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Thomas Cooper
Nueva York, Manhattan
9 de septiembre de 2011
Si no hubiera sido porque aún no había probado bocado ese día Thomas hubiera seguido leyendo, pero prefirió prepararse un emparedado de rosbif y lechuga y abrió un envase de jugo de naranja. Comió con fruición sin dejar de observar el manuscrito sobre la mesa.
Aunque la manera de haberlo obtenido era poco común, más extraño era el contenido. Como leer el futuro, uno no muy lejano, apenas un día de diferencia, pero futuro al fin. ¿Por qué había llegado a sus manos? Tal vez todo estuviera en su mente, tal vez era la manera como los escritores fraguaban sus novelas. Tal vez él estuviera volviéndose loco, pensó.
Se sentía frustrado por no haber podido escribir una novela. En el taller de escritura al que asistía le parecía sentir la mirada de conmiseración de los compañeros, algunos de ellos brillantes. ¿Sería esta la oportunidad para dejar de ser un repartidor de pizzas y convertirse en escritor?
Cuando leyó la primera novela supo que algún día lo sería; desde entonces no había parado de leer y estudió literatura con la certeza de que era el camino adecuado, pero con el tiempo comprendió que la teoría iba en una dirección y la genialidad en otra. Y esa mañana habían puesto en sus manos un manuscrito, como si la persona que lo hizo supiera exactamente que lo necesitaba.
¡Tenía tantas ideas!, pero lo difícil era transformarlas en una historia coherente que atrapara al lector, y que a través de las palabras formadas por cada una de las letras puestas allí expresamente con esa intención, la magia de transportarse a otros mundos se hiciera realidad. Tal como le sucedía cuando leía las obras que tanto le gustaban.
Se apresuró a terminar de masticar el resto del sándwich y volvió al manuscrito mientras tomaba un sorbo de jugo de naranja.