XXI

UNA noche de horror dio principio para Curtin. No así para Dobbs, quien había descubierto el lado flaco de aquél, cosa que le daba seguridad. Así podría jugar con Curtin escondiendo sus cartas.

Curtin se había acostado en un sitio desde el que podía vigilar a Dobbs y lo suficientemente distante, para tener tiempo y espacio para moverse en caso de que éste intentara alguna jugarreta.

A Curtin le era muy difícil permanecer despierto. La marcha durante el día trepando a pie por los empinados caminos llenos de lodo, guiando a los burros, asegurando la carga que se aflojaba y ayudando a los animales a pasar las barrancas, era tarea capaz de cansar al hombre más fuerte.

Cuando el sueño estaba a punto de vencerlo, se levantó y dio algunos pasos, pero encontró que aquello aumentaba su deseo de dormir. Probó a estarse sentado, pero después pensó que sería mejor enrollarse en el sarape y quedarse quieto para hacer que sus miembros descansaran. Haría creer a Dobbs que lo vigilaba y podría cabecear un rato.

Una hora más tarde, cuando Curtin había dejado de moverse un largo rato, Dobbs se levantó y empezó a arrastrarse hasta donde aquél se hallaba. Curtin, sin embargo, había visto a Dobbs moverse y, sacando la pistola, gritó:

—Ni un paso más acá, o jalo el gatillo.

Dobbs rió:

—Eres un excelente velador, lo admito; deberías pedir el puesto en algún banco.

Un poco después de medianoche, Dobbs fue despertado por el rebuznar de un burro que parecía sentir la presencia de un tigre en el campamento. Nuevamente empezó a arrastrarse y otra vez Curtin sacó la pistola y le dio un grito de advertencia.

Dobbs se dio cuenta de que nada podría hacer aquella noche y se decidió a gozar de un buen sueño. Aquellas dos jugarretas no las había intentado con el propósito de echarse encima de Curtin, sino simplemente para evitar que durmiera y lograr que a la noche siguiente el sueño se apoderara de él en cuanto se tendiera.

Al día siguiente, Curtin dijo a Dobbs que guiara la recua, para poder tenerlo siempre a la vista.

Nuevamente llegó la tarde y acamparon. Empezó a oscurecer y la noche cayó sobre ellos una vez más.

Un poco después de las diez, Dobbs se levantó, se aproximó al sitio en que Curtin dormía como un oso en invierno y lo despojó de su pistola. Cuando lo hubo hecho le dio de patadas en las costillas diciendo:

—¡Arriba, rata piojosa!; ahora las cartas están a mi favor por la última vez, y no volveremos a barajarlas.

—¿A qué cartas te refieres? ¡Oh diablo, estoy tan cansado! —dijo Curtin, tratando de levantarse.

—Quédate ahí —ordenó Dobbs sentándose junto a él—. Hablemos por última vez antes de que te mande al infierno. Tu hora ha llegado, porque no puedo vivir en constante temor; ello me daña los nervios y el estómago. Por eso tendremos que acabar ahora mismo, no queda otro camino, no puedo convertirme en tu guardián como tú lo has sido mío durante las últimas veinticuatro horas, ni recibiré más órdenes tuyas de las que he tenido que tragarme hoy, ¿entiendes?

—En otras palabras, asesinato. ¿Es eso lo que quieres decir? —preguntó Curtin con voz somnolienta. Estaba más dormido que despierto y le era difícil comprender el significado de las palabras; todo lo que deseaba era dormir.

Dobbs volvió a golpearlo para que despertara.

—No, mano, no asesinato; estás equivocado, no me refiero a ningún asesinato; solo quiero librarme de ti y de tus intenciones de matarme al primer descuido.

Curtin trató de vencer el sueño y dijo:

—¡Ah, sí! Comprendo; lo que quieres es despacharme inmediatamente, pero no creas que te será tan fácil. El viejo se encargará de esto, espera y verás.

—¿Sí, eh? ¿Y quién más? Hace mucho tiempo que tengo preparada mi contestación. ¿Sabes lo que le diré? Que tú me ataste a un árbol y huiste con lo de todos. Entonces tratará de encontrarte a ti y no se ocupará de mí. Tú serás el criminal, no yo —dijo Dobbs riendo como podría hacerlo del mejor de los chistes.

Curtin luchó duramente para despertar y comprender claramente lo que Dobbs decía. Movió los hombros intentando sacudirse el sueño, pero falló.

Dobbs le dio un fuerte empujón y le gritó:

—Levántate y camina para donde yo te diga; durante el día tuve yo que marchar a tu compás, ahora tienes tú que seguir el mío. ¡Anda!

—¿Hacia dónde? —preguntó Curtin con los ojos ya abiertos—. ¿Hacia dónde?

—Hacia tu funeral, ¿o crees que te llevo a una orgía a que te complazcas mirando mujeres desnudas? ¿Quieres rezar? Te dejaré que lo hagas, aun cuando ello no te sirva de mucho, porque hoy te vas al infierno. —Dobbs se detuvo para observar los movimientos de su víctima.

En su interior, Curtin tenía la sensación de estar soñando y recordó que alguna vez alguien le había dicho o había leído en algún lugar, que durante los sueños se puede tener la revelación del verdadero carácter de una persona con mayor claridad que en la vigilia, y decidió, durante lo que él creía un sueño, tener mayor cuidado respecto a Dobbs en el futuro y poner a Howard también en guardia.

Mientras luchaba cada vez más decididamente contra el sueño, Dobbs perdió la paciencia, lo asió brutalmente por el cuello y le gritó:

—¡Quédate ahí, tal por cual, y espera!

—¡Oh, chucks! ¿Por qué no me dejas dormir una hora más? Estoy rendido, no puedo caminar; además, las bestias necesitan descansar también una hora más, están sobretrabajadas y tienen el lomo molido.

—¡Levántate, miserable!, ¡maldito hijo de la crápula! Dentro de un minuto podrás dormir cuanto quieras. ¡Andando! ¡Los gusanos quieren comer bien!

Las órdenes de Dobbs parecían introducirse como brocas en el cerebro de Curtin, quien creyó volverse loco si aquél no dejaba de gritar. Se detuvo pesadamente arrastrando los pies como sonámbulo y se dirigió al sitio que Dobbs le indicaba. Obedeció solo con la idea de que haciéndolo cesaría de escuchar los gritos de aquél.

Dobbs se colocó cerca de su espalda y empezó a patearlo y empujarlo; así lo llevó cerca de unos treinta metros hasta la maleza y entonces, sin decir una palabra más, disparó sobre él. Curtin cayó como un árbol derribado, y una vez por tierra, no volvió a moverse.

Dobbs se inclinó y escuchó por algunos segundos. Cuando se percató de que no respiraba, ni se quejaba, ni suspiraba, se levantó con un gesto de satisfacción, volvió a colocarse la pistola al cinto y regresó a la hoguera agonizante.

Se sentó. Durante media hora estuvo pensando en lo que debía hacer después, pero ninguna idea acudía a su cerebro. Miró al fuego, echó sobre él más leños y observó cómo iban prendiendo. Por un momento le pareció ver entre las brasas una enorme cara roja que se tragaba las flamas. Entonces llenó su pipa y la encendió con una astilla ardiente.

Dio unas cuantas fumadas.

»Puede ser —pensó— que no lo haya yo despachado del todo, y tal vez se tambaleó y cayó por tierra sin que le tocara. ¿Y si eso hubiera sido, qué?».

Volvió la cara hacia el monte en el que Curtin yacía. Durante un buen rato trató de penetrar la oscuridad como esperando verlo aparecer de un momento a otro.

No se sentía cómodamente sentado; se levantó, dio algunos pasos alrededor del fuego y volvió a mirar hacia la densa maleza que escondía el cuerpo de Curtin. Se detuvo una vez más mirando el fuego, con los pies empujó hacia éste algunos leños más y volvió a sentarse.

Al cabo de un cuarto de hora sacudió su pipa, se enrolló en su sarape y se tendió cerca de la hoguera. Esperaba quedarse dormido siquiera al instante después de respirar profundamente. Pero a la mitad de su aspiración se detuvo. Estaba seguro de no haber matado a Curtin y de que éste aparecería ante él pistola en mano al cabo de un minuto. La idea no le dejó dormir.

Se sintió invadido por una gran agitación. Se desembarazó del sarape, se aproximó al fuego y empezó a rascarse los brazos, las piernas, la espalda. Sintió frío. Nuevamente volvió la vista hacia la espesura.

Con movimiento nervioso sacó de la hoguera un gran leño ardiente para usarlo a manera de antorcha, sopló sobre él para avivar la flama y corrió hacia la maleza.

Curtin yacía inmóvil en el mismo sitio en que Dobbs lo había dejado. Deseó arrodillarse y oprimir con la mano el pecho de su víctima. Pero sintiéndose incómodo se retiró un poco, volvió a inclinarse y escuchó cuidadosamente, para ver si distinguía algún sonido producido por la respiración. No escuchó ni el más leve estertor y no pudo descubrir ni el más ligero movimiento. Entonces aproximó la flama del leño a la cara de Curtin, casi quemándole la nariz, y lo movió acercándolo y alejándolo de sus ojos. Aquél no pestañeó. Tenía la camisa empapada en sangre.

Satisfecho de su investigación, Dobbs se levantó y empezó a caminar hacia el fuego; pero no bien había andado diez pasos cuando sacó la pistola, se volvió y disparó otro balazo sobre Curtin para estar absolutamente seguro. Tiró la antorcha, que ya se había apagado, se detuvo vacilante, y, sacando la pistola una vez más, la tiró hacia donde Curtin se hallaba.

—Es suya, después de todo, y será mejor que allí quede —murmuró.

Volvió a aproximarse a la hoguera y se enrolló en la cobija, pero como sintiera más frío que antes, se sentó y se puso a mirar al fuego.

—¡Maldita sea! —dijo en voz alta—. ¡Cien veces maldita! ¿Quién iba a decir que la conciencia me molestaría? ¿Qué podría molestarme a mí? Bueno, así parece, pero ahora ya estoy tranquilo —agregó riendo, y su risa sonó como un ladrido.

La palabra «conciencia», dicha por él en voz alta, le impresionó. Pareció penetrar su mente en forma curiosa, y dominar sus pensamientos a partir de aquel momento, sin que tuviera una idea clara y definida de su significado. Si alguien le hubiera preguntado qué era la conciencia, no habría sabido definirla correctamente y ni siquiera hubiera logrado explicar su sentido por medio de comparaciones.

Empezó a discutir consigo mismo: «Quisiera saber si la conciencia es capaz de hacerme alguna jugarreta. Asesinar es lo peor que puede hacer un hombre de acuerdo con los libros y con los sermones dichos desde el púlpito; la existencia de ella debía ponerse de manifiesto ahora, pero ello no ocurre. De hecho, yo nunca he oído que el verdugo que ha ahorcado un criminal sea molestado por la conciencia. Lo único que pasa es que mueven una palanca, la trampa cae y, ¡bang!, el pobre diablo queda colgado por el cuello y con los pies al aire. Otras veces y en otros lugares, los celadores presionan un botón o ponen en contacto el switch y el pobre tipo a quien tienen atado a la silla sufre un choque y se encuentra al diablo en el dintel, esperándolo con una banda de música.

»Pero en ésas no me veré yo.

»Cuentan los muchachos que durante la guerra mataron un buen número de heinies, que después de una matanza en gran escala, la conciencia no les molestaba, ni les ocasionaba pesadillas, ni les quitaba el apetito. ¿Conciencia? ¡Bah, mentira, eso no existe! ¿Por qué entonces me he de estremecer y sentir malestar en el estómago a causa de esta rata suprimida? Lo único que deseo es que esté bien muerto. De otro modo la conciencia podría —podría— saltar e importunarme.

»Sí, desde luego que la conciencia existe, sí, y en gran cantidad. Y se deja sentir sin duda cuando nos pillan y tenemos que pasar veinte años bajo llave. Nada agradable, desde luego; ella nos molestará aún más si nos vemos obligados a esperar una larga semana para que el Señor tenga la piedad que por nuestra alma se le ha pedido en el momento de ser sentenciados por el juez.

»Alguien me ha dicho que el tipo despachado por uno suele aparecerse antes de medianoche y ocasionarnos con su presencia un calosfrío desagradable.

»¿Qué hora es? ¡Uf! Solo las once y media; todavía tiene que pasar media hora. En alguna parte del mundo debe ser ya medianoche. Siempre en alguna parte es medianoche; por ello los duendes necesitan viajar rápidamente para llegar a tiempo al lugar en que deben aparecer. Pensándolo bien debería empacar y largarme. Pero, ¡demonio!, no puedo emprender el camino en una noche tan oscura como ésta. Ello podría conducirme a la cárcel por sospechoso y si saliera de ella, supongamos dentro de dos años por indulto general, el fantasma ya no me molestaría, pues habría pagado mi deuda.

»¿Me será posible emprender el camino en esta noche? Lo probaré. ¡Si solo pudiera alejarme un poco de aquí! Tal vez la temperatura cambie cuando empiece a descender, aquí hace bastante frío. Bueno, pero tal vez sea mejor que me quede junto al fuego y que no me exponga a perderme por esa condenada Sierra. ¡Maldito fuego! Alumbra tan poco… ¿Por qué no habré traído más leña antes de que oscureciera? No, ahora no me internaré en la maleza para traerla.

»No puedo imaginar cuánto sumará todo, lo mío, lo suyo y lo del viejo; pero deben ser muy cerca de cincuenta mil. Estoy seguro de que no lo encontrarán, pero más vale que lo entierre mañana temprano y borre toda huella. Resulta curioso que al fin y al cabo yo me haya quedado con todo el cargamento. ¡El viejo se volverá loco cuando llegue al puerto, penetre al banco con cara radiante y se encuentre con que no tiene un centavo! ¡Me gustaría ver la cara que pone y oír cómo llama a los hijos de solo Dios sabe quién!».

Y rió volviendo a producir una especie de ladrido.

De pronto calló. Estaba seguro de haber oído detrás de sí una carcajada que surgía de las tinieblas que envolvían el bosque. Se volvió como si esperara que alguien saliera de la oscuridad. Se arrastró por la maleza a fin de poder mirar hacia el sitio de donde le parecía que había partido la carcajada, sin necesidad de volver la cara. Sopló sobre el fuego y lo hizo arder más vivamente, con lo que logró que iluminara los alrededores. Mientras la hoguera ardía vivamente, trató de penetrar con la mirada las sombras producidas por el espeso follaje que lo rodeaba. Imaginaba ver formas humanas, y estuvo seguro de distinguir caras. Entonces se percató de que las sombras le habían engañado.

«Conciencia», volvió a decir para sí. «¡Conciencia! ¡Qué cosas ocurren cuando se cree en su existencia! Empieza a acosarnos y a hacernos ver el infierno. En cambio, no creyendo en ella, ¿qué puede ocurrir? Y yo creo en ella tanto como puedo creer en el infierno. Bueno, es tiempo de dormir, tanto pensar en tonterías acabará por hacerme mal».

Se estiró, se enrolló en el sarape y durmió hasta el amanecer.

Era tarde. Generalmente emprendían el camino antes del amanecer. A toda prisa bebió el café que había quedado de la cena y comió un poco de arroz frío.

Tanta prisa tenía que se olvidó de dar maíz a los burros como usualmente lo hacían desde que emprendieran aquel duro camino.

Hasta que empezó a cargar a las bestias no se acordó de Curtin, cuya ausencia consideraba algo inevitable como el destino. Ni por un minuto sintió piedad o arrepentimiento. Curtin había dejado de ser y aquella idea le producía gran satisfacción y aquietaba su mente. Ya no tendría que temer un ataque por la espalda.

Pero supongamos que Howard lo hubiera seguido, ¿qué habría contestado acerca de Curtin y de sus bienes? La historia que había forjado tal vez no convenciera al viejo; más valía inventar otra; pero la cosa era sencilla. Por ejemplo, podría decir que se habían encontrado con unos bandidos que habían matado a Curtin y los habían robado, y que él, Dobbs, había podido escapar con los dos burros que cargaban sus bienes. A nadie le extrañaría el hecho de que antes que nada hubiera defendido lo suyo. Ni el más listo de los hombres podría encontrar inverosímil aquella historia. Esas regiones se hallaban plagadas de bandidos y de salteadores de caminos y todo el mundo lo sabía.