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No tienes por qué ser una espada —dijo Lift. Estaba sentada en la cómoda de la Tocón, porque la mujer no tenía un escritorio como debía ser del que apropiarse.

—Las espadas son tradicionales —objetó Wyndle.

—Pero no tienes por qué ser una.

—Está claro que no —repuso él en tono ofendido—. Sí tengo que ser de metal. Existe una conexión entre nuestro poder, cuando se condensa, y el metal. Dicho eso, he oído historias de spren que se convertían en arcos. No sé cómo harían la cuerda. ¿Puede ser que los Radiantes llevaran su propia cuerda?

Lift asintió, pero en realidad apenas estaba escuchando. ¿A quién le importaban los arcos, las espadas y demás? Aquello dejaba abiertas toda clase de posibilidades más interesantes.

—Me pregunto qué aspecto tendría como espada —dijo Wyndle.

—¡Ayer te pasaste todo el día protestando por si golpeaba a alguien contigo!

—No quiero ser una espada que se blanda, evidentemente. Pero hay algo majestuoso en una hoja esquirlada, algo que puede exhibirse. Sería una hoja esquirlada muy buena, me parece a mí. Muy regia.

Alguien llamó a la puerta de abajo y Lift se animó un momento. Pero por desgracia, no sonaba como la escriba. Oyó a la Tocón hablando con alguien de voz suave. La puerta se cerró al poco tiempo y la Tocón subió la escalera y pasó a la habitación de Lift con una enorme bandeja de tortitas.

Lift oyó rugir su estómago y se puso de pie en la cómoda.

—A ver, esas tortitas son tuyas, ¿verdad?

La Tocón, tan demacrada como siempre, se quedó parada.

—¿Qué importancia tiene?

—¡Muchísima! —respondió Lift—. No son para los niños. Esas ibas a comértelas tú, ¿verdad?

—¿Una docena de tortitas?

—Sí.

—Claro —dijo la Tocón, poniendo los ojos en blanco—. Finjamos que iba a comérmelas todas yo sola.

Las dejó en la cómoda al lado de Lift, que empezó a masticar a dos carrillos. La Tocón cruzó sus brazos huesudos y miró hacia atrás.

—¿Quién llamaba? —preguntó Lift.

—Una madre. Ha llegado insistiendo, avergonzada, en que quería recuperar a su hijo.

—¿En serio? —dijo Lift, entre bocados de tortita—. ¿La madre de Mik ha vuelto de verdad a por él?

—A todas luces sabía que la enfermedad de su hijo era fingida. Todo formaba parte de una estafa para… —La voz de la Tocón se fue perdiendo.

«Anda», pensó Lift. La madre no podía saber que Mik estaba curado. Había sucedido el día anterior, y la ciudad era un caos después de la tormenta. Por suerte, allí no había sido tan grave como podría haberlo sido. Que las tormentas soplaran en una u otra dirección no importaba demasiado en Yeddaw.

Pero Lift estaba ansiosa por informarse sobre el resto del imperio. Parecía que había vuelto a torcerse todo, solo que esa vez de una forma nueva.

Aun así, estaba bien recibir buenas noticias. «La madre de Mik ha vuelto de verdad. Supongo que sí que ocurrirá de vez en cuando».

—He estado curando a los niños —dijo la Tocón. Se pasó un dedo por la shiqua, que Oscuridad había atravesado de lado a lado. Estaba lavada, pero la tela seguía manchada de sangre—. ¿Estás segura de eso?

—Sí —dijo Lift con la boca llena de tortita—. Deberías tener una cosita rara por ahí cerca. No yo, ojo. Una cosita más rara. ¿Como una enredadera, quizá?

—Un spren —dijo la Tocón—. No es como una enredadera. Es como luz reflejada en la pared por un espejo…

Lift lanzó una mirada a Wyndle, que estaba colgado de la pared, cerca de ella. Asintió con su cabeza de enredaderas.

—Vale, sirve. Enhorabuena. Eres una famélica Caballera Radiante, Tocón. Has estado atiborrándote de esferas y sanando a niños. Supongo que compensa un poco que los trates como a ropa vieja, ¿verdad?

La Tocón contempló a Lift, que siguió masticando tortitas.

—Yo habría pensado que los Caballeros Radiantes serían más majestuosos —dijo la Tocón.

Lift hizo un gesto de burla a la mujer, sacó la mano a un lado e invocó a Wyndle en la forma de un enorme y titilante tenedor plateado. Un tenedor esquirlado, por así decirlo.

Lo clavó en las tortitas, pero por desgracia las atravesó por completo a ellas, al plato y dejó tres agujeros en la cómoda de la Tocón. Aun así, consiguió levantar una tortita.

Lift le dio un mordisco enorme.

—Majestuosos como las mismísimas gónadas de Condenación —proclamó, y meneó a Wyndle en dirección a la Tocón—. Y que conste que lo he dicho a lo fino, para que mi tenedor no me llame grosera.

La Tocón pareció no encontrar respuesta a aquello, aparte de mirar a Lift con la mandíbula caída. La rescató de quedarse con pinta de tonta alguien que aporreaba la puerta abajo. Un ayudante de la Tocón fue a abrir, pero la mujer se apresuró a bajar la escalera cuando oyó quién era.

Lift dejó marchar a Wyndle. Comer con las manos era más fácil que con tenedor, por bonito que fuese el tenedor. Wyndle adoptó de nuevo su forma de enredadera y se enroscó en la pared.

Al poco, Ghenna, la escriba gorda de la Gran Indiferencia, entró en la habitación. Por la forma en que la Tocón prácticamente rascaba el suelo al inclinarse ante la mujer, Lift pensó que quizá Ghenna fuese más importante de lo que había creído. Pero seguro que no tenía un tenedor mágico.

—En general —dijo la escriba—, no frecuento domicilios como este. La gente suele acudir a mí.

—Se te nota —replicó Lift—. Está claro que andar, no andas mucho.

La escriba dio un bufido y dejó una cartera en la cama.

—Su majestad imperial está algo molesto porque interrumpiéramos la comunicación. Pero se ha mostrado comprensivo, como debe ser, dados los acontecimientos recientes.

—¿Qué tal va el imperio? —preguntó Lift, masticando una tortita.

—Sobrevive —respondió la escriba—, pero es un caos. Los pueblos pequeños son los que más daños sufrieron, pero aunque la tormenta duró más que una alta tormenta, el viento no fue tan intenso. Lo peor fueron los relámpagos, que alcanzaron a muchos desafortunados que viajaban.

La mujer desempaquetó sus herramientas: un tablero de vinculacaña, papel y pluma.

—Su majestad imperial se ha alegrado mucho de que te pusieras en contacto conmigo, y ya ha enviado un mensaje interesándose por tu salud.

—Dile que aún no he comido bastantes tortitas ni de lejos —ordenó Lift—. Y que tengo una verruga muy rara en el dedo del pie que vuelve a salir cuando la corto. Creo que es porque me curo a mí misma con mi maravilla, que es un famélico incordio.

La escriba la miró, suspiró y leyó el mensaje que Gawx había enviado a Lift. Decía que el imperio iba a sobrevivir, pero que le costaría tiempo recuperarse, sobre todo si la tormenta seguía volviendo una y otra vez. Y luego estaba el asunto de los parshmenios, que podían revelarse como un peligro incluso mayor. No quería compartir secretos de estado por vinculacaña. Más que nada, quería saber si Lift estaba bien.

Y más o menos, lo estaba. La escriba se puso a redactar lo que le había dicho Lift, que bastaría para que Gawx supiera que estaba bien.

—Además —añadió Lift mientras la mujer escribía—, he encontrado a otra Radiante, solo que es vieja que no veas y se parece un poco a un cangrejo malnutrido sin caparazón. —Miró a la Tocón y levantó los hombros a modo de media disculpa. Seguro que ya lo sabía. Tenía espejos, ¿no?—. Pero en realidad es bastante simpática y cuida de los niños, así que deberíamos reclutarla o algo. Si tenemos que luchar contra Portadores del Vacío, puede mirarlos con cara de muy pocos amigos. Seguro que no lo soportan y se lo cuentan todo sobre la vez que se comieron todas las galletas y echaron la culpa a Huisi, la chica que no habla bien.

Huisi roncaba, así que se lo merecía.

La escriba puso los ojos en blanco, pero lo escribió todo. Lift asintió, terminándose la última tortita, que tenía una textura gruesa, casi harinosa.

—Muy bien —proclamó, levantándose—, van nueve. ¿Dónde está la última? Estoy preparada.

—¿La última? —preguntó la Tocón.

—Diez tipos de tortitas —dijo Lift—. Por eso vine a esta famélica ciudad. Ya me he comido nueve. ¿Dónde está la última?

—La última es la dedicada a Tashi —dijo la escriba sin prestar mucha atención, mientras escribía—. Es más una idea que una entidad real. Cocinamos nueve y dejamos la última en su memoria.

—Un momento —dijo Lift—. Entonces, ¿solo hay nueve?

—Sí.

—¿Me ha mentido todo el mundo?

—Yo no diría que…

—¡Condenación! Wyndle, ¿dónde ha ido el Rompedor de Cielos ese? Tiene que enterarse de eso. —Señaló a la escriba y luego a la Tocón—. Dejó estar todo eso del blanqueo de dinero porque le insistí yo. Pero cuando se entere de que has estado mintiendo sobre tortitas, es muy posible que no pueda contenerlo.

Las dos se la quedaron mirando, como si se creyeran inocentes. Lift negó con la cabeza y bajó de un salto de la cómoda.

—Perdonad —dijo—, tengo que encontrar el excusado de Radiantes. Es una forma fina de decir…

—Está abajo —la interrumpió la Tocón—. A la izquierda. En el mismo sitio que esta mañana.

Lift las dejó y corrió escalera abajo. Guiñó el ojo a un huérfano que la miraba en la sala principal antes de escabullirse por la puerta, con Wyndle en el suelo a su lado. Respiró hondo el aire fresco, todavía húmedo por la Eterna Tormenta. El suelo estaba salpicado de restos, tablones partidos, ramas caídas y telas echadas a perder, que se acumulaban contra los muchos escalones que sobresalían de la calle.

Pero la ciudad había sobrevivido y la gente ya estaba trabajando en su limpieza. Llevaban toda la vida a la sombra de las altas tormentas. Se habían adaptado, y seguirían adaptándose.

Lift sonrió y echó a andar calle abajo.

—¿Nos marchamos, entonces? —preguntó Wyndle.

—Ajá.

—Así, tal cual, sin despedidas.

—No.

—Va a ser así siempre, ¿verdad? Vagaremos hasta llegar a una ciudad pero, antes de tener tiempo de echar raíces, volveremos a marcharnos.

—Exacto —dijo Lift—. Aunque esta vez, he pensado que podríamos vagar de vuelta a Azimir y el palacio.

Wyndle se quedó tan patidifuso que dejó que Lift se adelantara. Luego se apresuró a alcanzarla, emocionado como un cachorro de sabueso-hacha.

—¿De verdad? Oh, ama, ¿de verdad?

—A mí me parece que nadie sabe lo que está haciendo con su vida, ¿verdad? —respondió ella—. Así que Gawx y esos visires tan estirados van a necesitarme. —Se dio un golpecito en la cabeza—. Lo tengo pensado.

—¿Qué tienes pensado?

—Nada en absoluto —dijo Lift, con una confianza tremenda.

«Pero escucharé a aquellos que han sido ignorados —pensó—. Incluso a gente como Oscuridad, a quien preferiría no haber escuchado nunca. Quizá sirva de algo».

Cruzaron la ciudad, remontaron la rampa y pasaron junto a la capitana de la guardia, que estaba allí de servicio ocupándose de un número incluso mayor de refugiados, que acudían a la ciudad porque habían perdido sus hogares en la tormenta. La mujer vio a Lift y estuvo a punto de saltar de sus propias botas por la sorpresa.

Lift sonrió y sacó una tortita del bolsillo. A aquella mujer la había visitado Oscuridad por culpa suya. Esas cosas la ponían a una en deuda. Así que lanzó la tortita —en realidad, ya más bien habría que llamarla pelotita— a la capitana y usó la luz tormentosa que había sacado de las demás para empezar a curar las heridas de los refugiados.

La capitana la observó en silencio, sosteniendo su tortita, mientras Lift recorría la cola e insuflaba su luz tormentosa a todo el mundo como si quisiera demostrar que no tenía mal aliento.

Fue un famélico trabajo muy duro. Pero para eso estaban las tortitas, para hacer sentir mejor a los niños. Cuando hubo terminado, ya sin luz tormentosa en su interior, saludó con gesto cansado y se marchó por la llanura que rodeaba la ciudad.

—Muy caritativo por tu parte —comentó Wyndle.

Lift se encogió de hombros. Tampoco le parecía haber supuesto mucha diferencia: había curado a unas pocas personas y ya está. Pero al menos eran de las que solía olvidar e ignorar la mayoría de los demás.

—Una caballera mejor que yo podría decir: curemos a todo el mundo —dijo Lift.

—Gran proyecto. Quizá demasiado grande.

—Y demasiado pequeño a la vez —repuso Lift, metiéndose las manos en los bolsillos.

Caminaron un rato. Lift no habría sabido explicarlo bien, pero sabía que se aproximaba algo más importante. Y tenía que llegar a Azir.

Wyndle carraspeó. Lift se preparó para escuchar sus quejas sobre lo que fuese en esa ocasión, como lo absurdo que era llegar caminando hasta allí desde Azimir solo para volver andando otra vez dos días después.

—Era un tenedor muy regio, ¿no te lo ha parecido? —preguntó en vez de protestar.

Lift le lanzó una breve mirada, sonrió e inclinó la cabeza a un lado.

—¿Sabes, Wyndle? Es raro, pero empiezo a pensar que a lo mejor resulta que no eres un Portador del Vacío, al final.