18

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El cielo hambriento atronaba, oscuro y furioso. Lift conocía la sensación. Demasiado tiempo entre comidas, buscando cualquier cosa que llevarse a la boca, a toda costa.

La tormenta aún no había llegado del todo, pero a juzgar por los distantes relámpagos, parecía que aquella tormenta nueva no tenía muralla. Su arranque no sería un acontecimiento repentino y majestuoso, sino un lento avanzar. Acechaba como un matón en una callejuela, con la navaja lista, esperando a que pasara su presa.

Lift se acercó a la boca del callejón frente al orfanato y se internó despacio. Pasó entre chabolas que parecían demasiado endebles para resistir una alta tormenta. Aunque la ciudad estuviera construida para minimizar el viento, allí había demasiada basura. Un estornudo vigoroso podía dejar sin hogar a medio callejón.

Y sus habitantes lo sabían también, porque casi todos habían huido a los refugios. Aun así, entrevió alguna cara que otra mirando con recelo entre trapos colgados de ventanas, mientras los expectaspren crecían del suelo junto a ellas como gallardetes rojos. Eran personas demasiado tozudas, o quizá demasiado locas, para que les importara. No los culpaba del todo. ¿Un gobierno dando órdenes repentinas porque sí y esperando que todos las obedecieran? Eran cosas a las que ella no solía hacer mucho caso.

Solo que aquella gente tendría que haber visto el cielo, oído el trueno. Un relámpago rojo iluminó el entorno. Aquel día, esa gente debería haber hecho caso.

Siguió avanzando poco a poco por el callejón y llegó a un lugar de sombras indefinidas. Entre las nubes del cielo y que todo el mundo se había llevado sus esferas, era casi imposible ver nada. El único sonido era el del cielo. Tormentas, ¿el viejo estaría allí de verdad? Quizá se hubiera puesto a salvo en algún refugio. El grito de antes podría no tener ninguna relación, ¿verdad?

«No —pensó—. Sí que la tiene». Sintió otro escalofrío. Bueno, pues si el anciano estaba allí, ¿cómo iba Lift a encontrar su cadáver?

—Ama —susurró Wyndle—. No me gusta nada este sitio, ama. Algo anda mal.

Todo andaba mal. Todo había andado mal desde el primer día en que Oscuridad la persiguió. Lift siguió adelante, pasando junto a sombras que posiblemente serían ropa tendida en cuerdas entre chabolas. En la penumbra, parecían cuerpos retorcidos y rotos. El siguiente relámpago de la tormenta que se aproximaba no ayudó mucho a paliar la sensación: su luz roja hizo que las paredes y las chozas parecieran pintadas de sangre.

Pero ¿tan largo era ese callejón? Lift sintió una oleada de alivio cuando, por fin, tropezó con algo en el suelo. Bajó el brazo y palpó un brazo cubierto de tela. Un cadáver.

«Te recordaré», pensó Lift, inclinándose y entrecerrando los ojos, intentando distinguir la forma del hombre.

—Ama —gimoteó Wyndle. Lift notó cómo le envolvía la pierna y apretaba, como un niño aferrándose a su madre.

¿Qué era eso? Escuchó mientras el silencio del callejón dejaba paso a un sonido chasqueante, rasposo. La rodeaba por todas partes. Y entonces reparó en que el cuerpo que estaba palpando no parecía envuelto en una shiqua. La tela del brazo era demasiado dura, demasiado gruesa.

«Madre —pensó Lift, aterrorizada—. ¿Qué está pasando?».

Un relámpago le permitió avistar un instante el cadáver. Un rostro de mujer miraba hacia el cielo con ojos que no veían. Un uniforme blanco y negro, teñido de carmesí por el relámpago y cubierto de una especie de sustancia sedosa.

Lift dio un respingo, saltó hacia atrás y topó con algo que había allí, otro cadáver. Dio media vuelta y el sonido de repiqueteo, los chasquidos, parecieron agitarse. El siguiente relámpago fue lo bastante brillante para permitir a Lift distinguir un cuerpo apretado contra la pared del callejón, atado a parte de una chabola, con la cabeza girada a un lado. Lo conocía, igual que conocía a la mujer del suelo.

«Los dos compinches de Oscuridad —pensó—. Están muertos».

—Una vez oí una idea interesante, viajando por una tierra que tú nunca visitarás.

Lift se quedó petrificada. Era la voz del anciano.

—Hay un grupo de gente que cree que cada día, al dormir, mueren —siguió diciendo el anciano—. Creen que la consciencia no continúa, que si se interrumpe, nace una nueva alma cuando el cuerpo despierta.

«Tormentas, tormentas, ¡tormentas!», pensó Lift, dándose la vuelta. Las paredes parecían moverse, cambiar, resbalar como si estuvieran cubiertas de aceite. Intentó apartarse de los cadáveres, pero… ya no sabía dónde estaban. ¿Había venido desde esa dirección o llevaba más al fondo de aquel callejón de pesadilla?

—Esa filosofía —dijo la voz del anciano— sin duda tiene sus inconvenientes, al menos a ojos de un observador externo. ¿Qué hay de la memoria, de la continuidad de la cultura, la familia, la sociedad? Los omnizi enseñan que todo eso se hereda por la mañana del alma anterior que habitaba el cuerpo. En ciertas estructuras cerebrales quedan grabados recuerdos, para ayudarte a vivir tu único día de vida de la mejor manera posible.

—¿Qué eres? —susurró Lift, mirando frenética a su alrededor, intentando encontrar sentido a la oscuridad.

—Lo que más interesante encuentro de esa gente es que continúen existiendo en absoluto —dijo él—. Cabría pensar que se desataría el caos si todo ser humano creyera de verdad que solo le queda un día de vida. A menudo me pregunto qué dice sobre vosotros que esa gente, con esas creencias tan radicales, lleve unas vidas que son, en esencia, iguales que las de los demás.

«Ahí estás», pensó Lift al distinguirlo entre las sombras. La silueta de un hombre, aunque cuando llegó el fogonazo de un relámpago, vio que no estaba allí del todo. Le faltaban trozos de carne. Su hombro derecho terminaba en un muñón, y ¡tormentas!, iba desnudo y tenía extraños agujeros en la tripa y los muslos. Hasta le faltaba un ojo. Pero no había sangre, y una sucesión rápida de relámpagos le reveló algo que estaba trepando por sus piernas. Cremlinos.

De ahí venían los chasquidos. Había miles y miles de cremlinos recubriendo las paredes, cada uno del tamaño de un dedo. Pequeñas bestezuelas quitinosas de patitas traqueteantes, haciendo ese espantoso zumbido.

—Lo que tiene esa filosofía es que es muy difícil de refutar —prosiguió el anciano—. ¿Cómo sabes que el tú de hoy es el mismo que el tú de ayer? Nunca lo sabrías, si llegara un alma nueva a ocupar tu cuerpo, siempre que tuviera los mismos recuerdos. Pero claro, si se comporta igual y cree que es tú, ¿qué importancia tiene? ¿Qué es ser tú, pequeña Radiante?

Durante los relámpagos, que estaban volviéndose más frecuentes, vio cómo un cremlino cruzaba su rostro, con una protuberancia bulbosa en el lomo. El bicho se le metió en la cuenca del ojo, y Lift cayó en la cuenta de que aquel bulbo era precisamente un ojo. Otros cremlinos ascendieron por su cuerpo y empezaron a rellenar huecos, a componer el brazo que faltaba. Cada uno tenía una parte del lomo parecida a la piel, que dejaba hacia fuera mientras usaba las patas para unirse a los muchos otros que ya se sostenían entre sí dentro del cuerpo.

—Para mí —dijo—, todo esto no es más que pura teoría, ya que, al contrario que tú, yo no duermo. O al menos, no todo yo a la vez.

—¿Qué eres? —preguntó Lift.

—Solo otro refugiado.

Lift retrocedió. Ya no le importaba volver en la dirección desde la que llegaba, siempre que pudiera alejarse de aquella cosa.

—No tienes por qué temerme —dijo el anciano—. Tu guerra es mi guerra, como lo ha sido desde hace milenios. Los antiguos Radiantes me llamaron amigo y aliado antes de que todo se torciera. Qué días tan maravillosos fueron aquellos, antes de la Última Desolación. Días de honor. Perdidos, perdidos desde hace mucho.

—¡Has matado a esos dos! —siseó Lift.

—En defensa propia. —El anciano rio—. Bueno, supongo que es mentira. No eran capaces de matarme, así que no puedo argumentar defensa propia más de lo que podría argumentarla un soldado que asesinara a un niño. Pero sí me han pedido, aunque no con tantas palabras, un duelo y se lo he concedido.

Dio un paso hacia ella y otro relámpago lo reveló flexionando los dedos de su mano recién formada mientras el pulgar, un solo cremlino con finas patitas en la parte de abajo, ocupaba su lugar enlazándose con los otros.

—Pero tú —dijo la cosa— no has venido por un duelo, ¿verdad que no? Vigilamos a los otros. Al asesino. Al cirujano. A la mentirosa. Al alto príncipe. Pero no a ti. Todos los demás te ignoran y eso, aventuraría yo, se revelará como un error.

Sacó una esfera, que bañó el lugar con una luz fantasmal, y sonrió a Lift. Ella vio las líneas que se entrecruzaban en su piel, los puntos de unión entre los cremlinos, pero casi no se notaban nada entre las arrugas de un cuerpo envejecido.

Pero aquello era solo la semblanza de un anciano. Una falsificación. Bajo aquella piel no había sangre ni músculo. Había centenares de cremlinos, colaborando para componer un hombre fingido.

Había muchos, muchos más cremlinos correteando por las paredes que iluminaba la esfera de aquella cosa. Lift vio que, de algún modo, había rodeado el cuerpo del soldado caído y retrocedía hacia una pared entre dos chabolas. Miró hacia arriba. No parecía muy difícil de escalar, con la luz que había pasado a tener.

—Si huyes —dijo la cosa—, él matará a quien tú quieres salvar.

—No creo que vaya a pasarte nada.

El monstruo soltó una risita.

—Esos dos necios se equivocaron. No soy yo a quien persigue Nale. Sabe que no le conviene acercarse a mí y a los míos. No, hay alguien más. Esta noche acechará a esa persona y completará su tarea. Nale, demente, Heraldo de la Justicia, no es de los que se dejan asuntos por resolver.

Lift vaciló, con la mano ya en el alero de una choza, lista para izarse y empezar a escalar. Los cremlinos de las paredes —nunca había visto tantos a la vez— se apartaron a los lados, dejándole espacio para pasar.

Sabía que le convenía dejarla escapar, si ella quería. Monstruo listo.

Cerca de ella, bañado en una luz clara que parecía refulgente como una hoguera en comparación con la que Lift había cruzado a tropezones, la criatura desenvolvió una shiqua negra. Empezó a rodearse el brazo derecho con ella.

—Me gusta este lugar —explicó—. ¿Dónde más tendría excusa para cubrirme el cuerpo entero? He dedicado miles de años a criar mis hordinos, y aun así no logro que encajen bien del todo. Ya hace un tiempo que puedo hacerme pasar por humano casi tan bien como un siah, diría yo, pero si alguien se fija en mí de cerca nota que algo va mal. Es más bien frustrante.

—¿Qué sabes de Oscuridad y sus planes? —exigió Lift—. ¿Y de los Radiantes y los Portadores del Vacío y de todo?

—Es una lista bastante exhaustiva —repuso él—. Y te confesaré que no soy yo a quien deberías preguntar. Mis hermanos están más interesados en vosotros, los Radiantes. Si alguna vez te encuentras con otro de los Insomnes, dile que has hablado con Arclo. Estoy seguro de que te ganará sus simpatías.

—Eso no ha sido una respuesta. No del tipo que quería.

—No estoy aquí para responderte, humana. Estoy aquí porque me interesa, y tú eres la fuente de mi curiosidad. Cuando uno alcanza la inmortalidad, debe hallar un propósito más allá de la lucha por la vida, como decía siempre el viejo Axies.

—Pareces haber hallado el propósito de hablar por los famélicos codos —dijo Lift—, sin servir de nada a nadie.

Trepó al techo de la chabola, pero no siguió hacia arriba. Wyndle escaló la pared junto a ella, y los cremlinos se apartaron de él. ¿Podrían sentirlo?

—Estoy sirviendo de mucho más que si resolviera tu nimio problema personal. Estoy construyendo una filosofía, una con un significado que abarque las eras. Verás, niña, puedo criar lo que necesite. ¿Se me llena la mente? Pues crío nuevos hordinos especializados en retener recuerdos. ¿Necesito sentir lo que ocurre en la ciudad? Hordinos con ojos adicionales, o antenas para saborear y oír, y problema resuelto. Con el tiempo, puedo crear cualquier cosa que necesite para mi cuerpo.

»Pero vosotros… vosotros tenéis que conformaros con un solo cuerpo. ¿Cómo lo lográis? Vengo sospechando que los habitantes de una ciudad forman parte de un organismo mayor que les es invisible, como los hordinos que componen a los míos.

—Cuánto me alegro —dijo Lift—. Pero has dicho que Oscuridad está persiguiendo a otra persona. ¿Crees que aún no habrá matado a su presa en la ciudad?

—Ah, estoy seguro de que no. Está dándole caza en estos momentos. Sabrá que sus esbirros han fracasado.

La tormenta retumbó en el cielo, ya cerca. Lift anhelaba marcharse, buscar refugio, pero…

—Dímelo —pidió—. ¿Quién es?

La criatura sonrió.

—Es un secreto. Y estamos en Tashikk, ¿verdad? ¿Negociamos? Si me respondes con sinceridad a mis preguntas, te daré una pista.

—¿Por qué yo? —dijo Lift—. ¿Por qué no incordiar a otro con estas preguntas, en otro momento?

—Ah, pero tú eres muy interesante.

Se envolvió la cintura con la shiqua, la bajó por una pierna, subió por esa misma y cruzó a la otra. Sus cremlinos se desplazaron por su cuerpo. Algunos le subieron a la cara y sus ojos salieron reptando, reemplazados por otros nuevos que lo hicieron pasar de ser ojos oscuros a ojos claros. Habló mientras seguía vistiéndose.

—Tú, Lift, eres distinta a todos los demás. Si cada ciudad es una criatura, entonces tú eres el órgano más especial de todos. Viajar de lugar en lugar, llevando el cambio, la transformación. Los Caballeros Radiantes… debo saber cómo os veis a vosotros mismos. Será un pilar importante de mi filosofía.

«Soy especial —pensó Lift—. Soy maravillosa. Entonces, ¿por qué no sé qué hacer?».

Su miedo secreto afloró. La criatura siguió hablando con sus extrañas palabras, de ciudades, de pueblos y de sus lugares. Alabó a Lift, pero cada comentario dejado caer sobre lo especial que era la hacía crisparse. Casi había llegado la tormenta, y Oscuridad estaba a punto de asesinar en plena noche. Y lo único que ella podía hacer era agacharse en presencia de dos cadáveres y un monstruo hecho de piececitas reptantes.

«Escucha, Lift. ¿Escuchas? La gente ya no escucha».

—Sí, pero ¿cómo supo tu ciudad natal que debía crearte? —estaba diciendo la criatura—. Yo puedo criar piezas individuales que hagan cualquier cosa que te desee. ¿Qué te crio a ti? ¿Y por qué esta ciudad ha podido convocarte ahora?

De nuevo la misma pregunta: «¿Por qué estás aquí?».

—¿Qué pasa si no soy especial? —susurró Lift—. ¿Estaría bien de todos modos?

La criatura calló y la miró. En la pared, Wyndle gimió.

—¿Y si llevo mintiendo desde el principio? —preguntó Lift—. ¿Y si no soy maravillosa del todo? ¿Y si no sé qué hacer?

—El instinto te guiará, sin duda.

«Me siento perdida, como una soldado en el campo de batalla que no recuerda cuál es su estandarte», dijo la voz de la capitana de la guardia.

Escuchar. Estaba escuchando, ¿verdad?

«La mitad del tiempo tengo la sensación de que hasta los reyes están confundidos por lo que les echa encima el mundo». La voz de Ghenna, la escriba.

Ya nadie escuchaba.

«Ojalá alguien nos dijera lo que está pasando». La voz de la Tocón.

—Pero ¿y si te equivocas? —susurró Lift—. ¿Y si ese instinto que dices no nos guía? ¿Y si todo el mundo está asustado y nadie tiene las respuestas?

Era la conclusión que siempre la había intimidado plantearse. La aterraba.

Pero ¿tenía que aterrarla? Miró pared arriba, donde Wyndle estaba rodeado de cremlinos que le tiraban mordiscos. Su propio y pequeño Portador del Vacío.

«Escucha».

Lift titubeó y luego le dio unas palmaditas. Tenía… tenía que aceptarlo y punto, ¿verdad?

Por un instante, sintió un alivio comparable a su terror. Estaba en la oscuridad, pero en fin, quizá pudiera ingeniárselas de todos modos. Lift se levantó.

—Me marché de Azir porque estaba asustada. Vine a Tashikk porque es donde me trajeron mis famélicos pies. Pero esta noche… esta noche he decidido estar aquí.

—¿Qué insensateces dices? —preguntó Arclo—. ¿En qué ayuda esto a mi filosofía?

Lift ladeó la cabeza cuando cayó en la cuenta de algo, como si notara una descarga de energía. «Anda, mira qué cosas pasan».

—Yo no curé a ese chico —susurró.

—¿Qué?

—La Tocón intercambia esferas por otras de menos valor, seguramente opacas por infusas. Blanquea dinero porque necesita la luz tormentosa. ¡Seguro que se alimenta de ella sin saber lo que hace! —Lift miró a Arclo, sonriendo—. ¿No lo ves? Se ocupa de los niños que nacieron enfermos, deja que se queden. Es porque sus poderes a esos no saben curarlos. Pero los demás mejoran. Lo hacen tan a menudo que ella ha empezado a sospechar que los niños llegan fingiendo para que les dé comida. La Tocón es una Radiante.

La criatura Insomne la miró a los ojos y suspiró.

—Hablaremos más en otro momento. Al igual que Nale, no soy de los que se dejan asuntos por resolver.

Lanzó por el callejón su esfera, que tintineó contra la piedra y rodó de vuelta al orfanato. Iluminando el camino mientras Lift saltaba y echaba a correr.