XI

A la mañana siguiente, muy temprano, los socios se reunieron cerca del fuego. Habían pasado malísima noche soñando cosas molestas y se encontraban de un mal humor semejante al que puede experimentar una joven a quien un automóvil salpicara de lodo su flamante vestido blanco, tres minutos antes de encontrarse con su novio.

El huésped había estado activo echando leña a la hoguera que ardía y sobre la que había colocado las cacerolas de su propiedad, llenas de frijoles y café.

Dobbs lo saludó:

—Oye, ¿de dónde sacaste el agua para cocinar?

—La saqué del balde.

—¡Ah!, ¿conque eso hiciste? Magnífico. Pero que no se te meta en la cabeza la idea de que nosotros acarreamos el agua para ti. No somos mozos de nadie, y menos aún de un vago como tú.

—Perdóname, no sabía que era tan difícil conseguir aquí el agua.

—¡Ahora lo sabes, tal por cual!

—Llenaré el balde.

—Pues date prisa.

En aquel momento llegó Curtin.

—Conque robando el agua, ¿eh?; y también el fuego. ¿Qué te has creído? Que no te sorprenda yo cogiendo algo de lo que nos pertenece, porque te lleno la panza, ¡engendro del diablo!

A lo que él contestó cortésmente:

—Creí encontrarme entre hombres civilizados a quienes no importaría que yo bebiera un trago de agua fresca.

Dobbs parecía estar cargado de dinamita.

—No querrás decir que no sabemos leer ni escribir, que somos unos bandidos y unos tales por cuales, ¿verdad? —y sin esperar respuesta, dio una bofetada en el rostro del forastero, con tal fuerza que lo hizo caer por tierra como si le hubieran golpeado con un mazo.

Necesitó algún tiempo para volver en sí. Se levantó lentamente cogiéndose la cabeza y tratando de enderezarse el cuello.

Entonces se aproximó a Dobbs y le dijo:

—Podría hacer exactamente lo mismo contigo y sería difícil asegurar quién saldría mejor parado de los dos. Pero ¿qué lograría con ello? Bien sé que los tres estáis en espera de que me ponga a tiro para borrarme del paisaje y no tengo deseos de daros facilidades. No os hagáis los tontos respecto a mí. Pero no importa, ya tendré ocasión de que arreglemos cuentas, por ahora me quedo con esto. ¡Gracias por la amabilidad!

Se dirigió al fuego, retiró de él sus cacerolas y se las llevó a otro sitio en donde principió a preparar su propia hoguera. Howard se aproximó a él.

—¿Tienes algo que comer? —preguntó con voz amistosa.

—Sí, amigo; tengo té, café, frijoles, arroz, carne seca y unas latas de leche.

—No te preocupes, por este día puedes comer con nosotros. Pero te sugiero que mañana prepares tus cosas.

—Gracias; tomaré en cuenta su consejo.

—¿Mañana? —Dobbs, que se había desahogado con su victoria, habló con menos aspereza—. ¿Mañana? Oye, ¿qué quieres decir con eso? Espero que no pensarás alquilar una vivienda y pasar aquí tus vacaciones. Realmente no nos complacería tenerte por vecino.

—¿Qué importa? —preguntó aquél, echando algunas hojas de té en su cacerola, y sin desprender la vista del agua hirviente, agregó—: Pienso quedarme por aquí; el rumbo me gusta.

Curtin, en voz más alta de lo necesario, dijo:

—No podrás estacionarte sin nuestro consentimiento.

—Me parece que las montañas y la maleza no tienen dueño. ¿Verdad?

—No creas, amigo —interrumpió Howard—. Cierto que la maleza, el desierto, los bosques y las montañas son gratis para el que quiera permanecer en ellas, en eso tienes razón; pero aquí nosotros fuimos los primeros y reclamamos nuestro derecho de primacía.

—Tal vez; tal vez eso es lo que pensáis, pero ¿cómo podríais probar que fuisteis los primeros? ¿Qué os parecería si os dijera que yo vine aquí mucho antes de que vosotros llegarais?

—¿Registraste tus derechos? —preguntó Howard.

—¿Lo hicisteis vosotros?

—Eso se sale del tema. Nosotros nos hallamos aquí, y supongamos que tú llegaste antes como dices, ¿por qué no estacaste el terreno? Ya que no lo hiciste no tendrías ni la mínima oportunidad de demandarnos ante alguna corte si desearas pelear. Bueno, desayunemos.

Una vez que hubieron desayunado, los socios no supieron qué hacer. No podían ir a trabajar en la mina porque el visitante los había sorprendido.

Curtin tuvo una idea y propuso que salieran todos juntos de caza.

El forastero se les quedó mirando. No sabía lo que podría esconderse tras esa proposición; la cacería podía darles oportunidad de matarlo accidentalmente, pero, reflexionando, llegó a la conclusión de que si deseaban matarlo lo harían accidentalmente o no, ya que no habría más testigos que ellos.

Así, pues, dijo:

—Bueno, ahora iré de cacería con vosotros, pero mañana tengo otras cosas de mayor importancia que hacer.

—¿Qué? —preguntaron todos los socios al mismo tiempo.

—Mañana empezaré a cavar aquí en busca de oro.

—¿De veras? —dijo Howard, que lo había escuchado reteniendo el aliento y palideciendo al igual que sus dos socios.

—Sí, voy a explorar estos sitios. Porque aquí o en algún lugar cercano debe haber lo que yo busco, y si vosotros nada habéis encontrado, ello será señal evidente de que todos tenéis la cabeza dura; pero no lo creo.

—Eres listo —repuso Howard—. ¿Dónde estaríamos si no hubieras venido a mostrarnos las glorias celestiales? ¡Vaya, vaya con el gran chico!

—Me imagino que habréis sacado, digamos cincuenta onzas.

—O quinientas: ¿no es eso lo que quieres decir? —dijo Howard, abriendo con dificultad la boca, que parecía secársele. Dobbs y Curtin se habían quedado sin habla.

—Sí, amigo, o quinientas. Pero aquí habrá sin duda un millón, si queréis creerme.

—¿Un millón? —gritaron Dobbs y Curtin, y con aquello volvieron a su estado normal, recobraron el color, el aliento, la humedad de los labios y la brillantez de los ojos que habían perdido en los últimos momentos.

—Sí, todo un millón; y si no lo habéis encontrado todavía, vosotros tenéis la culpa, no la montaña. Sé que no habéis encontrado el filón más rico; sin embargo, habéis merodeado por estos sitios durante ocho o nueve meses. Los indios del valle me dijeron que aquí había un solo hombre. Si hubierais encontrado el filón más rico, habríais logrado tanto que haría mucho tiempo que no estaríais aquí, no habríais podido llevaros todo sin despertar sospechas y sin ser cazados por el camino. O tal vez habríais enviado a un hombre para que registrara los derechos y hubierais formado una compañía minera regular, con maquinaria y un ciento de hombres trabajando para vosotros.

—¿Ah, sí? —dijo Dobbs con voz cortante—. Bueno, debes saber la verdad, nada hemos conseguido, absolutamente nada, ¿ves?

Pero no había manera de callar al forastero, quien continuó:

—Podéis decirme lo que gustéis; de cualquier manera no creo una palabra. No me importa lo que tengáis, cuánto tengáis, ni si en final de cuentas tengáis algo o lo que hagáis aquí. No soy un bebé. Cuando me entero de que tres hombres viven en estos parajes desde hace ocho meses, no necesito consultar la Biblia para saber que no lo hacen por placer, simplemente por el gusto de estar de campo. Eso no me lo haréis creer. Más vale que pongáis los naipes sobre la mesa para que veamos quién hace juego. ¿Para qué jugar al escondite? Yo no soy ni criminal ni ladrón ni espía. Soy tan decente como cualquiera de vosotros y no pretendo ser mejor, porque me sienta muy bien ser como vosotros. Todos estamos aquí para hacer dinero. Si pretendiéramos divertirnos, no habríamos escogido este paraje olvidado por Dios y el diablo, con sus plagas de mosquitos, calenturas, paludismo, alacranes, tarántulas, agua que es una promesa de tifoidea y hasta tigres que merodean hambrientos. Sé perfectamente que podéis despacharme en el momento que queráis, pero ello podría ocurrirme hasta en Chicago al caminar tranquilamente por alguna calle de Loop. Siempre hay que arriesgar algo cuando se desea hacer dinero. Si me despacháis, no por ello os aseguraréis de que nadie vendrá más por aquí. ¿Quién os dice si mañana o pasado aparecerá alguien más, quizá una docena de hombres? Entonces ya no sería tan fácil que los despacharais y os encontraríais en peor situación que ahora.

—Bien, muchacho —dijo Howard—. ¿Qué traes entre manos? Escúpelo. Tal vez armonicemos.

—Hablemos con franqueza —sugirió el forastero.

—Podríamos —dijo Howard, llenando su taza de café—. La cuestión es que no sabemos quién eres o qué eres. Puedes ser espía y puedes no serlo. Si lo eres, tendríamos que perder todo nuestro trabajo de ocho meses y lo que hemos invertido en dinero contante y sonante, pero ello te costaría bien caro, te despacharíamos aun cuando tuviéramos que irte a buscar a China o a las pampas argentinas; sería una guerra sin cuartel, es necesario que lo entiendas bien.

—Lo entiendo; sé que no tendría escapatoria, y, aclarado el punto, creo que estamos en igualdad de circunstancias. Quiero que comprendáis que no pretendo participar de lo que tenéis, no quiero ni un solo centavo, ni siquiera deseo trabajar cerca de vosotros. Cercaremos nuestras minas y cada cual trabajará la suya como mejor le convenga. ¿Os parece bien?

—Por mí, muy bien. ¿Qué pensáis de la proposición, muchachos? —preguntó Howard a sus dos socios.

Dobbs y Curtin reflexionaron un rato antes de contestar. Al fin, Curtin repuso:

—¿No tienes inconveniente en dejarnos a los tres solos para que lo discutamos?

—Ninguno; yo tengo que ir a ver a mis mulas.

Se levantó y se dirigió hacia el sitio por donde habían partido la noche anterior.

Al cabo de dos horas regresó.

—¿Las encontraste? —preguntó Curtin.

—Sí, están muy bien. ¡Qué buen pasto hay por aquí!

—Bueno, sentémonos y hablemos del asunto —sugirió Howard, llenando su pipa—. Sí, tenemos algo; de hecho constituye la buena paga de ocho meses de un trabajo duro.

—Lo que yo suponía. Ahora bien, allá en el pueblo no me dedicaba a vagar únicamente; observé la arena barrida de estas montañas por las lluvias y pude sacar en consecuencia que aquí debe haber una gran cantidad de buena pasta.

Howard interrumpió:

—Creo saber algo acerca de exploraciones, no mucho, tal vez no tanto como parece que sabes tú. Pero si hubiera aquí un millón, como dices, ya lo habríamos visto, y no lo hemos encontrado.

—Tengo la convicción de que existe —dijo el forastero con insistencia—. Debe haberlo, estoy seguro de no equivocarme. Solo no podría sacarlo, necesito de vosotros tres. Tenéis herramientas y experiencia técnica en tanto que yo tengo mayores conocimientos. He estudiado este asunto y vosotros no. Ahora la cuestión está en descubrir el verdadero filón. Sé que nunca podría interesar a un banco o alguna compañía minera en mi proyecto, porque este asunto es difícil de explicar a los banqueros y a los consejos directivos, que desean ver claro desde el principio. Bien, mi proposición es la siguiente: vosotros guardaréis lo que habéis hecho hasta ahora, como propiedad que por derecho os corresponde; pero de todo lo que saquemos a partir del momento en que comencemos a trabajar bajo mis planes, dos quintas partes me corresponderán y una quinta parte será para cada uno de vosotros.

Los tres socios se miraron entre sí y se echaron a reír en su cara.

—Para extorsionar nos bastamos nosotros mismos, no necesitamos que vengan a ayudarnos —dijo Howard—. Y en cuanto a los cuentos de hadas, los tenemos olvidados desde hace mucho tiempo, desde que cursamos el cuarto grado. ¿Qué os parece, compañeros?

—Nos ha ido bien sin necesidad de tu ayuda y nos seguirá yendo por todo el tiempo que permanezcamos aquí —dijo Dobbs, sonriendo—. ¿Qué opinas tú, Curty? —agregó volviéndose a su socio.

—En mi opinión, nada tenemos que perder si le damos a este gran científico una oportunidad, al menos por algunos días. Ya que nos encontramos aquí y que estamos decididos a partir dentro de una semana, podríamos ensayar lo que nos propone.

—Créeme —dijo Howard—, ésas son historias de folletín. Yo he acabado con esta vida de animal salvaje. Tengo deseos de que mis carnes descansen sobre una cama de verdad, estoy completamente satisfecho con lo que he logrado hasta ahora.

A Dobbs le había gustado la idea de Curtin.

—Oye, Howy; creo que, en final de cuentas, Curty no es tan estúpido; quedémonos solo una semana más. Tal vez logremos algo mejor de lo que hemos conseguido en los ocho meses que llevamos de vivir como convictos encadenados.

—Vosotros ganáis. Yo no puedo emprender solo el viaje de regreso a Durango. Sé de lo que soy capaz y de lo que no, cuando me encuentro solo con burros cargados. Por esa sola razón me quedaré una semana más entre vosotros.

—Pero entiéndelo bien, amigo —dijo Curtin, tratando de poner en claro los términos de su acuerdo—. No pretendemos permanecer aquí por largo tiempo; hay alguien que me espera, y es una chica muy guapa, por si te interesa saberlo. Si dentro de una semana encontramos buenas pruebas de lo que dices que hay aquí, nos quedaremos por más tiempo, pero si no, que es lo más posible, partiré con mi viejo compañero Howard.

—El que esté de acuerdo que diga «¡Ay!» —dijo Dobbs haciendo el payaso.

—Ahora, amigo, ya que somos socios, dinos: ¿cómo te llamas? —preguntó Howard—; pero si quieres guardarlo en secreto, dinos solo cómo quieres que te llamemos. No podemos seguirte llamando, como hasta ahora, forastero o amigo.

—Lacaud, Robert W. Lacaud, Phoenix, Arizona; graduado del Tech. Pasadena.

—Un nombre bien largo para una sola persona; pero no te preocupes por las formalidades —dijo Howard riendo.

—Tal vez no sea suyo; quiero decir, el nombre largo —agregó Curtin sonriendo.

—¿Relacionado con los Lacaud de los Ángeles? —preguntó Howard.

—Ligeramente —respondió Lacaud—. He quebrado con esta rama.

—Iré a ver los burros —dijo Howard. Él no tenía que ir, como Lacaud tuvo que hacerlo cuando fue en busca de sus animales a la pradera que estaba en la falda de la montaña.

Cerca del campamento, en una roca había un buen balcón que los socios habían descubierto y desde donde podía verse claramente la mayor parte de la falda de la montaña. Cuando la atmósfera era transparente, podían precisar la presencia de algún caballo o cabra extraviada a seis o siete kilómetros de distancia.

Partiendo del campamento, solo se necesitaban algunos minutos para trepar al pico. Apenas llegado a él, Howard empezó a gritar:

—¡Eh!, ¿qué es esto?

—¿Qué ocurre? —preguntó Dobbs—. ¿Se han perdido los burros?

—¡Suban! —gritó el viejo—. Suban pronto, dense prisa, ¡el diablo nos lleve!

Dobbs y Curtin se dirigieron corriendo hacia el pico; Lacaud los siguió más despacio.

—¿Qué es aquello que viene hacia nuestra montaña? —preguntó Howard a sus socios—. No puedo determinar qué es, tal vez a ti te sea posible con tus ojos de búho. ¿Qué es?

Curtin miró durante medio minuto.

—Deben ser soldados o la policía montada. Algunos rancheros, según creo.

—Es la montada —chilló Dobbs, con la vista clavada en el horizonte—. Sí, la montada que viene hacia acá directamente.

Los tres palidecieron y se miraron entre sí.

Repentinamente Dobbs saltó y cogió a Lacaud por el cuello, gritando:

—¡Ahora, puerco tal por cual! ¿Conque éste es tu cochino juego, eh? Pronto salió a relucir, bueno, pues ¡trágate esto! —cogió su escopeta y apuntó rápidamente a Lacaud—. ¡Rata inmunda, si sabes alguna oración, rézala, y pronto!

Howard, que se hallaba tras de Dobbs, le quitó el arma con movimiento rápido.

—Déjame matar a esta rata puerca —gritó Dobbs—. ¡Por Cristo! Yo ya sabía que era un soplón, siempre lo supe, desde que lo oí hablar con su voz untuosa.

Lacaud no se movió y dijo tranquilamente:

—Estás equivocado, socio; esto nos tocará a todos, incluyéndome a mí.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Curtin.

—Quiero decir que creo saber quiénes son. No son soldados ni policía montada, o rurales, como aquí los llaman. Es gente que sabe de nosotros y que anda tras de mí y tras de ti, Curty. Ignoran que haya alguien más acá arriba.

—Pero si ellos lo saben, es porque tú los habrás enterado —dijo Dobbs.

—No yo, sino la gente del pueblo. Creo saber quiénes son, y si estoy en lo cierto, que Dios nos ayude, porque son bandidos que no vienen tras de nuestro dinero, sino tras de nuestras armas y municiones, ya que los indios deben haberles hablado de que el cazador americano que se encuentra aquí tiene rifles, escopetas y muchas municiones.

—Y ¿cómo lo sabes? —preguntó Dobbs sospechando aún.

—Permíteme verlos —dijo Lacaud.

—Bien que te gustaría, encantado, para hacerles señas, ¿verdad?

—Puedes quedarte detrás de mí, amigo, y dispararme si me ves hacer algo sospechoso.

—Tal vez Arizona tenga razón —observó Curtin—. No me parecen policías, ni siquiera rancheros organizados y menos aún soldados. Son lo que él dice, una horda de bandoleros inmundos. Ven, Lacky, y echa un vistazo, ya podremos matarte después.

—Espérate —dijo Howard tomando a Lacaud por un brazo—. ¿No te andarán buscando por haber robado ganado de allá abajo? Más vale que digas la verdad. Si es así, ya te estás largando de aquí en este mismo instante, para desviarlos de nuestra pista, porque si no, te entregaremos, aun cuando ello nos avergüence. Necesitamos protegernos, ¿sabes?, y el robo de ganado es un asunto sucio, especialmente tratándose de campesinos pobres como ellos. Así, pues, sábete bien que no queremos tener policías por aquí. Tienes que bajar y hacerte visible para alejarlos de nosotros.

—Entiendo, amigo; pero no tengo nada que ocultar. He estado por semanas en el pueblecito allá en el valle, y cualquiera habría podido cogerme si hubieran andado tras de mí.

—Creo que tiene razón —admitió Curtin—. No se habría atrevido a vagar por el pueblo durante tanto tiempo si tuviera por qué ocultarse. Mira, veamos qué encuentras, creo que podemos confiar en ti por esta vez.

Lacaud subió al pico y se sentó para observar cuidadosamente.

—Más vale que no nos movamos —sugirió—, podrían vernos, mientras que si no nos movemos, nos confundirán con la piedra y las matas. No son soldados ni policías ni rancheros organizados para perseguir a algún criminal, porque ni ellos presentarían ese aspecto tan desagradable.

—Así es que estamos atrapados —dijo Howard—. Porque si fueran soldados, policías o rancheros, podríamos explicarles y tener oportunidad de defendernos ante el que hiciera las veces de juez. Pero tratándose de bandoleros como éstos, tenemos menos oportunidad que un chino en manos de compatriotas salteadores.

Al oír aquello, Dobbs interpeló a Lacaud diciendo:

—Para mí sigues siendo un soplón, eso es lo único que puedo pensar de ti.

Howard intervino:

—¡Caramba, déjalo en paz, por el diablo! Ahora tenemos que obrar con rapidez.

Dobbs no hizo caso de lo que el viejo decía y prosiguió:

—Eres lo que creí desde un principio: un espía, solo que no del gobierno, sino de bandidos. Lo malo para ti es que nos hayamos percatado de ello antes de que los trajeras hasta aquí.

—Nuevamente estás equivocado, hermano. Tampoco tengo nada que ver con bandidos. Y si no cesas de sospechar y de acusarme de cosas en las que nunca he pensado, voy a creer que te falta mucho para ser hombre. Dentro de una hora necesitarás no solo de todos los que aquí nos encontramos, sino de todas las manos y armas que sean posibles, pues de otro modo no volverías a ver la luz del sol. Déjame que vea otra vez, quizá pueda determinar de qué clase de bandidos se trata, porque en el pueblo me han contado cosas que realmente no pueden considerarse como rumores.

Una vez más trepó al pico, seguido por Curtin y por Dobbs.

—Lo que yo suponía —dijo después de mirar largamente.

—¿Qué suponías? —preguntó Curtin.

—¿Ves entre los jinetes a un hombre que lleva puesto un sombrero ancho y dorado, que brilla al sol? —preguntó a Curtin.

—No, no puedo verlo —contestó. Pero después de mirar con cuidado añadió—: Sí, creo que allí viene. Trae un sombrero de los usados comúnmente por los campesinos indígenas, de alas anchas y copa alta. Parece ser de palma.

—Sí, es de palma, pero está pintado de oro brillante; así suelen hacerlo algunos hombres, por payasada, cuando trabajan en tiendas en las que se expende pintura dorada y de aluminio.

—Parece ser el capitán de la horda —dijo Curtin sin dejar de mirar.

—Es el capitán, el jefe. Ahora sé quiénes son y a qué vienen. La semana pasada estuve en la hacienda de Don Genaro Monterreal, en donde pasé una noche. El señor Monterreal tenía periódicos y me leyó, es decir, me contó lo que decían en la capital. Y en la descripción que en ellos se hacía de los bandidos, se mencionaba ese sombrero dorado. Así es que ese hombre todavía tiene valor suficiente para no tratar de despistar cambiándose el sombrero. O tal vez no sepa leer y no se haya enterado de que su horda ha sido descrita refiriéndose a uno por uno de sus hombres y de sus caballos. Lo que no pude sacar en limpio de los periódicos de don Genaro, lo supe por las gentes del pueblo. Os contaré la historia y os daréis cuenta del peligro en que estamos, y que Dios nos acompañe si suben y nos encuentran. Después que os haya hecho el relato, dejaréis de creerme espía de esos asesinos, sin importar qué más podáis pensar de mí. Preferiría ayudar al diablo a prender las calderas del infierno que tener algo en común con esos bandoleros, asaltantes y asesinos.

Mientras los cuatro hombres espiaban desde el pico hasta el menor movimiento de los bandidos, Lacaud les contó la historia.