28

Martín de Paz

Mar del Norte, 1539

El naufragio

Martín abrió los ojos al sentir el graznido de los pájaros. Dio una ojeada a su alrededor y se encontró tumbado boca abajo en una playa llena de estrellas de mar, gaviotas, pelícanos y algas. Se incorporó y escupió la arena que rechinaba entre sus dientes. Un sabor salobre le invadió la boca. El ancla, enorme, estaba a unos metros y su cadena se había soltado del galeón, cuyo casco cubierto de algas y conchas yacía escorado en la orilla. Restos del barco esparcidos por todos lados y nadie más que él en aquella playa. Martín había oído hablar de las trombas marinas que se tragaban naves enteras y las escupían en lugares distantes, especialmente en la zona del mar de la Bahama, pero era la primera vez que él se topaba con algo similar. Trató de sacudir la arena impregnada en sus ropas, que milagrosamente conservaba intactas. Se tocó la frente y sintió una protuberancia dolorosa. Entonces recordó el fuerte golpe que le había hecho perder el conocimiento.

Con movimientos maquinales siguió tratando de quitar la arena que le cubría todo el cuerpo. Al palpar la camisa notó un papel doblado bajo la tela; era la hoja que había arrancado del libro del capitán, que seguía allí. Increíble, pensó, se diría que algo lo hubiese apartado del barco y depositado suavemente en la playa, en un lugar que jamás había visto. Sacó el pliego y lo puso bajo una piedra. Decidió meterse al agua y desprenderse de una vez de la capa de arena fina que lo envolvía como una segunda piel. Mientras se zambullía pensaba en el enorme tesoro que, según la hoja, el galeón guardaba en sus entrañas.

Bajo el sol abrasador del mediodía, el agua le devolvió la claridad de ideas. ¿Qué habría sido del resto de la tripulación? Había pasado varias horas inconsciente y le pareció extraño que no hubiera nadie más por allí, ¿sería el único superviviente de la nao? No sabía en qué lugar estaba, probablemente, una isla; una tromba no podría haber arrastrado al galeón hasta el continente, demasiado lejos.

Tenía la boca completamente seca y el único lugar donde tenía certeza de que había agua potable era el barco. Se acercó a la nave y, con cuidado de no lastimarse con las puntas y tablazones astilladas que sobresalían por todas partes, se encaramó hasta la cubierta. La inclinación del casco lo obligó a caminar sujeto a las barandas. El tonel de agua, habitualmente junto al palo mayor, había desaparecido, al igual que el mástil. Decidió ir al camarote del capitán y bajó la escalera hasta el sollado. El espectáculo que encontró era dantesco. Los cadáveres de una decena de hombres yacían amontonados a un lado, unos sobre otros, todos con muestras de la enfermedad. El hedor a muerte impregnado en el aire lo obligó a volver arriba para respirar hondo. Pero en cubierta el paso hacia el alcázar estaba cortado por una maraña de jarcias, velas y tablazones destrozadas. No había otro camino que el sollado. Se armó de valor y aspiró intensamente, como si fuese a lanzarse al mar. Pasó veloz entre los cuerpos, descendió por la escalera hasta la bodega y cerró la puerta de golpe. Estaba oscuro. A tientas, palpó unas cajas de madera. Cuando la vista se acomodó a la escasa luz que entraba por unas pocas rendijas, buscó un hierro con que hacer palanca y abrió una de las cajas. Contenía galletas, como había supuesto, bien conservadas por el forro de hojalata. Encontró también barricas con menestras, con carne en salmuera, vino y algo de arroz y aceite. Suficientes alimentos para una buena temporada y aún habría más, bajo las lonas del fondo. Al otro lado, encontró las pipas de agua que buscaba. Sació su sed y llenó un par de odres que se echó a la espalda. De pronto notó el aire enrarecido y sintió un ligero mareo. Tenía que salir de allí cuanto antes. Volvió a pasar entre los cadáveres a toda prisa, conteniendo la respiración, y trepó resollando hasta la cubierta principal.

A horcajadas sobre un candelero, se dio un descanso. Contempló la larga playa desde lo alto. Si era una isla, debía de ser bastante grande a juzgar por el aspecto de esa costa. Hasta donde alcanzaba la vista divisaba el mar, la arena y la vegetación de aspecto selvático que empezaba a unos cien metros del litoral. Tenía alimentos, agua, y recordaba las historias de naufragios que contaban los viejos marinos. Sobrevivir no sería difícil, siempre que no se topara con salvajes sanguinarios. Lo complicado sería salir de allí. No dejaba de pensar en el tesoro que el barco transportaba, según el capitán. ¿Se habría hundido? ¿O seguiría en alguna parte de la nao? Y ¿dónde estaban los conspiradores que pensaban robarlo? Si el tesoro existía y él estaba solo, era suyo, enteramente suyo, pero no veía el modo de hacerse con él. Sería imposible sacarlo de allí. La vida siempre lo había situado frente a enormes riquezas pero nunca supo qué hacer con ellas. La ironía le hizo menear la cabeza con una sonrisa. Entonces recordó lo que también contaban los viejos marinos: cuando algo no debe ser visto, se entierra. Siempre se puede volver a buscarlo en mejor ocasión. Con renovadas energías, abandonó sus cavilaciones y se lanzó de nuevo hacia la bodega.

Levantó las lonas y revisó la carga a fondo. Apoyada en el mamparo encontró un hacha, con la que abrió un pequeño boquete en el pantoque para ventilar el viciado aire del interior del barco y tener algo más de luz. Apartó decenas de cajas hasta que, bajo ellas, unos pesados cofres de madera firmemente claveteados y reforzados con tiras de metal le indicaron que había hallado lo que buscaba. La letra P estaba grabada en cada uno de ellos, y era una gran cantidad de cofres, Martín nunca había imaginado un tesoro igual. Conmocionado por el hallazgo, volvió a la playa portando sólo los odres de agua, un bolso con algo de comida y una hamaca. Tenía una extraña sensación, feliz, sí, pero también asustado, confuso, como si el tesoro pesara sobre sus espaldas. Caminó hacia las cercanas palmeras, tumbadas por los vientos. Tan fuertes, a veces, como para transportar un bajel con toda su carga, pensó. ¿Qué habría sucedido en realidad? Todo indicaba que el galeón fue absorbido por la tromba y había ido a parar a un lugar distante. Le costaba creer que existiera tormenta con fuerza capaz de ello, pero no había otra explicación. Y él, en medio de toda esa furia, no había recibido ni un rasguño. Debía de ser un milagro, Dios le había dado esa oportunidad, en su cerebro no cabía otra razón. Y ya que el Todopoderoso así lo había querido, seguro que también tenía un plan para sacarlo de allí con su oro. Porque ahora era suyo, de eso no tenía dudas.

Caminó durante un buen rato, buscando algún otro superviviente y explorando los alrededores. Ya apenas se divisaba el casco del Santo Tomás. El terreno se iba convirtiendo en un laberinto de marismas, en las que pudo divisar unos cuantos lagartos como los que había visto en Panamá. De pronto vio un par de piernas desnudas que sobresalían entre unos matorrales. Se acercó y encontró a un hombre tirado boca abajo en el suelo. Un marinero, a juzgar por las ropas que llevaba, hechas jirones. Al tocarlo, el hombre se volvió. Era Fernando Ruiz que, al ver a Martin, se levantó y lo abrazó.

—¡Bendito sea el Señor! —exclamó apretándolo como para cerciorarse de que era de carne y hueso—. ¡Martín!, ¿hay alguien más contigo?

—Nadie, don Fernando —respondió desolado.

—Aún no puedo creerlo. Yo ayudaba con varios compañeros al timonel cuando sucedió algo extraordinario.

—¡Válgame Dios!, ¿pudisteis verlo?

—Sí, Martín, me sentí elevado por los aires con el Santo Tomás, todos estábamos fuertemente agarrados intentando sujetarnos, pero la fuerza del viento nos separó. De pronto me encontré volando hacia arriba en un torbellino y un instante después todo quedó en calma, pero yo seguía en el aire, como flotando. Cerré los ojos por el espanto; cuando recibí un fuerte golpe y los abrí, me encontré en esta playa solitaria, sin rastro del buque ni de la tripulación. Es algo que jamás olvidaré, si lo contara nadie me creería.

—Yo os creo. Noté un golpe en la cabeza; no recuerdo más hasta que aparecí en la playa —explicó él.

El cuerpo alto y enjuto de Fernando Ruiz se tensó. Su piel era grisácea, como de ratón. Y su boca era fina, parecida a una trampa.

—Estas tierras están endemoniadas, Martín —adujo el oficial persignándose.

—¿Dónde estarán los demás hombres?

—A nadie he visto, cuando fui arrojado a este sitio era de noche y me sentía tan débil que me recosté a esperar que amaneciera pero parece que el cansancio me venció. Me duelen todos los huesos. ¿Aquello que se ve allá es la nave? —inquirió Fernando Ruiz mientras se frotaba las piernas mirando a lo lejos.

—Lo es. Ha quedado varada en la playa —respondió Martin mientras sentía como si una sombra se cerniera sobre él—. Tengo agua y algo de comida.

—Así que lograste entrar a la bodega… —dedujo Fernando Ruiz. La trampa de su boca se aflojó con una sonrisa.

—Lo logré, don Fernando. Pero poco pude rescatar. El sollado es el único camino ahora, y está cubierto por un amasijo de cuerpos putrefactos.

—Pues debemos darnos prisa en sacar la carga. Es muy importante —aclaró Ruiz sin dar más explicaciones.

Los planes de Martín empezaron a derrumbarse. Aunque un par de manos adicionales podrían ser de mucha ayuda, no sabía si podía confiar en Ruiz. Caminaron hasta el borde del agua, por donde era más fácil avanzar. Al rato, unos gritos llamaron la atención de ambos. Flotando sobre un madero se encontraban dos hombres, que braceaban para alcanzar la orilla. Fernando y Martín fueron en su ayuda. Se trataba del grumete que estaba de turno cuando los alcanzó la tromba y otro marinero apenas conocido para Martín de Paz, que besó la tierra en cuanto la pisó. Lo había visto algunas veces limpiando la cubierta. De manera que ahora eran cuatro. El asunto se tornaba cada vez más complicado.

Por su rango, Fernando Ruiz tomó el mando del grupo. Su primer objetivo fue sacar los cadáveres, tanto por darles cristiana sepultura como por dejar libre el camino a la bodega.

—No me parece buena idea, don Fernando. La enfermedad es grave y muy contagiosa, no conviene tocarlos —razonó Martin.

—En la bodega hallaremos con qué cubrirnos las manos, debemos quitarlos del paso, de lo contrario será cada vez peor.

Los cuatro hombres siguieron el mismo camino que había recorrido antes Martín. El hedor era espantoso. Una vez en la bodega, buscaron entre las cajas hasta dar con una que contenía calzas y medias de lana. Se cubrieron las manos con ellas y comenzaron la desagradable tarea de mover los cadáveres, atarlos con sogas e izarlos uno a uno a la cubierta para descolgarlos después hasta la playa. Tras ello baldearon el sollado, que seguía igual de pestilente, pero al menos el paso quedó expedito. Antes de que oscureciera aún tuvieron tiempo para volver a inspeccionar la bodega. Cargaron algunas de las cajas de víveres y un par de arcabuces. Cuando salían, a Martín no le pasó desapercibida la torva mirada que Fernando Ruiz lanzó a los cofres, otra vez cubiertos por la lona.

Anochecía y todos estaban exhaustos. Martín repartió galletas, finas lonjas de cecina y vino. Encendieron una fogata para espantar los mosquitos que, al caer la tarde, formaban nubarrones interminables. Ya anteriormente Martín había visto algo similar en Puerto Escondido, con Pizarro, donde se le ocurrió mojarse y rebozarse en arena, lo que resultó un buen remedio. Los otros tres siguieron su ejemplo y las maldiciones se redujeron a simples blasfemias.

Por sorteo, el primer turno de guardia correspondió al grumete. No quedaba un árbol en pie donde colgar las hamacas, pues el viento los había arrancado de cuajo, parecía un lugar devastado por la guerra. Martín se acostó sobre una manta y los otros se acomodaron como pudieron para pasar la noche.

De madrugada, Fernando Ruiz se incorporó y caminó hasta la orilla. Las nubes de mosquitos habían desaparecido, pero todo su cuerpo le escocía, más aún cuando se sumergió en el agua salada. Los demás también despertaron. Tomaron algo de bizcocho y se dispusieron a continuar el trabajo sin pérdida de tiempo.

El olor era insoportable. Las moscas revoloteaban sobre los cadáveres y no faltaban aves picoteando los restos. Lo primero que hicieron fue llevar los cuerpos tierra adentro e inhumarlos, lo cual los ocupó hasta mediodía. No pusieron nombres ni cruces, pues la idea era no dejar rastro del naufragio.

Debían recuperar la carga antes de que el casco se quebrara y lo hiciera más difícil, incluso podría echarse todo a perder. Pasaron lo que restaba del día y gran parte del siguiente izando con sogas cajas, toneles y cofres hasta que quedó todo depositado sobre la playa. Nadie dijo una palabra tocante al asunto, pero se podía palpar en el ambiente los pensamientos de cada uno respecto de la gran fortuna que encerraban aquellos cofres. Martín sonrió al reconocer la misma sensación que tuvo la víspera del reparto del oro en el Perú. Pero en esta ocasión eran solo cuatro hombres, y no parecía haber modo de salir de aquel lugar sin un barco que pudiera transportar la preciada carga.

Muy pronto todos se encontraban retozando en las cálidas aguas, cuyo color turquesa les hizo olvidar por un momento los avatares sufridos en las últimas horas. Pasado un rato, Fernando Ruiz los llamó a la orilla.

—Debemos construir una nave. No podemos esperar a que vengan a recogernos, estamos alejados de cualquier ruta. Anoche observé las estrellas y calculo que estamos a muchas millas al noroeste de lo previsto, no me explico cómo vinimos a parar aquí.

—Es uno de los misterios de estas aguas —enfatizó Martín—; hice cinco veces el viaje de España al Nuevo Mundo, y he oído contar cosas muy raras pero es la primera vez que me ha ocurrido algo así.

—Hará falta buena madera. Tendremos que ir bosque adentro —propuso José, el marinero que apareció con el grumete y que resultó ser el carpintero.

—Es mejor desmantelar el Santo Tomas —replicó Ruiz—. Debemos rescatar el compás, el sextante y las cartas de navegación. Todo ha de estar en el camarote que ocupaba el capitán. Y necesitaremos las herramientas de la carpintería.

—¿Y qué haremos con el oro? —preguntó Martín, decidido a no retrasar más la pregunta.

Por un momento se hizo un silencio sepulcral. El rostro color gris ratón de Fernando Ruiz adelgazó unos cuantos centímetros y se hizo más largo, si cabe, antes de responder.

—Ese oro no nos pertenece.

—¿De quién es, entonces? Estamos en tierra desconocida —argumentó Martín—, el Santo Tomás ha naufragado, su carga se ha perdido… ¿Quién sospechará otra cosa?

—No podremos navegar con esa cantidad de oro en una nave pequeña —adujo Ruiz.

—Eso lo entiendo. Pero el tesoro es nuestro; ¡lo es! —afirmó Martín con convicción—. Podemos al menos llevarnos una parte…

Los otros dos asintieron esperando la respuesta de Fernando Ruiz. Este miró los cofres apilados, luego uno a uno a los hombres.

—¿No os dais cuenta de que siempre quedaría una sospecha sobre nosotros? Si el buque se hundió con toda su gente y su carga, ¿cómo podríamos después aparecer nosotros con una gran fortuna? Sabrán que nos hemos apropiado del oro. Y, creedme, ese oro pertenece a Francisco Pizarro y no dejará piedra sobre piedra hasta encontrarlo. Es obstinado y peligroso.

—Es cierto. Lo conozco, navegué con él y con sus hombres, pero si lo planeamos bien nadie sospechará —dijo Martín, que tenía una idea en la cabeza desde que encontró el tesoro—. Hemos de ocultar el oro tierra adentro. Marcaremos con piedras el lugar para poder encontrarlo a nuestro regreso. Después construiremos una balsa y navegaremos hacia las rutas al oeste, hasta que topemos con alguna nave que nos devuelva a España. Contaremos lo sucedido y no tendrán más remedio que creernos. No es el primer barco que se pierde en el océano, ni será el último. Pasado un tiempo, cuando el asunto se haya olvidado, regresaremos aquí con una nave lo bastante grande para transportar el tesoro. ¿Estáis de acuerdo?

Todos asintieron con un grave movimiento de cabeza. Como si hubiesen sido impelidos por un resorte los hombres se pusieron en marcha. Lo primero sería ocultar el tesoro. Encontraron un sitio adecuado a poco menos de un kilómetro, una pequeña explanada junto a un cedro rojo. Espoleados por la ambición, consiguieron transportar la pesada carga en sólo una jornada, y la enterraron a unos cuatro metros de profundidad. Colocaron entonces una enorme piedra sobre el sitio para reconocerlo. Después alisaron el terreno de modo que nadie pudiera imaginar que allí había algo enterrado. Martín se encargó de hacer un plano por el que orientarse para alcanzar el lugar. Todos se sintieron aliviados cuando el oro quedó oculto. Aunque en aquellos momentos hubiera desembarcado en la isla el mismo Pizarro, sólo hubiera visto los restos de una nao maltratada por la tempestad, con la bodega vacía, y unos náufragos que habían tenido la suerte de salvarse.

Pero quedaba lo más laborioso: construir la balsa para salir de allí. Recuperaron del barco los instrumentos de navegación y las herramientas, y a partir de ese instante trabajaron sin descanso hasta caer rendidos cada noche para empezar de nuevo en la madrugada como en una danza frenética, desarmando los restos de la nave, dándoles la forma necesaria y luchando contra la plaga de mosquitos que al caer la tarde aparecían de manera puntual desde las marismas. José dirigía los trabajos, mientras manejaba con soltura los serruchos y martillos a los que estaba acostumbrado.

Las semanas pasaban y las provisiones fueron menguando; bastantes de los alimentos se habían estropeado por el calor y los insectos, pero no fue un problema pues aquellas aguas eran ricas en almejas, camarones y muchos tipos de peces, y también encontraron frutas comestibles y hasta la carne de los lagartos les pareció sabrosa. Cavaron un pozo a poca distancia y consiguieron toda el agua pura que necesitaban.

No fue fácil ni rápido; según las cuentas de Martín de Paz pasaron siete meses hasta que la balsa tomó forma y pudieron pensar en salir de aquel remoto lugar. Sobre el sitio donde enterraron el oro levantaron una pequeña construcción de piedra mezclada con arena y conchas, una especie de choza. Cubrieron el suelo con guijarros dispuestos de manera pareja y, sobre estos, una capa de lanchas de piedra. El techo, de tablas, no tardaría en desaparecer, pero eso no importaba. La construcción no resultaba sospechosa, cualquiera creería que habría sido por un tiempo el refugio de algún náufrago o navegante solitario. Estaba ubicada en el norte de la deshabitada isla, en la parte ligeramente más alta, donde la tierra era firme, pues hacia la costa y por el oeste existía una serie de esteros interminables, cuyas aguas se mezclaban con una corriente marina proveniente del subsuelo. Más a poniente la isla se transformaba en una sucesión de marismas por las cuales era imposible moverse. Una enorme cantidad de árboles cuyas raíces se entretejían formando plataformas, unas veces sobre el agua y otras en tierra firme, hacían incomprensible el laberinto acuático. Fernando Ruiz sospechaba que la isla formaba parte de un archipiélago, frente al continente norteamericano.

Martín veía con preocupación que se acercaba el momento de la verdad. Él mejor que nadie sabía que cuando había riquezas de por medio la lealtad y la amistad no contaban; sólo el interés y la fuerza, como sucedió en la campaña contra los incas. Aun así hubo problemas con la gente de Almagro. Y si no hubiera sido por el don de mando que caracterizaba a Francisco Pizarro todo hubiera quedado en una aventura más, cada uno por su lado, esclavo de su propia ambición.

Fernando Ruiz había tomado el liderazgo porque era el único oficial y porque lo ejercía con cierto talento. Martín se preguntaba qué tramarían los dos marineros siempre juntos de un lado para otro, murmurando entre ellos. Eran bastante robustos y no parecían tener mucho respeto a Ruiz. Antes de ocultar el botín, este había repartido a partes iguales algunas piezas acuñadas en el Perú por orden de Francisco Pizarro. Toscas monedas de oro hechas a martillazos y con una simple equis como distintivo. Martín no estuvo de acuerdo, pues sabía que podrían ser reconocidas. Aunque peor resultaría repartir barras de oro con la P de Pizarro acuñada en ellas. El mejor botín le parecía el de las perlas, que ni llevaban la marca de Pizarro ni llamaban tanto la atención, pues era un cargamento recogido en La Habana, enviado por la Casa de la Contratación. ¿Por qué llevar en sus talegas algo que podría causarles problemas? Fernando Ruiz decía que necesitarían el dinero para organizar el regreso a la isla, y no le faltaba razón. Y que las monedas les servirían en cualquier sitio, no así las perlas.

Una buena parte de la nao fue desmantelada y reutilizada en la construcción de una pequeña barcaza lo bastante fuerte como para llegar hasta alguna de las rutas que recorrían habitualmente las flotas de la Casa de Contratación. También cabía que se toparan con piratas o corsarios, por su aspecto de náufragos no esperarían encontrar mucho de valor pero podrían obligarlos a unirse a ellos, un camino que conducía fácilmente a ser devorado por los tiburones o a la horca. Decidieron quemar lo que quedaba del Santo Tomás para eliminar cualquier vestigio. La pólvora que aún guardaba la santabárbara haría el resto. Antes, Fernando Ruiz hizo una última inspección y regresó con un pequeño baúl que encontró en lo que había sido el camarote del médico. Contenía productos de farmacia, no eran muchos pero, según él, en aquel malhadado lugar podrían ser útiles.

—Debemos untarnos el cuerpo con esto para poder dormir sin que nos molesten los insectos. Lo he probado y surte efecto —dijo Fernando Ruiz a sus compañeros de fortuna.

Sin pensarlo, todos se untaron aquella especie de grasa en las partes de su cuerpo que sobresalían de sus ropas y, en efecto, los mosquitos dejaron de ensañarse con ellos. A partir de ese momento Fernando Ruiz fue considerado como si fuese médico. Una noche, el grumete y el carpintero debían de haber comido algo en mala condición, pues ambos presentaban cólico y dolor en el vientre. Ruiz les preparó un brebaje que, según dijo, aliviaría la molestia. A la mañana siguiente Martín los zarandeó, viendo que no despertaban.

—Don Fernando, José y Antonio no despiertan. ¡Parece que están muertos!

Fernando Ruiz se volvió tranquilo en su hamaca, como si la noticia no le causara asombro.

—Martín, cuatro personas dueñas de un secreto son demasiadas. No confiaba en ellos. Sabes a qué me refiero…

Martín quedó atónito ante lo que Fernando Ruiz insinuaba, pero no dijo nada. Ya estaba hecho y no tenía remedio. El otro continuó:

—¿Qué sucedería si empezaran a airear esas monedas? Son únicas. En cambio tú, a pesar de tu juventud has pasado por situaciones similares y sabes del peligro que podríamos correr ambos si alguien llegara a enterarse de lo que aquí ha sucedido.

—Ya os lo dije, me parece temerario que llevemos con nosotros las monedas, creo que deberíamos llevar únicamente las perlas. Si alguien nos encuentra esas monedas, de inmediato sabrá que pertenecieron al Santo Tomás.

—Nadie en su sano juicio pensará que tenemos en nuestro poder el tesoro. He procurado disimular el aspecto del bote con la madera de cedro rojo de estas tierras para que no reconozcan en él alguna parte del Santo Tomás, del que ya no queda rastro. Es imperativo que hagamos un juramento, Martín. Hemos de prometer que solo regresaremos a este lugar juntos, para rescatar el tesoro. ¿Lo juras?

Los finos labios de Fernando Ruiz apenas se movían al hablar, y en sus ojos vio Martín el brillo de la ambición que tan bien conocía. Había matado a los marineros porque ya no los necesitaba. A él aún sí, solo no podría botar ni gobernar la barcaza, ni conocía bien las rutas. Cuando alcanzaran la zona prevista, estaba seguro de que esperaría el momento oportuno para deshacerse de él, como había hecho con los dos marineros.

—Por Dios lo juro —contestó. ¿Qué otra cosa podía hacer? Dios sabría en su momento qué partido tomar, y lo dejó en sus manos.

—Lo juro por lo más sagrado —repitió Fernando Ruiz. Y la trampa de su boca se volvió a aflojar en una sonrisa.