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Cuando llegó al orfanato, Lift por fin descubrió por qué estaba al lado de aquel espacio abierto en la boca del callejón. La responsable del orfanato —la Tocón, como la llamaban— había abierto las puertas para dejar salir a los niños. Estaban allí jugando, en el parque más aburrido de la historia. Unos escalones de anfiteatro y un suelo extenso.

Pero a los niños parecía encantarles. Corrían arriba y abajo por los escalones, entre carcajadas y risitas. Otros estaban sentados en círculo en el suelo, jugando a algo con piedrecitas pintadas. Los risaspren, pececillos plateados que surcaban el aire, danzaban a un metro de altura. Había todo un banco de los muy famélicos.

Eran muchos niños, en general más pequeños de lo que esperaba Lift. La mayoría, en eso sí había acertado, eran de los que tenían la cabeza distinta, o les faltaba un brazo o una pierna. Cosas por el estilo.

Lift se quedó holgazaneando en la amplia bocacalle, cerca de donde dos chicas ciegas jugaban a algo. Una soltaba piedras de distintas formas y tamaños y la otra intentaba adivinar cuál era cuál, según cómo sonara al caer al suelo. El grupo de ancianos y ancianas vestidos con shiquas del día anterior estaba congregado de nuevo en el semicírculo de asientos al fondo del anfiteatro, charlando y viendo jugar a los niños.

—¿No decías que los orfanatos eran deprimentes? —preguntó Wyndle, cubriendo la pared a su lado.

—Todo el mundo es feliz un ratito cuando dejas que salga a la calle —respondió Lift, observando a la Tocón.

La anciana decrépita y malcarada estaba sacando una carretilla por la puerta hacia el anfiteatro. Más rollos de pan de clem. Delicioso. Estaban solo un poquito más buenos que las gachas, que a su vez estaban solo un poquito más buenas que los calcetines fríos.

Aun así, Lift se puso a la cola para recibir su rollo. Cuando le llegó el turno, la Tocón señaló un punto al lado de la carretilla sin decirle ni una palabra. Lift se apartó, sin energías para discutir.

La Tocón se cercioró de que todos los niños tuvieran su rollo y luego escrutó a Lift antes de entregarle uno de los últimos dos que quedaban.

—Tu segunda comida de tres.

—¿Cómo que segunda? —restalló Lift—. Pero si no…

—Anoche tuviste una.

—¡No la pedí!

—Te la comiste.

La Tocón se llevó la carretilla mientras se zampaba ella misma el último rollo.

—Bruja famélica —murmuró Lift, y buscó un sitio libre en los asientos de piedra. Prefería sentarse lejos de los huérfanos normales, para que no le dirigieran la palabra.

—Ama —dijo Wyndle, subiendo los peldaños para ponerse junto a ella—. No te creo cuando dices que abandonaste Azir porque intentaban vestirte con ropa de ricachona y enseñarte a leer.

—No me digas.

—Para empezar, la ropa te gustaba. Y cuando intentaban darte lecciones, parecías disfrutar del jueguecito de no estar nunca cuando venían a buscarte. No estaban obligándote a hacer nada, sino solo ofreciéndote oportunidades. El palacio no fue la experiencia sofocante que insinúas siempre.

—Puede que no para mí —reconoció ella.

Lo era para Gawx. Del nuevo emperador sí que esperaban toda clase de cosas. Clases, exhibiciones. La gente iba a verlo comer todas las veces. Hasta podían ver cómo dormía. En Azir, el emperador era propiedad del pueblo, como un amigable sabueso-hacha callejero al que alimentaran siete casas distintas, todas ellas afirmando que era suyo.

—A lo mejor —dijo Lift— es que no quería que la gente esperara tanto de mí. Si conoces demasiado tiempo a la gente, comienzan a depender de ti.

—Ah, ¿y no puedes soportar la responsabilidad?

—Pues claro que no. Soy una famélica pillastre callejera.

—Que vino hasta aquí persiguiendo a quien parece ser uno de los Heraldos en persona, enloquecido y acompañado por un asesino que ha acabado con varios monarcas del mundo. Sí, sí que da la impresión de que evitas la responsabilidad.

—¿Te me estás poniendo chulo, Portador del Vacío?

—Pues diría que sí. La verdad es que no sé que significa ponerse chulo, pero a juzgar por tu tono, diría que probablemente sí que te me estoy poniendo chulo. Y probablemente te lo mereces.

Lift dio un gruñido por respuesta y siguió masticando la comida. Sabía fatal, como si la hubieran dejado fuera toda la noche.

—Mi madre siempre me dijo que viajara —dijo Lift—. Que viese sitios mientras me durara la juventud.

—Y por eso te fuiste de palacio.

—No sé. Puede.

—Paparruchas. Ama, ¿qué pasa en realidad? Lift, ¿qué es lo que quieres?

Lift bajó la mirada al rollo a medio comer que tenía en la mano.

—Todo está cambiando —dijo en voz baja—. Y no pasa nada. Las cosas cambian. Es solo que yo no debería hacerlo. Vamos, que pedí no hacerlo. Y se supone que ella te concede lo que pides.

—¿La Vigilante Nocturna? —preguntó Wyndle.

Lift asintió, sintiéndose pequeña y helada. Los niños jugaban y reían a su alrededor, y por algún motivo verlos solo hacía que se sintiera peor. Era evidente para ella, aunque llevara mucho tiempo intentando ignorarlo, que era más alta que cuando salió en busca de la Antigua Magia tres años antes.

Miró más allá de los niños, hacia la calle perpendicular. Pasó con prisa un grupo de mujeres con cestas de lana. Un remilgado alezi caminaba a zancadas en sentido opuesto, con el pelo negro y liso y una actitud decidida. Era al menos treinta centímetros más alto que cualquier otra persona a la vista. Había funcionarios recorriendo la calle, limpiando y recogiendo basura.

En la boca de la callejuela, la Tocón había dejado la carretilla y estaba castigando a un niño que se había puesto a pegar a los demás. Al fondo de los asientos del anfiteatro, los ancianos y las ancianas reían juntos mientras uno servía tazas de té y las iba pasando.

Todos parecían saber lo que hacer sin más. Los cremlinos sabían que tenían que corretear, las plantas sabían que tenían que crecer. Todo tenía su lugar.

—Lo único que yo he sabido que tenía que hacer es buscar comida —susurró Lift.

—¿Cómo dices, ama?

Al principio, había sido difícil. Alimentarse ella sola. Con el tiempo, había ido descubriendo los trucos. Había ganado habilidad.

Pero si no pasabas hambre a todas horas, ¿a qué te dedicabas? ¿Cómo podías saberlo?

Alguien le dio un golpecito en el brazo, y Lift se giró hacia un chico que se había acercado a ella, un niño flaco con la cabeza afeitada. Señaló su rollo a medio comer y gruñó.

Ella suspiró y se lo dio. El chico se lo zampó con ansia.

—Te conozco —dijo Lift, ladeando la cabeza—. Eres al que dejó aquí su madre anoche.

—Madre —repitió él, y la miró—. Madre, ¿vuelve cuándo?

—Anda, pero si sabes hablar —dijo Lift—. No me lo parecía, después de que anoche te pasaras el rato mirando a todas partes como un tonto.

—Yo… —El chico parpadeó y volvió a mirarla. No babeaba. Debía de ser un buen día para él. Todo un logro—. Madre… ¿vuelve?

—No creo —dijo Lift—. Lo siento, chico. Nunca vuelven. ¿Cómo te llamas?

—Mik —dijo él. La miró, confuso, como intentando en vano acordarse de quién era ella—. ¿Somos amigos?

—No —respondió Lift—. No te interesa ser amigo mío. Mis amigos terminan de emperadores. —Se estremeció y luego se inclinó hacia él—. Tiene a gente que hasta le hurga la nariz.

Mik la miró, inexpresivo.

—Como te lo cuento. Le hurgan la nariz. En serio, tiene a una mujer que se ocupa de peinarlo y tal, y una vez que estaba fisgoneando, vi cómo le metía una cosa por la nariz. Eran como unas pincitas, para sacarle los mocos o lo que fuera. —Lift se estremeció de nuevo—. Ser emperador es una cosa muy rara.

La Tocón se llevó a rastras a uno de los chicos que se estaban peleando y lo dejó caer en la piedra. Luego, por extraño que pareciera, le dio unas orejeras, como si hiciera mucho frío. El chico se las puso y cerró los ojos.

La Tocón se quedó quieta un momento, mirando a Lift y Mik.

—¿Qué, planeando la forma de robarme?

—¿Cómo? —dijo Lift—. ¡Qué va!

—Una comida más —dijo la mujer, levantando un dedo. Luego lo usó para señalar a Mik con energía—. Y cuando te vayas, llévate a ese. Sé que finge.

—¿Finge? —Lift se volvió hacia Mik, que parpadeó, aturdido, como si intentara seguir la conversación—. No hablarás en serio.

—Lo noto enseguida cuando los chicos fingen enfermedades para conseguir comida —espetó la Tocón—. Ese de ahí no es ningún idiota. Está fingiendo.

Se marchó con paso fuerte.

Mik se vino abajo y se miró los pies.

—Echo de menos a mamá.

—Ya —dijo Lift—. Qué bien, ¿verdad?

Mik la miró con el ceño fruncido.

—Al menos nosotros podemos recordarlas —dijo Lift, levantándose—. Es más de lo que puede decir la mayoría. —Y le dio una palmadita en el hombro.

Al poco tiempo, la Tocón anunció que se había acabado el recreo. Se llevó a los niños al orfanato para echar la siesta, aunque muchos eran demasiado mayores para eso. La Tocón miró a Mik disgustada, pero dejó que entrara.

Lift se quedó en su asiento de piedra y dio un manotazo a un cremlino que se le había estado acercando poco a poco por el peldaño más alto. El famélico bicho la esquivó e hizo chasquear sus patas quitinosas como si riera. Sí que eran raros los cremlinos de allí. No se parecían en nada a los que ella conocía. Era raro lo mucho que una podía olvidar que estaba en otro país hasta que veía los cremlinos.

—Ama —dijo Wyndle—, ¿has decidido lo que vamos a hacer?

Decidir. ¿Por qué tenía que decidir? Normalmente, se limitaba a hacer cosas. Aceptaba los desafíos según iban llegando e iba a los sitios sin más motivo que no haberlos visto nunca.

Los ancianos que habían estado mirando a los niños se levantaron despacio, como árboles vetustos liberando sus ramas tras una tormenta. Fueron yéndose por turnos hasta que solo quedó uno, vestido con una shiqua negra apartada para mostrar su cara de bigote canoso.

—¡Eh! —lo llamó Lift—. ¿Sigues dando repelús, viejo?

—Soy el hombre que se me hizo ser —respondió él.

Lift gruño, se puso de pie y fue hacia él. Los niños se habían dejado sus piedrecitas, pintadas de colores que empezaban a descascarillarse. Eran las canicas de cristal de los niños pobres. Lift les dio un puntapié.

—¿Cómo sabes qué hacer? —preguntó al hombre, con las manos en los bolsillos.

—¿Acerca de qué, pequeña?

—Acerca de todo —respondió ella—. ¿Quién te dice cómo decidir a qué dedicas el tiempo? ¿Te lo enseñaron tus padres? ¿Cuál es el secreto?

—¿El secreto de qué?

—De ser humana —dijo Lift con suavidad.

—Ese me parece que no lo conozco —repuso el hombre, con una risita—. O por lo menos, no mejor que tú.

Lift miró hacia el cielo por las ranuras que dejaban las paredes, sin el menor rastro de vegetación pero pintadas de un verde oscuro, como imitándola.

—Es extraño —afirmó el hombre—. A las personas se les concede muy poco tiempo. He conocido a muchos hombres que decían lo mismo, que en el momento en que crees que empiezas a entender las cosas, se acaba el día, cae la noche y se apaga la luz.

Lift lo miró. Sí, seguía dando repelús.

—Supongo que, cuando te haces viejo y tal, empiezas a pensar en estar muerto. Igual que cuando alguien se hace pis, empieza a pensar en buscar un callejón disimulado.

El hombre rio de nuevo.

—Tal vez tu vida acabe, pero el organismo que es la ciudad seguirá adelante, naricilla.

—No soy una nariz —protestó Lift—. Solo estaba echándole morro.

—Nariz, morro. Los dos están en la cara.

Lift puso los ojos en blanco.

—Tampoco quería decir eso.

—¿Qué eres, entonces? ¿Tal vez una oreja?

—No sé. Puede.

—No. Aún no. Pero casi.

—Aaajá —dijo Lift—. ¿Y qué eres tú?

—Yo cambio a cada instante. Un momento puedo ser los ojos que vigilan a mucha gente de esta ciudad, y al siguiente la boca que pronuncia las palabras filosóficas. Se extienden como una enfermedad, por lo que a veces soy la enfermedad. Muchas enfermedades están vivas, ¿lo sabías?

—En realidad no estás hablando de lo que estás hablando, ¿verdad que no? —preguntó Lift.

—Yo creo que sí.

—Genial.

De toda la gente que había para preguntarles cómo ser una adulta responsable, ella iba y elegía al que tenía sopa de verdura por cerebro. Se volvió para marcharse.

—¿Qué harás por esta ciudad, niña? —preguntó el hombre—. Eso forma parte de mi pregunta. ¿Eliges o te limitas a dejarte moldear por el bien mayor? ¿Y eres, como ciudad, un distrito de grandiosos palacios? ¿O eres un suburbio en ti misma?

—Si pudieras ver en mi interior —dijo Lift, volviéndose de nuevo y caminando hacia atrás, encarada al hombre en los peldaños—, no dirías cosas como esa.

—¿Por?

—Porque al menos los suburbios saben para qué los construyeron.

Dio media vuelta y se unió al río de gente en la calle.