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No creo que comprendas cómo debería funcionar esto —dijo Wyndle, curvándose por la pared al lado de Lift—. Ama, no… no pareces interesada en que nuestra relación evolucione.

Ella se encogió de hombros.

—Hay Palabras —dijo Wyndle—. Las llamamos Palabras, al menos. Son más bien como ideas. Ideas vivas, ideas con poder. Tienes que dejarlas entrar en tu alma. Tienes que dejarme a mí entrar en tu alma. Has oído a esos Rompedores del Cielo, ¿verdad? Quieren dar el siguiente paso en su entrenamiento. Será entonces cuando… en fin, cuando obtengan una hoja esquirlada.

La sonrisa que le dedicó Wyndle fue apareciendo en sucesivas configuraciones de sus enredaderas, que crecían por la pared siguiéndola. Cada imagen de la sonrisa era un poco distinta, formada una y otra vez a su lado, como en cien pinturas. Componían una sonrisa, y aun así ninguna de ellas era la sonrisa. De algún modo, la sonrisa eran todas juntas. O quizá la sonrisa existía en los espacios entre las imágenes de la sucesión.

—Solo hay una cosa que sé cómo hacer —dijo Lift—, y es robarle el almuerzo a Oscuridad. Lo que había venido a hacer desde el principio.

—Pero, hum, ¿eso no lo hemos hecho ya?

—No su comida. Su almuerzo. —Lift entrecerró los ojos.

—Ah —dijo Wyndle—, te refieres a la persona que pretende ejecutar. Vamos a robársela.

Lift recorrió una calle y terminó llegando a un jardín, una depresión en la piedra con forma de cuenco que tenía cuatro salidas. La pared a sotavento estaba cubierta de enredaderas, pero poco a poco iban dejando paso a quebradinos por el otro lado, con forma de platos llanos para protegerse pero con tallos que salían por los lados y se elevaban hacia la luz del sol.

Wyndle dio un bufido y bajó al suelo junto a ella.

—Apenas están cuidados. Esto no puede llamarse jardín, vaya. El encargado de su mantenimiento debería recibir una buena reprimenda.

—A mí me gusta —dijo Lift, levantando la mano hacia unos vidaspren, que flotaron arriba y abajo sobre las yemas de sus dedos.

En el jardín había mucha gente. Algunos iban y venían, pero otros estaban allí pasando el rato y otros mendigaban lascas. Lift no había visto a muchos mendigos en la ciudad. Seguro que había todo tipo de normas y regulaciones sobre cuándo y cómo podía hacerse.

Dejó de andar y apoyó las manos en las caderas.

—A la gente de aquí, en Azir y Tashikk, le encanta escribir cosas.

—Oh, en efecto —dijo Wyndle, enrollándose sobre unas enredaderas—. Hum. Sí, ama, por lo menos estas son frutales. Supongo que mejor así. No es aleatorio del todo.

—Y adoran la información —continuó Lift—. Les encanta negociar con ella, ¿verdad?

—En efecto. Es un factor distintivo de su identidad cultural, como decían tus tutores de palacio. Tú no estabas presente, así que iba yo a atender en tu lugar.

—Lo que la gente escribe puede ser importante, al menos para ellos —dijo Lift—. Pero ¿qué hacen con todo eso cuando ya no les sirve? ¿Lo tiran? ¿Lo queman?

—¿Tirarlo? ¡Por las enredaderas de la Madre! No, no, no. ¡No se puede ir por ahí tirando las cosas! Podrían ser útiles más adelante. Si fuese yo, les buscaría algún lugar seguro. ¡Y las mantendría en perfecto estado por si las necesitara!

Lift asintió, cruzándose de brazos. Allí tendrían esa misma actitud. Aquella ciudad, en la que todo el mundo apuntaba notas y reglas para luego ofrecerse a vender ideas a los demás a todas horas… Bueno, en ciertos aspectos, aquel lugar era como una ciudad entera de Wyndles.

Oscuridad había dicho a sus sicarios que buscaran a alguien que estuviera haciendo cosas raras. Cosas estupendas. Y en esa ciudad anotaban hasta lo que habían desayunado los niños. Si alguien había visto algo fuera de lo normal, lo habría escrito.

Lift correteó por el jardín, rozando enredaderas con los dedos de los pies y haciendo que se apartaran. Subió de un salto a un banco que había cerca de un objetivo razonable, una mujer mayor vestida con un shiqua marrón pero con la parte de la cabeza retirada, revelando un rostro de mediana edad, maquillado y con atisbos de pelo bien peinado.

La mujer arrugó la nariz al instante, lo que no era nada justo. Lift se había bañado hacía más o menos una semana en Azir, con jabón y todo.

—¡Fuera! —dijo la mujer, meneando los dedos delante de Lift—. No tengo dinero para darte. Fuera. Vete de aquí.

—No quiero dinero —respondió Lift—. Quiero hacer un trato. A cambio de información.

—Nada quiero de ti.

—Nada puedo dártela —dijo Lift, relajándose—. Eso se me da bien. Te daré nada y me marcharé. Solo tienes que responderme a una pregunta.

Lift se encorvó sobre el banco, sin mover los pies. Entonces se rascó el trasero. La mujer se inquietó, con pinta de estar a punto de marcharse, y Lift se inclinó hacia ella.

—Estás desobedeciendo las regulaciones de mendicidad —le espetó la mujer.

—No mendigo. Negocio.

—Bien. ¿Y qué quieres saber?

—¿Hay algún lugar en esta ciudad donde la gente meta todo lo que escribe, para tenerlo bien guardado? —preguntó Lift.

La mujer frunció el ceño y luego levantó la mano y señaló por una calle, que seguía recta un buen trecho hacia una estructura con forma de montículo que se alzaba al centro de la ciudad. Era más alta que todo lo que la rodeaba y sobresalía de las zanjas.

—¿Te refieres a algo como el Gran Indicium? —dijo la mujer.

Lift parpadeó y echó la cabeza a un lado.

La mujer aprovechó la ocasión para huir a otra zona del jardín.

—¿Eso llevaba ahí todo el tiempo? —preguntó Lift.

—Esto sí —dijo Wyndle—. Por supuesto que sí.

—¿En serio? —Lift se rascó la cabeza—. Qué cosas.