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Thomas Cooper

Manhattan, Nueva York

9 de septiembre, 2011

Thomas dejó el manuscrito sobre su atiborrado escritorio y se frotó los ojos. Le ardían. Había estado leyendo desde que llegó a sus manos, y la historia le había fascinado. Se preguntaba cómo terminaría todo. ¿Sería posible que se pudiese guardar un secreto tanto tiempo dentro de un diminuto reloj? Vio el suyo y era casi medianoche.

Apagó la luz y pudo ver el extraño brillo del anillado del documento que había llegado a sus manos esa mañana. Si creyese en la brujería diría que el manuscrito era mágico, pero la magia no existía. Simplemente un escritor había imaginado una historia que sucedía por las mismas fechas en las que él la estaba leyendo. Debía pensar con lógica, no había otro camino, y se tranquilizó. Procuró dormir, pues con la vista tan irritada no podía seguir leyendo. Dejó sus anteojos en la mesilla de noche y cerró los ojos.

Lo primero que hizo al abrirlos por la mañana fue dirigir la mirada hacia el manuscrito. Siguió leyendo y pasó al siguiente capítulo. La historia de Giulio Clovio que tanto le había interesado no proseguía, tampoco la de Frank Cordell; ahora era un tal Spiros Dionisius quien aparecía. Su nombre le trajo recuerdos de las primera páginas, era el griego que le había «robado» la esposa al coleccionista, propietario de la tienda de antigüedades.