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¿Taliú, dices que traes? —preguntó Hauka, levantando la lona que cubría el sospechoso montón de grano—. ¿De Azir?
—Sí, exacto, oficial. —El hombre se revolvió incómodo en el pescante del carro—. Solo soy un humilde granjero.
«Sin callos en las manos —pensó Hauka—. Un humilde granjero que puede permitirse unas buenas botas liaforanas y un cinturón de seda». Hauka cogió su lanza y empezó a clavarla en el taliú, con la contera por delante. No encontró mercancías de contrabando ni refugiados ocultos en el grano. Era la primera vez que le pasaba.
—Tengo que validar tus documentos —dijo—. Saca el carro ahí a un lado.
El hombre refunfuñó pero obedeció, girando el carro y luego haciendo retroceder al chull hasta quedar junto al puesto de guardia. Era uno de los pocos edificios construidos por encima de la ciudad, junto con unas pocas atalayas separadas para poder coser a flechas a cualquiera que intentara llegar a las rampas o tomar posiciones para un asedio.
El granjero manejó su carro con mucho, mucho cuidado, ya que estaban cerca del borde tras el que caía la ciudad. Era el barrio de los inmigrantes. La gente rica no entraba por allí, solo quienes no tenían papeles. O quienes querían evitar el escrutinio.
Hauka enrolló las credenciales del hombre y se dirigió más allá del puesto de guardia. De él salían los aromas de la comida terminando de prepararse, por lo que la gente de la cola tendría que esperar incluso más. Había un anciano escriba en un asiento, cerca de la puerta del puesto de guardia. A Nissiqqan le gustaba estar al sol.
Hauka le hizo una inclinación. Nissiqqan era el vicescriba de inmigración que estaba de servicio aquel día. Iba envuelto de pies a cabeza en una shiqua amarilla, aunque con la parte superior bajada para mostrar un rostro arrugado con un hoyuelo en la barbilla. Estaban en sus tierras natales y la necesidad de cubrirse ante Nun Raylisi, el enemigo de su dios, era mínima. En teoría, allí estaban bajo la protección de Tashi.
Hauka llevaba peto, capuchón, pantalones y una capa en la que estaban bordados los símbolos de su familia y sus estudios. Los lugareños no tenían demasiados problemas para aceptar a una azishiana como ella, porque Tashikk no reclutaba muchos soldados entre su población y las credenciales de los logros de Hauka estaban convalidadas por un visir en Azimir. Podría haber encontrado un trabajo parecido, como oficial de la guardia, en cualquier parte de la región makabaki, aunque sus credenciales especificaran que no tenía certificación para el mando en campo de batalla.
—¿Capitana? —dijo Nissiqqan, ajustándose los anteojos para estudiar las credenciales del granjero que le ofrecía Hauka—. ¿Se niega a pagar la tarifa?
—La tarifa está cobrada y en la caja fuerte —dijo Hauka—. Pero aun así, desconfío de él. Ese hombre no es granjero.
—¿Intenta colar refugiados?
—He comprobado el grano y debajo del carro —afirmó Hauka, mirando hacia atrás. El hombre no dejaba de sonreír—. Es grano nuevo. Un poco demasiado maduro, pero comestible.
—Pues vendrá muy bien a la ciudad.
El vicescriba tenía razón. La guerra entre Emul y Tukar estaba caldeándose. De acuerdo, la gente siempre estaba diciendo lo mismo, pero las cosas de verdad habían cambiado en los últimos años. Aquel dios-rey de los tukari… corrían todo tipo de rumores acerca de él.
—¡Eso es! —exclamó Hauka—. Excelencia, seguro que ese hombre ha estado en Emul. Se ha dedicado a saquear los campos mientras todos los hombres capaces están defendiéndose de la invasión.
Nissiqqan asintió, frotándose el mentón. Luego hurgó en su carpeta.
—Táselo como contrabandista y también como vendedor de mercancía robada. Creo que sí, sí que puede ser. Tarifa triple. Marcaré los documentos de las dos tarifas adicionales para que se destinen a alimentar a los refugiados, según dicta el referendo tres-siete-uno-sha.
—Gracias —dijo Hauka, relajándose y cogiendo los documentos. Por mucho que pudiera decirse de la ropa extraña y la religión de los tashikkis, había que reconocerles que redactaban buenas ordenanzas civiles.
—Tengo esferas para usted —comentó Nissiqqan—. Sé que lleva tiempo pidiendo esferas infusas.
—¿De verdad? —dijo Hauka.
—Mi primo tenía unas pocas fuera de la caja, olvidadas por pura casualidad, cuando llegó aquella alta tormenta inesperada.
—Excelente —repuso Hauka—. Luego las negociamos.
Tenía cierta información en la que Nissiqqan estaría muy interesado. Allí en Tashikk se utilizaba la información como moneda, tanto como las esferas.
Y tormentas, tener unas esferas iluminadas estaría muy bien. Después del Llanto, casi nadie las tenía, lo cual resultaba todo un incordio porque las llamas abiertas estaban prohibidas en la ciudad. De modo que Hauka no podía leer por la noche hasta que encontrara alguna esfera infusa.
Regresó hacia el contrabandista, hojeando los documentos.
—Vas a tener que pagar esta tarifa —dijo, entregándole un documento—. Y también esta.
—¡Permiso para la venta de mercancía robada! —exclamó el hombre—. ¡Y contrabando! ¡Esto es un robo!
—Sí, creo que lo es. O lo fue, al menos.
—No puedes demostrar esas acusaciones —replicó él, apartando los documentos de un manotazo.
—Claro que no —dijo ella—. Si pudiera demostrar que cruzaste ilegalmente la frontera con Emul, robaste en los campos de buena gente trabajadora mientras los distraía la guerra y luego trajiste el botín aquí sin los permisos pertinentes, me limitaría a confiscarte el carro lleno. —Se inclinó hacia él—. Aún te pasa poco, y los dos lo sabemos.
Él cruzó la mirada con ella, la apartó con nerviosismo y empezó a rellenar los documentos. Bien. No habría problemas. Le gustaba que no hubiera problemas, era…
Hauka vio que la lona del carro del hombre se movía. Frunció el ceño y la retiró hacia atrás para encontrar a una niña, nada menos, enterrada hasta el cuello en el grano. Tenía la piel de un tono marrón claro, por lo que debía de ser reshi o quizá herdaziana, y tendría unos once o doce años. Sonrió a Hauka.
La chica no había estado cuando Hauka clavó su lanza.
—Esto está asqueroso —dijo desde el carro en azishiano, con la boca llena de lo que parecía grano sin cocinar—. Supongo que por eso antes lo usamos para hacer cosas. —Tragó—. ¿Tienes algo de beber?
El contrabandista se puso de pie en el pescante, señalando iracundo.
—¡Me está echando a perder la mercancía! ¡Está nadando en ella! ¡Guardia, haz algo! ¡Hay una sucia refugiada en mi grano!
Qué bien. El papeleo de aquel asunto iba a ser una pesadilla.
—Fuera de ahí, niña. ¿Tienes padres?
—Pues claro que sí —dijo la chica, poniendo los ojos en blanco—. Todo el mundo tiene padres. Pero los míos están muertos. —Ladeó la cabeza—. ¿Qué es eso que huelo? No serán tortitas, ¿verdad?
—Sí —respondió Hauka, viendo una oportunidad—. Tortitas del día del sol. Puedes comerte una, si te…
—¡Gracias!
La chica saltó de entre el grano, esparciéndolo en todas las direcciones y provocando un grito del contrabandista. Hauka intentó asirla, pero de algún modo la chica se le escurrió de las manos. Subió de un salto a las manos de Hauka y saltó hacia delante.
Y aterrizó en los hombros de Hauka.
Hauka gruñó por el repentino peso de la chica, que justo entonces saltó de sus hombros y cayó detrás de ella.
Hauka rodó, desequilibrada.
—¡Por Tashi! —exclamó el contrabandista—. ¡Tormentas, te ha saltado en los hombros!
—Muchas gracias. Quédate aquí. No te muevas.
Hauka se alisó la capucha y salió corriendo tras la chica, que pasó rozando a Nissiqqan (y tirándole al suelo sus carpetas) y entró en la sala de guardia. Bien. El puesto no tenía ninguna otra salida. Hauka fue hasta el umbral, dejó a un lado su lanza y cogió la porra que llevaba al cinto. No quería hacer daño a la pequeña refugiada, pero intimidarla un poco era lo adecuado.
La chica resbaló por el suelo de madera como si estuviese cubierto de aceite, hacia la mesa donde varios escribas y dos guardias de Hauka estaban comiendo. Se agachó para meterse debajo y luego se levantó, volcándola entera, sorprendiendo a todo el mundo y tirando la comida al suelo.
—¡Perdón! —dijo la chica desde el desastre—. No era mi intención. —Su cabeza asomó a un lado de la mesa volcada, con media tortita sobresaliendo de la boca—. No están nada mal.
Los hombres de Hauka se pusieron en pie de un salto. Hauka pasó a su lado como una exhalación, rodeando la mesa para intentar apresar a la refugiada. Rozó con los dedos el brazo de la chica, pero se le volvió a escurrir. La niña se agachó de nuevo y resbaló entre las piernas de Rez.
Hauka echó a correr de nuevo y acorraló a la chica a un lado de la sala de guardia.
La chica, por su parte, se izó y se metió culebreando por el único y estrecho ventanuco que había. Hauka se quedó boquiabierta. Por allí no podía caber una persona, por pequeña que fuese, y mucho menos con tanta facilidad. Fue contra la pared y miró por el ventanuco. Al principio no vio nada, pero entonces la cabeza de la chica descendió desde arriba. ¿Cómo había podido subir al tejado?
El pelo oscuro de la chica se agitó al viento.
—Oye —le dijo—, ¿qué tipo de tortita era esa, por cierto? Tengo que probar las diez.
—Vuelve aquí dentro —ordenó Hauka, sacando la mano para intentar asir a la chica—. No has sido procesada para la inmigración.
La cabeza de la chica desapareció hacia arriba y sus pisadas sonaron en el tejado. Hauka renegó y salió por la puerta, seguida por sus dos guardias. Registraron el tejado del pequeño puesto de vigilancia, pero no vieron nada.
—¡Ha vuelto a entrar! —gritó un escriba desde el interior.
Al cabo de un instante, la chica salió resbalando por el suelo, con una tortita en cada mano y una tercera en la boca. Rebasó a los guardias en dirección al carro del contrabandista, que había bajado del pescante y seguía despotricando por su grano echado a perder.
Hauka saltó para agarrar a la niña, y en esa ocasión logró cerrar la mano en torno a una pierna. Por desgracia, sus dos guardias también intentaron capturarla, tropezaron y cayeron enredados justo encima de Hauka.
Pero ella no soltó su presa. Bufando por el peso en su espalda, Hauka se aferró a la pierna de la chica. Miró hacia arriba, conteniendo un gemido.
La chica refugiada se había sentado en una piedra, delante de ella, con la cabeza echada a un lado. Se metió una tortita entera en la boca y echó hacia atrás la mano libre, hacia la argolla con que el carro estaba enganchado a su chull. El gancho saltó de la argolla cuando la chica le dio un golpecito por debajo. No planteó la menor resistencia.
«Oh, tormentas, no».
—¡Quitaos de encima! —bramó Hauka, soltando a la chica para apartar a los hombres. El idiota del contrabandista retrocedió, confundido.
El carro rodó hacia atrás, en dirección al borde, y Hauka dudó mucho que el antepecho de madera fuese a evitar su caída. Saltó hacia el carro con todas sus fuerzas y lo agarró por un lado. El carro la arrastró y Hauka tuvo unas visiones terribles en las que se precipitaba al interior de la ciudad, sobre los refugiados del barrio de inmigrantes.
Pero el carro, poco a poco, se detuvo. Resollando, Hauka levantó la mirada de sus pies apretados contra las piedras hacia sus manos, que sostenían el carro. No se atrevía a soltarlo.
La chica había vuelto a subir encima del grano y se estaba comiendo su última tortita.
—Sí que están buenas, sí.
—Tortitas tuk —dijo Hauka, agotada—. Se comen para asegurar la prosperidad en el año entrante.
—Pues habría que comerlas a todas horas, ¿no te parece?
—Tal vez.
La chica asintió, se volvió de lado y abrió de un puntapié la tabla trasera. De sopetón, todo el grano se deslizó y cayó del carro.
Era lo más raro que Hauka había visto en la vida. El montón de grano se volvió como líquido y fluyó fuera del carro, aunque tenía muy poca inclinación. Y además… bueno, brillaba un poco mientras caía lloviendo a la ciudad.
La chica sonrió a Hauka.
Y luego saltó tras el grano.
Hauka ahogó un grito mientras la chica caía. Los otros dos guardias por fin recobraron la suficiente compostura para acudir en su ayuda y agarraron el carro. El contrabandista chillaba, rodeado de furiaspren que bullían como charcos de sangre en el suelo.
Por debajo, el grano se expandió en el aire y levantó una nube de polvo al caer sobre el barrio de los inmigrantes. Estaba bastante por debajo, pero Hauka habría jurado que oyó gritos de júbilo y alabanzas mientras la comida llovía sobre sus habitantes.
Con el carro asegurado, Hauka se acercó al borde. La chica no se veía por ninguna parte. ¡Tormentas! ¿Sería algún tipo de spren? Hauka volvió a buscar pero tampoco vio nada, aunque a sus pies había un extraño polvo negro. Se lo llevó el viento.
—¿Capitana? —llamó Rez.
—Tienes el mando de inmigración durante una hora, Rez. Necesito un descanso.
Tormentas. ¿Cómo narices iba a explicar aquello en un informe?