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Spiros Dionisius

Aeropuerto de Santiago de Compostela

15 de Septiembre de 2011

Llegamos al aeropuerto a las ocho de la mañana, entregamos el coche y fuimos directamente a los baños. La idea era asearnos un poco, teníamos los zapatos hechos un asco y, al menos Thomas y yo, barro hasta en las orejas, incluyendo sus anteojos.

Minutos después estábamos sentados en una cafetería llamada muy convenientemente La Pausa, desayunando, mientras hacíamos tiempo para que llegase Spiros.

Abrí con disimulo la hoja en la que figuraba la lista del Santo Tomás. Tenía que volver a verla con mis propios ojos, para cerciorarme de que todo aquello no era un sueño. Diez toneladas de oro en barras. Cinco toneladas de plata en barras. Catorce mil monedas de oro. Dos mil quinientas perlas, cincuenta de ellas negras… Pasé la hoja para que la viera Krista, Erasmus y Thomas. Después la doblé con sumo cuidado y la volví a meter en un sobre que había comprado en uno de los comercios del aeropuerto.

—A esas catorce mil monedas debemos restarles las que tomó Martín de Paz. Aun así sigue siendo un tesoro fabuloso —comenté—. Quiero dejar algo en claro: empezamos esto unidos y me gustaría que siguiésemos así. No tengo buena experiencia con Spiros, pero todos saben que fueron asuntos personales, me fío de la opinión de Erasmus, quien lo conoce mejor que yo, pero si algo le parece sospechoso a cualquiera de ustedes, por favor, no dejen de dar la alerta.

—¿Cómo? ¿Con alguna palabra clave? —preguntó Thomas, con interés.

—No es necesaria ninguna clave, Thomas… Con que nos lo hagamos saber es suficiente.

—Creo que es necesaria una palabra, Frank, podríamos estar en una situación en la que no sea conveniente hablar con claridad.

—¡Cómo puedes pensar así en estos momentos! Hablo en serio. Y, a propósito, ¿cómo llegó a tus manos ese manuscrito? —pregunté impaciente señalando al legajo que apretaba contra el pecho.

—Ya te dije que me lo entregó un extraño hombrecillo en Central Park.

—¿Y por qué a ti? Todo esto me parece muy raro.

—Quizá porque soy escritor.

—¿Escritor, tú? —preguntó Erasmus—. ¿Qué libros has escrito?

—Todavía ninguno. Pero estoy en ello, algún día seré muy conocido.

—Ya veo. —Comprendí que Thomas era uno de tantos que deseaban llegar a ser famosos—. ¿Qué edad tienes, hijo?

—Veinticinco.

—Ya es tiempo de que madures.

Sé que no fui muy amable con él. Me arrepentí al ver su rostro de rasgos adolescentes mirando el manuscrito, pero la verdad es que Thomas tenía la rara virtud de sacarme de mis casillas. Palabra clave… solo a un aspirante a escritor se le podría ocurrir semejante tontería.

—«Manuscrito» podría ser la palabra clave… —insistió Thomas casi en un murmullo, dejándolo sobre la mesa.

No dijimos nada. El manuscrito no había vuelto a brillar. Lo cogí entre mis manos y abrí sus hojas. Nada. Ni siquiera lo que había leído horas antes.

—Veamos qué nos ofrece Spiros y si acepta un reparto equitativo —comentó Krista.

—Cada vez somos más en esto, de seguir así será mejor que donemos el tesoro al estado de Georgia —declaré.

—Vamos, Frank, hay mucho en juego, creo que podremos llegar a un arreglo.

—Lo sé, Krista. Lo sé. No dejaré que mis problemas personales interfieran.

En realidad no sabía si podría evitarlo. Spiros significaba mi fracaso en la vida. Él lo tenía todo, incluyendo a mi mujer, y yo ahora debía ayudarlo a salir de sus problemas financieros. La vida no me parecía justa. Si por mí fuera lo dejaría enterrado en la isla de los Guales junto a los del galeón Santo Tomás.

—«Eso» ha esperado mucho tiempo a que un grupo bien avenido se pusiera de acuerdo para rescatarlo. Si aún permanece en esa isla es porque siempre primaron las ambiciones. «La ambición no es más que la sombra de un sueño» —dijo Thomas en un arranque de lirismo.

—Hamlet —explicó Krista.

—Así es —dijo con satisfacción Thomas.

—Espero que no caigamos envueltos en la sombra de un sueño —dije pensativo.

Miré la hora. Dentro de unos minutos llegaría Spiros.

Erasmus fue el primero en advertir su presencia. Venía a nuestro encuentro con su acostumbrada sonrisa.

—¡Frank!, ¿cómo estás?

—Bien, Spiros. Krista, a Erasmus ya lo conoces. —Hice las presentaciones—. A Thomas, por teléfono.

—Están cargando combustible en el avión, será rápido. Podemos ir abordando, sería bueno presentar sus pasaportes.

Una vez cumplidos los requisitos nos encaminamos a la pista donde nos esperaba Pegasus, un Gulfstream 550 condenadamente majestuoso. De pronto cayó un enorme peso sobre mí, movía las piernas como si tuvieran grilletes. Me sentí más torpe que nunca, era el efecto que siempre me causaba Spiros. Subí las escaleras tras de Krista como si me dirigiera al cadalso. Sabía que no era el momento, pero me fijé en sus torneadas caderas, lo que me animó un poco.

Miré con fastidio la cara de pasmo de Thomas observando el interior, todo en color caramelo y beige, tan elegante como el mismo Spiros.

—Por favor, abróchense los cinturones, vamos a despegar —anunció una azafata sonriente.

—Bienvenidos, señores pasajeros. Despegaremos dentro de cinco minutos en vuelo directo al aeropuerto John F. Kennedy. Hora aproximada de llegada: 12:30. Disfruten del viaje —anunció el piloto a través de los altavoces.

Pensé en Huguette, acostumbrada ya a esos lujos, y tal vez sin saber que podría perderlo todo. Me fijé con disimulo en Krista y noté que sus ojos brillaban de admiración al dirigirlos a Spiros, ¿o serían ideas mías? Lo cierto es que aquello me hizo sentir peor. Erasmus, impasible, miraba a través de la ventanilla como si pasara por la cuarta avenida de Nueva York. La voz de Spiros me sacó de mis cavilaciones.

—Por favor, pasemos a la sala de juntas, para poder conversar.

La «sala de juntas» era un espacio en el que todos los sillones convergían en una mesa convertible, de superficie lisa y brillante. Hizo un gesto y la azafata se acercó a recoger la orden: whisky en las rocas para Spiros, Krista y para mí; Erasmus pidió agua y Thomas una Coca Cola.

—Cierra, por favor, tendremos una conversación privada —instruyó Spiros a la azafata.

Se suponía que era el momento de hacer las preguntas.

—¿Y bien? —Fue lo único que se me ocurrió decir.

—El amigo Thomas me llamó hace unos días para informarme de la posible existencia de un tesoro oculto en cierta parte del mundo. Todo iba bien hasta que de pronto te vi metido en este asunto, Frank. Para mi sorpresa, estaba también Erasmus quien, como sabes, trabajó para mí. A Krista no la conocía, pero supongo que tienes buenas razones para sumarla. Eres tú el que ha interferido en nuestros planes. Así que antes que nada me gustaría que sea Thomas quien me explicase qué está sucediendo.

Thomas se aclaró la garganta con un carraspeo.

—Pues verás… Spiros. Tengo este manuscrito en el que aparecen cosas escritas y después desaparecen. Ya hemos hablado de eso. Te llamé para comentarte lo del tesoro y tú estuviste de acuerdo, pero en el camino surgieron problemas.

—Lo que no le dijiste, Thomas, es que me robaste un pendrive en el que estaban los datos. Sin él dudo mucho de que hubieses podido convencer a nadie —intervine.

—Un momento, vayamos por partes… ¿De qué rayos están hablando? Cuando Thomas me llamó él ya tenía el pendrive. Dijo que tenía información fidedigna. Además, sabía muchas cosas personales acerca de mí… de nosotros, Frank, incluyendo a Huguette.

—No es importante ahora nada de eso, Spiros. El asunto es que compré un diminuto reloj que resultó ser una antigüedad. Como sabes, soy coleccionista de relojes. Cuando lo abrí para revisarlo, me encontré con la sorpresa de que contenía unos datos en miniatura. Thomas se apropió de ellos e hizo un trato contigo, eso es todo. Pero el reloj es mío, por lo tanto su contenido me pertenece.

—Solo hice lo que decía el manuscrito, Frank, estaba escrito que debía llamar a Spiros y eso hice, pues parece que todo lo que allí aparecía se cumple.

Hice un gesto con la mano restando importancia a lo que explicaba Thomas.

—Quiero ver ese manuscrito —pidió Spiros.

Thomas se lo extendió. La cara de Spiros al abrirlo y hojearlo me hizo sonreír de oreja a oreja.

—Aquí no hay nada.

—Te lo dije, lo repetí varias veces, ese manuscrito solo funciona cuando quiere. Ayer cuando íbamos a Finisterre, Frank y yo vimos lo que estaba escrito —dijo Thomas.

—¿Ayer? ¿Y por qué no hay nada hoy?

—Porque hoy no es ayer —respondí con flema.

—¿Y qué decía ayer?

—Decía exactamente lo que encontraremos de dar con el tesoro.

—¿De qué cantidad estamos hablando?

—Mucho más de lo que hayas imaginado nunca —aclaré.

—¿Es verdad, Thomas?

—Sí, Spiros. Es la verdad.

—¿Me van a decir cuánto es?

—Se trata de la carga del Santo Tomás.

—Vaya, ¿no será algún antepasado tuyo, Thomas? —bromeó Spiros—. Alguna vez oí de un naufragio, un galeón de ese nombre con una carga fabulosa que jamás fue encontrado, pero creo que es una leyenda. Nunca hubo pruebas de que sea cierto.

—Sí existió. Y llevaba diez toneladas de oro en lingotes, cinco de plata y miles de monedas, las primeras acuñadas en esa parte del mundo, mandadas hacer expresamente por Francisco Pizarro.

Spiros enmudeció. Se tocó la barbilla y supongo que en su cerebro se operaban toda clase de cálculos matemáticos.

—¿Y dónde está? —preguntó después de unos minutos eternos.

—Eso lo sabe Krista.

—¿Entonces…?

La pregunta que iba a hacer quedó en el aire. Supuse que ya no le importaba quién era quién y qué había ido a hacer allí. Lo único que le importaba era el oro.

—Spiros, tengo razones para desconfiar de ti pero, en honor a la verdad, aquí todos nos necesitamos. El sitio donde está enterrada la carga del Santo Tomás es un lugar protegido, pertenece al estado de Georgia, necesitamos permisos…

—Comprendo, Frank, pero quiero que aclaremos algo: yo nunca jugué sucio contigo. Lo que pasó… pasó.

—No quiero hablar de ello, Spiros.

—Solo quería recordártelo. En cuanto a permisos, creo que puedo arreglarlo. Conozco gente en la Sociedad de Arqueología de Grecia, podría hablar con ellos para que soliciten a la entidad respectiva en Georgia un permiso para estudiar…

—Unas ruinas españolas del siglo XVI —intervino Krista.

—Eso. Y si ese tesoro se encuentra allí, necesitaremos una embarcación lo bastante grande como para trasladar el oro y todo lo demás. Podemos usar mi yate, lo fondearé en alta mar y haremos el trasbordo con lanchas. Acamparemos donde esté el tesoro, como una expedición arqueológica.

—Es lo que había pensado, Spiros, pero hablemos de la parte complicada: queremos un reparto equitativo.

—¿Equitativo? Perfecto. Si se trata de eso, a mí me debería tocar la mayor parte. Soy el que pondrá la logística.

Empezaban los problemas. Era lo que me temía, y fue lo que hizo que ese tesoro quedase oculto durante tantos siglos.

—Comenzamos mal, Spiros. Yo no hubiese tenido ese reloj si Krista no lo hubiese dejado en la tienda. Y yo me interesé en él porque soy un coleccionista de relojes. Sin embargo, de no ser por ese manuscrito que carga Thomas como si fuese su Biblia, no sabríamos una serie de detalles ni el valor del tesoro. Supongo que ha de haber alguna razón para que aparezcas tú en ese manuscrito, porque todo lo que allí figura tiene un motivo.

—¿Y qué pinta Erasmus en todo esto? —preguntó Spiros con suspicacia.

—Él aparece en el manuscrito, y yo personalmente deseo que participe.

En realidad me interesaba Erasmus porque era el que mejor conocía a Spiros.

—Entonces el término «equitativo» está mal usado, pues según entiendo es dar a cada uno lo que merece —dijo Spiros, como si en realidad le importase la palabreja.

—No es verdad —corrigió Thomas.

—¿Cómo dices? —preguntó Spiros.

—Recibo clases en un taller de literatura y, si me permites, Spiros, ese término proviene del latín aequĭtas, que significa exactamente «igualdad».

Spiros dio un profundo suspiro. Nos miró a uno y otro.

—Me importa un rábano lo que signifique. Me refiero a que sin mi ayuda ustedes no podrían sacar ese tesoro. Suponiendo que exista.

—Spiros, míralo de esta manera: sin nosotros tú no podrías encontrarlo. Estás en bancarrota, todo el mundo lo sabe. Piénsalo: ¿cuánto tiempo más podrás tener este avión? No me impresionas. Sabes que necesitas más que nadie encontrar la manera de salir del hoyo. Así que empecemos de nuevo. Y piensa en esto: el tesoro es gigantesco. Catorce mil monedas antiguas de oro puro hoy en día valen más que todas esas barras. ¿Sabes en cuánto se cotiza un doblón Brasher de 1790 de 26.66 gramos de oro? ¡En siete millones y medio de dólares! Lo pondrán a la venta en pocos meses. Ahora calcula cuánto podría valer un doblón de 1537.

—Claro. Pero si invadimos el mercado con catorce mil doblones, dejarán de ser extremadamente raros, y es eso lo que se paga, ¿no? La rareza.

—No te falta razón. Pero son piezas de incalculable valor, sabiendo colocarlas en el mercado se les puede sacar mucho provecho.

—Y yo puedo comerciar con lingotes de oro, tengo contactos con la mafia rusa, inclusive con la africana —expuso Spiros.

—¿Sabes por qué ese oro quedó enterrado donde está por tanto tiempo? Porque cada vez que alguien se disponía a rescatarlo se encontraba con problemas como los que estamos teniendo ahora: la ambición. No dejemos que eso arruine nuestras vidas. Deseo dejar en claro una cosa: nadie aparte de nosotros participará en la expedición.

—¿Te refieres a…?

—Así es, Spiros. Tendrás que arremangarte y ponerte a cavar. Si ese tesoro fue enterrado por cuatro personas, entre cinco podremos desenterrarlo.

Spiros sonrió. No supe interpretar su sonrisa, tampoco quise imaginarlo.

—Debo hacer algunas llamadas para ir adelantando —dijo.

Ninguno de nosotros se movió. Spiros tomó el teléfono y se comunicó con alguien en griego. Según me enteré después por Erasmus, dio instrucciones para que pusieran su yate rumbo a Georgia. Hizo un par de llamadas más pidiendo que le llevaran un detector de metales a su casa de Manhattan. Por último habló con algún personaje amigo suyo para obtener un favor de la Sociedad de Arqueología de Atenas.

—Esto nos tomará algunos días, Frank, tenemos que planificar todo de manera perfecta, no vaya a ser que por algún error burocrático tengamos problemas.

—¿Cómo justificaremos la expedición? —preguntó Krista.

—Según el manuscrito, en los alrededores de la choza hay muchos cuerpos enterrados. Podríamos decir que somos de una sociedad de estudios históricos y deseamos comprobar si hubo allí una gran matanza —dije.

—Parece una buena idea. Necesitaremos un antropólogo forense.

—Yo puedo ser ese —dije sin pensarlo.

Spiros tomaba nota.

—Y yo su asistente —apuntó Krista.

—Creo que me vendría bien ser el historiador —dijo Thomas.

—Yo seré el «fiscal» de la Sociedad Antropológica de Atenas —sugirió Erasmus.

—No, ese seré yo. Tú serás un erudito en Ciencias Naturales —decidió Spiros.

A mí no me cabía en la cabeza que Erasmus fungiese como un erudito de ese tipo. Su físico no hacía juego, más parecía un jugador de rugby.

—Mejor que Erasmus sea el fiscal y tú, el erudito, Spiros —aconsejó Krista.

—Bien, bien, por mí no hay problema. Estoy pensando que podría hacerme pasar por un aficionado a la arqueología, un benefactor o ¿cómo se les llama?, un filántropo millonario —respondió Spiros—. Necesitaré hacer unas gestiones antes de que salgamos rumbo a Georgia.

—Todo lo que hagamos debe ser de manera eficiente y rápida. No debemos estar muchos días en la isla, podrían llegar curiosos a ver lo que hacemos. Sugiero que la excavación dentro del perímetro de las ruinas la hagamos de noche, y la búsqueda de esqueletos, de día —propuso Krista.

—Necesitaremos un medio para acarrear los bultos hasta la orilla, donde nos esperarán lanchas, como mínimo dos —tomó nota Spiros—. En una noche trabajando deprisa podremos hacerlo. Si nadie nos molesta.

—Unas cuantas carretillas de mano vendrían bien, si es posible de tres ruedas. Todo debe hacerse de manera silenciosa, incluso las lanchas deberían llegar a remo —acoté.

—Tienes razón. —Spiros no dejaba de tomar nota.

Estuvimos gran parte del vuelo planeando los detalles. Finalmente, cuando creímos haber cubierto todos los flancos, sentí que empezaba a relajarme. Me puse de pie para estirar las piernas y los otros hicieron otro tanto. Erasmus necesitaba agacharse ligeramente para caminar, especialmente al cruzar los dinteles. Sería de gran ayuda si fuera necesaria la fuerza bruta.

Sorprendí en dos oportunidades unas miradas que no supe interpretar si eran de curiosidad o de atracción entre Spiros y Krista. Pero no me preocupaba, teníamos entre manos algo muy grande. No dejaría que mis sentimientos de inseguridad o mis complejos actuasen como una barrera. No esta vez.