6
Tie que dar avío —dijo la niña. Estaba mugrienta, y seguramente no se había lavado las manos desde que tuvo edad para hurgarse la nariz. Le faltaban muchos dientes. Demasiados para su edad—. La aya tie que dar buen avío.
—¿Tie que dar avío a los criajos?
—Tie que dar avío a los criajos —dijo la chica a Lift, asintiendo—. Pero también tie que regañar. Menúa pieza, la ojos de espada. No le van los criajos, pero tie que darles avío. No veas la faena.
—¿Igual es de cara pa fuera? —aventuró Lift—. ¿En plan que los afuereños le aflojan alpiste si hace como que con los criajos?
—Igual —dijo la chica—. Igual sí que es eso. Será una faena, pero también hay furo. Te lo digo yo. Furo que no veas.
—Gracias —dijo Lift—. Ten.
Dio a la chica su pañuelo, como le había prometido a cambio de la información. La chica se envolvió la cabeza con él y dedicó a Lift una sonrisa desdentada. A la gente le gustaba comerciar con la información en Tashikk. Lo consideraban como algo propio.
La chiquilla mugrienta se quedó pensativa un momento.
—Aquello de arriba, el avío desde el cielo. He oído rajar del tema. Eras tú, afuereña, ¿que no?
—Sí.
La chica hizo ademán de marcharse, pero se lo pensó mejor y apoyó una mano en el brazo de Lift.
—Tú —dijo la chica—. ¿Afuereña?
—Sí.
—¿Escuchas?
—Escucho.
—La gente no escucha.
Volvió a sonreír a Lift y se escabulló.
Lift se quedó acuclillada en el callejón de enfrente de unos hornos comunitarios, una enorme caverna vaciada en la pared de piedra con enormes chimeneas cortadas hacia arriba. Quemaban caparazones de rocabrotes de las granjas y cualquiera podía ir a cocinar en aquellos hornos centrales. No podían encender fuego en sus casas. Por lo que había oído Lift, al poco de fundar la ciudad había habido un incendio que arrasó diversos barrios y mató a montones de gente.
En los callejones no se veían volutas de humo, sino solo algún puntito de luz de esfera de vez en cuando. En teoría estaban en pleno Llanto y la mayoría de las esferas estaban opacas. Solo tendrían luz quienes hubieran tenido esferas sacadas al exterior, por casualidad, durante aquella inesperada alta tormenta de unos días antes.
—Ama —dijo Wyndle—, esa ha sido la conversación más extraña que he escuchado en la vida, y que conste que una vez cultivé un jardín entero para unos sagacispren.
—A mí me ha parecido normal. Solo era una chica de la calle.
—Pero ¿y esa forma de hablar? —dijo Wyndle.
—¿Qué forma?
—Con todas esas palabras y frases hechas raras. ¿Cómo has sabido qué decir?
—Lo que me sonaba bien —respondió Lift—. Las palabras son palabras y ya está. Bueno, el caso es que dice que podemos conseguir comida en el orfanato Luz de Tashi. Lo mismo que nos ha dicho el otro con el que hemos hablado.
—Entonces, ¿por qué no hemos ido? —preguntó Wyndle.
—La mujer que lo lleva no cae bien a nadie. No se fían de ella. Dicen que es mala, la muy famélica. Que solo reparte comida porque quiere quedar bien con los funcionarios que supervisan el orfanato.
—Parafraseando lo que has dicho hace un momento, ama, la comida es comida y ya está.
—Sí —convino Lift—. Pero es que ¿dónde está la gracia de comerte algo que te dan?
—Seguro que sobrevivirás a la humillación, ama.
Por desgracia, tenía razón. Lift tenía demasiada hambre para poder producir ninguna maravilla, lo que la convertía en una mendiga normal y corriente. Sin embargo, no se movió, aún no.
«La gente no escucha». ¿Lift escuchaba? Por lo general, sí, ¿verdad? Y total, ¿qué más le daba a la granujilla?
Con las manos en los bolsillos, Lift se levantó y recorrió la atestada calle excavada, esquivando de vez en cuando alguna mano que intentaba darle un bofetón o un puñetazo. Allí la gente hacía algo muy raro: llevaban las esferas como cuentas de un collar, ensartadas en largos cordeles, aunque estuvieran guardadas en bolsas. Y todo el dinero que había visto tenía agujeros al fondo de las esferas de cristal, para poder hacerlo. Pero ¿y si había que contar una cantidad exacta o dar cambio? ¿Tendrían que soltar todo el famélico montón y luego volver a pasarles el cordel?
Por lo menos, usaban esferas. Más hacia el oeste, la gente usaba lascas de gemas, a veces incrustadas en cachos de cristal y a veces no. Facilísimas de perder.
La gente se enfadaba mucho cuando perdía esferas. Eran así de raros con el dinero. Se preocupaban demasiado por algo que no se podía comer, aunque Lift supuso que justo por eso tenía sentido usar esferas en vez de algo racional, como sacos de comida. Si se usara la comida como moneda, al final la gente se comería todo su dinero, y entonces, ¿adónde iría a parar la sociedad?
El orfanato Luz de Tashi hacía esquina, tallado en la intersección entre dos calles. Su fachada principal, pintada de brillante naranja, estaba en la avenida más importante del barrio de los inmigrantes. Su parte trasera daba a una bocacalle ancha que tenía unas hileras de asientos talladas a los lados, formando un semicírculo como si fuera una especie de teatro, aunque partido en dos por el callejón. El trazado de este se perdía en la distancia y no parecía tan descuidado como algunos otros. Algunas de sus chabolas hasta tenían puertas, y los eructos que resonaban desde allí parecían casi refinados.
Los pillastres de la calle habían dicho a Lift que no llegara desde el lado de la avenida, que era para oficiales y gente de verdad. Los chicos tenían que ir por el lado del callejón, de modo que Lift pasó ante los bancos de piedra del pequeño anfiteatro, en los que estaban sentadas personas mayores con shiquas, y llamó a la puerta. Una franja de piedra por encima de ella estaba tallada y pintada en rojo y dorado, aunque ella no sabía leer las letras.
Abrió la puerta un joven. Tenía una cara plana y ancha, que Lift había aprendido a asociar con personas que no nacían del todo iguales que las demás. La miró de arriba abajo y señaló hacia los bancos.
—Siéntate ahí —dijo—. La comida viene después.
—¿Cuánto después? —preguntó Lift, con los brazos en jarras.
—¿Por qué, tienes alguna cita? —repuso el joven, y sonrió—. Siéntate ahí. La comida viene después.
Lift suspiró, pero se sentó cerca de donde charlaban los ancianos. Le dio la impresión de que eran gente que vivía más hacia el centro del barrio y salía al círculo abierto tallado en la bocacalle, donde podían sentarse y disfrutar del vientecillo.
Con el sol aproximándose al ocaso, las zanjas que componían la ciudad tenían cada vez las sombras más profundas. No habría muchas esferas para iluminarlas de noche y seguro que la gente se iba a dormir más temprano que de costumbre, como era habitual durante el Llanto. Lift se sentó en un banco y se abrazó las piernas, mientras Wyndle se amontonaba junto a ella. Miró la estúpida puerta del estúpido orfanato, entre gruñidos de su estúpido estómago.
—¿Qué le pasaba a ese joven que ha abierto la puerta? —preguntó Wyndle.
—No sé —dijo Lift—. Hay gente que nace así y ya está.
Esperó en el asiento, escuchando a unos hombres tashikkis del barrio charlar y reír. Al cabo de un tiempo, llegó alguien con paso silencioso por el callejón. Parecía una mujer, envuelta en tela negra. No era un shiqua de verdad, por lo que quizá fuese una extranjera intentando aparentar que lo llevaba y ocultar su identidad.
La mujer se sorbió la nariz. Llevaba de la mano a un niño mayor, de unos diez u once años. La mujer fue con él hasta la puerta del orfanato y le dio un abrazo.
El chico se quedó mirando hacia delante, sin ver, babeando. Tenía una cicatriz en la cabeza, de una herida ya casi curada del todo pero aún de un rojo furioso.
La mujer encorvó el cuello, luego la espalda y se apresuró a marcharse, dejando al chico allí, sentado con la mirada perdida. No era un bebé en una cesta. No, eso eran cuentos para niños. Aquello era lo que de verdad ocurría en los orfanatos, por lo que sabía Lift. La gente dejaba a niños que eran demasiado mayores para seguir cuidándolos, pero no podían cuidarse solos ni ayudar a la familia.
—¿Acaba de dejar a ese chico sin más? —preguntó Wyndle, horrorizado.
—Supongo que tendrá más niños —dijo Lift en voz baja—, a los que apenas puede dar de comer. No puede permitirse dedicar todo el tiempo a cuidar de uno que está así, ahora ya no.
El corazón de Lift dio un vuelco y quiso apartar la mirada, pero no pudo. Se levantó y fue hacia el chico. La gente rica, como los visires de Azir, tenían una perspectiva extraña sobre los orfanatos. Se los imaginaban llenos de virtuosos niñitos, valientes y bienintencionados, con ganas de trabajar y tener una familia.
Pero Lift sabía que en los orfanatos había muchos más niños parecidos a aquel. Niños que eran difíciles de cuidar. Niños que requerían una supervisión constante, o que tenían la cabeza un poco girada. O niños que podían ponerse violentos.
Le repateaba que los ricos se hubieran inventado aquel sueño idealizado de lo que debía ser un orfanato. Perfecto, lleno de dulces sonrisas y alegres canciones. No lleno de frustración, dolor y confusión.
Se sentó al lado del chico. Era más pequeño que ella.
—Hola —le dijo.
El chico la miró con ojos vidriosos. Desde allí podía verle mejor la herida. El pelo no había crecido en el lado de la cabeza.
—Todo irá bien —dijo Lift, cogiéndole la mano.
El chico no respondió.
Un poco después, la puerta del orfanato se abrió y dejó ver a una mujer que era un palo reseco. De verdad. Parecía la hija de una escoba y una mata de moho particularmente decidida. La piel le colgaba de los huesos como algo que una se rasparía después de ponerse perdida de mugre en una pocilga, y tenía unos dedos larguiruchos que Lift supuso que serían ramitas que se había pegado con cola después de que se le cayeran los de verdad.
La mujer se puso las manos en las caderas —sin romperse ningún hueso, por increíble que pareciera— y los contempló a los dos.
—Idiota y oportunista —dijo.
—¡Oye! —exclamó Lift, poniéndose de pie—. No es idiota, solo se ha hecho daño.
—Te describía a ti, niña —dijo la mujer, antes de arrodillarse junto al chico de la cabeza herida. Hizo chasquear la lengua y murmuró—: Sin valor, sin ningún valor. No creas que no veo tu engaño. Durarás poco aquí, ya lo verás.
Hizo un gesto hacia atrás y el joven que había visto Lift antes salió, cogió del brazo al chico herido y se lo llevó al interior del orfanato.
Lift intentó seguirlos, pero manos-ramitas se puso en medio.
—Te corresponden tres comidas —dijo la mujer—. Tú eliges cuándo las quieres, pero después de la tercera se acabó. Ya puedes considerarte afortunada de que esté dispuesta a dar cualquier cosa a alguien como tú.
—¿Qué se supone que significa eso? —preguntó Lift, imperiosa.
—Que si no quieres ratas en el barco, no deberías dedicarte a alimentarlas.
La mujer negó con la cabeza e hizo ademán de cerrar la puerta.
—¡Espera! —dijo Lift—. Necesito un sitio para dormir.
—Pues has venido al lugar indicado.
—¿Ah, sí?
—Sí. Esos bancos suelen quedarse vacíos cuando oscurece.
—¿En bancos de piedra? —dijo Lift—. ¿Quieres que duerme en bancos de piedra?
—Va, no seas llorica. Ni siquiera llueve, ya.
La mujer cerró la puerta.
Lift suspiró, mirando a Wyndle. Al momento, el joven de antes abrió la puerta y le lanzó un gran rollo horneado de pan de clem, grueso y granuloso, con una pasta especiada en el centro.
—¿Por casualidad no tendrás una tortita? —le preguntó Lift—. Me he propuesto comerme…
El joven cerró la puerta. Lift suspiró, pero se sentó en los bancos de piedra cerca de unos ancianos y empezó a dar cuenta del rollo. No estaba demasiado bueno, pero sí calentito, y llenaba.
—Tormentas, menuda bruja —murmuró.
—No seas demasiado dura con ella, niña —dijo uno de los viejos de los bancos. Llevaba una shiqua negra, pero con la parte que envolvía la cara retirada, mostrando un bigote y cejas canosas. Tenía la piel de un tono marrón oscuro y una amplia sonrisa—. Es difícil ser quien se ocupa de los problemas de todos los demás.
—No tiene por qué ponerse tan borde.
—Si no se pone borde, los niños se apelotonan aquí para mendigar.
—¿Y qué? ¿Los orfanatos no están más o menos para eso? —Lift masticó un bocado del rollo—. ¡Mira que hacernos dormir en bancos de piedra! Tendría que ir a robarle la almohada.
—Creo que la encontrarías lista para ocuparse de cualquier pillastre ladronzuelo con ganas de guerra.
—No se ha enfrentado nunca a mí. Yo soy maravillosa.
Bajó la mirada hacia lo que le quedaba de comida. Por supuesto, si usaba su maravilla, terminaría hambrienta otra vez.
El hombre se rio.
—La llaman la Tocón, porque no hay tormenta que se la lleve. No creo que te salieras con la tuya contra ella, pequeña. —Se inclinó hacia ella—. Pero tengo información, si te interesa hacer un trato.
Los tashikkis y sus secretos. Lift puso los ojos en blanco.
—No me queda nada que ofrecer.
—Ofréceme tu tiempo, pues. Yo te digo cómo camelarte a la Tocón para intentar que te dé una cama. A cambio, tú me respondes a una pregunta. ¿Trato hecho?
Lift enarcó una ceja.
—Vale, por qué no.
—Allá va mi secreto. La Tocón tiene una pequeña afición. Se dedica a negociar con esferas. Las intercambia, por así decirlo. Encuentra a alguien que quiera llegar a un acuerdo con ella y será generosa recompensándote.
—¿Intercambia esferas? —preguntó Lift—. ¿Dinero por dinero? ¿Qué sentido tiene?
El hombre se encogió de hombros.
—Se esfuerza mucho para que no se sepa, así que debe de ser importante.
—Vaya secreto más soso —dijo Lift. Se metió el último mordisco del rollo en la boca y masticó el pan de clem con facilidad. Era como una especie de plasta.
—Aun así, ¿me responderás la pregunta?
—Depende de lo sosa que sea.
—¿A qué parte del cuerpo crees que te pareces más? —preguntó él—. ¿Eres la mano, siempre atareada? ¿Eres la mente, que dirige? ¿O crees que eres más como como una pierna, tal vez, sosteniendo a todos los demás sin que se te reconozca casi nunca?
—Sí, la pregunta es sosa.
—No, no. Tiene una importancia capital. Todas las personas forman parte de algo mayor, del grandioso organismo que compone esta ciudad. Es la filosofía en la que estoy trabajando, ¿sabes?
Lift lo miró. Estupendo, la ramita furiosa al mando de un orfanato y el viejo loco fuera de él. Se sacudió las manos.
—Si soy algo de eso, soy una nariz. Porque estoy llena de todo tipo de mocos raros y nunca sabes lo que va a caer.
—Ah, interesante.
—No se suponía que fuese una respuesta útil.
—No, pero ha sido sincera, que es pilar de una buena corriente filosófica.
—Ya, lo que tú digas. —Lift se levantó de los bancos de piedra—. Ha estado muy bien hablar de locuras contigo, pero tengo un sitio importante al que ir.
—¿Ah, sí? —preguntó Wyndle, desenrollándose del banco donde había estado junto a ella.
—Ajá —dijo Lift—. Tengo una cita.