7
Lift estaba preocupada por si llegaba tarde. Nunca se le había dado muy bien el tiempo.
Bueno, las partes importantes sí que las tenía claras. Día, noche, bla, bla, bla. Pero las divisiones más allá de eso… bueno, nunca le habían parecido importantes. Pero para los demás sí que lo eran, así que corrió por el callejón tallado en la roca.
—¿Vas a buscar esferas para la mujer del orfanato? —preguntó Wyndle, ondeando por el suelo a su lado, metiéndose entre las piernas de la gente—. ¿Para ganártela?
—De eso ni hablar —dijo Lift con un bufido—. Es una estafa.
—¿Una estafa?
—Pues claro que sí. Supongo que estará blanqueando esferas para criminales, aceptándolas como «donativos» y devolviendo otras. La gente le pagará para que les blanquee las esferas, sobre todo en sitios como este, donde hay escribas controlando lo que haces todo el famélico tiempo. O también puede que sea otra estafa distinta. A lo mejor hace sentir mal a la gente para que le done esferas infusas a cambio de opacas. Les dará lastimita hablando de sus pobres niños, y luego puede ir a los cambistas con las esferas infusas y sacarse un beneficio.
—¡Eso sería tener muy pocos escrúpulos, ama!
Lift levantó los hombros.
—¿Y qué otra cosa vas a hacer con los huérfanos? Para algo tienen que servir, ¿verdad?
—Pero ¿sacar provecho de las emociones de la gente?
—La pena puede ser una herramienta poderosa. Cada vez que haces sentir algo a alguien, tienes poder sobre él.
—Supongo ¿que sí?
—Tengo que asegurarme de que no me pase nunca —dijo Lift—. Es la forma de mantenerte fuerte, ¿sabes?
Regresó al lugar por el que había entrado en las zanjas y desde allí buscó hasta encontrar la rampa que subía a la entrada de la ciudad. Era larga y tenía poca pendiente, para poder bajar los carros si era necesario.
Subió un poco por ella, lo justo para poder echar un vistazo al puesto de vigilancia. Seguía habiendo cola arriba, más larga que cuando ella había llegado. Hasta había mucha gente acampando sobre la piedra. Algunos mercaderes con iniciativa estaban vendiéndoles comida, agua limpia y hasta tiendas.
«Buena suerte con eso», pensó Lift. La mayoría de la gente de la cola no parecía tener muchas posesiones aparte de su propia piel y quizá una enfermedad exótica o dos. Lift retrocedió. No era lo bastante maravillosa para arriesgarse a otro encuentro con los guardias. Se sentó en una pequeña grieta de la roca al fondo de la rampa, desde donde vio pasar a un mercader de mantas. Llevaba un caballo pequeño y extraño, peludo, blanco y con cuernos en la cabeza. Se parecía a aquellos bichos tan malos de comer que había al oeste.
—Ama —dijo Wyndle desde la pared de piedra, junto a su cabeza—. No sé mucho sobre seres humanos, pero sobre plantas, un poco sí. Tenéis parecidos notables. Necesitáis luz, agua y nutrición. Y las plantas tienen raíces. Para anclarlas durante las tormentas, ¿sabes? Si no, salen volando.
—A veces es bueno salir volando.
—¿Y cuando llegue la gran tormenta?
La mirada de Lift se perdió hacia el oeste. Hacia lo que fuese que estaba acumulándose allí. «Una tormenta que sopla al revés —habían dicho los visires—. No debería ser posible. ¿A qué están jugando los alezi?».
A los pocos minutos, la capitana de la guardia bajó por la rampa. A la mujer le faltaba arrastrar los pies y, nada más se perdió de vista del puesto de vigilancia, dejó que sus hombros cayeran. Por lo visto, había tenido un día duro. ¿Por qué podría ser?
Lift se encogió, pero la mujer ni siquiera le pasó la mirada por encima. Cuando la capitana hubo pasado, Lift se puso de pie y fue tras ella.
Seguir a alguien en aquella ciudad se demostró tarea fácil. No había apenas recovecos ocultos ni bifurcaciones. Como Lift había supuesto, con la oscuridad creciente las calles estaban despejándose. Quizá repuntara la actividad cuando la primera luna ascendiera un poco, pero de momento no había bastante luz.
—Ama —dijo Wyndle—, ¿qué estamos haciendo?
—Había pensado ver dónde vive esa mujer.
—Pero ¿por qué?
Como era de esperar, la capitana no vivía muy lejos de su puesto de guardia. Solo unas calles más adentro, seguramente lo bastante lejos para estar fuera del barrio de inmigrantes pero lo bastante cerca para que le saliera barato por asociación. Era un conjunto amplio de habitaciones talladas en la pared de roca, señaladas con ventanas individuales. Apartamentos, en lugar de un solo «edificio». Tenía una pinta bastante extraña, una pared vertical de roca interrumpida por un puñado de postigos.
La capitana entró, pero Lift no la siguió al interior. En vez de eso, estiró el cuello para mirar hacia arriba. Al poco, una ventana cerca del techo brilló con luz de esfera y la capitana abrió los postigos para que entrara aire fresco.
—Hum —dijo Lift, escrutando en la oscuridad—. Vamos a escalar esa pared, Portador del Vacío.
—Ama, podrías llamarme por mi nombre.
—Podría llamarte un montón de cosas —replicó Lift—. Alégrate de que no tenga mucha imaginación. Venga, vamos.
Wyndle suspiró, pero se curvó por la pared exterior de la vivienda de la capitana. Lift trepó, usando sus enredaderas como asideros para manos y pies. Mientras subía, pasó junto a varias ventanas, pero pocas de ellas estaban iluminadas. Un par de ventanas del mismo lado eran tan amables de tener una cuerda de tender colgada entre ellas, y Lift cogió una shiqua. Qué majos eran por haberla dejado allí fuera, lo bastante alta para que solo pudiera alcanzarla ella.
No se detuvo en la ventana de la capitana, para aparente sorpresa de Wyndle. Subió hasta arriba del todo y se izó a un campo de treb, un cereal que crecía arracimado dentro de vainas duras sobre enredadera. Los granjeros de la zona los cultivaban en estrechas hendiduras de la piedra, de poco menos de treinta centímetros de ancho. La enredadera se apretujaba en ellas y brotaban vainas que quedaban encajadas para que no se las llevaran las tormentas.
Los granjeros habían terminado su jornada y dejado hojarasca amontonada para que se la llevara la próxima tormenta, cuandoquiera que llegase. Lift se sentó al borde de la zanja, mirando la ciudad bajo sus pies. Estaba salpicada de esferas. No eran muchas, pero sí más de las que había esperado. La luz escapaba hacia arriba de las zanjas, como si fuesen grietas de algo brillante que hubiera en el centro. ¿Qué aspecto tendría cuando la gente tuviera más esferas infusas? Imaginó brillantes columnas de luz refulgiendo de los agujeros.
Por debajo, la capitana cerró la ventana y debió de cubrir sus esferas. Lift bostezó.
—Tú no tienes que dormir, ¿verdad, Portador del Vacío?
—No me hace falta.
—Pues ten el ojo echado al edificio. Despiértame si entra alguien o si sale la capitana.
—¿Puedes decirme al menos por qué estamos espiando a una capitana de la guardia de la ciudad?
—¿Qué vamos a hacer, si no?
—¿Cualquier otra cosa?
—Aburrido —dijo Lift, y volvió a bostezar—. Tú despiértame, ¿vale?
Wyndle dijo algo, probablemente quejándose, pero a Lift ya se le cerraban los ojos.
Pareció que solo habían transcurrido unos momentos antes de que Wyndle la zarandeara para despertarla.
—¿Ama? —dijo—. Ama, me declaro asombrado por tu ingenio y por tu estupidez, las dos cosas a la vez.
Lift bostezó, se removió en su manta de shiqua robada y espantó a unos vidaspren que flotaban a su alrededor. Por suerte, no había soñado. Odiaba los sueños. O le mostraban una vida que no podía tener o una vida que la aterrorizaba. ¿De qué servía ninguna de las dos opciones?
—¿Ama? —insistió Wyndle.
Lift se revolvió y se incorporó. No se había fijado en que había elegido un sitio rodeado y plagado de enredaderas, que se le habían enganchado en la ropa. ¿Qué estaba haciendo allí arriba, por cierto? Se pasó una mano por el pelo, que estaba enredado y salía en todas las direcciones.
La luz del sol asomaba sobre el horizonte y los granjeros ya estaban trabajando de nuevo. De hecho, al incorporarse y sobresalir de su nido de enredaderas, unos pocos se habían girado para observarla con expresiones anonadadas. No debía de ser muy habitual encontrar a una chica reshi durmiendo junto a una hendidura de tu campo. Lift sonrió y los saludó con la mano.
—Ama —dijo Wyndle—, me pediste que te avisara si alguien entraba en el edificio.
Eso era. Se sobresaltó al recordar lo que estaba haciendo y su mente se desembotó.
—¿Y? —preguntó, apremiante.
—Y el mismísimo Oscuridad, el hombre que casi te mató en el palacio real, acaba de entrar en el edificio que tenemos debajo.
El mismísimo Oscuridad. Lift sintió una punzada de alarma y se agarró al borde del precipicio, casi sin atreverse a mirar hacia abajo. No había estado segura de que se presentara allí.
—Viniste a esta ciudad persiguiéndolo —dijo Wyndle.
—Pura coincidencia —farfulló ella.
—De eso ni hablar. Enseñaste tus poderes a esa capitana de la guardia, sabiendo que escribiría un informe sobre lo que vio. Y sabías que ese informe llamaría la atención de Oscuridad.
—No puedo buscar a un hombre por toda la ciudad, así que necesitaba una forma de atraerlo a mí. Pero no esperaba que encontrara tan rápido este sitio. Debe de tener a algún escriba vigilando los informes.
—Pero ¿por qué? —preguntó Wyndle, casi con un gimoteo—. ¿Por qué lo buscas? Es peligroso.
—Evidentemente.
—Oh, ama. Qué locura. Ese hombre…
—Mata a personas —dijo ella con suavidad—. Los visires le han seguido la pista. Mata a gente que no parece relacionada entre sí. Los visires no saben qué pasa, pero yo sí. —Respiró hondo—. Está persiguiendo a alguien en esta ciudad, Wyndle. A alguien con poderes… a alguien como yo.
Wyndle se quedó pensativo un momento y luego hizo un «Aaah» de comprensión.
—Bajemos a su ventana —dijo Lift, descolgándose por el borde sin hacer caso a los granjeros. La ciudad seguía a oscuras y despertaba poco a poco. No debería llamar demasiado la atención hasta que hubiera más trajín.
Wyndle tuvo la amabilidad de crecer hacia abajo por delante de ella, proporcionándole algo a lo que agarrarse. Lift no estaba segura del todo de por qué estaba haciendo aquello. Quizá fuese la tentación de encontrar a alguien más como ella, alguien que pudiera explicarle qué era y por qué su vida había dejado de tener sentido. O quizá fuese solo que no le gustaba que Oscuridad estuviese al acecho de un inocente. De alguien que, al igual que ella, no había hecho nada malo —bueno, nada importante—, salvo tener unos poderes que él creía que no le correspondían.
Apretó la oreja contra los postigos de la habitación de la capitana. Desde el interior le llegó alta y clara la voz de él.
—Una joven —dijo Oscuridad—. Herdaziana o reshi.
—Sí, señor —dijo la capitana—. ¿Le importa enseñarme sus papeles otra vez?
—Los encontrará en orden.
—Es que… ¿operativo especial del príncipe? Nunca había oído mencionar ese título.
—Es un cargo antiguo pero muy poco usado —dijo Oscuridad—. Explíqueme exactamente lo que hizo esa chica.
—Ya lo…
—Explíquelo otra vez. A mí.
—Bueno, nos hizo correr a base de bien, señor. Se coló en nuestro puesto de guardia, tiró nuestras cosas al suelo y robó comida. El delito grave fue cuando vació ese carro de grano en la ciudad. Estoy segura de que lo hizo a propósito. El mercader ya ha denunciado a la guardia de la ciudad por negligencia deliberada en el cumplimiento del deber.
—No tiene caso —contestó Oscuridad—. Al no haber recibido el permiso para acceder a la ciudad, no se hallaba bajo la jurisdicción de usted. Si acaso, tendría que denunciar a la guardia de caminos y clasificarlo como bandidaje.
—¡Eso mismo le dije yo!
—No es culpa suya, capitana. Se enfrentaba a una fuerza que no comprende, y que no estoy autorizado a explicar. Sin embargo, necesito los detalles para confirmarlo. ¿La chica brillaba?
—Eh… Bueno…
—¿Brillaba o no, capitana?
—Sí. Le juro que tengo la mente clara. No estaba teniendo visiones, señor. La chica brillaba. Y el grano también, un poco.
—¿Y era resbaladiza al tacto?
—Más que si estuviera cubierta de aceite, señor. Nunca había tocado nada igual.
—Como esperaba. Tenga, firme esto.
Hubo algunos sonidos. Lift se quedó allí colgada, con la oreja pegada a la pared y el corazón aporreando. Oscuridad tenía una hoja esquirlada. Si sospechaba siquiera que Lift estaba allí fuera, podía dar un tajo a través de la pared y cortarla en dos.
—¿Señor? —dijo la capitana de la guardia—. ¿Puede decirme lo que está pasando? Me siento perdida, como una soldado en el campo de batalla que no recuerda cuál es su estandarte.
—No le corresponde saberlo.
—Eh… sí, señor.
—Vigile por si ve a la chica. Que sus compañeros hagan lo mismo, e informe a sus superiores si la descubren. Se me hará saber.
—Sí, señor.
Unos pasos señalaron que se dirigía hacia la puerta. Antes de marcharse, pareció reparar en algo.
—¿Esferas infusas, capitana? Tiene suerte de tenerlas, con los tiempos que corren.
—Las obtuve negociando, señor.
—Y otras opacas en la lámpara de la pared.
—Se agotaron hace semanas, señor, y no las he repuesto. ¿Esto es relevante, señor?
—No. Recuerde sus órdenes, capitana —dijo, y se despidió de ella.
La puerta se cerró. Lift volvió a trepar por la pared, seguida de un gimoteante Wyndle, se escondió en el techo y vio salir a Oscuridad a la calle de abajo. La luz matutina le calentó la nuca, pero no pudo evitar un escalofrío.
Uniforme negro y plateado. Piel oscura, como los makabaki, con una franja más clara en la mejilla, una marca de nacimiento con forma de media luna.
Ojos muertos. Ojos a los que les daba igual mirar a un hombre, un chull o una piedra. Se guardó unos papeles en el bolsillo del chaquetón y sacó sus guantes con largas bocamangas.
—Muy bien, ya lo hemos encontrado —susurró Wyndle—. ¿Ahora qué?
—¿Ahora? —Lift tragó saliva—. Ahora lo seguimos.