XIII

TODOS se hallaban sentados acechando el camino para ver salir a los bandidos del recodo y asegurarse de su proximidad.

—¿Cuántos dices que contaste, Curty? —preguntó Howard.

—Quince o dieciséis.

Howard se dirigió a Lacaud y le dijo:

—De acuerdo con lo que nos contaste no pueden quedar tantos por aquí.

—Ciertamente que no, pero pueden haberse reunido a algún otro grupo aún libre.

—Así parece —dijo Howard—. Bueno, la cosa no es halagüeña; sin duda los campesinos del pueblo, para quitárselos de encima, deben haberles dicho que acá arriba vive un cazador que tiene armas y muchas municiones y seguramente eso es lo que buscan, porque deben necesitarlo con urgencia. Más vale que vayamos pensando en cómo defendernos.

Howard dirigió los preparativos, mientras que Curtin, poseedor de la mejor vista, se quedó apostado en la roca para vigilar a los bandidos.

Los burros fueron traídos de la pradera y metidos entre la espesura de una barranca próxima, en donde se les amarró para evitar que escaparan.

Justamente en la base de la roca desnuda que formaba una especie de pared, se encontraba una grieta angosta y no muy profunda que parecía haber sido formada por las lluvias. Aquella grieta era una trinchera natural. Howard se apresuró a elegirla como base de sus operaciones. Aquella trinchera difícilmente podía ser atacada por detrás, porque la roca era muy alta y no plana, sino redonda, y nadie desde la cumbre podía hacer blanco sobre la trinchera. Solo con la ayuda de largos cables hubiera alguien podido descender desde la cúspide hasta ella, y durante el combate nunca habría llegado vivo a tierra.

Tampoco era fácil llegar por los flancos, porque las rocas lo impedían. Por un lado, había necesidad de trepar por ellas casi desde el valle y la pendiente era tal que solo podría haber sido escalada por alpinistas experimentados y perfectamente equipados. El lado opuesto estaba amurallado en parte por las rocas y era el único paso que habría podido ser perfectamente defendido por un solo hombre.

A los bandidos no les quedaba otra alternativa, si deseaban atacar la trinchera, que atravesar todo el campo abierto, mientras que los defensores de ella solo tenían que esforzarse por acabar con cuanto bandido les saliera a la vista.

Llenaron de agua las vasijas y las transportaron, junto con la tienda y todas sus provisiones, a la trinchera.

—Debemos alejarlos de la mina —dijo Howard.

—¿De la mina? —preguntó Lacaud muy sorprendido—. Todavía no veo ninguna.

—Ahora ya lo sabes, borrico —dijo Dobbs—. Se descubrió el pastel. ¿Pues qué? ¿Creías que estábamos aquí para contarnos cuentos y cazar ardillas?

—Podemos despistarlos mejor reteniéndolos aquí —explicó Howard—. Bueno, hagámosles creer que éste es nuestro único campamento. Además, no tendrán que pasar por la mina si tratan de arrinconarnos por un costado. La mina no queda por el camino que habrán de cruzar, aun cuando escojan diversas posiciones para hacernos salir de este agujero.

—Y nada podrían hacer con ella aun cuando la encontraran —dijo Dobbs mientras sacaba las municiones de un saco.

—No —agregó Howard—, tienes razón, nada podrían hacer con ella, es decir, nada podrían robar, pero, y ahí estaría lo malo, podrían destruirlo todo. Aunque, pensándolo bien, así nos ahorrarían el trabajo de destruirlo cuando nos vayamos.

—Y que les parecería una retirada —sugirió Lacaud—. Creo que sería más estratégico que nos escondiéramos y los dejáramos marcharse poniendo mala cara.

—Ya había pensado en eso —dijo Howard—, pero en primer lugar no hay más que un camino y de atacarnos no encontraríamos sitio mejor que éste para defendernos. Desde luego que podemos escondernos por aquí, podríamos intentar hasta pasar las rocas, pero correríamos el peligro de rompernos el pescuezo y, lo que es peor, no podríamos llevar nada con nosotros; perderíamos los burros y todo nuestro equipo, que tendríamos que esconder o quemar. ¿Y crees que nos dejarían en paz? Nos seguirían por cualquier vereda y no podríamos despistarlos, porque conocen la sierra perfectamente. En eso ellos son expertos y nosotros novatos. Más vale no pensar en ello.

—Como siempre, tienes razón, viejo —admitió Dobbs, dándole golpecitos en la espalda.

En aquel momento Curtin gritó desde su balcón:

—Ahora salen del recodo y toman el camino que conduce acá.

De un salto se reunió a los demás, quienes finalizaban rápidamente los preparativos de su defensa.

—Tú conoces mejor el camino, Curty. ¿Cuánto tiempo crees que tarden en llegar aquí? —preguntó Howard.

—Como sus caballos están cansados, tardarán por lo menos dos horas; desde luego que, si son perezosos, querrán descansar; también pueden encontrar dificultades en el camino y entonces harán hasta cuatro horas.

—Muy bien —dijo Howard, saltando a la trinchera—. Digamos dos. Tenemos dos horas a nuestro favor, aprovechémoslas en la mejor forma. Comamos ahora para no perder tiempo cuando la fiesta empiece. Tal vez sea nuestra última comida.

Se sentaron dentro de la trinchera y encendieron el fuego.

Curtin cocinó mientras los otros arreglaban los parapetos y ponían armas y municiones a la mano.

—Si nada tenéis que oponer, tomaré el mando. ¿Os parece, amigos? —preguntó Howard.

—De acuerdo —fue la respuesta.

—Yo tomaré el parapeto central. Tú, Lacaud, el de la derecha. Tú Dobbs te colocarás en el ángulo izquierdo y tú en el derecho. Este último es importante, Curty, porque por esa grieta bien se puede pasar alguno. Así, pues, vigila con cuidado. También Lacaud puede vigilar ese flanco.

Cuando la comida estuvo lista, se sentaron, y mientras comían celebraron consejo de guerra.

Todavía se ocupaban de arreglar sus parapetos con tierra amontonada, a fin de poder cubrirse la cabeza mientras dispararan, cuando los primeros bandidos aparecieron en el claro.

Howard silbó para llamar la atención de los muchachos. Aquel silbido había sido discurrido por el viejo y resultaba bien, porque se confundía con los ruidos corrientes en aquel lugar y solo era distinguido por quienes lo conocían.

En el angosto pasaje a través de la maleza, había tres hombres. Uno de ellos era el del sombrero dorado. Se detuvieron muy asombrados de encontrar aquel sitio desierto y no hallar trazas de seres humanos. Llamaron a los otros que llegaban al claro. Al parecer habían dejado los caballos en un plano que se encontraba cien o ciento cincuenta metros abajo, en la vereda y en donde había un poco de pastura. Como la parte de camino que restaba era la más dura para hacerla con animales, habían decidido dejarlos y habían llegado al campamento antes de lo que los exploradores esperaban.

Minutos después, todos, a excepción de dos que habían quedado al cuidado de los animales, se hallaban en el campamento. Hablaron, pero a los norteamericanos no les fue posible oírlos desde la trinchera, pues los separaba un gran trecho.

Todos los bandidos llevaban pistolas al cinto, de diferentes tipos y calibres. Cuatro, llevaban escopetas, y dos, rifles. Todos vestían harapos y seguramente no se habían bañado ni rasurado desde hacía semanas, ni cortado el cabello desde hacía meses. La mayoría calzaban huaraches, unos cuantos llevaban botas, todas llenas de agujeros. Algunos vestían pantalones de cuero como los vaqueros. Todos llevaban al hombro un sarape de mala lana.

Dos de ellos se adelantaron un poco y descubrieron las señales dejadas por la tienda y los restos de fuego recientemente extinguido. Siguieron buscando y al no hallar nada más regresaron a reunirse con los otros, que se habían sentado en el suelo, cerca del pasaje.

Desde el sitio en que se encontraban era difícil descubrir la existencia de la grieta en el lado opuesto del campamento.

Fumaban y conversaban. Los americanos, desde la trinchera, podían percatarse por los gestos que hacían los hombres de que no sabían qué hacer. Algunos empezaban a disputar por haber hecho inútilmente aquel viaje tan pesado.

Otros se levantaron y volvieron a buscar las huellas del cazador que esperaban encontrar. Cuando se reunieron al grupo parecieron decidir marcharse, y descender al valle en busca de otras aventuras.

Discutieron largamente sobre ciertos puntos. Algunos de ellos se dirigieron al centro del campamento y allí se sentaron. Necesitaban hablar en voz más alta a fin de que todos los hombres pudieran oírlos y dar su opinión. El jefe parecía tener poca autoridad y la indisciplina reinaba entre ellos. Todos diferían de opinión y pensaban que la propia era la que debía atenderse.

Uno propuso tomar aquel sitio por cuartel general desde donde intentarían sus incursiones a los pueblos del valle.

—¡Maldita sea! Eso sería lo peor que podrían hacer —dijo Dobbs a Curtin en voz baja.

—Sí, pero estate quieto para que podamos escuchar mejor.

—Estoy pensando —dijo Curtin a Lacaud— si no estaría bien que los despacháramos ahora mismo; ninguno escaparía vivo. Díselo al viejo y pregúntale qué piensa.

Howard opinó que debían esperar, porque tal vez cambiarían de planes y decidirían irse.

—Mira este grupo que está cerca de aquí —aconsejó Curtin a Lacaud en voz baja—. Son magníficos, traen colgados al cuello medallas y escapularios de los santos y de la Virgen para que los protejan del demonio. ¡Hay que ver, amigo!

—Ya te dije que los periódicos publicaron que los pasajeros se habían dado cuenta de que todos los bandidos eran devotos católicos.

—La Iglesia católica ha hecho una gran conquista —dijo Curtin—; los metodistas no han logrado tanto. Pero mira, ¿qué están tramando ahora?

Dos hombres encendieron una hoguera en el mismo sitio en donde encontraron las huellas de otra y en que aún quedaban astillas a medio quemar.

—No cabe duda de que piensan quedarse aquí por lo menos esta noche —dijo Howard a Dobbs.

—Bueno; ahora sí pasará un buen rato antes de que tengamos fandango.

—Tienen bastantes municiones —dijo Lacaud señalando a algunos hombres que llevaban dos cartucheras cruzadas al pecho y bien cargadas.

Después de prender el fuego, uno de los hombres salió a explorar el terreno en busca de comestibles o de agua, de algún agujero de conejo o de alguna mata de chile verde. Cruzó el campamento en dirección de la trinchera. No reparó en la base de la roca pero miró hacia el pico, pensando en que tal vez podría encontrar algunas huellas del gringo. Quizá habría alguna cueva en la que él podía habitar. No habiendo visto nada se disponía a regresar a la hoguera, cuando miró hacia la base de la roca, en donde distinguió la cabeza de Curtin, nada más. No estando seguro de lo que veía, avanzó un paso para quedar más próximo.

—¡Ay, caramba, maldita sea! —exclamó sorprendido, y, volviéndose a su pandilla, agregó—: ¡Vengan todos, muchachos, acérquense a gozar del panorama, corran! Nuestro pajarito está en su nido empollando. ¿Quién iba a pensar que ese gringo tal por cual iba a escoger ese agujero por cuartel?

Todos los hombres se levantaron y se aproximaron. Cuando se encontraban a medio camino, Curtin gritó:

—¡Párense o disparo!

Los bandidos se detuvieron inmediatamente y el hombre que había descubierto a Curtin y que se hallaba sólo a cinco metros de distancia de la trinchera levantó los brazos y dijo:

—Bueno, bueno; no se enoje, ya me voy —y diciendo eso, se retiró caminando hacia atrás, sin intentar hacer uso de su escopeta.

Los bandidos se hallaban tan sorprendidos que por algunos momentos no pudieron hablar y volvieron lentamente hacia el claro que desembocaba en la espesura.

Empezaron a hablar con rapidez. Ninguno de los que se hallaban en la trinchera podía escuchar lo que hablaban.

Algunos momentos después, el jefe del sombrero dorado se encaminó hasta la mitad del campamento. Puso los dedos pulgares sobre el cinturón indicando con ello que no tiraría en tanto que el otro no lo hiciera.

—Oiga, señor; nosotros no somos bandidos, usted se equivoca, somos de la policía montada en busca de bandidos; ya sabrá usted que asaltaron el tren.

—Muy bien —contestó Curtin—; si ustedes son de la policía, ¿dónde están sus placas? Déjenmelas ver.

—¿Placas? ¡Al diablo con las placas! Nosotros no tenemos, ni necesitamos, placas. No necesitamos mostrarle ninguna placa apestosa a ningún cabrón. ¡Salga de ese agujero, que necesito hablarle!

—Yo nada tengo que decirles y si ustedes quieren decir algo lo pueden hacer desde ahí, y más vale que no se acerquen si quieren seguir viviendo.

—Lo arrestaremos por orden del gobernador, lo arrestaremos por cazar sin licencia. Tenemos órdenes de confiscar sus armas y municiones. ¿Entiende? Son órdenes superiores.

—¿En dónde están sus placas de identificación? —volvió a preguntar Curtin—. Déjenmelas ver y entonces hablaremos.

—Sea razonable; no lo arrestaremos, solo queremos que nos entregue su escopeta y sus cartuchos. Con la pistola puede quedarse, para que vea que no somos tan malos.

Avanzó dos pasos más hacia la trinchera. Cuatro o cinco lo siguieron.

—Otro paso —gritó Curtin— y disparo.

—No sea malo, hombre. ¡Si no queremos hacerle daño, ningún daño! ¿Por qué no es usted un poco más cortés o, por lo menos, más sociable? En verdad, denos su escopeta y lo dejaremos en paz; seguro que lo haremos.

—Necesito mi escopeta para mí y no la entregaré.

—Tira ese fierro viejo, nosotros lo recogeremos y nos marcharemos.

—Nada de eso. Más vale que se marchen sin mi escopeta y pronto. Podría ponerme de mal humor al escuchar sus sandeces —dijo Curtin agitando el arma sobre la trinchera.

El hombre volvió a retirarse y nuevamente entró en consejo con sus compañeros. Era preciso admitir que Curtin tenía la mejor posición. Hubieran tenido que sacrificar por lo menos a tres de ellos si hubieran tratado de forzarlo atacándolo, y ninguno deseaba ser la víctima. El precio de la escopeta resultaba muy alto.

Los bandidos se sentaron en rededor del fuego y cocinaron su escasa comida, consistente en tortillas, frijoles negros, chile verde, carne seca y té limón.

Estaban enteramente convencidos de que pronto tendrían en su poder la escopeta del gringo; era cuestión de unas cuantas horas. Él no tenía escape. Necesitaba dormir.

No hablaron mucho mientras comían. Más tarde, después de dormir la siesta, empezaron a discurrir sobre la manera de divertirse y pensaron en el gringo, en la forma de conseguirlo vivo para después hacerlo objeto de su diversión. Pensaban en ponerle pequeñas astillas ardientes en la boca para ver las muecas que haría. Después de eso había todavía muchos métodos más refinados para divertirse durante veinticuatro horas. Generalmente esta diversión no gustaba a la víctima y podía morir demasiado pronto, por ello había que tomar toda clase de precauciones para que durara lo más posible.

Esos hombres saben bien cuándo y cómo hay que obrar. Desde la niñez reciben un buen entrenamiento en la iglesia. Sus iglesias están llenas de pinturas y esculturas que representan todas las torturas que los hombres blancos, cristianos, inquisidores y obispos pudieron discurrir.

Son ésos los cuadros y esculturas apropiadas para las capillas en un país en el cual la Iglesia más poderosa de la tierra tuvo esclavizados a los hombres durante siglos, con el propósito de aumentar el esplendor y las riquezas de sus dirigentes. ¿Qué valor tiene el alma humana para esa importante rama de la gran Iglesia? Ningún fiel, en los países civilizados, se ha preocupado por determinar el origen de su grandeza o los medios de que se ha valido para enriquecerse. Así, pues, no hay que culpar a los bandidos. Ellos pensaban y obraban en la forma en que los habían enseñado. En vez de enseñarles la belleza de la religión, solo se han preocupado de mostrarles la parte más cruel, sanguinaria y repulsiva de ella. Estos horrendos aspectos eran presentados como lo más importante, para hacer que se le temiera y respetara no a través de la fe y del amor, sino a través del terror más profundo y de las más abominables supersticiones. Por eso aquellos bandidos llevaban pendiente del pecho un escapulario de la Virgen o de San José y por ello también acostumbraban arrodillarse ante San Dimas durante media hora antes y después de cometer un robo, un asalto o un asesinato en masa, rogándole les ayudara a cometer su crimen y les protegiera de las autoridades.

Por el momento los bandidos no tenían de qué ocuparse y planearon coger al gringo y divertirse con él.

Curtin y los otros socios habían entendido lo que los bandidos discutían, y sabían que pronto los atacarían; de ello no cabía duda.

Un hombre se levantó y escondió la pistola dentro de su saco de cuero, de modo que el gringo no pudiera darse cuenta desde la trinchera de que estaba listo a disparar, pero Curtin, que sabía de las triquiñuelas de los gangsters, se había percatado del movimiento.

El hombre se aproximó. Todos los otros se levantaron y caminaron lentamente hasta la mitad del campamento.

—¡Óyeme! —gritó el jefe del sombrero dorado, dirigiéndose a Curtin—: Oye, más vale que lleguemos cuanto antes a un acuerdo. Queremos marcharnos porque ya se nos acabaron las provisiones y deseamos ir a la plaza por la mañana temprano. Danos tu escopeta y tus municiones. No quiero que me las regales, quiero comprártelas. Aquí tengo un reloj de oro puro, con su cadena de oro también, fabricado allá en tu país. El reloj y la cadena valen, por lo menos, doscientos pesos, te los cambio por tu escopeta. Es un buen negocio para ti, más vale que lo aceptes.

—Guárdate tu reloj, que yo me guardaré mi escopeta —contestó Curtin—. A mí no me importa que tengas que ir al mercado o no. Pero mi escopeta no la tendrás, de eso estoy seguro.

—¿Ah, sí? ¿Conque no te la quitaremos? ¡Ya te enseñaremos, tal por cual! —dijo el hombre que se hallaba próximo a la trinchera, apuntando, con la pistola que llevaba bajo el saco, en la dirección en que Curtin estaba.

Se escuchó una detonación y, al mismo tiempo, un grito y el hombre agitó la mano en que tenía la pistola.

—¡Virgen Santísima, estoy herido!

Los bandidos miraron hacia el sitio de donde había partido el balazo. Curtin no había disparado, el tiro había salido del extremo opuesto de la trinchera, en donde aún podía verse una débil nubecilla de humo azul.

Los bandidos se vieron tan sorprendidos que no tuvieron palabras con qué expresar su asombro. Retrocediendo volvieron a la maleza, en donde se sentaron y empezaron a hablar. Parecían muy confundidos. La información que les dieron en el pueblo debía ser falsa. Esperaban encontrar solamente a un hombre en el campamento, pero empezaban a sospechar que la policía se hallaba allí, o tal vez eran soldados. Era poco probable que los soldados se encontraran en compañía de un gringo, pero bien podía ser que lo hubieran utilizado como cebo.

Uno de los guardianes de los caballos, al escuchar el tiro, corrió a preguntar qué pasaba. Cuando se hubo informado, regresó nuevamente a su puesto; se le había ordenado que tuviera los caballos listos para cualquier emergencia.

Después de discutir durante una media hora, los bandidos rieron y se levantaron.

Se dirigieron nuevamente al centro del campamento y uno gritó:

—¡Oiga, no crea que nos puede tantear! Somos lo bastante listos, sabemos que colocó el rifle en aquel rincón y que, valiéndose de un cordón, lo disparó. Conocemos esta treta. Nosotros hacemos lo mismo cuando cazamos patos en el lago.

Con un movimiento rápido todos los hombres apuntaron sus armas en dirección de Curtin.

—¡Ahora, sal de tu cochino agujero! Deja de esconderte, vamos; sal de ahí, si no quieres que te saquemos de las orejas como a un conejo, ¡cabrón!

—¡No saldré, desgraciados; y si dan un paso más, se mueren! Guarden su distancia, háganse para atrás. ¡Caminen pronto!

—Bueno, como quieras; ahora tendremos que hacer uso de la fuerza y te rasgaremos la boca hasta las orejas por habernos llamado desgraciados e hijos de… ¡gringo apestoso, pendejo!

Todos los hombres se dejaron caer por tierra y arrastrándose con las armas en las manos llegaron hasta la trinchera, teniendo cuidado de no exponer los cuerpos a las balas del gringo, que parecía ser muy buen tirador.

Apenas habían avanzado dos metros cuando escucharon cuatro disparos que partían de diferentes puntos. Dos de los bandidos gritaron al sentirse heridos. Todos los hombres se volvieron sin ponerse en pie y se arrastraron hasta la maleza.

Ya no les quedaba duda de que la trinchera estaba ocupada por soldados; tal vez solo por unos cuantos, pero debían ser soldados. Probablemente algún destacamento numeroso estaba ya en camino para atacarlos por la retaguardia.

Uno de los hombres fue enviado al sitio en donde dos se hallaban cuidando los caballos, para preguntarles si habían visto soldados marchando por el valle. Los hombres contestaron no haber visto ninguno y ser difícil que hubieran pasado sin que ellos se dieran cuenta.

Cuando los hombres se enteraron de aquello, se sintieron mejor. Después de una larga discusión decidieron atacar y tomar la trinchera inmediatamente. Era de mucha importancia, y realmente el factor decisivo, el hecho de que una vez ganada la trinchera podrían contar con más armas, municiones, provisiones y ropas de las que habían supuesto encontrar allí. Y por aquellos tesoros sí estaban dispuestos a sacrificar a algunos de sus hombres, porque eso sí valía la pena.

Todos estuvieron de acuerdo con la decisión.

Los socios que se hallaban en la trinchera supieron que habían ganado solo un instante para respirar, puesto que los bandidos no se habían asustado y ya discutían un nuevo plan de ataque.

—Si pudiera adivinar lo que piensan hacer —dijo Curtin.

—Poco nos ayudaría saberlo —arguyo Howard—, solo podremos actuar de acuerdo con sus planes y éstos nos los muestran solo con sus movimientos. Lo que tenemos que hacer es estar bien despiertos. Pienso que volverán por la mañana muy temprano, esperando hallarnos dormidos. Raramente los mestizos y los indios pelean de noche, si pueden evitarlo.

—Yo propongo que los ataquemos en lugar de esperar a que ellos lo hagan —aconsejó Dobbs.

Lacaud replicó:

—No lo creo prudente. Hasta ahora ellos no saben cuántos somos, pueden suponer que somos diez, lo que sería una gran ventaja para nosotros; en cambio, si los atacamos, sabrán cuántos somos. Creo que aquí en la trinchera estamos bien resguardados. Además, también ignoran con qué armas contamos, y si decidimos rodearlos para atacarlos por la retaguardia.

—Quisiera saber —dijo Curtin— cuánto podremos resistir antes de rendirnos.

—Viviendo con mucha economía podríamos permanecer aquí dos semanas. La única cosa que podría faltarnos es el agua. Desde luego que en las mañanas siempre hay rocío y por la roca corre un poco que cae exactamente en el lugar en que se encuentran nuestras vasijas. Además, pronto tendremos lluvia —respondió Howard, que al parecer había pensado cuidadosamente en todos los detalles.

Los burros rebuznaron. Los bandidos los oyeron pero parecieron no prestar a ello una particular atención. No necesitaban burros, y además éstos parecían encontrarse muy lejos, tal vez pertenecían a los pueblerinos. Para llegar a donde se encontraban los animales, los bandidos habrían necesitado llegar primero a la trinchera. En cambio, si hubieran escuchado relinchos de caballos, se habrían impresionado mucho, pues aquello hubiera sido una evidencia de que en la trinchera había soldados, y entonces se habrían visto obligados a marcharse en vez de presentar batalla.

Howard agregó:

—Tal vez si hubiéramos implorado ayuda del Señor, las cosas no habrían resultado tan bien. Tenemos luna llena, que nos alumbrará toda la noche, y con su excelente luz podremos distinguir cuanto ocurra en el campo, en tanto que esos sinvergüenzas no podrán ver nada de lo que nosotros hacemos. Con la sombra proyectada por la roca que queda a nuestra espalda, ni siquiera nos verán las cabezas.

—Tienes razón, viejo —admitió Curtin—; realmente no estamos tan mal como me parecía hace algunas horas.

—Durante la noche no ocuparemos los mismos sitios que ocupamos. Nos dividiremos en dos grupos. Dobbs y yo tomaremos el ángulo izquierdo y tú, Curty, con Lacky tomaréis el derecho. Mientras no haya movimiento, uno dormitará en tanto que el otro vela. En cuanto el ruido comience bastará picar las costillas del dormido para hacerle que se ponga en pie. Creo que lo mejor será que dos de nosotros nos tumbemos ahora mismo. Estoy seguro de que del otro lado no habrá ruido por lo menos en seis horas. Las cosas variarán cuando se aproxime el alba. Bueno, Dobbs y Lacaud, podéis echar un dulce sueñecito.

Eran las cuatro y media de la mañana cuando Dobbs despertó a Howard y Lacaud a Curtin.

—Creo que se aproximan —dijo Dobbs a Howard en voz baja—. Los he visto moverse.

Howard y Curtin se levantaron como perdices sorprendidas por alguna zorra.

El campo se hallaba plenamente iluminado por la luz de la luna, en forma tal, que hasta un gato que hubiera cruzado por él, habría sido visto.

Howard se dirigió rápidamente hacia el lado derecho para asegurarse de que Curtin y Lacaud se hallaban despiertos y en sus puestos. Les dio orden de disparar en cuanto los hombres se aproximaran.

—Tiren a matar —dijo—, no queda otro remedio, o ellos o nosotros. Esos hombres no conocen la piedad.

Los bandidos parecían estar seguros de que los sitiados dormían, así que no se cuidaron mucho de la forma en que hacían el ataque. Apenas habían llegado al centro, cuatro tiros silbaron simultáneamente cruzando el espacio, y dos hombres juraron y gritaron por todos los santos, porque las balas los habían alcanzado. De cualquier modo, aquello no pareció preocuparles. No solo sabían enviar balas, sino también recibirlas como buenos bandidos.

En alguna forma pensaban que Curtin trataba de engañarlos y esperaban que al abordar la trinchera encontrarían a un solo hombre. Todos yacían por tierra y se arrastraban hacia Curtin. Pensaban correr cuando estuvieran solo a una tercera parte del camino, haciendo imposible que aquél pudiera tirar más de una o dos veces. Algunos parecían carecer de la paciencia necesaria para acercarse con lentitud, ya que el primero que echara mano al gringo tendría derecho para elegir la mejor de las armas de la víctima. De un salto se pusieron en pie y comenzaron a correr. Acababan de levantarse cuando sonaron cuatro tiros y tres hombres, al parecer, fueron heridos. Sin embargo, ninguno había muerto. De cualquier forma, la lección les hizo obrar con mayor cautela. Aquellos cuatro tiros habían sido disparados dos veces y bien apuntados, y el hecho trastornaba sus planes. Ninguno sabía qué pensar de la situación. Podría haber dos docenas de soldados tras la trinchera. Pero cuando volvieron a replegarse a la maleza y discutieron nuevamente, llegaron a la conclusión de que si en realidad hubiera dos docenas de hombres escondidos en la trinchera, antes de que pudieran llegar al campamento, les habrían tendido una celada, de la que no hubieran podido defenderse.

La mañana llegó rápidamente.

Los bandidos prepararon su desayuno. Los heridos empezaron a curarse en una forma capaz de poner en estado de coma a los pacientes de cualquier hospital. Se introducían en las heridas una mezcla de tierra y hojas cortadas de la maleza para detener la hemorragia, y se las vendaban con tiras sacadas de sus inmundas camisas.

También los socios prepararon su desayuno en la trinchera.

Es una regla establecida entre bandidos y soldados mexicanos que combaten con bandidos o revolucionarios, que el ataque cesará por ambos lados durante la hora de las comidas. Hacer lo contrario hubiera representado una falta de ética o de hidalguía, un acto semejante a disparar sobre los camiones de la cruz roja o contra los portadores de bandera blanca, entre naciones avanzadas, en época de guerra.

—Ahora hay que andar con cuidado —dijo Howard cuando oyó que Curtin decía que a partir de entonces los dejarían en paz—. No los conoces si crees eso. Volverán más tarde. Necesitan nuestras armas y municiones más de lo que pueden necesitar pan. Mientras más disparemos más creerán que poseemos un gran armamento por el que vale la pena luchar. Y si no me equivoco respecto a estos matones, no repetirán su ataque en la misma forma. Buscarán otra manera de echarnos mano. No desearán que desperdiciemos las municiones que ya consideran suyas. Es decir, tratarán de evitar en cualquier forma que sigamos disparando.

—Quisiera saber cómo piensan echarnos mano sin que les disparemos —dijo Lacaud.

—Hay que esperar, ya veremos. No hay que olvidar que estos hombres fueron soldados durante la última revolución, y si no soldados, combatientes. Están entrenados y tienen mucha experiencia.

El viejo se acomodó en el campo y Lacaud lo imitó. Curtin y Dobbs vigilaban con desgana.

Los bandidos se fueron por la vereda a excepción de dos, a quienes dejaron encargados de vigilar, pero al cabo de un rato éstos empezaron a cabecear y por fin se quedaron dormidos.

A la mitad de la tarde, Curtin llamó a Dobbs y le dijo:

—¿Ves lo que yo veo?

—¡Ah, desgraciados! ¡Qué ganas me dan de poderlos mandar al diablo a todos! —contestó Dobbs haciendo que Howard y Lacaud se levantaran.

—¿Qué ocurre? —preguntó Howard—. ¿Vienen otra vez?

—Echa un vistazo, no necesitas ir al cine esta tarde para aprender nuevas mañas —dijo Dobbs excitado, haciendo silbar las palabras.

Howard observó a los bandidos.

—Creo que ahora sí van a atraparnos. Tenemos que darnos prisa para pensar en la forma de contrarrestar su endemoniado invento indígena. ¡Mal rayo! ¡si siquiera una idea acudiera a mi cerebro! Pero no se me ocurre nada. Y si vosotros no discurrís algo rápidamente, más vale que vayamos diciendo las oraciones que aún recordemos.

Los bandidos se hallaban ocupados cortando ramas, bejucos y varas con las que construían barricadas móviles al estilo indio. Una vez que estuvieran listas las irían empujando enfrente de ellos a manera de escudo. Todos los disparos tendrían que hacerse contra el espeso entretejido de ramas y follaje que escondería al hombre que detrás de él se arrastraba. La posibilidad de ser muerto o herido quedaba casi descartada, sobre todo si se formaban dos líneas, una bastante próxima a la otra.

—Si emplean esa táctica durante la noche o por la mañana temprano antes de que salga el sol, nos quedarán menos esperanzas que a un bolchevique encarcelado en España. Seremos muertos como ratas. Daría mi mina de oro por una docena de granadas de mano o por un Jack Johnson. Bueno muchachos, hablándoos con la verdad de la Biblia, ha llegado nuestra hora. Si mi madre viviera aún, le pediría perdón persignándome, por la mermelada que le robé.

—Me parece —dijo Dobbs— que lo único que podemos hacer es vender el pellejo lo más caro posible mandando al infierno al mayor número que podamos de esas fieras en cuanto salten sobre nosotros.

—Pero no olvides guardar una bala para volarte la tapa de los sesos —sugirió Howard—. Yo imploro a todos los dioses del cielo que no me dejen caer vivo en sus manos. Si no es posible que te des un tiro, procura apuñalarte hasta morir. Aun eso será más dulce que ser despellejado vivo por ellos. ¡Y que el infierno no permita que aquéllos a quienes heriste te echen mano!

Al oír aquello, Curtin tuvo una idea:

—Tal vez si les ofrecemos nuestras armas y nuestras provisiones, nos dejen.

—No, precioso; sigues juzgándolos mal —dijo Howard—. Esta raza ha vivido durante cuatrocientos años en condiciones bajo las cuales no se puede confiar en nadie, ni construir una buena casa, ni ahorrar un poco de dinero en el banco, ni invertirlo en alguna buena empresa. No puede esperarse de ellos compasión, debido a la forma en que han sido tratados por la Iglesia, por las autoridades españolas y por las propias. Si les ofreces tu oro y tus armas, las tomarán y te prometerán la libertad, pero no te dejarán ir. Te torturarán y te matarán para evitar que los denuncies. Ellos ignoran el significado de la justicia. Nadie les ha enseñado a ser leales, ¿cómo podrían serlo contigo? Jamás les han cumplido lo que les prometieron; así, pues, ellos también prometen para no cumplir. Rezan un avemaría antes de matarte y se persignan y te persignan después de haberte tendido empleando para ello la forma más cruel. Nosotros no seríamos diferentes a ellos si hubiéramos tenido que vivir durante cuatrocientos años bajo toda clase de tiranías, supersticiones, despotismos, corrupciones y religiones pervertidas.

—Quisiera saber —interrumpió Curtin—, por qué no se les ocurrió antes hacer eso.

—¡Oh, chucks! Son más perezosos que una mula vieja —dijo Dobbs sonriendo—. Demasiado golfos para eso; trataron de atraparnos sin que les costara mucho trabajo y solo cuando encontraron que su único recurso estaba en construir esos supermodernos tanques, se decidieron a hacerlo, pero podía apostar que ahora juran como condenados por tener que tomarse tanto trabajo para atraparnos.

Curtin lanzó una mirada a la empinada roca. Howard se le quedó mirando.

—Sí, muchachito; también yo he pensado varias veces en ella, la idea no me ha dejado dormir en toda la noche. Me he pasado casi todo el tiempo con los ojos puestos en esa roca, pensando y pensando en si podría darnos alguna solución, pero no es posible. Ni por ella ni por lado alguno, ni siquiera amparados por las sombras de una noche oscura en la que una atmósfera tormentosa viniera a ayudarnos; ni así podríamos escapar de aquí sin ir a caer entre sus brazos.

Los socios vigilaban a los bandoleros que en aquel momento comenzaban a cocinar otra vez, como si por el solo hecho de no perderlos de vista pudieran encontrar alguna idea que los sacara de la tumba en la que ya se sentían colocados.

Cortando el silencio llegó a ellos un grito:

—Compadre, compadre. ¡Pronto, venga pronto!

—¿Qué diablos ocurre?

Uno de los hombres que habían quedado al cuidado de los caballos, y quien desde su puesto podía ver el camino que conducía al campo, llegó llamando al jefe.

Todos los hombres se reunieron y los socios pudieron oírles hablar con excitación y todos a un tiempo, pero les era difícil saber de qué se trataba. Inmediatamente recogieron todas sus cosas y se dirigieron al camino.

Curtin estaba a punto de saltar de la trinchera para ver más de cerca, pero Lacaud lo detuvo diciéndole:

—Espera, hombre; eso puede ser solo una treta para obligarnos a salir de aquí sin tener necesidad siquiera de hacer uso de sus tanques.

—No lo creo —dijo Howard—. Necesitarían ser unos excelentes artistas de cine para representar semejante escena. ¿Viste al hombre que llegó corriendo como un salvaje para traerles la noticia? Algo debe haber detrás de eso. ¿Qué será?

Curtin, sin hacer caso de la advertencia de Lacaud, salió de la trinchera y se alejó hacia la izquierda, trepó a la roca desde donde podía ser visto el valle, y allí permaneció mirando, al parecer, algo importante.

Al cabo de un rato dio voces:

—¡Ea, compañeros! Suban, suban todos; vengan a contemplar algo maravilloso.

Los socios, olvidando sus tribulaciones, subieron al lado de Curtin.

—¿Podré confiar en mis ojos? —dijo Howard—. ¿Será cierto lo que veo? ¡Great Scott, esto es magnífico, a esto le llamo yo alivio!

La vista de un escuadrón de caballería en marcha llenó de gozo a los socios.

No cabía la menor duda acerca de lo que los soldados buscaban. Sin duda los habitantes del pueblo habían dado aviso de lo que los bandidos se proponían hacer al dirigirse a aquel lugar en busca del gringo para robarle sus armas y provisiones, y por ello había sido enviado aquel escuadrón.

—No comprendo por qué los bandidos huyeron en vez de esperar aquí a los soldados —dijo Dobbs.

Howard rió y su risa fue más abierta de lo que él mismo esperaba, pues con ella daba salida a toda la ansiedad de la que deseaba desembarazarse.

—No debes juzgarlos más estúpidos de lo que son; no serán tan inteligentes como tú, Dobby querido, pero algo tienen dentro de la cabeza. ¿No te dije que eran viejos combatientes, medianamente entrenados en asuntos guerreros? Si esperaran aquí, estarían perdidos. En primer lugar, nos tendrían a la espalda, en tanto que el escuadrón bloquearía la única salida por la que pueden escapar. Aun cuando pudieran deshacerse de nosotros —y eso es lo que discutían acaloradamente—, no podrían resistir por mucho tiempo en la trinchera. Los soldados los atacarían inmediatamente, y tal vez hasta usando los mismos escudos que esos lobos hicieron para atraparnos. La única forma posible de ponerse a salvo, o por lo menos de prolongar su vida por unos días más, era salir de aquí antes de que los soldados llegaran. Es por eso por lo que han emprendido esa carrera endemoniada. Te aseguro que llevan los pantalones más mojados de lo que nosotros los teníamos hace una hora.

El chiste no fue muy bueno, pero todos rieron de él como hacía muchas semanas no lo hacían.

Dobbs dijo:

—Por primera vez en mi vida celebro que aún haya soldados en el mundo. ¡Por Cristo, que llegaron a tiempo! Les besaría lo que ellos quisieran. ¡Benditos hijos del Sol! Y para deciros la verdad, compañeros, todavía llevo tierra entre los dientes, pero ya puedo respirar feliz.

—Yo también —dijo Lacaud, que había recobrado el color y el habla.

Howard volvió a reír.

—Y lo que es mejor, estos bandidos nos han hecho otro favor huyendo con tanta rapidez, pues de haberse quedado en espera de los soldados, bueno, muchachos, no me hubiera gustado tenerlos por aquí. Ellos suelen ser buenos, pero pueden convertirse en una verdadera joroba. Podrían, por simple curiosidad, tratar de investigar nuestras actividades y meter la nariz donde no deben. Y eso, la verdad, no me habría gustado mucho, ni creo que a vosotros os agradara.

—Creo que está mejor así —admitió Dobbs.

—Veamos cómo se desarrolla la segunda parte de la película —dijo Curtin atisbando con curiosidad.

Los soldados subían por el atajo, de ello no cabía la menor duda, y cuando aún se hallaban un kilómetro alejados de la base de la montaña, se dividieron en tres secciones, formando un círculo muy amplio. No sabían exactamente en qué parte del valle desembocaba el atajo de la montaña, y ésa era una ventaja para los bandidos, porque cuando llegaron finalmente al valle, los soldados no se hallaban cerca y ellos pudieron correr entre la maleza, cerca de la base de la montaña, logrando sacar una buena delantera a aquéllos.

Durante dos horas solo de vez en cuando se veía algún soldado, porque todos se habían replegado a la base. Después empezaron a oírse disparos en el valle cuando un grupo de soldados descubrió a los bandidos y empezó a disparar para que el resto se les reuniera.

Una cacería llena de animación tuvo lugar en el valle. Los soldados perseguían a los bandidos, quienes se dispersaron y trataron de escapar cada uno por su lado. Era ésa la táctica usual que hacía muy difícil para los soldados la captura de todos los bandidos. Siempre lograban escapar algunos, éstos se reunían a otro grupo de escapados y formaban una nueva banda no menos feroz que las anteriores. La tarea para la policía y los soldados estaba muy lejos de ser agradable. Muchos de ellos perdían la vida en estas batallas, muchos regresaban heridos y algunos lisiados para el resto de sus días.

Cada vez era más difícil para los socios precisar lo que ocurría en aquella pelea entre la civilización y la barbarie que se llevaba a cabo en el valle. Se veía correr a los bandidos en todas direcciones, perseguidos por los soldados, y al alejarse del valle, el ruido de los disparos se oía cada vez más débilmente.

—Propongo —dijo Dobbs— que ahora, por la primera vez en dos días, preparemos una comida decente y nos sentemos a saborearla y a conversar amigablemente sobre los acontecimientos.

—No es mala la idea: pongámosla en práctica en seguida —dijo Howard riendo.

—Me parece excelente —confesó Curtin—. ¿Y a ti que te parece, Laky-Shaky?

Lacaud hizo un verdadero esfuerzo por sonreír, esperando que Curtin tomara aquella sonrisa por respuesta.