XXIII
AL día siguiente, antes del amanecer, Dobbs estaba en camino. Una vez iniciado el viaje, la recua marchó medianamente bien. Los burros estaban en mejor disposición que el día anterior, ya que no habían tenido que esperar por tanto tiempo después de ser cargados y porque Dobbs les había dado su ración de maíz, que les dio ánimos.
De pronto un burro se espantó por alguna razón desconocida, y echó a correr tropezando con árboles y rocas y rompiendo las ataduras de la carga. Una vez libre de ella se dio a correr como loco. A Dobbs le fue imposible atraparlo y lo dejó ir; dividió la carga entre los otros animales. Estaba seguro de que el burro se les reuniría más tarde buscando a sus compañeros en el campamento.
Ya podía divisar la vía del ferrocarril a cada vuelta que daba el camino, porque éste dejaba ver de vez en cuando el valle que se encontraba al pie de las montañas. Aquel mismo día hubiera tal vez podido llegar a una de las pequeñas estaciones a lo largo del camino, pero consideró mejor no tomar el tren en ninguna de ellas, porque fácilmente habría podido infundir sospechas al aparecer solo con tantos burros cargados. Además, no le sería fácil vender los animales y las herramientas en alguno de aquellos pueblecitos. Necesitaba dinero para su pasaje y el flete de la carga, por lo que era indispensable que fuera hasta Durango, la ciudad más próxima.
Durango se hallaba aún a dos días de distancia, si no a tres. El camino, a medida que se aproximaba a los poblados, se hacía más fácil y aparentemente menos peligroso. Dobbs se sentía muy bien. Caminaba silbando, y, como las dificultades eran menores, podía pensar en su porvenir, en lo que haría con su dinero y en dónde y cómo viviría. Pensaba en hacer un viaje a Europa para conocer Francia, Inglaterra y Escocia, donde podría comer un plato de verdadero «haggis» tal y como se lo había descrito su madre cuando era pequeño.
«¡Si solo supiera que él está realmente muerto y que ha sido devorado por un león o un tigre!», dijo en voz tan alta que el burro que caminaba delante de él volvió la cara, creyendo que Dobbs le daba alguna orden.
Aquella noche, cuando acampó, se sintió mejor que las dos anteriores. Supo que su conciencia no le molestaría allí; eso solo ocurría en las montañas, donde los árboles parecen hablar y el follaje semeja extraños rostros. Pero con el valle enfrente se sentía tranquilo. Estuvo cantando y silbando mientras preparaba su cena.
El burro que había huido durante el día apareció en el campamento.
«El hecho de recuperar algo que se da por perdido, es de buen agüero», dijo Dobbs. «Y, además, esto significa que tendré quince pesos más». «¿Qué tal, amigo, cómo estás?», dijo saludando al recién llegado, dándole unos golpecitos en el lomo.
Aquella noche durmió bien. Ni una sola vez despertó creyendo escuchar pasos y voces como las noches anteriores.
A la mitad del día siguiente, cuando cruzaba una colina, divisó Durango en la lejanía, dorado por los rayos del sol y anidado en una de las maravillas del mundo, el Cerro del Mercado, una montaña que según dicen los expertos, contiene más de seiscientos millones de toneladas de hierro puro. ¡Durango, hermosa ciudad con su aire embalsamado y sus bellos alrededores!
La noche encontró a Dobbs cocinando por última vez su cena y viviendo como salvaje en un campamento. Al día siguiente se encontraría en la ciudad, durmiendo en la buena cama de un hotel, sentado ante una mesa de verdad y saboreando una comida bien guisada y servida por un mesero cortés. Y dos días más tarde se encontraría a bordo de un tren que lo conduciría en dos o tres días a su vieja y bien amada patria.
Era feliz, cantaba, silbaba y bailaba. Se sentía a salvo. Ya podía oír el rodar de las máquinas y los ruidos que producían al moverse.
Aquellos sonidos le infundían una gran tranquilidad; eran las voces de la civilización. Tenía hambre de civilización, de ley, de justicia capaz de proteger sus propiedades con la fuerza de la policía. Sumándose nuevamente a la civilización, podría encararse sin temor a Howard y aun a Curtin si alguna vez volvía a aparecer. Entonces podría reírse y burlarse de ellos. Allí necesitaban los medios que la civilización exige para respaldar una acusación. Y si pretendían ir demasiado lejos los acusaría de fraude, podía levantar un acta y pedir su encarcelamiento por calumnia. En adelante sería un ciudadano distinguido y bien vestido, capaz de contratar a los mejores abogados. ¡Qué maravilla es la civilización!, pensó y se sintió feliz de que ninguna bobería parecida al bolchevismo pudiera privarlo de sus propiedades y de su vida fácil.
Nuevamente oyó el rugir de una locomotora que rompía el silencio de la noche. Era ésa, música dulce para los oídos de Dobbs, era la melodía de la ley, de la protección, de la seguridad.
«Extraño —dijo de pronto despertando de su sueño—. Realmente extraño, diría yo. No gritó, él no gritó cuando lo derribé. No hizo ruido alguno ni se tambaleó; cayó como un árbol al golpe del hacha. Lo único evidente fue la sangre que se derramó de su pecho empapándole la camisa. Cuando me aproximé a él con la antorcha encendida, tenía el rostro pálido. Creí que me estremecería pero no ocurrió así y ¡por el diablo! ¿por qué habría de estremecerme? Podría haber reído. Sí, reído. ¡Tenía aquel tipo una apariencia tan cómica con los brazos y las piernas retorcidos como culebras carbonizadas! Era cómico, muy cómico —Dobbs rió—. Bastó un golpe para acabar con un tipo tan cuidadoso de su vida y del producto de su trabajo. Chistoso, muy chistoso. Todas las cosas tienen su gracia».
Fumó, contemplando las nubes de humo que se elevaban sobre su cara.
«¡Si solo tuviera noción del lugar en que el cadáver se halla! Sencillamente no acierto con lo que pudo ocurrirle. ¿Se lo llevaría un león? En las montañas abundan. ¿Algún cazador indio lo conduciría a su pueblo? No, no lo creo. Pero suponiendo que un tigre o cualquier otra fiera se lo hubiera llevado, yo habría encontrado las huellas. Lo malo es que no busqué huellas, ocupándome únicamente de localizarlo a él. Realmente fue un error. ¡Diablo, debía haber buscado con mayor atención huellas de bestia! Pero veamos, yo creo que el tigre o lo que haya sido, debe haberlo tomado entre sus fauces y llevádolo sin dejar señales. Eso es; los tigres son fuertes, debe haber sido un gran tigre, un tigre real y ésos son terriblemente fuertes y capaces de llevarse toda una vaca y saltar una barda con ella entre las fauces. Son realmente grandes y fuertes».
Dobbs se satisfizo con la explicación que se dio a sí mismo.
«Tal vez no esté del todo muerto… No, la idea es tonta. Él está bien muerto. Lo liquidé; ¿acaso no vi la sangre, su cara pálida y sus ojos cerrados e inmóviles aun al contacto de la antorcha encendida? Estaba tan muerto como esta piedra. Seguro que lo estaba».
Empezó a sentir malestar y a temblar. Atizó el fuego y echó en él más leña. Dirigió la vista hacia la planicie con la esperanza de ver los reflejos de las luces encendidas en los jacales habitados por los campesinos. Se volvió hacia la maleza en la seguridad de que alguien se aproximaba. Por fin le fue imposible permanecer sentado, se puso de pie y comenzó a caminar en derredor del fuego y trató de explicarse su comportamiento diciéndose que hacía aquello porque tenía frío y necesitaba calentarse. Pero la verdad era que aquel espacio sin límites no le gustaba, hubiera deseado tener a la espalda un gran muro de ladrillos para asegurarse de que nadie podría aparecer por detrás.
Se quedó quieto por un instante y sintió que alguien estaba a su espalda. La sensación fue tan clara que hasta percibió el aliento del supuesto personaje. Imaginó tener la punta de un puñal apoyada sobre su dorso. Saltó hacia adelante, sacó la pistola y se volvió hacia… ninguno. Nadie lo amenazaba, nada pudo distinguir a excepción de la sombra de los burros que pastaban tranquilamente cerca del campamento. Se quedó mirándolos y pensó en lo felices que debían de ser, ya que no les era dado pensar como a los humanos.
Se dijo que no estaba nervioso, pero que en aquellos parajes siempre se debía estar en guardia; la divisa de los exploradores es estar siempre alerta y aquello nada tenía que ver con lo que la gente llama conciencia.
Ésas eran tonterías. Estando solo, alejado de la civilización y poseedor de valores no hay precaución que baste, ya que cualquiera podía atacarlo por la espalda y llevarse el botín. «Pero no será a mí —dijo a media voz—, nadie podrá atacarnos fácilmente, yo sé cómo protegerme; no soy ningún cobarde como Lacky o como Cur… Bueno, él no tenía experiencia. Yo soy duro, verdaderamente duro, claro está que lo soy. Nadie podrá atacarme por la espalda, nadie».
Hizo un esfuerzo para sentarse cerca del fuego y trató de concentrar su pensamiento en la tarea de limpiar su pipa.
A la mañana siguiente no pudo partir tan temprano como deseaba. Varios de los burros se habían extraviado; la noche anterior los había descuidado y ellos se habían ido en busca de mejor pastura y tuvo que perder varias horas para reunirlos.
La vereda desembocaba a un camino bien ancho cubierto de polvo fino y de arena por el que el tránsito era una verdadera tortura.
Dobbs había calculado que llegaría a Durango cerca de las tres de la tarde, y de no haber sido por la pérdida de aquellas valiosas horas en busca de las bestias extraviadas, ya debía encontrarse a las puertas de la ciudad.
El viaje por aquella carretera en pésimo estado resultaba duro. Por un lado estaba limitado por campos cultivados que permanecían resecos durante meses. El rico suelo se hallaba entonces convertido en polvo. Del otro lado, el camino estaba en parte limitado por una larga colina de tierra suave, especie de barro amarillento y gris. Los arbustos espinosos, los magueyes, nopales y órganos que crecían en los alrededores se veían cubiertos de una gruesa capa de polvo.
Cuando el viento soplaba se levantaban espesas capas de polvo que se extendían por el campo y hacían imposible la visibilidad a más de tres metros de distancia. Aquélla no era la dificultad mayor, ya que él y los animales encontraban el camino fácilmente, pero aquella cantidad de polvo hacía la respiración penosísima. La arena, parecida a vidrio pulverizado, lo cegaba y lo imposibilitaba para abrir y cerrar los ojos. Sobre la recua ardía el despiadado sol de los trópicos. Hacía meses que la tierra esperaba la lluvia y ni una sola gota había caído por aquellos rumbos. El calor agotaba a hombres y a bestias, y los obligaba a caminar casi a rastras, con los ojos cerrados y el único deseo de llegar al final de su camino.
Los burros dejaron de detenerse, pues no apetecían las hojas secas; caminaban como autómatas sin menear siquiera las orejas; por experiencia sabían que la llegada a un pueblo representaba descanso, protección en contra del polvo y del calor, agua y alimento. Así, pues, se apresuraban tratando de llegar cuanto antes al pueblo, ya que tanto para ellos como para Dobbs, representaba la tierra de promisión.
A través de sus ojos casi cerrados, Dobbs pudo distinguir algunos árboles que crecían en el camino. Eran bajos, pero tenían un follaje espeso y amplio y ofrecían buena sombra. Allí podría sentarse durante un rato recostando su cuerpo cansado contra un árbol, tomar unos tragos de agua y dar unas cuantas fumadas. Después de refrescarse podría seguir. También los burros gozarían algunos instantes de la sombra.
Las primeras casas de la ciudad estaban, cuando mucho, a ocho kilómetros de distancia.
Dobbs se adelantó para detener al burro que encabezaba la recua. Los animales se aproximaban satisfechos a los árboles, sacudían la cabeza para librarse de los tábanos y se movían lentamente y gustosos en la fresca sombra.
Dobbs se acercó a uno de ellos, tomó la cantimplora, se enjuagó la boca para quitarse el polvo que tenía hasta en los dientes y bebió. Después se humedeció las manos, la cara y el cuello.
Cuando regresó a guardar la cantimplora, escuchó una voz que le decía:
—¿Tiene usted un cigarro?
Dobbs se detuvo. Aquélla era la primera vez que oía una voz humana desde hacía días, y le llegaba por sorpresa.
Aun cuando el que le dirigía la palabra lo hacía en español, por un momento pensó que se trataba de Howard o de Curtin, pero encontró inmediatamente que ellos no podían hablarle así.
Cuando se volvió hacia el lugar de donde partía la voz, descubrió a tres vagabundos tendidos sobre un agujero bajo uno de los árboles que se hallaba un poco más atrás. Eran mestizos sucios y desaliñados, con caras de forajidos, de gente del hampa, tipos que se encuentran comúnmente en los caminos próximos a las ciudades, en las que suelen dormir gratuitamente en espera de una buena oportunidad. Con solo mirarlos se podía determinar que hacía meses no trabajaban y que habían llegado al estado en que los hombres dejan de preocuparse por encontrar trabajo, después de haberlo pretendido cien veces en vano.
Formaban parte de la escoria humana de las ciudades, eran de los abandonados en los pantanos de la civilización, posiblemente criminales escapados de la justicia. Eran la basura del progreso, con cuartel general en los basureros donde los desechos de las ciudades modernas se acumulan.
Al mirar a aquellos tres trastos viejos, Dobbs, que había pertenecido alguna vez al ejército de los sin trabajo, desesperados, comprendió que se hallaba en una de las situaciones más difíciles de su vida. Supo que había cometido un error al abandonar el camino abierto para buscar la sombra de aquellos árboles. El camino estaba solo a unos quince metros de distancia, pero al abrigo de aquellos árboles muchas cosas podían ocurrir, aun cuando de estar en el camino tampoco se habría hallado muy seguro.
No sabía qué hacer y su única esperanza era que alguien acertara a pasar por allí para poder gritarle. Podía convencer a los desesperados de que carecía de dinero y de cosa alguna de valor, pero aquello no sería fácil; los bultos y los burros eran bastante para inducirlos a cometer un acto de violencia por su posesión.
—No tengo cigarros —contestó tratando de que su respuesta no pareciera un reto—. Hace cerca de diez meses que no tengo cigarros.
Creyó haber dicho algo acertado, pues con ello demostraría ser tan pobre que ni siquiera podía comprar una cajetilla de cigarros y agregó:
—Pero si quieren, puedo darles un poco de tabaco.
—¿Y papel para enrollarlo? —preguntó uno de los hombres—, ¿o algunas hojitas de maíz?
Los tres individuos permanecían sentados en el suelo con la cara vuelta hacia donde Dobbs se hallaba. Los árboles los cubrían tan bien que desde el camino no era posible distinguirlos. De haberlos visto, Dobbs habría hecho que los burros corrieran. «Ahora es demasiado tarde», pensó con amargura.
—Tengo un pedazo de periódico; tal vez ello les sirva —y sacó su bolsa de tabaco y un pedazo de papel empapado en sudor, y entregó todo ello al tipo que se hallaba más próximo a él.
Los tres hombres se dividieron el pedazo de papel, tomaron tabaco de la bolsa y enrollaron su cigarrillo.
—¿Cerillas? —preguntó uno como ordenando a Dobbs que le sirviera. Dobbs se desentendió de la insolencia y les dio su caja de cerillas. Encendieron los cigarros y se la devolvieron.
—¿Va para Durango? —preguntó uno.
—Sí, eso es lo que pretendo; tengo que vender los burros porque necesito dinero, no tengo ni un centavo —y volvió a pensar que su respuesta era inteligente.
—¿Dinero? Precisamente lo que necesitamos, ¿no es cierto, cuates? —preguntó uno de ellos.
—¡Que si lo necesitamos! —dijo otro, riendo.
Dobbs se recostó contra un árbol procurando que todos le quedaran a la vista. Llenó su pipa, la encendió y lo hizo con calma porque trataba de que aquellos hombres no descubrieran en él trazas de temor. Ya no se sentía cansado. «Podría alquilarlos como arrieros —se dijo para sí—, así mi arribo al pueblo no despertaría sospechas como en el caso de llegar solo con la recua cargada. Tal vez les gustaría ganarse uno o dos pesos sin trabajar demasiado, y podrían pagar una buena comida». Aquélla le pareció una idea excelente.
—Quisiera que me ayudara algún arriero; tal vez dos y hasta puede ser que tres.
—¿Querría usted? —dijo riendo uno de los hombres.
—Desde luego; paso muchos trabajos para arrear yo solo a los animales.
—¿Cuánto paga?
—Un peso.
—¿Un peso para los tres?
—No, hombre; un peso para cada uno. Claro que no les puedo pagar por adelantado, les pagaré cuando lleguemos a Durango y consiga dinero.
—Naturalmente —repuso uno de ellos.
Otro preguntó:
—¿Viene usted solo?
Dobbs titubeó, pero no queriendo que los otros se dieran cuenta, repuso:
—¡Oh, no, no vengo solo! ¿Cómo podría ser eso? Dos de mis amigos vienen a caballo y estarán aquí de un momento a otro.
—¿No te parece eso raro, Miguel? —dijo uno de los hombres que atisbaba a Dobbs con ojos escrutadores, abriendo la boca, en cuyo interior se veía su lengua como un punto.
—Sí, eso es mucho muy raro —contestó el llamado Miguel, chasqueando los labios—. Realmente extraño. Imagínense este hombre guiando solo una recua cargada por un camino peligroso, en tanto que sus dos amigos vienen atrás cabalgando por placer; la cosa es muy rara.
—¿No distingues a sus amigos, Pablo? —preguntó uno que parecía ser el más perezoso de todos.
Pablo se levantó lentamente, se dirigió al camino, miró hacia las montañas y regresó con indolencia y con una sonrisa en los gruesos labios.
—No, sus amigos deben estar lejos todavía, quizá tarden una hora o más. No distingo siquiera el polvo que deberían levantar sus caballos.
—Conque diciendo mentiras, ¿eh? ¡Vaya, vaya! —dijo Miguel, burlándose de él y pasándose la lengua por los labios—. ¿Y qué traes en los morrales, compañero? Déjanos ver.
Se levantó pesadamente, como haciendo un gran esfuerzo, se aproximó a uno de los burros y con uno de sus puños empezó a palpar el contenido de los bultos.
—Me parecen pieles.
—Son pieles —admitió Dobbs, sintiéndose peor cada minuto que transcurría y con el único deseo de escapar tan pronto como le fuera posible.
—¿Tigre real?
—Sí, tigre real y algunos leones.
—Producirán unos cuantos pesos ¿verdad?
—Así lo espero —contestó, tratando de aparecer indiferente. Y dirigiéndose a uno de los burros le apretó las correas, luego acomodó la carga de otro. Después se apretó el cinturón, se ajustó los pantalones y se dispuso a marchar.
—Bueno, muchachos; ahora tengo que darme prisa, me detuve solo para refrescarme un poco a la sombra de los árboles, pero necesito estar en Durango antes de que anochezca —golpeó la pipa contra el tacón de su bota izquierda y preguntó—: ¿Quién de ustedes quiere acompañarme para ayudarme a guiar las bestias? —miró a los tres hombres y empezó a reunir a los burros.
Ninguno de los vagos habló, solo se miraron entre sí.
Dobbs sorprendió aquella mirada, comprendió su significado y su aliento se suspendió por un instante. Recordó que en más de una película, el héroe se veía en situación semejante, pero recordó al mismo tiempo que no había una en la que el productor no hiciera cuanto era posible porque el galán salvara a la muchacha de las garras de un puñado de bandidos, y antes de que le fuera dado pensar en alguna de las jugarretas cinematográficas por medio de las cuales el héroe acababa por escapar, se dio cuenta, sintiendo a la vez un sabor amargo en la boca, de que su situación era real y que la realidad era bien diferente. Por los alrededores no se hallaba ningún director de escena que abriera la trampa en el momento oportuno.
Dobbs dio una patada a uno de los burros y emprendió el camino seguido lentamente por otro, en tanto que el resto quedaba husmeando el zacate que había en la sombra. Regresó e intentó obligarlos a caminar.
Los tres vagos se levantaron y trataron de interrumpir la marcha de los burros rezagados. Los animales, acostumbrados a caminar junto con todos los de la recua, se inquietaron e intentaron romper la barrera que los hombres les ponían. Entonces éstos se opusieron abiertamente a su paso, les tomaron por las cuerdas y tiraron de ellas para impedirlos que caminaran.
Dobbs, parado a tres metros de distancia, gritó:
—¡Dejen a mis burros!
—¿Quién y por qué? —contestó Miguel—. Nosotros podremos venderlos tan bien como tú. ¿No creen, muchachos? —preguntó a sus compinches.
—¡Dejen esos burros, les digo! —gritó Dobbs, rojo de ira, sacando la pistola.
Miguel, al ver aquello, no mostró miedo ni sorpresa, como Dobbs había esperado.
—Mira, cabrón; a nosotros no nos asustas con tu fierro viejo —dijo sarcásticamente—. Cuando mucho matarías a uno de nosotros y eso no tiene importancia, ya que de cualquier modo, si los federales nos pescan, nuestro fin será el mismo.
Una vez más Dobbs gritó con toda la fuerza de sus pulmones:
—¡Dejen esos burros!
Sin esperar más, disparó, apuntando al hombre que tenía más cerca, pero la pistola falló, una, dos, tres, cinco veces, sin producir ni el estallido de una de fulminantes.
Dobbs se quedó mirando asombrado el arma, lo mismo que los tres ladrones. Tan admirados estaban con la falla de ésta que se olvidaron de reír y de hablar lanzando alguna exclamación.
Uno de ellos caminó lentamente y recogió del suelo una piedra grande.
Los instantes que siguieron fueron de una tensión tal, que Dobbs creía ver estallar el mundo de un momento a otro. Y en aquel instante, al ver que su arma no funcionaba, recordó tan claramente como si volviera a vivirlos los instantes en que Curtin lo había desarmado, descargando y guardando en el cinturón la pistola para precaverse. A la noche siguiente él había desarmado a Curtin y lo había matado con su propia pistola y recuperado la suya sin darse cuenta, en medio de la excitación en que había vivido los últimos días, de que ésta estaba descargada y de que había tirado la pistola de Curtin después de dispararle por segunda vez para dejar que el que descubriera el cuerpo hiciera hipótesis respecto a la forma en que la muerte había ocurrido. Antes de que transcurriera un segundo, ya pensaba en la forma de defenderse. Sus ojos cayeron sobre un machete atado a la carga de uno de los burros. Esa arma era usada para abrirse paso entre la maleza. Tomó el machete por el puño, pero antes de que pudiera sacarlo de la funda, la piedra recogida por uno de los vagos se estrelló contra su frente y lo hizo caer. Sin darle tiempo para levantarse, Miguel, que había descubierto lo que Dobbs intentaba con el machete, se adelantó a cogerlo, y con la habilidad de un experto lo sacó inmediatamente; saltando como un tigre, cayó sobre Dobbs y con golpe certero lo degolló. Un grueso chorro de sangre brotó del cuello.
Más asombrados que temerosos, los tres hombres se quedaron mirando el cuerpo sacudido aún por un estremecimiento. La cabeza pendía solo de dos centímetros de cuello. Los párpados saltaron dos veces antes de quedar definitivamente fijos y solo en parte cerrados. Varias veces las manos se abrieron y cerraron convulsivamente y se contrajeron, por fin, en un movimiento lento y suave.
—Tú lo hiciste, Pablo —dijo Miguel en voz baja, mientras se aproximaba.
—¡Cállate el hocico, cobarde! ¿Por qué no lo hiciste tú? ¿A quién le importa un desgraciado gringo? Ya sé quién lo hizo, lo sé bien, par de infelices, no necesito que me lo repitan, ¡cabrones! Y ahora lárguense, ¡tales por cuales!
Se quedó mirando al machete en el que no quedaba mucha sangre. Aquello le llamó la atención, pero pronto se dio cuenta de que se debía a la maestría con que lo había usado. No se creía tan experto. Se aproximó al árbol más cercano, frotó el arma contra la corteza, después se humedeció los dedos con saliva, limpió el borde del machete y, satisfecho de su obra, lo guardó nuevamente en la funda.