37
El Unicornio
Océano Atlántico
Spiros nos dio la bienvenida y sin importarle nuestro aspecto nos abrazó uno a uno. Él lucía como siempre, impecable. Había tenido tiempo de asearse. Nosotros, en cambio, parecíamos salidos de una batalla campal, sucios y con una barba de varios días, necesitábamos con urgencia adecentar nuestra imagen. Y fue lo primero que hicimos. Cada uno dispuso de una habitación con baño y todo lo necesario. Media hora después, con ropa limpia y acicalados, nos reunimos en uno de los muchos salones del enorme barco. Era la primera vez que subía a un yate de esa envergadura, parecía un hotel flotante. Krista apareció preciosa, sus ojos azules contrastaban con el tono bronceado que había adquirido su piel en esos días, y su cabellera suelta le daba una apariencia muy femenina. No quise preguntarle de quién era la ropa que llevaba puesta. Eso me recordó que en cualquier momento me toparía con Huguette. De algún modo me sentí protegido por la presencia de Krista.
—Spiros… debo disculparme. Por un momento pensé que nos habías abandonado en la isla, lo reconozco. —Me sinceré, avergonzado.
—Aprendí de mi padre que el mayor capital de un ser humano es su palabra. Lástima que no todos piensen igual, de otro modo no estaría en la situación en que me encuentro. Amigos, no sé cómo ni por qué ese bendito manuscrito apareció en nuestras vidas, pero sin duda ha de haber un extraordinario motivo que no alcanzo a imaginar. Brindo por nosotros y porque este negocio resulte el mejor para todos.
Elevamos y chocamos nuestras copas. Las palabras de Spiros me emocionaron.
—Spiros, ¿qué trato hiciste realmente con Asmuldson? —le pregunté.
—Él tuvo que aceptar mi propuesta, Frank. De otra manera corría el riesgo de ser descubierto. Acabé hablándole claro.
—Pero hemos dejado en libertad a un asesino…
—Me relató lo ocurrido y yo le creo. La joven que vimos enterrada era una excursionista. Quiso trepar sobre las ruinas, cayó desde lo alto y se partió el cuello.
—¿Cómo no lo declaró? Me parece que te has…
—Sigue escuchando. Ellos se conocieron hace meses, en Darien. La chica había venido poco antes de algún país del Este de Europa, estaba sola, sin trabajo y apenas hablaba inglés. Asmuldson se interesó por ella, en realidad tuvieron un romance. La invitó a pasar unos días aquí, era la primera vez que ella venía a la isla. Cuando sucedió el accidente él se asustó. Asmuldson tiene antecedentes, su exmujer lo denunció hace unos años por un delito de lesiones. Por lo visto el tipo es un mujeriego. Ya sabes hasta dónde pueden llegar algunas mujeres en esas circunstancias. Él lo negó, pero fue condenado. Entonces vivía en Atlanta, y huyendo de más problemas decidió marcharse a algún lugar perdido, lejos del mundo —miró a Krista—, y llegó aquí.
—Ya. Y ocultó el cadáver, pensando que por sus antecedentes lo culparían —deduje sin convicción.
—Eso es. Nadie sabe que ella iba a encontrarse con él. La vieron en el ferry y ahí se pierde la pista. Por eso los carteles…
—No sé, Spiros. Él te dijo su versión…
—Yo le creo, y ha servido para que Asmuldson nos cubriera la salida. Además, le transferí a su cuenta cierta cantidad, aunque no me pidió nada. Quise asegurarme su lealtad. Mientras nosotros estábamos en plena faena él entretenía al guardacostas. A estas horas deben estar durmiendo la borrachera.
—No niego que nos fuera de utilidad, pero pensar que pudo haber asesinado a la chica…
—No la mató, Frank, estoy seguro. Era una mujer sola, había abandonado su casa desde los dieciséis años, sin parientes conocidos. Asmuldson pensaba casarse con ella. Parecía muy afectado —insistió Spiros.
—Si tú lo dices… —No deseaba deslucir la reunión con mis dudas, así que preferí guardar mis pensamientos.
—Mañana por la tarde nos dará alcance el amigo ruso del que les hablé, el que pensaba comprarme este yate y el Pegasus. Se hará cargo del tesoro. Después del almuerzo quiero que me acompañen abajo para que vean el oro por ustedes mismos, ya no habrá otra oportunidad. Es impresionante.
—¿Quién es el ruso?
—Yaroslav Bogdanovich. Yarik, para los amigos. Uno de los hombres más ricos del mundo, con todos los contactos que te puedas imaginar. Si tienes algún «negocio problemático», Yarik puede resolverlo, sin duda. Era amigo de mi padre. Ahora, mío.
—De manera que es él quien encontrará comprador. ¿Quién pondrá el precio? —preguntó Krista.
—Vendrá con un tasador, experto en monedas antiguas y gran conocedor de Historia. Hasta es probable que vendamos todo el cargamento al mismo Yarik, sería lo más sencillo —dijo Spiros.
De pronto se dirigió a su antiguo guardaespaldas:
—Mi querido Erasmus, el dios Apolo… ¡Quién hubiera dicho que estaríamos otra vez frente a frente en este barco!
—Cierto, Spiros, quién lo diría.
Me pareció un extraño intercambio de palabras, pero no presté mucha atención. En aquellos momentos mi mente iba de los lingotes a las monedas, de las monedas al manuscrito, de este a Krista y por último a Huguette, a quien vería aparecer en cualquier momento.
Llevé aparte a Spiros y le hice una pregunta que me venía quemando los labios.
—¿Le contaste a Huguette que estás en quiebra?
—Lo hice. También lo del oro.
—Supongo que quedó más tranquila.
—Sí, Frank, pero tiene una actitud un poco extraña, no sé qué pensar.
—No será por mí, ¿le dijiste que estoy con Krista?
—Pierde cuidado, no creo que sea por eso. Por ahora mi preocupación no eres tú, mi querido amigo.
Hizo un amago de sonrisa y fue a reunirse con los otros. Sus enigmáticas palabras me hicieron pensar, pero no pude imaginar el motivo de su inquietud. El próximo e inevitable encuentro con Huguette me ponía nervioso. Ella no me importaba pero la idea de volver a verla me devolvía la inseguridad de meses atrás.
Cuando escuché el silencio me volví hacia la puerta. Era Huguette. ¿Cómo describirla sin mezclar mis emociones? La vi más hermosa que nunca. Huguette era de las raras criaturas que tienen un irresistible atractivo animal. Sin embargo, yo había creado una barrera mental respecto a ella. Podía admirarla como lo haría con un jarrón de la dinastía Ming. Segundos después del primer impacto supe que ya todo era historia pasada y mi regocijo interior sustituyó a la ansiedad.
Huguette, tras su entrada triunfal, vino hacia mí directamente.
—Hola, Frank, me alegro de volver a verte.
—Hola Huguette. A mí también me da gusto —respondí. Ella nunca sabría cuánta verdad encerraban mis palabras.
Spiros la tomó de la mano e hizo las presentaciones. Huguette miró a Krista de arriba abajo, sin disimular su curiosidad. Krista se dejó observar con su acostumbrada calma. Pude compararlas y me sentí orgulloso de Krista, tuve la necesidad de acercarme a ella y pasarle un brazo por los hombros, como para demostrar que me pertenecía. ¡Qué ilusos somos los hombres! Nuestros gestos, todavía cargados por eones de ideas machistas, en casos como ese salen a la superficie de manera infantil.
Erasmus y Huguette ya se conocían, de manera que Spiros pasó de largo, pero Huguette se acercó, le sostuvo la mano y le dio un beso en la mejilla con familiaridad. El cuello de Spiros mostró rigidez por un segundo. Observé la escena y, por primera vez desde que conocía a Erasmus, noté un brillo extraño en sus ojos. Y no sé si fue mi imaginación, pero su rostro adquirió matices más nobles. Bajó la mirada como si se diera cuenta de que podría delatarse y apuró el contenido de su copa. Por un instante vi a un hombre atormentado, cuyos ojos contenían odio y amor al mismo tiempo. Creo que fui el único que lo noté. Los demás estaban inmersos en la contemplación de Huguette, Thomas no era la excepción, a pesar de que compartía su interés con el manuscrito, firmemente aferrado bajo el brazo. Sólo Krista me miró, interrogante. Sabía que yo había detectado algo pero no me dijo nada.
La cena transcurrió con una rigidez poco usual, Spiros no estaba cómodo esa noche. Huguette no hizo preguntas, lo que me asombró, pues estaba acostumbrado a su manera de ser, siempre impulsiva. Después supe que tampoco estaba de humor para indagaciones, más allá de lo que en aquellos momentos cruzaba por su mente.
Un ligero zumbido me hizo notar que los motores del yate se habían puesto en marcha. El barco se meció con suavidad. Spiros explicó:
—Navegamos hacia el punto de encuentro con el otro yate. No hay de qué preocuparse.
Al finalizar bajamos todos, excepto Huguette, a una de las bodegas del yate. Era el momento que estábamos ansiando. Las cajas, unas sobre otras, y una mesa en un rincón. Cada caja tenía pintada una enorme «P». Su madera, aunque agrietada por la humedad y el tiempo, aún mostraba toda su nobleza. Sobre la mesa, cuatro lingotes de oro, dos de plata y una caja de monedas de oro antiguas, toscas y pesadas, marcadas con una rudimentaria equis. A un lado, un recipiente de vidrio rebosaba perlas de varias tonalidades y tamaños.
—Lo que hemos hallado supera nuestras expectativas —dijo Spiros—. Los lingotes de oro son de 24 quilates. Cada uno pesa diez kilos y en cada caja hay diez lingotes. Son cien cajas de oro, las diez toneladas de que hablaba el manuscrito. Cuatrocientos treinta millones de dólares, a precio de mercado. Además, catorce cajas de mil doblones, excepto una en la que solo hay seiscientos, todos de oro puro, suman trescientos sesenta kilos. Las monedas tienen un valor diferente según su antigüedad, y estas son únicas. Es posible que acaben teniendo más valor que todos los lingotes. Recuerden que un solo doblón se tasó en siete millones…
—Pero será mucho más difícil colocarlas, ¿no? —indagué.
—Si Yarik se queda todo, ese no será nuestro problema. Podemos aceptar un precio razonable, para él es una inversión a largo plazo. La plata vale mucho menos pero, ya que estaba allí, no podíamos dejarla… —Todos reímos la broma—. Los lingotes valdrán unos tres millones. Podríamos pensar en una cantidad total de diez cifras.
Todos nos quedamos mudos. Yo no esperaba que fuese tanto, era una enormidad, incalculable para mí, no puedo imaginar una cantidad con tantas cifras.
—¡Lo hicimos! —balbuceé.
—¡Sí! ¡Lo hicimos! —gritó Thomas—. ¡Lo hicimos! ¡Lo hicimos!
Pronto todos gritábamos como locos y nos abrazábamos. Krista se fundió conmigo en un intenso abrazo, al que correspondí con pasión, mientras Thomas besaba el manuscrito y Erasmus hundía las manos en la caja de doblones y jugaba con ellos, como el personaje de Molière.
—Amigos…, gracias. Gracias Thomas, por llamarme ese día.
—Gracias a ti, por no pensar que estaba loco, Spiros.
—Yo estaba al borde del suicidio. Me hubiera aferrado a cualquier idea por loca que fuese —dijo Spiros sonriendo.
—Gracias, Krista, por empeñar el reloj —se me ocurrió decir.
—¿No se han dado cuenta de que todos los que estamos aquí llegamos por estar mencionados en el manuscrito? Tal vez exista un motivo para ello —señaló Thomas.
No quise darle más vueltas. Ya era suficiente todo lo sucedido, lo que dijera el manuscrito en adelante ya no me importaba.