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Lift no debería haber sido capaz de tocar a Wyndle. El Portador del Vacío no dejaba de decir cosas como: «No tengo la suficiente presencia en este reino, ni siquiera con nuestro vínculo» o «Debes de estar atrapada en parte en el Cognitivo». Bobadas, a grandes rasgos.
Porque el caso era que podía tocarlo. A veces era conveniente. Veces como cuando una acababa de tirarse por un pequeño precipicio y necesitaba agarrarse a algo. Wyndle gritó por la sorpresa cuando Lift saltó, pero al instante se lanzó pared abajo, creciendo más deprisa de lo que ella caía. Por fin empezaba a prestar atención.
Lift se agarró a él como a una cuerda y fue medio soltándose mientras caía, dejando resbalar la enredadera entre los dedos. No era mucho, pero ayudó a ralentizar el descenso. Dio contra el suelo con más fuerza de la que habría sido segura para la mayoría. Por suerte, ella era maravillosa.
Extinguió el brillo de su maravilla y corrió hacia un callejón. La gente se apelotonó a su espalda, entonando alabanzas a diversos Heraldos y dioses por concederles el don del grano. En fin, que dijeran lo que quisieran, pero todos parecían saber que el grano no provenía de un dios, o al menos no directamente, porque se lo llevaron más deprisa que a una puta bavlandesa de las guapas.
A los pocos minutos, del carro entero de grano ya solo quedaban unas cascarillas flotando al viento. Lift se quedó agachada en la boca del callejón e inspeccionó su entorno. Era como si hubiera caído desde el mediodía derecha al ocaso. Había sombras largas por todas partes, y olía a mojado.
Los edificios estaban tallados en la piedra. Las puertas, ventanas y todo lo demás estaba perforado en la roca. Pintaban las paredes de colores vivos, a menudo en columnas para diferenciar un «edificio» del siguiente. La gente pululaba por todas partes, charlando y pisoteando y tosiendo.
Esa era la buena vida. A Lift le gustaba moverse, pero no estar sola. Solitaria y sola no significaban lo mismo. Se levantó y echó a andar con las manos en los bolsillos, intentando mirar en todas las direcciones a la vez. Aquel sitio era increíble.
—Ha sido muy generoso por tu parte, ama —comentó Wyndle, creciendo junto a ella a su ritmo—. Tirar ese grano, después de oír que lo tenía un ladrón.
—¿Eso? —dijo Wyndle—. Ha sido porque quería algo blando en lo que aterrizar si tú estabas dormitando.
La gente con la que se cruzaba llevaba ropajes diversos. En su mayoría eran estampados azishianos o shiquas tashikkis, pero también vio a mercenarios, seguramente de Tukar o Emul. Otros llevaban ropa rural de colores más apagados, quizá de Alm o de Desh. Le gustaban esos sitios. En Alm y en Desh había intentado matarla poca gente.
La pena era que allí no había mucho que robar, si a una no le gustaba comer masa y aquella carne tan rara que le ponían a todo. Era de un animal que vivía en las laderas de las montañas, un bicho feísimo cubierto de pelo sucio. A Lift le daba asco el sabor, y eso que una vez había intentado comerse una teja.
En cualquier caso, en la calle donde estaba parecía haber muchos menos tashikkis que extranjeros. Pero claro, ¿cómo habían dicho que se llamaba? ¿El barrio de los inmigrantes? Muy bien, allí no destacaría. Hasta se cruzó con unos pocos reshi, aunque casi todos ellos se apiñaban cerca de chabolas en callejones, vestidos con poco más que harapos.
Era otra cosa rara que tenía el barrio, desde luego. Había chabolas. No las había visto desde que se marchó de Zawfix, y allí estaban dentro de minas viejas. En la mayoría de los lugares, si alguien intentaba hacerse una casa en plan chapucero… bueno, saldría volando en la siguiente alta tormenta y lo dejaría sentado en el orinal, sintiéndose ridículo por no tener paredes.
Allí las chozas se alzaban solo en las callejuelas más estrechas, que salían como radios de aquella más ancha y la conectaban con la siguiente calle ancha de la hilera. Muchas de esas callejuelas estaban tan atestadas de mantas colgando, personas y hogares improvisados que no se divisaba su salida.
Lo raro era que todo estaba alzado sobre pilotes. Hasta las construcciones más desvencijadas estaban a más de un metro del suelo. Lift se quedó en la boca de una callejuela, con las manos en los bolsillos, y miró por debajo a través del hueco más grande. Como había visto antes, cada muralla de la ciudad era también una sucesión de tiendas y casas talladas en la roca y pintadas para distinguirlas de sus vecinas. Y para poder entrar en todas ellas había que subir tres o cuatro peldaños tallados en la roca.
—Es igual que en Lagopuro —comentó Lift—. Lo tienen todo elevado, como si nadie quisiera tocar el suelo porque tiene una tos rara.
—Bien pensado —dijo Wyndle—. Los protege de las tormentas.
—Aun así, el agua tendría que llevarse por delante este sitio —objetó Lift.
Pero estaba claro que no era así, o no lo tendría delante. Siguió paseando calle abajo, dejando atrás hileras de casas talladas en la roca y otras embutidas entre ellas. Aquellas chabolas parecían acogedoras, cálidas, abarrotadas, llenas de vida. Incluso divisó las verdes motas flotantes de los vidaspren, que en general solo se veían allí donde había muchas plantas. Pero Lift sabía por experiencia propia que a veces, por acogedor que pareciera un sitio, no recibía con los brazos abiertos a una granujilla extranjera.
—Veamos —dijo Wyndle, trepando pared arriba hasta la altura de su cabeza, dejando una estela de enredaderas—. Nos has traído aquí y, por sorprendente que resulte, has evitado el encarcelamiento. Ahora, ¿qué?
—Comida —dijo Lift mientras su estómago protestaba.
—¡Pero si acabas de comer!
—Sí. Pero he gastado toda la energía en escapar de los famélicos guardias. ¡Tengo más hambre que al principio!
—Oh, madre bendita —dijo él, exasperado—. Entonces, ¿por qué no te has limitado a hacer cola?
—Porque así no habría conseguido comida.
—¡Y qué más da, si luego has convertido toda esa comida en luz tormentosa y has saltado por el borde!
—¡Pero tengo que comer tortitas!
Rodearon un grupo de mujeres tashikkis que cargaban con cestas y parloteaban sobre la artesanía liaforana. Dos de ellas cubrieron sus cestas y apretaron las asas con fuerza, casi sin darse cuenta, al cruzarse con Lift.
—Es que no me lo puedo creer —rezongó Wyndle—. No puedo creer que ahora esto sea mi vida. ¡Yo era jardinero! ¡Y bien respetado! Y ahora, allá donde voy, la gente nos mira como si fuésemos a vaciarles los bolsillos.
—No llevan nada en los bolsillos —dijo Lift, mirando hacia atrás—. Es más, no creo que las shiquas tengan bolsillos. Pero esas cestas…
—¿Sabías que nos planteamos vincular a un zapatero muy majo, en vez de a ti? Era un hombre muy amable que cuidaba de los niños. Podría haber llevado una vida tranquila, ayudándolo a hacer zapatos. ¡Podría haber hecho una exposición entera de zapatos!
—¿Y el peligro que viene desde el oeste? —dijo Lift—. ¿Si de verdad hay guerra?
—El calzado es importante para la guerra —respondió Wyndle, escupiendo enredaderas a su alrededor por la pared. Lift no estaba segura de lo que significaba—. ¿Crees que los Radiantes van a luchar descalzos? Podríamos haberles confeccionado botas, ese zapatero tan majo y yo. Unas botas maravillosas.
—Suena aburrido.
Wyndle gimió.
—Sé que vas a pegar a la gente conmigo, ¿verdad? Voy a acabar siendo un arma.
—¿Se puede saber qué tonterías dices, Portador del Vacío?
—Supongo que tendré que conseguir que pronuncies las Palabras, ¿verdad? Porque es mi trabajo. ¡Uf, menuda desgracia!
Decía cosas como aquella a menudo. Lift suponía que había que tener los sesos un poco girados para ser Portador del Vacío, así que no se lo tenía en cuenta. Buscó en su bolsillo y sacó un librito. Lo sostuvo en alto y pasó varias páginas.
—¿Qué es eso? —preguntó Wyndle.
—Lo he afanado del puesto de guardia —dijo ella—. He pensado que a lo mejor podría venderlo o algo.
—Déjame verlo —pidió Wyndle.
Creció pared abajo y luego ascendió por la pierna de Lift, se enroscó en su cuerpo y acabó cruzando el brazo hasta el libro. Hacía cosquillas cuando de su enredadera principal salían ramitas que se le pegaban a la piel para sostenerse. Wyndle extendió otras ramitas por la página, que rodearon el libro entero y se colaron entre hoja y hoja.
—Hum…
Lift se apoyó contra la pared de la zanja mientras Wyndle trabajaba. No le parecía estar en una ciudad, sino en… en un túnel que llevaba a una. Sí, el cielo abierto brillaba arriba, pero la calle daba sensación de mucho aislamiento. Normalmente, en las ciudades se veían capas y capas de edificios altos que se iban alejando. Se oían los gritos a varias calles de distancia.
Pero hasta repleta de gente, más de la que parecía razonable, esa calle se notaba aislada. Lift vio un extraño y pequeño cremlino trepando por la pared a su lado. Era menudo y negro, con el caparazón fino y una rizada franja marrón en el lomo que parecía esponjosa. Los cremlinos eran extraños en Tashikk, y se iban volviendo más extraños cuanto más al oeste se iba. Cerca de las montañas, algunos cremlinos hasta volaban.
—Hum, sí —dijo Wyndle—. Ama, este cuaderno no debe de valer nada. Es solo un registro de los tiempos que pasan los guardias de servicio. La capitana, por ejemplo, anota que cada día se marcha a las diez en punto y la reemplaza el capitán de la guardia nocturna. Acude cada semana al Gran Indicium para hacer un informe detallado de lo sucedido desde su anterior visita. Es meticulosa, pero dudo mucho que haya alguien interesado en comprar su registro.
—Seguro que alguien lo querrá. ¡Es un libro!
—Lift, el valor de los libros depende de lo que contengan.
—Lo sé. Páginas.
—Me refiero a lo que hay en las páginas.
—¿Tinta?
—Me refiero a lo que dice la tinta.
Lift se rascó la cabeza.
—Deberías haber hecho caso a los maestros de escritura en Azir.
—¿Así que no podré cambiarlo por comida? —Su estómago rugió de nuevo y atrajo más hambrespren.
—No lo creo.
Estúpido libro y estúpida gente. Gruñó y tiró el cuaderno por encima del hombro.
Dio a una mujer que llevaba una cesta de lana, por pura mala suerte. La mujer gritó.
—¡Tú! —exclamó una voz.
Lift hizo una mueca. Había un hombre con uniforme de guardia señalándola entre la multitud.
—¿Acabas de agredir a esa mujer? —le gritó el guardia.
—¡Pero muy poco! —gritó Lift en respuesta.
El guardia avanzó hacia ella.
—¿Corremos? —preguntó Wyndle.
—Corremos.
Se metió en un callejón, provocando más gritos del guardia, que la siguió a la carrera.