobbs—. Sucio o no, debemos deshacernos de él. Ya se lo advertimos; si no hace caso, habrá que celebrar sus funerales.

Estirados en sus catres, hablaban aún y trataban de hallar la solución al problema que tan inesperadamente se les presentaba. Para ninguno de ellos era grata la presencia del desconocido y querían deshacerse de él; sin embargo, comprendían que el hecho de matarlo tenía muchos inconvenientes y solo una conveniencia, y aun ésta era dudosa. Finalmente durmieron sin haber encontrado solución alguna.