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Giulio Clovio
Roma
16 de noviembre de 1570
A mi respetado, muy Reverendísimo y Eminentísimo, señor Alejandro Cardenal Farnesio:
Acaba de llegar a Roma un alumno de Tiziano, un joven candiota, el cual, a mi parecer, es del pequeñísimo número de aquellos que sobresalen en pintura; y entre otras cosas ha hecho un autorretrato que ha llenado de admiración a todos los pintores presentes en Roma. Yo desearía vivamente colocarlo bajo la protección de vuestra Eminencia, siendo solamente necesario alojarlo hasta que logre salir de su penuria…
Luego de terminar la carta con una serie de halagos y agradecimientos puso su firma:
D. Giulio Clovio
Era lo menos que podía hacer por el joven Doménikos Theotokópoulus, su amigo aunque le llevase todos los años del mundo. Le recordaba a él mismo cuando apenas empezaba. O al hijo que nunca pudo tener. ¡Ah, Sofonisba!, pensó. Si tan solo… Pero fue un amor imposible. En aquel tiempo él, con cincuenta y cinco años, ya era viejo para una mujer joven que tenía dote y fortuna. Y un padre demasiado estricto. ¿De qué había valido, según decían, ser considerado el mejor miniaturista de la época? Absolutamente de nada. Solo dos cuartos, dos criados y un caballo. En casa ajena. Al menos Doménikos le haría compañía, aunque presentía que por poco tiempo. El joven tenía un talento extraordinario; le había encargado un retrato, que debía ser lo más parecido posible al que le hiciera su amada Sofonisba Anguissola, cuando era su alumna, más de veinte años atrás. Caprichos de la vejez, le había dicho. Y era cierto. Quería contemplar ambos retratos para ver con claridad el paso del tiempo. El joven Doménikos tenía una predisposición especial para enseñar, y era muy paciente en sus clases de griego, aunque el idioma no fuese muy difícil para él, al ser de origen croata. Era su caligrafía lo que le fascinaba.
—Maestro, ¿lo interrumpo? —preguntó Doménikos abriendo la puerta con delicadeza.
—Nunca interrumpes, Doménikos. Justamente estaba pensando en ti. Verás que tus problemas serán resueltos.
—Explíqueme, maestro —dijo el joven dejando recostado en la pared lo que traía en las manos.
—Y deja de llamarme maestro. No puedo enseñarte nada que no sepas. ¿Es ese mi retrato? —Señaló el envoltorio.
—Sí… don Giulio. Lo acabé hace dos días, estuve esperando a que secara del todo, pero el sitio donde me alojo no es seguro, por eso no vine a verlo.
—¡Ábrelo, por favor!
Doménikos se apresuró a complacer a su anciano amigo desenvolviendo el retrato que colocó recostado en el respaldo de una silla, al lado de la ventana.
No era muy grande. Giulio Clovio le calculó unos sesenta y tantos centímetros de alto por algo así como ochenta de ancho. El rostro surcado por los signos de la vejez en el que un ojo era más grande que el otro. Denotaba el cuidado y la minuciosidad con la que Doménikos ejecutaba su arte. Era casi como verse en un espejo.
—Mira… ¡Y tengo en las manos el Libro de las Horas de la Virgen! Abierto en el fascículo que muestra a Dios en la creación del Sol y de la Luna… Doménikos, eres grande, eres de origen griego, la cuna de la civilización, querido amigo… El Greco, sí. Ese eres tú.
—¡Qué dice!, maestro; los griegos no somos bien vistos en Roma, donde hay tantos artistas, prefiero que me llamen Doménikos que al menos suena más italiano.
—Como sea que te llamen, no importa, eres grande ya. Ah, pero te tengo una sorpresa. Le escribo a mi benefactor para que te dé cobijo en su casa, así estaremos juntos y podremos aprender el uno del otro.
Giulio tomó la carta y se la enseñó. Luego procedió a plegarla y poner su sello. Llamó a uno de sus criados y se la entregó.
—Lleva esta carta al cardenal Alejandro Farnesio.
Sin esperar respuesta dio media vuelta y miró el retrato por segunda vez, en silencio. Sin duda era él. ¡Qué viejo estaba! Sus setenta y dos años le pesaban cada vez más. Y pronto no podría seguir observando el mundo, pues su vista no era la de antes.
—Maestro, no sé cómo pagarle tanta bondad, ha sido el único que me ha ayudado en esta ciudad, ¡algo debo hacer!
—Ya lo has hecho, amigo mío.
—¡Pero si me dio el lienzo y las pinturas! Lo único que hice fue pintar su retrato.
—¿Te parece poco? Y no vuelvas a llamarme maestro.
—Ya sé… Aguarde.
Doménikos abrió la talega que siempre llevaba consigo y extrajo un objeto diminuto. No mediría más de dos centímetros de diámetro. Se lo mostró con aire triunfal.
—Por favor, recíbalo, es lo único de valor que tengo, un reloj de cuerda, lo recibí como pago de un comerciante por hacer el retrato de una de sus hijas. Aunque soy consciente de que no quedó muy bien, él pareció tan satisfecho que me obsequió el reloj. Dijo que es un objeto único. Yo lo guardaba para algún momento de apuro, pero prefiero obsequiárselo, mi venerado amigo, pues sé que le gustan las miniaturas.
Giulio puso el diminuto objeto en la palma de su mano sin lograr distinguir con claridad de qué se trataba. Sacó la lupa de uno de sus bolsillos y lo examinó con cuidado. Era una bella obra de arte. Tenía una pequeña ruedecilla con la que supuestamente debía dársele cuerda, según las indicaciones que iba diciendo Doménikos, y una pequeña palanca para situar el minutero y el segundero. Pero ¿quién querría un reloj tan diminuto?, ¿con qué finalidad lo habrían construido?, se preguntó mientras la curiosidad lo invadía.
El joven observó satisfecho el efecto que el reloj ejercía en el anciano. Le parecía un niño con un juguete nuevo.