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Yaroslav Bogdanovich

Yarik le bajó el escote a Huguette apenas cerraron la puerta. Era un hombre impetuoso, acostumbrado a hacer su voluntad sin importar el daño que pudiera causar, en ese caso a Spiros, el hijo del que fuera su mejor amigo. Lo despreciaba por ser tan poco hombre y cederle su mujer a cambio de favores. Huguette no llevaba nada bajo el vestido, iba preparada porque sabía lo que Yarik querría.

Aunque Spiros no pudiera creerlo jamás, en cierta forma ella se sentía atraída por el ruso, un hombre que sabía dirigir su vida. La boca de Yarik se prendió de sus pezones hasta hacerla gritar, pero él no se detuvo. Sabía lo que a Huguette le gustaba. La penetró por detrás, sin miramientos, hasta lanzar una especie de gruñido de satisfacción. Ni siquiera se preocupó de cerrar la puerta con llave. Hubiera deseado que Spiros contemplara la escena y que de una vez se convenciera de que tenía por esposa a una ramera y él mismo era un simple proxeneta a pesar de lo mucho que decía que la amaba.

—Llévame contigo, Yarik.

—¿Llevarte? No deseo causar daño a nuestro querido Spiros, muñeca. ¿Qué podrías hacer a mi lado?

—Tú lo sabes.

—Ah… no. ¿Sabes, moya devushka? Todas las mujeres hermosas se parecen mucho. Las feas son diferentes unas de otras, y más entretenidas. Ahora tu marido vuelve a ser rico. Será mejor que te quedes con él —sonrió.

—No es el único que ahora tiene fortuna… —insinuó Huguette.

—¿Te refieres a tus amiguitos?

—Ellos no son mis amiguitos.

—Es cierto. Solo son un exmarido y Erasmus, que Dios sabe qué significa para ti. Pero, descuida, todo está bajo control.

—¿A qué te refieres?

—No te preocupes. Tendrán una agradable sorpresa, moya devushka —respondió Yarik enseñando sus dientes—. Te espero en mi nueva casa de Cefalonia dentro de dos semanas, ya hablé con Spiros; me tendrás una semana completa para ti sola, cariño.

Se acomodó la ropa, que ni siquiera se había quitado, salió a cubierta y dio alcance a Spiros y Frank, mientras encendía un «Vegas Robaina» de veinte centímetros.

Todo iba saliendo según lo planeado. Para Spiros aquella inesperada suma era un soplo de aire fresco que necesitaba con desesperación. Podría salir de algunas deudas, especialmente con los bancos, y poner en orden sus cuentas. Pero necesitaba más dinero. Mucho más. Esperaba que Yarik hiciera la venta lo más rápido posible; mientras, tendría que bandear con lo que el ruso había adelantado. La fortuna era mayor de lo que Yarik anunció, Spiros se había reservado una buena parte previamente. Sus socios serían ilusos si pensaban que iba a compartirlo todo. Para quien no tiene nada, esa millonada es más que suficiente, se dijo.

Pero había otro problema, y debía resolverlo ya. Se encaminó a la parte privada del yate, a la que rara vez los invitados tenían acceso. Encontró a Huguette con una copa en la mano y sospechó que estaría ebria, hacía meses que tomaba más de la cuenta.

—¿Qué tal resultó? —preguntó ella mientras le ofrecía un vaso de whisky.

—Todo salió como estaba planeado —respondió Spiros sentándose en el sofá. Asió el vaso y lo dejó sobre la mesa; no le apetecía beber.

—¿Cómo lo planeaste tú o cómo lo planearon ellos?

—¿Qué quieres decir? Creo que has bebido demasiado, Huguette.

Ella sonrió. Estaba sobria, apenas había probado un sorbo de vino, pero le encantaba enfurecer a Spiros.

—Tú y Yarik me dan asco.

Spiros se sentó su lado. La recorrió con la mirada y ella dejó deslizar la bata por uno de sus hombros, como siempre que deseaba excitarlo. Él estaba agotado. Mental y físicamente. Todavía no se recuperaba del esfuerzo y la tensión de los últimos días. Por otro lado tenía a Erasmus metido entre ceja y ceja. No podía olvidar lo que significaba para Huguette. Y tampoco que ella había estado en brazos de Yarik un rato antes.

—Es necesario, gracias a esta operación saldremos a flote… Una semana pasa pronto, Huguette… Dime, ¿qué piensas de Erasmus?

Ella se puso tensa.

—¿Qué clase de pregunta es esa? —inquirió a la defensiva.

—Vi cómo se miraban. Sé que hay algo entre ustedes.

—No seas necio, Spiros, por favor… Sabes que me gusta coquetear. Aquello fue solo una travesura… un pasatiempo. ¿Y por qué no me preguntas por Frank? ¿Sabes lo que me dijo? Que me seguía amando como el primer día.

—Frank tiene a su lado una mujer a la que ama, Huguette, no te hagas ilusiones.

—¿Esa tal… cómo la llaman? ¿Krista? No puede compararse conmigo, no creerás que él esté enamorado de ella…

—Más le vale que sea así —contestó Spiros cortante.

—Si no fueses tan celoso serías el hombre perfecto.

—El hombre perfecto para ti es el que tenga más millones en el banco, cariño.

—Como Yarik. ¿Acaso él no te inspira celos?

—Claro que no. Lo de él es diferente y lo sabes. No es el hombre que elegirías aunque lo adornaran todos los millones del mundo.

Huguette captó la ironía. Sabía que haría cualquier cosa por ella, hasta ofrecerla a Yarik para obtener la fortuna que ella deseaba. Se acercó a él al tiempo que abría la bata ofreciéndose como tantas otras veces. Spiros tocó aquel cuerpo que conocía de memoria y pudo ver con los ojos cerrados sus carnes prietas, sus senos llenos que pedían ser acariciados. Se esfumaron su cansancio y sus atribulados pensamientos mientras recorría con la boca el cuerpo de Huguette. Una vez más no pudo contener la pasión que ella despertaba en sus instintos, hubiera querido hacerlo pero no podía. ¡Dios!, amar de esa manera a una mujer como Huguette era morir lentamente. Pero aun así no pudo evitar enloquecer en sus brazos, presa de una pasión desenfrenada.

Huguette sintió estremecerse a Spiros y sonrió satisfecha. Siempre conseguía lo que quería. Después le alcanzó el vaso de whisky y fueron abrazados a la cama. A los diez minutos, la respiración de Spiros se hizo lenta y acompasada. Huguette contempló su rostro dormido, ajado a pesar de que el sueño le confería una extraña placidez, no era para nada el hombre que la deslumbró cuando se conocieron. También el resto de su cuerpo había cambiado, no tanto por los años como por la vida disipada. Todo lo que ella admiraba en un hombre se había vuelto humo al conocer la naturaleza de Spiros. Quien a los sesenta años no sabe manejar un imperio heredado y tiene que usar a la mujer que ama para conseguir sus fines, nunca cambiará, pensó con desprecio.

Se duchó y se envolvió en una bata. Salió de la estancia y fue directamente a la habitación de Erasmus. Abrió con una tarjeta maestra, se desnudó y lo esperó en la cama.

Frank, Krista, Thomas y Erasmus se retiraron a descansar después de los brindis de rigor. Erasmus quería estar solo para asimilar lo sucedido y Thomas, embriagado de felicidad, lo acompañó hasta la habitación. Ya se despedían, Erasmus abrió la puerta y su rostro reflejó un gesto de asombro. Entró rápidamente y cerró de golpe, sin que Thomas pudiera llegar a ver el motivo de la sorpresa de su compañero.

Fue como un timbre de advertencia en su cerebro. ¿Qué estaría sucediendo?, se preguntó. Thomas no sabía qué pensar, ni qué hacer. Pero estaba agotado, poco acostumbrado a la bebida, el licor en sus venas hacía estragos y el cansancio dio al traste con la sensación de alerta producida por el gesto de Erasmus. Se dejó caer en la cama y se quedó dormido.

Erasmus no podía despegar los ojos de Huguette. Bajo la luz ambarina, su cuerpo dorado semejaba el de una diosa del Olimpo ofreciéndose a él. ¿Cómo negarse? ¿Cómo renunciar a ella, cuando la tenía justo allí, como si los dioses se la hubieran traído después de escuchar sus lamentos?

—¿Qué haces aquí, Huguette? ¿Y Spiros?

—Duerme como un angelito. No te preocupes por él.

—No lo habrás…

—Sí. Lo drogué. No podía dejar de venir, mañana ustedes partirán y jamás volveré a verte, a menos que me lleves contigo.

—¿Vendrías conmigo, Huguette?

—Sí, mi amor, te amo, te amo desde siempre y lo sabes.

—No. Tú amas el dinero. Por eso estás con Spiros.

—No lo amo, hace tiempo que no dejo que me toque. Por eso está celoso, sospecha que no lo quiero.

—No puedo llevarte conmigo, pondría en peligro a mis amigos, Huguette. Todo se vendría abajo, es Spiros quien mueve los hilos…

—Regálame esta noche, solo esta noche. Después… ya veremos.

Erasmus se despojó de sus ropas con rapidez. Huguette admiró el cuerpo perfecto del griego, un ejemplar hecho a su medida, el hombre que tarde o temprano debía ser suyo. Fue una noche apasionada, se amaron como animales en celo. Él, porque al lado de ella perdía la razón; y ella, quizá porque creía haber encontrado el amor.

Thomas despertó de madrugada con un intenso dolor de cabeza, fue al botiquín del baño y encontró aspirinas, tragó un par y salió a tomar un poco de aire. Necesitaba respirar la brisa marina, ver el cielo estrellado que jamás pudo apreciar en Nueva York, un hermoso cielo que tal vez más adelante podría disfrutar a diario en la Patagonia, y al que se había acostumbrado durante aquella extraña aventura. Al pasar frente a la habitación de Erasmus escuchó unos inconfundibles sonidos. Recordó lo sucedido al despedirse y comprendió. Por un momento sintió que el mundo se venía abajo. El imprudente de Erasmus lo echaría todo a perder. Debía hacer algo, pero no se atrevió a tocar la puerta. Regresó a su habitación y llamó por teléfono a Frank.