15
Sí —dijo la escriba gorda, aturullada después de buscar en un libro—. Fue el equipo de Bidlel, sala dos-tres-dos. La mujer que describes los contrató hace dos semanas para un proyecto no especificado. Nos tomamos muy en serio la discreción de nuestros clientes. —Suspiró y cerró el libro—. Salvo por mandato imperial.
—Gracias —dijo Lift, dando un abrazo a la mujer—. Graciasgraciasgraciasgracias.
—Ojalá hubiera sabido lo que significaba todo esto. Tormentas, cualquiera diría que a mí me lo contarían todo, pero la mitad del tiempo tengo la sensación de que hasta los reyes están confundidos por lo que les echa encima el mundo. —Negó con la cabeza y miró a Lift, que seguía abrazándola—. Yo voy a ir a mi puesto asignado. Te aconsejo que busques refugio.
—Síesoharégenialadiós —dijo Lift.
La soltó y salió corriendo de la sala llena de registros. Corrió por el pasillo, en dirección contraria a los peldaños que bajaban al refugio para tormentas del Indicium.
Ghenna sacó la cabeza al pasillo.
—¡Bidlel ya habrá evacuado! La puerta estará cerrada. —Calló un momento—. ¡No rompas nada!
—Portador del Vacío —dijo Lift—. ¿Puedes encontrar el número ese que acaba de decir?
—Sí.
—Bien, porque no tengo tantos dedos en los pies.
Corrieron por el cavernoso Indicium, que ya empezaba a vaciarse. Solo había pasado más o menos media hora desde el decreto —Wyndle llevaba la cuenta— y ya se estaba marchando todo el mundo. La gente cerraba sus puertas con llave cuando llegaba una tormenta y se trasladaba a lugares seguros. Para los que tenían casas normales, esas casas valdrían, pero los pobres tenían que ir a refugios.
Pobres parshmenios. No había muchos en la ciudad, no tantos como en Azimir, pero por orden del príncipe los estaban reuniendo y expulsando. Dejándolos para la tormenta, medida que a Lift le parecía enormemente injusta.
Pero nadie hacía caso a sus protestas al respecto. Y Wyndle había dejado caer… bueno, que quizá estuvieran convirtiéndose en Portadores del Vacío. ¿Y quién mejor que él para saberlo?
De todos modos, no le parecía justo. Ella no dejaría a Wyndle fuera en una tormenta. Aunque afirmara que era improbable que la tormenta pudiera hacer daño a los parshmenios.
Siguió las enredaderas de Wyndle, que la llevó dos pisos hacia arriba y se puso a contar hileras. El suelo de aquella planta era de madera pintada, y a Lift se le hacía raro pisarla. Suelos de madera. ¿No se romperían y la dejarían caer? Los edificios de madera siempre le habían parecido demasiado endebles, de modo que pisó con ligereza por si acaso. Era…
Lift frunció el ceño, se agachó y miró a un lado y luego al otro. ¿Qué había sido eso?
—Dos-dos-uno —dijo Wyndle—, dos-dos-dos…
—¡Portador del Vacío! —susurró Lift—. ¡Calla!
Wyndle dio media vuelta y creció pared arriba cerca de ella. Lift apretó la espalda contra la pared, y entonces dobló una esquina hacia un pasillo lateral y apretó la espalda contra esa pared.
En la alfombra sonaron unas fuertes pisadas de botas.
—No puedo creerme que llames pista a eso —dijo una voz de mujer, que Lift reconoció como la discípula de Oscuridad—. ¿No estuviste en la guardia?
—En Yezier se hacen las cosas de otra forma —replicó un hombre con brusquedad. El otro discípulo—. Aquí todo el mundo es demasiado remilgado. Tendrían que decir lo que piensan y punto.
—¿Esperas que un confidente tashikki te hable a las claras?
—¿Por qué no? ¿No es su trabajo?
Los dos pasaron de largo, por suerte sin mirar hacia el pasillo lateral en el que estaba Lift. Tormentas, esos uniformes que llevaban, con sus botas altas, sus chaquetas rígidas al estilo del este y sus guantes largos, eran imponentes. Parecían generales en el campo de batalla.
Lift anhelaba seguirlos para ver dónde iban. Se obligó a esperar.
Y en efecto, unos segundos más tarde pasó por el pasillo alguien más silencioso. El asesino, con la ropa hecha jirones y la cabeza gacha, llevando aquel espadón —que tenía que ser algún tipo de hoja esquirlada— apoyado en el hombro.
—No lo sé, espada-nimi —dijo en voz baja—. Ya no confío en mi propia mente. —Dejó de hablar y de andar, como si escuchara algo—. Eso no me reconforta, espada-nimi. No, nada de nada…
Siguió a los otros dos, dejando una tenue imagen tras de sí, brillando en el aire. Era casi imperceptible, menos marcada al moverse que en el cuartel general de Oscuridad.
—Oh, ama —dijo Wyndle, enroscándose hacia ella—. ¡Casi expiro del susto! Cuando se ha parado ahí, en el pasillo, ¡estaba seguro de que me había visto de algún modo!
Por lo menos los pasillos estaban oscuros, con casi todas las lámparas de esferas apagadas. Lift, nerviosa, salió al pasillo y siguió al grupo. Se detuvieron en la misma puerta a la que iba ella, y uno sacó una llave. Lift había esperado que se abrieran paso por la fuerza, pero por supuesto no les hacía ninguna falta: tenían autoridad legal.
En realidad, ella también. Qué estrafalario todo.
Los dos discípulos de Oscuridad entraron en la sala. El Asesino de Blanco se quedó fuera, en el pasillo. Se sentó en el suelo frente a la puerta, con su extraña hoja esquirlada en el regazo. Se quedó casi quieto del todo, pero las pocas veces que se movía dejaba atrás aquella imagen que luego se evaporaba.
Lift regresó al pasillo lateral y volvió a apoyar la espalda en la pared. En algún lugar lejano de la Gran Indecisión había alguien gritando para que los demás mantuvieran el orden.
—Tengo que entrar en esa sala —dijo Lift—. No sé cómo.
Wyndle se acurrucó en el suelo, enrollando sus enredaderas con fuerza. Lift negó con la cabeza.
—Para entrar, hay que pasar por delante del famélico asesino en persona. Tormentas.
—Lo haré yo —susurró Wyndle.
—A lo mejor podría despistarlo —dijo Lift, sin apenas prestar atención—. ¿Hacer que saliera corriendo detrás de algo? Pero eso alertaría a los de dentro.
—Lo haré yo —repitió Wyndle.
Lift echó la cabeza a un lado, consciente por fin de lo que había oído. Bajó la mirada hacia Wyndle.
—¿Despistarlo?
—No. —Las enredaderas de Wyndle se enmarañaron unas en torno a otras, tensándose en nudos—. Lo haré yo, ama. Puedo colarme en la sala. No… no creo que sus spren vayan a poder verme.
—¿No lo sabes seguro?
—No.
—Suena peligroso.
Sus enredaderas crujieron al apretarse entre sí.
—¿Tú crees?
—Sí, muchísimo —repuso Lift, y echó un vistazo rápido por la esquina—. Ese tipo de blanco tiene algo que no encaja. ¿Se te puede matar, Portador del Vacío?
—Destruir —matizó Wyndle—. Sí. No es lo mismo que para un humano, pero he visto a spren que… —Dio un suave gemido—. A lo mejor sí que es demasiado peligroso para mí.
—A lo mejor.
Wyndle se aposentó y se enroscó sobre sí mismo.
—Voy a ir de todas formas —susurró.
Lift asintió.
—Escucha, memoriza lo que digan esos dos de dentro y vuelve enseguida. Si pasa algo, chilla con todas tus fuerzas.
—Bien. Escuchar y chillar. Sé escuchar y chillar. Se me dan bien las dos cosas.
Hizo un sonido parecido a respirar hondo aunque, que Lift supiera, no necesitaba respirar. Luego salió disparado hacia el pasillo, una enredadera con cristales engarzados que creció por el suelo rodeando la esquina, pegada a la pared. De sus lados crecían pequeños brotes verdes que cubrían la alfombra.
El asesino no levantó la mirada. Wyndle llegó a la puerta de la sala en la que estaban los dos aprendices de Rompedor del Cielo. Lift no oía ni una palabra de lo que se decía dentro.
Tormentas, cómo odiaba esperar. Había construido su vida en torno a no tener que esperar nada ni a nadie. Hacía lo que quería, cuando quería. Era lo mejor, ¿verdad? Todo el mundo debería poder hacer lo que quisiera.
Pero claro, en ese caso, ¿quién cultivaría la comida? Si el mundo estuviera lleno de gente como Lift, ¿no se marcharían en plena temporada de siembra para ir a cazar lurgs? Nadie protegería las calles ni se sentaría en reuniones. Nadie aprendería a escribir cosas ni a gobernar reinos. Todos corretearían por ahí robándose la comida entre ellos, hasta que no quedara nada y todos cayeran y murieran.
«Tú lo sabías —dijo una parte de ella, poniéndose de pie en su interior, con los brazos en jarras y actitud desafiante—. Conocías la verdad del mundo, hasta cuando fuiste y pediste no envejecer».
Ser joven era una excusa. Una justificación plausible.
Esperó, inquieta por no poder hacer nada. ¿Qué estarían diciendo allí dentro? ¿Habrían visto a Wyndle? ¿Estarían torturándolo, amenazándolo con talar sus jardines o algo por el estilo?
«Escucha», susurró una parte de ella.
Pero, por supuesto, no podía oír nada.
Le entraron ganas de acercarse corriendo, hacerles burla a todos y arrastrarlos a una persecución por todo el famélico edificio. Sería mejor que quedarse sentada allí con sus pensamientos, preocupada y culpándose al mismo tiempo.
Cuando siempre estaba ocupada, no tenía tiempo de pensar en cosas. Cosas como que la mayoría de la gente no se largaba corriendo cuando les apetecía. Como que su madre había sido tierna, y amable, y siempre dispuesta a cuidar de todo el mundo. Resultaba inverosímil que pudiera haber alguien en Roshar tan bueno con los demás como lo había sido ella.
No debería haber muerto. O como mínimo, debería haber tenido a alguien la mitad de espléndido que ella para cuidarla mientras se iba consumiendo.
Alguien que no fuese Lift, que era egoísta, estúpida.
Y solitaria.
Se tensó y se preparó para doblar la esquina a la carrera. Pero entonces, por fin, Wyndle llegó serpenteando por el pasillo. Creció a lo largo del suelo a ritmo frenético y volvió con ella, dejando un rastro de polvo contra la pared cuando se desmoronaron sus enredaderas descartadas.
Los dos discípulos de Oscuridad salieron de la estancia al momento siguiente, y Lift se retiró al pasillo lateral con Wyndle. En la sombra, se agachó para evitar que la alcanzara la luz lejana. La mujer y el hombre de uniforme pasaron con potentes pisadas al momento, sin lanzar una sola mirada pasillo abajo. Lift se relajó, acariciando con las yemas de los dedos las enredaderas de Wyndle.
Y entonces pasó el asesino. Se detuvo y miró en la dirección de Lift, con la mano apoyada en la empuñadura de su espada.
Lift contuvo el aliento. «No te hagas maravillosa. ¡No te hagas maravillosa!». Si usaba sus poderes en aquella sombra, brillaría y seguro que entonces el asesino la veía.
Lo único que podía hacer era quedarse agachada mientras el asesino entornaba los ojos, que tenían una forma extraña, como si fuesen demasiado grandes o algo así. Metió la mano en una bolsa que llevaba al cinto y lanzó algo pequeño y brillante al pasillo lateral. Una esfera.
Lift montó en pánico, indecisa entre huir, hacerse maravillosa o quedarse muy quieta. Los miedospren bulleron a su alrededor, iluminados por la esfera que se acercaba rodando, y Lift supo, al cruzar la mirada con el asesino, que podía verla.
Sacó su espada de la vaina una fracción de centímetro. De la hoja se derramó un humo negro que cayó hacia el suelo y se acumuló a sus pies. Lift sintió una repentina y terrible náusea.
El asesino la sopesó con la mirada y entonces devolvió la espada a su vaina con un gesto brusco. Para sorpresa de Lift, se marchó tras los otros dos, dejando atrás aquella tenue imagen. No dijo ni una palabra, y sus pisadas en la alfombra apenas hacían ruido: no eran ni una leve brisa comparadas con los pisotones que daban los otros dos, que Lift seguía oyendo aunque estuvieran a más distancia.
Al poco tiempo, los tres habían llegado a la escalera y se habían perdido de vista.
—¡Tormentas! —exclamó Lift, dejándose caer de espaldas a la alfombra—. ¡Por la famélica Madre del Mundo y el Padre de Tormentas en el cielo! Casi me mata de miedo.
—¡Ya lo creo! —dijo Wyndle—. ¿Has oído mis no-gemidos?
—No.
—¡Tenía demasiado miedo para hacer ningún ruido!
Lift se incorporó y se secó el sudor de la frente.
—Vaya. Bueno, vale… menuda experiencia. ¿De qué estaban hablando?
—¡Ah! —dijo Wyndle, como si se hubiera olvidado por completo de su misión—. ¡Ama, tenían todo un estudio realizado! Semanas de investigación para identificar rarezas en la ciudad.
—¡Estupendo! ¿Y cuál es la conclusión?
—No lo sé.
Lift volvió a dejarse caer.
—Han hablado de muchísimas cosas que no he entendido —dijo Wyndle—. Pero ama, ¡ellos sí que saben quién es esa persona! Van para allá ahora mismo, a ejecutarla. —Le dio un golpecito con una enredadera—. Así que… ¿quizá deberíamos seguirlos?
—Sí, vale —dijo Lift—. Supongo que podemos hacer eso. No debería ser muy difícil, ¿verdad?