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Finisterre
14 de septiembre de 2011
Revisé lo que acababa de leer para verificar las cantidades, antes de que el manuscrito decidiera volver a quedar en blanco. Allí estaba: diez toneladas de lingotes y catorce mil de las primeras monedas de oro hechas en el Nuevo Mundo por orden de Francisco Pizarro, además de la plata… Aquello debía valer una fortuna. Mucho más de lo que en principio yo había imaginado. ¿Cómo manejar esa expedición? La logística requeriría de permisos. No podríamos ir a una isla y empezar a excavar en unas ruinas consideradas tal vez patrimonio histórico. Y era solo el primer inconveniente. Ya se me ocurrirá alguna solución, pensé.
Cuando llegamos a las inmediaciones de la iglesia de Santa María das Areas, Erasmus preguntó en perfecto español por dónde ir a la ermita de San Guillermo. El hombre, apoyado en un mojón de cemento, le indicó que siguiera el camino del faro. Por suerte todo estaba bien señalizado, pues transitaban por allí muchos peregrinos siguiendo el Camino de Santiago. Después de pasar el mirador, una pista de tierra nos dejó en las cercanías de la ermita, que resultó ser un conjunto de ruinas. Era un sitio bastante concurrido por personas con cámaras y aspecto de turistas. A poca distancia se encontraba una enorme piedra, debía de ser la piedra cama de la que hablaba la nota que descifró Erasmus.
Cincuenta metros poniente, decían las instrucciones de Giulio Clovio. Encaré esa dirección, que conducía ladera abajo. Hacia allí habría que contar los cincuenta metros, pero no era el momento. Me dediqué a observar al resto de los visitantes, cualquiera de ellos podría ser agente de Spiros. Los cuatro estábamos en alerta. Pasé mi brazo por los hombros de Krista y la llevé al borde del acantilado cubierto de grama, procurando parecer una pareja de simples turistas. Ella así lo comprendió y recostó su cabeza en mi hombro.
—¿Qué piensas? Estás muy callada.
—Hay demasiadas coincidencias. Lo de la isla Sapelo me parece extraordinario. De todas las islas que existen al norte de Bahamas, ¿tenía que ser esa exactamente? Me gustaría saber qué hay detrás de todo esto.
—También lo he pensado, pero centrémonos en lo que hemos venido a hacer aquí.
—Hay mucha gente ahora. Deberíamos hacer la incursión mañana de madrugada, cuando no haya nadie.
—¿Qué propones? ¿Esperamos aquí hasta la madrugada?
—Sería lo mejor. Habríamos de regresar muy pronto y no conocemos la zona. Además, apenas tengamos lo que sea que encontremos, volveremos al aeropuerto.
Expliqué el plan a Thomas y a Erasmus mientras caminábamos por los alrededores tomando unas cuantas fotos, como hacía todo el mundo. Pero los planes se modificaron cuando descubrimos con sorpresa un hotel al lado del faro. «O semaforo», lucía el rótulo, y se veía encantador, muy apropiado para el entorno y para nosotros, aunque no con suficientes habitaciones libres. Solo quedaban dos dobles, lo cual no me desagradaba en absoluto. Dormiríamos unas cuantas horas y saldríamos de madrugada. Dejé pagadas las habitaciones para no perder tiempo por la mañana. Los dormitorios tenían nombre, el de Erasmus y Thomas: «Osa Mayor» y donde dormiríamos Krista y yo: «Vía Láctea», ambos con techos abuhardillados.
Me gustó estar en el fin del mundo al lado de Krista. Finisterre era un nombre que tenía un encanto especial, al menos para mí: «Fin del mundo». Los tonos dorados que se iban tornando naranjas se duplicaban en el mar, el sol iniciaba su lento declive, un momento mágico que desde la terraza del hotel, que parecía hecha por la naturaleza para contemplarlo, me pareció un evento único, indescriptible. Las ondas marinas arrugaban el sol que se reflejaba en el mar como si se tratara del papel crepé que utilizaba en mis trabajos infantiles en la escuela. El viento empezó a arreciar y el papel crepé se transformó en cartón corrugado. La cabellera de Krista rozó mi cara, saqué la mano del bolsillo del anorak y la atraje hacia mí en un afán protector. El acontecimiento en el que me hallaba envuelto, una expedición romántica basada en un suceso extraordinario, hizo que ese momento quedase grabado en mi retina para siempre.
No sé qué pasaría por la mente de Krista, pero yo estaba emocionado hasta las lágrimas. Como cuando escuchaba la música que acompañaba mis días sin Huguette. Es mala idea escuchar la que uno disfrutó con el ser amado una vez que este ha desaparecido de nuestra vida. La cabeza de Krista recostándose en mi hombro me volvió a la realidad. Ella posó su mano sobre la mía y la presionó, como si supiera que yo necesitaba su afecto. ¡Ah, las mujeres! Su sexto sentido es único y siempre oportuno.
La cena fue frugal, todos pedimos pescado con patatas al vapor, ensalada, y nada de alcohol.
Los demás comensales parecían personas corrientes, nadie desentonaba con el ambiente vacacional, y lo mismo procuramos nosotros. Después de la cena nos reunimos en la «Vía Láctea».
—Saldremos a las 4:30 a. m. —dije, mirando mi reloj.
—A esa hora aún será de noche, en esta época del año amanece pasada las siete y media según dice aquí —señaló Thomas. Tenía en sus manos un folleto del hotel.
—Mejor. Tenemos linternas, palas y picos por si son necesarios, y cualquiera que esté merodeando a esa hora será gente de Spiros sin duda —dijo Erasmus.
—La piedra cama auténtica ya no existe, pero se supone que estaba donde ahora está la enorme roca que vimos, en el mismo sitio. Debemos situarnos frente a ella y mirar en dirección a poniente, a una distancia de cincuenta metros. No sabemos si aún estará allí lo que buscamos, han transcurrido muchos años, aunque supongo que Clovio tomaría algunas precauciones —dije, no muy convencido—. A las 4:30 espero verlos preparados en el coche.
Erasmus y Thomas fueron a su habitación y Krista se sentó en su cama. Se descalzó y se recostó vestida. Yo hice igual y apagué la lámpara. Cuando nos acostumbramos a la oscuridad vimos el cielo a través de las ventanas del techo. La luz del faro se colaba por las persianas y el sonido del viento por momentos parecía que arrancaría el techo de cuajo. Fue hermoso. Pensé que aunque no sacara nada de ese loco viaje, solo por esa extraña noche habría valido la pena.
—Todavía no puedo creer que esté sucediendo todo esto —dijo ella.
—Es exactamente lo que yo pienso, Krista. Pero ¿me creerías si te digo que lo estoy disfrutando?
—Lo creo, porque igual me sucede a mí. Desde que te conocí no han dejado de sucederme cosas raras. Pero todas emocionantes.
—¿Y lo dices tú, que has sido una especie de Mata Hari?
Krista guardó silencio. Pensé que se había quedado dormida.
—No sé por qué la gente piensa que Mata Hari fue una gran espía. Fue todo menos eso —respondió de improviso.
—Al menos fue hermosa…
—En eso también te equivocas. Es solo una historia insulsa manipulada por Hollywood. Tenía un físico ingrato, hinchado y blando. Mutilado en cierta parte en la que a los hombres les gusta entretenerse. Una danzarina que ni siquiera sabía bailar. Lo que tampoco le hubiera servido de nada, porque era tonta. Acabó enredándose en su propia tela de araña; encontró el medio de hacerse fusilar por los franceses sin haber rendido el menor servicio a los alemanes.
—¡Vaya! Echas por tierra a una de las mujeres que más admiraba. No comprendo entonces por qué quería hacerse pasar por espía.
—En realidad era prostituta. Le gustaba hacerse notar, eso sí. Y tenía algunos clientes de importancia. Hay hombres que se arriman a cualquier cosa. El cine americano eleva a ciertos personajes a unos pedestales que tergiversan su verdadera historia. Como a los agentes secretos. Si James Bond hubiese existido, con seguridad lo habrían atrapado al cruzar la puerta. Las películas sacadas de las novelas de Ian Fleming están repletas de hechos inverosímiles. Un verdadero agente nunca lleva un arma encima, no sirve de nada, pues solo en las novelas se puede escapar a tiros de veinte o treinta policías. La única y mejor defensa de un agente es que tenga la apariencia de una persona común.
—¿Y cómo fue que te hiciste agente de Stratfor? Me temo que tu apariencia no es tan común.
—Lo de Stratfor fue distinto. Pertenecí al ejército norteamericano y cuando pedí mi baja me pareció la mejor opción. No entré allí para ser espía sino para formar parte de las fuerzas especiales. No es broma cuando te digo que estoy preparada para cualquier eventualidad.
—¿Incluyendo la tortura?
—La tortura es innoble y degradante para quien la practica. Y la mayoría de las veces, ineficaz. Prefiero el interrogatorio psicológico. La tortura hace hablar hasta al que no tiene nada que decir.
—Me refería a si te habían preparado para soportar la tortura.
—Oh… sí. Claro, es parte de nuestro entrenamiento.
Prendí la luz de la lámpara y me senté en la cama.
—¿Qué crees que resulte de todo esto, Krista?
—Estoy segura de que hay gente de Spiros aquí. Ha de estar desesperado por conseguir dinero.
—No los hemos visto.
—Creo que sí los he visto. Y me parece que Erasmus también.
—¿Y por qué no me lo dijeron?
—Es preferible que te concentres en lo que debes hacer. Nosotros nos podemos ocupar de ellos.
—¿Sabes una cosa? Dudo mucho de que encontremos lo que buscamos. Aquí hay demasiada gente pululando por todas partes, no creo que algo del siglo XVI pueda encontrarse todavía en un sitio tan trillado. Hasta he visto restos de ropa quemada en la ladera que hemos de investigar.
—Según Erasmus los peregrinos queman sus ropas como un ritual. Pero tienes razón, hay demasiados cambios. Los restos de la Ermita donde estaba la cama de piedra fueron removidos hace unos años porque debajo hallaron vestigios arqueológicos; no me extrañaría que hubiesen encontrado entonces lo que andamos buscando. Pero ya que estamos aquí…
—Ya que estamos aquí llevaremos a cabo lo planeado hasta el final, ¿no? —agregué sonriendo.
—Me temo que será más difícil de lo que pensamos. Para entrar en la isla Sapelo necesitaremos permisos. No tenemos una nave lo bastante grande para sacar todo ese oro de allí. Lo veo muy complicado, Frank. Diez toneladas de oro, cinco de plata y miles de monedas…
—Por ese tesoro vale la pena, Krista.
—Duerme, Frank, es lo mejor que puedes hacer ahora.
Tenía razón, preocuparme no resolvería nada. Krista me inspiraba una sensación de seguridad que empecé a comprender esa noche. Tenía una sangre fría solo comparable a la de Erasmus. Me hubiera gustado que se metiera en mi cama, pero no me atreví a proponérselo.