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Yeddaw era una de las ciudades que Lift siempre había querido visitar. Estaba en Tashikk, un sitio que era raro hasta comparándolo con Azir. A Lift siempre le había parecido que sus habitantes eran demasiado educados y reservados. Además, llevaban una ropa que los hacía difíciles de calar a primera vista.
Pero todo el mundo decía que Yeddaw había que verla. Era lo más parecido que había a visitar Sesemalex Dar, y teniendo en cuenta que ese otro lugar llevaba como mil millones de años siendo una zona de guerra, no era muy probable que Lift pudiera ir alguna vez.
De pie con las manos en las caderas, contemplando la ciudad de Yeddaw, Lift tuvo que reconocer que la gente llevaba razón. Menudas vistas. A los azishianos les gustaba pensar que su arquitectura era grandiosa, pero lo único que hacían era dar baños de bronce, oro o lo que fuese a todos sus edificios y fingir que con eso bastaba. Pero ¿de qué servía? A Lift solo le reflejaban su propia cara, que tenía demasiado vista para que la impresionara.
No, Yeddaw sí que era impresionante. Una ciudad majestuosa cortada en el famélico suelo.
Había oído a los relamidos escribas de Azir hablar de ella. Decían que era una ciudad nueva, creada solo cien años antes, cuando alquilaron las hojas esquirladas imperiales de Azir. Esas hojas no veían mucha guerra. En lugar de ello, se usaban para abrir minas, cortar rocas y demás. Muy práctico. Era como usar el trono real a modo de taburete para alcanzar algo en los estantes más altos.
No tendrían que haber gritado tanto a Lift por hacerlo.
El caso era que habían usado las hojas esquirladas para construir Yeddaw. El lugar fue una vez una extensa llanura. Pero desde su lugar de observación sobre una colina, Lift distinguía centenares de zanjas talladas en la piedra. Estaban interconectadas, como en un gigantesco laberinto. Había zanjas más amplias que otras, y componían una espiral aproximada hacia el centro, donde un gran edificio con forma de montículo era la única parte de la ciudad que asomaba de la superficie del llano.
Arriba, en los espacios entre zanjas, había gente trabajando en los campos. Apenas había estructuras propiamente dichas en la superficie: todo estaba abajo. La gente vivía en aquellos huecos, que parecían tener dos o tres pisos de profundidad. ¿Cómo evitaban que los arrastrara el agua de las altas tormentas? De acuerdo, habían tallado grandes canales que llevaban fuera de la ciudad, en los que no parecía vivir nadie, para que el agua tuviera un conducto de salida. Seguía sin dar sensación de seguridad, al menos a Lift, pero bonito sí era con ganas.
Podría esconderse muy bien allí. A fin de cuentas, para eso había ido. Para esconderse. Nada más. No había ningún otro motivo.
La ciudad no tenía murallas, pero sí bastantes atalayas dispuestas a su alrededor. El camino que seguía Lift bajaba de las colinas y desembocaba en otro más importante, que pasado un tiempo terminaba en una cola de gente que esperaba el permiso para entrar en la ciudad.
—¿Cómo habrán conseguido cortar tanta roca? —dijo Wyndle, apilando sus enredaderas junto a ella en una columna giratoria que lo llevó a la altura de su cintura, con el rostro inclinado hacia la ciudad.
—Hojas esquirladas —respondió Lift.
—¡Oh! ¡Oh! Esas cosas. —Se removió, incómodo, y sus enredaderas serpentearon y se retorcieron unas sobre otras con fuertes crujidos—. Sí, esas cosas.
Lift se cruzó de brazos.
—Tendría que hacerme con una, ¿verdad?
Wyndle dio un fuerte gemido, algo raro en él.
—He pensado que Oscuridad tenía una, ¿a que sí? —continuó diciendo Lift—. Empuñaba una cuando intentó matarnos a Gawx y a mí. Así que tendría que buscar otra para mí.
—Eso —dijo Wyndle—. ¡Justo eso es lo que tienes que hacer! Vamos a acercarnos al mercado a comprar una legendaria y todopoderosa arma salida de los mitos y los albores de la historia, con un valor superior al de muchos reinos. He oído que, cuando empieza a mejorar el tiempo, en el este las venden al peso.
—Cállate, Portador del Vacío —dijo Lift, con una mirada al revoltijo de su cara—. Tú sabes algo sobre las hojas esquirladas, ¿verdad?
Las enredaderas parecieron marchitarse.
—Algo sabes. Venga, desembucha. ¿Qué sabes?
Wyndle negó con su cabeza de enredadera.
—Dímelo —ordenó Lift, en tono de advertencia.
—Está prohibido. Debes descubrirlo por ti misma.
—Y eso hago. Estoy descubriéndolo. Sacándotelo a ti. Dímelo o te muerdo.
—¿Qué?
—Te morderé —dijo Lift—. Te roeré, Portador del Vacío. Eres una enredadera, ¿no? Pues yo como plantas. A veces.
—Incluso suponiendo que mis cristales no te partieran los dientes —replicó Wyndle—, mi masa no te nutriría. Se descompondría en polvo.
—No es por nutrición. Es por tortura.
Wyndle la sorprendió aguantándole la mirada con sus extraños ojos hechos de cristales.
—Si te soy sincero, ama, no creo que fueses capaz.
Lift le gruñó y Wyndle se marchitó más, pero no le reveló el secreto. ¡Tormentas! Daba gusto ver que demostraba agallas. Bueno, o lo que fuese que tuvieran las plantas en vez de agallas. ¿Estambres?
—Se supone que tienes que obedecerme —dijo Lift, metiéndose las manos en los bolsillos y siguiendo camino hacia la ciudad—. No cumples las normas.
—Las cumplo a rajatabla —repuso él con un bufido—. Lo que pasa es que tú no las conoces. Y debes saber que soy jardinero, no soldado, así que nada de golpear a la gente conmigo.
Lift se detuvo.
—¿Por qué iba a golpear a nadie contigo?
Wyndle se marchitó tanto que estuvo a punto de secarse del todo.
Lift suspiró y siguió adelante, seguida de Wyndle. Llegaron al camino más ancho, girando hacia la atalaya de entrada a la ciudad.
—Entonces —dijo Wyndle mientras adelantaban a un carro tirado por un chull—, ¿aquí es donde veníamos desde un principio? ¿A esta ciudad excavada en el suelo?
Lift asintió con la cabeza.
—Podrías habérmelo dicho —le reprochó Wyndle—. ¡Me preocupaba que nos sorprendiera una tormenta aquí fuera!
—¿Por qué? Si ya no llueve.
El Llanto, sorprendentemente, se había detenido. Luego había vuelto a empezar. Y luego había parado otra vez. Estaba haciendo cosas rarísimas, pareciéndose más al clima normal que a la prolongada y suave alta tormenta que debía ser.
—No lo sé —dijo Wyndle—. Algo va mal, ama. Algo en el mundo. Puedo sentirlo. ¿Oíste lo que escribió el rey de los alezi al emperador?
—¿Eso de que llegaba una nueva tormenta? —preguntó Lift—. ¿Una que soplaría al revés?
—Sí.
—Los fideos decían que era una chorrada.
—¿Fideos?
—Esos que rodeaban siempre a Gawx, hablándole a todas horas, diciéndole qué debía hacer e intentando que yo me pusiera túnica.
—Los visires de Azir. ¡Son los funcionarios en jefe del imperio y los consejeros del Supremo!
—Ajá. Brazos ondeantes y rasgos fofos. Fideos. Bueno, pues pensaban que ese tipo tan furioso…
—… El alto príncipe Dalinar Kholin, a todos los efectos rey de Alezkar y el más poderoso caudillo del mundo ahora mismo…
—… se estaba inventando cosas.
—Puede. Pero ¿tú no sientes algo? ¿Allá fuera? ¿Acumulándose?
—Un trueno lejano —susurró Lift, mirando hacia las distantes montañas al oeste, más allá de la ciudad—. O… o la sensación que tienes cuando a alguien se le escurre una sartén de las manos, la ves caer y te preparas para el escándalo que montará contra el suelo.
—Entonces, sí que lo sientes.
—Quizá —dijo Lift. El carro del chull los adelantó. A Lift no le prestaba atención nadie, como de costumbre. Y la única que podía ver a Wyndle era ella, por ser tan especial—. ¿Tus amigos Portadores del Vacío no saben nada de esto?
—No somos Lift, somos spren… pero mi especie, los cultivacispren, no somos muy importantes. No tenemos reino propio, ni siquiera ciudades. Solo empezamos a vincularnos con vosotros porque los crípticos y los honorspren y todos los demás empezaban a hacerlo. Sí, saltamos al mar de cristal con los pies por delante, ¡pero apenas sabemos lo que estamos haciendo! ¡Todo aquel que tenía la menor idea de cómo lograr todo esto murió hace siglos!
Wyndle fue creciendo por el camino junto a ella mientras seguían al carro tirado por el chull, que traqueteaba y se tambaleaba.
—Todo está mal y nada tiene sentido —siguió diciendo Wyndle—. Vincularme contigo debía haber sido más difícil de lo que fue, tengo entendido. Los recuerdos me vienen borrosos de vez en cuando, pero sí que voy acordándome de más cosas. No tuve que pasar por el trauma que todos creíamos que afrontaría. Quizá sea por tus circunstancias particulares. Pero ama, créeme cuando te digo que se aproxima algo grave. Es mal momento para marcharnos de Azir. Allí estábamos seguros. Vamos a necesitar seguridad.
—No hay tiempo para volver.
—No, supongo que no lo hay. Por lo menos, ahí delante podremos refugiarnos.
—Sí, suponiendo que Oscuridad no nos mate.
—¿Oscuridad? ¿El Rompedor del Cielo que te atacó en palacio y estuvo a un pelo de asesinarte?
—Sí —respondió Lift—. Está en la ciudad. ¿No me has oído quejarme porque necesito una hoja esquirlada?
—En la ciudad… ¿En Yeddaw, el lugar al que nos dirigimos ahora mismo?
—Ajá. Los fideos tienen a gente atenta por si alguien se entera de algo sobre él. Llegó una nota justo antes de que nos marcháramos, diciendo que se lo había visto en Yeddaw.
—Un momento. —Wyndle se adelantó, dejando atrás un rastro de enredadera y cristal. Creció por la parte trasera del carro hasta enroscarse sobre su madera, justo delante de ella. Creó una cara y la miró con ella—. ¿Por eso nos marchamos tan de repente? ¿Por esto estamos aquí? ¿Hemos venido persiguiendo a ese monstruo?
—Claro que no —dijo Lift, con las manos en los bolsillos—. Habría que ser estúpido.
—Cosa que tú no eres.
—No.
—Entonces, ¿qué hacemos aquí?
—En la ciudad preparan unas tortitas con cosas dentro —dijo ella—. Dicen que son sabrosísimas, y las comen durante el Llanto. Hay diez variedades. Voy a robar una de cada.
—Has venido hasta aquí, renunciando a todos los lujos, para comerte unas tortitas.
—Unas tortitas impresionantes de verdad.
—A pesar de que aquí haya un portador de esquirlada deificado, un hombre que puso todo su empeño en intentar ejecutarte.
—Quiere impedir que use mis poderes —dijo Lift—. Se lo ha visto en otros sitios. Los fideos lo han investigado, porque los fascina. Todo el mundo está atento al tipo calvo ese que colecciona cabezas de reyes, pero este otro también se dedica a asesinar por todo Roshar. Gente poco importante. Gente que no llama la atención.
—¿Y por qué hemos venido aquí?
Lift se encogió de hombros.
—Parecía un lugar tan bueno como cualquier otro.
Wyndle se dejó resbalar del carro.
—En realidad, analizando los hechos, este no es un lugar tan bueno como cualquier otro. Puede demostrarse que es peor, ya que…
—¿Seguro que no puedo comerte? —preguntó ella—. Porque me vendría estupendamente. Tienes un montón de enredaderas de más. A lo mejor, podría mordisquearlas un poquito.
—Te aseguro, ama, que encontrarías la experiencia pero que muy poco atractiva.
Lift gruñó y su estómago respondió rugiendo. Aparecieron hambrespren, que eran como motitas marrones aladas, flotando a su alrededor. No era raro. Mucha gente de la cola los había atraído.
—Tengo dos poderes —dijo Lift—. Puedo resbalar por ahí, siendo maravillosa, y puedo hacer que crezcan cosas. ¿Podría hacer crecer plantas para comérmelas?
—Casi con toda seguridad, haría falta más energía en luz tormentosa para que crecieran las plantas que el sustento que proporcionarían, como determinan las leyes del universo. Y antes de que digas nada, esas son leyes que ni siquiera tú puedes saltarte. —Calló un momento—. Creo. ¿Quién sabe, tratándose de ti?
—Tengo algo especial —dijo Lift, deteniéndose cuando por fin llegaron a la cola de gente que esperaba a entrar en la ciudad—. Y también hambre. Ahora mismo, más hambre que algo especial.
Sacó la cabeza para mirar la cola. Había varios guardias en la rampa descendente que entraba en la ciudad, además de unos escribas que llevaban aquella extraña ropa tashikki. Era una tela larga, pero larga, larga, con la que se envolvían de los pies a la cabeza. Para tratarse de una sola pieza, era compleja a más no poder: rodeaba las piernas y los brazos individualmente, pero a veces también daba la vuelta por detrás de la cintura para crear una especie de falda. Tanto hombres como mujeres vestían con aquellas telas, aunque no los guardias.
Desde luego, se tomaban con calma lo de permitir el paso a la ciudad. Y había un montón de gente esperando. Todos allí eran makabaki, oscuros de ojos y piel, más que el tono marrón de Lift. Y había muchas familias, que llevaban ropa azishiana normal. Pantalones y faldas sucios, a veces estampados. Estaban rodeados de agotaspren y hambrespren, tantos que mareaban.
Lift había esperado encontrar allí sobre todo a mercaderes, no familias. ¿Quién era toda aquella gente?
Su estómago rugió.
—¿Ama? —dijo Wyndle.
—Calla —replicó ella—. Tengo demasiada hambre para hablar.
—¿Tienes?
—¿Hambre? Sí. Así que chitón.
—Pero…
—Seguro que esos guardias tienen comida. La gente siempre da de comer a los guardias. No pueden atizar a la gente en la cabeza como debe ser si se mueren de hambre. Es evidente.
—O, a modo de contrapropuesta, también podrías comprar comida con las esferas que te concedió el emperador y listos.
—No me las he traído.
—¿No te… no te has traído el dinero?
—Las tiré por ahí cuando no estabas mirando. No te pueden robar si no llevas dinero. Llevar esferas encima es llamar al mal tiempo. —Entornó los ojos, vigilando a los guardias—. Además, los únicos que llevan dinero así son los ricachones. Las personas normales nos las arreglamos de otras maneras.
—Conque ahora eres normal.
—Pues claro que sí —dijo ella—. Los raros son todos los demás.
Antes de que Wyndle pudiera responder, Lift se metió por debajo del carro y empezó a gatear hacia el principio de la cola.