35
Isla Sapelo
Conociendo el terreno
Durante el trayecto en el jet de Spiros, un vuelo de poco más de dos horas, Krista y yo nos sentamos juntos, tomados de la mano. Me sentía enamorado, y por momentos lo único que me interesaba era estar a su lado y dejar toda esa locura. Pero la idea de ser rico era tentadora, más aún al lado de una mujer como Krista; de cumplirse, sería el hombre más feliz del mundo. Y ya no podía echarme atrás.
Vista desde arriba, la isla Sapelo parece estar unida al continente, del que sólo la separa un laberinto de marismas, o manglares, como los llamaba Krista. Razón tenía Martín de Paz cuando dudaba desde un comienzo si habían encallado en una isla o en tierra firme. Se diría que en algún tiempo pasado hubiese formado parte del continente, junto con otras pequeñas islas a lo largo de la costa. Tenía curiosidad por conocer la casa donde había vivido Krista con la anciana señora Madock durante seis años. Pero más curiosidad tenía por saber si seríamos capaces de encontrar el tan ansiado tesoro.
Descendimos del avión en el aeropuerto de Sapelo, al sureste de la isla, una sencilla instalación mínimamente equipada, sin más tráfico aéreo en aquellos momentos que nuestro aterrizaje. Krista y yo fuimos directamente a la oficina de la agencia a retirar la camioneta de alquiler, una gran Yukon de color gris plomo. En realidad no sé si llamarla oficina, era sólo un escritorio tras el que un hombre, que parecía haber despertado segundos antes, nos atendió con pasmosa lentitud. Mientras llenaba un impreso observé en una de las paredes la foto de una mujer. «Desaparecida», indicaba un rótulo, bajo un nombre al que no presté atención, pero sí me fijé en la fecha, seis meses atrás.
Mientras tanto, los demás descargaron el Pegasus. Varios bultos con los detectores, tiendas, algunos picos y palas, carretillas, mochilas con efectos personales, incluyendo botellas de agua, repelente de insectos, algo de comida y algunos objetos más que Krista nos instó a empacar. Cosas que hubiéramos podido encontrar en la isla, pero nuestra idea era dejarnos ver lo menos posible entre la población. No quiero imaginar lo que llevaría ella en su gran mochila. Como toda mujer era absolutamente precavida.
—No cabrá todo en la furgoneta —dijo el hombre de la agencia, cuando vio el equipo—. Les sugiero que alquilen otra.
Salvado ese escollo, arrancamos en dos vehículos. No tuvimos mayores problemas con Krista como conductora, seguida por Erasmus, para llegar a la oficina del Instituto Marino de la Universidad de Georgia, situado a unos cuatro kilómetros, en un edificio con paredes color mostaza y un pintoresco techo de tejas rojas.
Fuimos bien recibidos por Ranghill Asmuldson. Spiros llevó la voz cantante, como habíamos acordado. Lo primero fue mostrar nuestras credenciales.
—Tenemos aquí una estación que investiga la vida marina de la isla, a cargo del doctor McKinnon, si usted quiere puedo llamarlo para que les sirva de guía —ofreció Asmuldson, un hombre de alta estatura, de cabello absolutamente rubio, largo hasta los hombros, con barba y bigote. También sus pestañas eran rubias, parecía un vikingo, lo imaginé con capa y un casco alado y no me quedó ninguna duda—. Él está en la oficina del Santuario Marino.
—No será necesario, señor director, no estamos interesados en la vida salvaje, nos interesan más los muertos. Creemos que en la zona norte hubo un asentamiento español hace unos cinco siglos y queremos comprobar si es cierto. El señor Frank Cordell, arqueólogo forense, y su asistente dirigirán la investigación.
—Supongo que serán necesarias excavaciones. Si me necesitan, estoy a su disposición.
—No se preocupe, las haremos con sumo cuidado. No queremos perturbar el ecosistema de los espacios naturales de la isla. Nuestro grupo está acostumbrado a trabajar de manera independiente.
—Siendo así… Si necesitan ayuda, ya saben dónde encontrarme —insistió.
—Muchas gracias, señor Asmuldson. Lo tendré en cuenta.
No sé si los demás se fijaron, pero Asmuldson nos echó una extraña mirada cuando nos íbamos.
Krista encabezó de nuevo la comitiva, hacia la East Perimeter Road, que bordeaba aquella pequeña isla de poco más de diecisiete kilómetros de largo. Nos detuvimos un momento en la que había sido casa de Cecile Madock. Solo quedaba en pie la fachada de piedra, el resto había sido derribado, como si estuviesen preparando una nueva construcción.
—Lo más probable es que Ewin haya vendido el terreno a algún consorcio turístico —me dijo Krista—. Una pena. La casa tenía un encanto especial, me hubiese gustado que la conocieras.
Seguimos hacia el norte, atravesando una zona boscosa, donde el camino ascendía ligeramente. Allí terminaba la carretera. Nos adentramos campo a través con los todoterreno. Poco después, dejamos las camionetas y proseguimos la marcha a pie. Según el viejo mapa, el lugar que buscábamos era una especie de ensenada cercana a una playa. Desde el aire, en el avión, lo vimos muy claro pero desde el suelo todo parecía diferente.
—Krista, debemos ir hacia las ruinas de las que nos hablaste. No pueden haber desaparecido en tan poco tiempo —apremié.
—Deja que me sitúe, no te impacientes, Frank.
Fue a la linde de la zona boscosa con la brújula en mano y contempló el mar que se extendía frente a ella en dirección norte. Dio media vuelta y caminó en sentido opuesto. Se dirigió al bosque seguida en fila india por todos nosotros. El terreno arenoso se elevaba en una pequeña cuesta, transformándose en grama y raíces. A menos de quinientos metros un enorme arce rojo proyectaba su sombra sobre unos matorrales.
Y allí estaba. Una vieja construcción de piedra, como decía el manuscrito, unida con una mezcla de arena, tierra y conchas marinas. Carecía de techo, hundido por el peso de los siglos. Cubiertas parcialmente por las ramas de un cedro rojo, las paredes permanecían inmutables al paso del tiempo. No vi los tres mojones.
—Alguien se ha llevado los mojones de piedra que indicaba Martín de Paz —señalé.
—No recuerdo haberlos visto cuando vine. Tal vez desaparecieron hace mucho tiempo, antes de que Sapelo fuera territorio protegido.
—¿Qué sabes de Asmuldson? —pregunté.
—Conduce un programa llamado «Amigos del Instituto Marino» que hace excursiones por la isla. Cobra entre cincuenta y doscientos dólares por persona, dependiendo de los días de duración. Se hizo cargo del instituto meses antes de que yo saliera de la isla. Nos vimos pocas veces, pero supongo que él me recuerda aunque no haya dicho nada.
—Es extraño.
—Pensé lo mismo. Quizá creyó que mi anterior estancia en la isla fue también formando parte de algún equipo de investigación. No lo vi nunca por donde vivía la señora Madock.
—Sí, eso debe ser. Estoy un poco sorprendido, creí que la isla sería más grande, y las ruinas estarían más ocultas…
—Las distancias son tan cortas que cualquiera podría llegar aquí en unos minutos. Debemos tener cuidado cuando empecemos a excavar —dijo Erasmus.
—Especialmente cuando excavemos dentro de las ruinas —acotó Spiros.
Krista y Erasmus estacionaron los vehículos lo más cerca que la maleza permitía.
Montamos las tiendas de campaña en un pequeño claro. La playa nos quedaba a unos quinientos metros o algo menos. Di una mirada alrededor y traté de imaginar a los cuatro españoles enterrando los cadáveres y sepultando el tesoro.
Hicimos un reconocimiento del lugar. No se veía gente por los alrededores. Sin muelle o atracadero, era imposible que las lanchas llegaran hasta la orilla sin embarrancar.
—Les diré que traigan botes hinchables —afirmó Spiros—. Llevaremos la carga primero en los botes y después la subiremos a las lanchas. Habrá que hacer algunos viajes, pero no veo otra manera. Ahora vamos a examinar los alrededores, recuerden que somos investigadores de esqueletos.
—Hay un problema —dijo Spiros, mientras manipulaba una de las carretillas.
—¿Cuál? —pregunté.
—Será imposible usarlas en la playa. Mucho menos con la carga. Se hunden.
Todos nos quedamos mirando la carretilla, con las ruedas enterradas en la arena.
—No había pensado en eso… —murmuró Spiros.
—Tengo la solución —dijo Erasmus—. En el yate utilizan unas orugas para mover la carga de la bodega, son muy pequeñas y potentes, nos ahorrarán esfuerzo y tiempo. Y son silenciosas. Funcionan con baterías.
—¿Estás seguro de que son eléctricas? —preguntó Spiros, que al parecer no tenía idea de la existencia de dichas orugas.
—Absolutamente. Trabajan en un sitio reducido, con poco aire. Pide que te manden la más pequeña, Spiros. Y una batería bien cargada de repuesto, por si acaso.
Sin perder más tiempo, Spiros dio las instrucciones por teléfono.
—¿Quién se encargará de conducir la oruga? —pregunté.
—Es muy sencillo, cualquiera puede hacerlo —aseguró Erasmus.
Antes de que las nubes de mosquitos nos atacasen nos rociamos con el aerosol repelente.
El detector de huesos nos facilitó la tarea; en un área de treinta metros alrededor de la choza detectamos huesos en tres zonas. Erasmus tomó una de las palas.
—Aún no, Erasmus. No nos conviene ir tan rápido, debemos hacer tiempo para que llegue el Unicornio. Cuando reciba la señal de que están cerca daremos inicio al plan. Con que «parezca» que trabajamos es bastante.
Nos reunimos en un claro, entre los frondosos matorrales formados por ramas de mangle y otras hierbas que asombrosamente crecían en la arena. Justamente en ese sitio la vegetación era lujuriosa. Estoy seguro de que todos deseábamos excavar cuanto antes bajo las ruinas, pero no nos atrevíamos a proponerlo por temor a la gente de Asmuldson, que podría estar merodeando. Spiros tenía razón, no debíamos mover el tesoro mientras no fuera posible sacarlo de allí inmediatamente. Una vez desenterrado, no habría modo de ocultarlo.
—Podríamos probar el detector de metales. Al menos sabremos qué podemos esperar —le dije a Spiros.
En unos minutos teníamos el detector a punto.
—Lo ajustaré a una profundidad de cuatro metros, será suficiente. Ya está calibrado para oro y plata.
Entramos todos a las ruinas, pues nadie quería perderse la función. Spiros se colocó los audífonos y sostuvo la esfera a poca distancia del suelo. En seguida pudimos percibir con claridad el pitido y una luz se encendió en el mango del detector, bajo la etiqueta «oro». La alegría que nos invadió nos hizo abrazarnos unos a otros y por primera vez vi a Erasmus reír hasta mostrar los dientes, mientras yo me encontraba abrazado a Spiros. Tratamos de no hacer ruido, por si alguien estuviese en la cercanía.
Esa noche fue imposible dormir. Krista y yo ocupábamos la misma carpa, una bendición. Le hice el amor como un loco, fue la única forma de relajarnos. Thomas, Erasmus y Spiros ocupaban una carpa individual cada uno.
Al día siguiente muy temprano se presentó Asmuldson acompañado de un hombre de gruesos anteojos.
—¡Buenos días! Vine para saber si les hacía falta algo. Aquí el doctor August Sargent, está de visita en estos días en el instituto.
Todos nos presentamos con amabilidad.
—¿Cuál es su especialidad? —preguntó Spiros.
—Soy etólogo. Un apasionado de la vida salvaje de estos pequeños lugares. La isla forma parte de un estuario muy interesante, espero que cuiden el entorno.
—Por supuesto, doctor, no quedará huella de nuestro paso —dije.
—Creo que los primeros españoles que llegaron aquí fueron producto de un naufragio —soltó de improviso August Sargent.
—¿Por qué lo dice? —pregunté.
—Por las ratas; la Rattus rattus o rata negra. Aquí hay una colonia de esas ratas, no son tan peligrosas como sus parientes europeas, y sólo pudieron llegar a través de naufragios. El escaso calado de estas aguas no permitiría fondear un galeón u otro gran navío.
—Es probable. Pero también han podido llegar después, desde el continente. Son muy buenas nadadoras —dije—. Justamente estamos tratando de verificar si en esta isla hubo algún asentamiento de españoles. De ser así, sus restos deben permanecer aquí enterrados. Tal vez llegaron por algún naufragio o ¡quién sabe!
El hombre me miró y asintió.
—Sí, es probable. Hay quien ha venido por aquí buscando tesoros de los galeones que transportaban oro a España. Siempre se fueron con las manos vacías.
—¿Oro? No creo que a estas alturas se pueda encontrar tesoros, y menos en una isla tan pequeña como esta —dijo Spiros.
—O pueden haberlos encontrado y usted no saberlo —comenté con algo de malicia.
—Difícil. Me entero de todo lo que ocurre aquí —enfatizó Asmuldson—. Caballeros, les deseo un buen día, si me necesitan… ¿Eso es un detector de metales? —preguntó señalando el aparato.
—No. Es un detector de huesos —expliqué.
Nos miró con calma y se dio la vuelta. August Sargent nos saludó con la mano y se alejó con él.
—Parece que sospechen algo, pero no es posible… Será difícil esquivar la vigilancia de Asmuldson —dije.
El asunto se complicaba. A ese paso me veía incluyendo a Asmuldson y al tal Sargent en la nómina. Miré a Spiros y presentí que pensaba lo mismo que yo. Había aprendido a conocerlo y creo que estaba preocupado aunque su rostro mostrase una extrema tranquilidad. Yo había llegado a un punto en el que, de aparecer más contratiempos, preferiría que aquel tesoro pasara a manos de quien le perteneciera legalmente. Algún porcentaje nos tocaría. El problema con Spiros era diferente. Para él era casi una cuestión de vida o muerte.
—Habremos de cuidarnos de Asmuldson. Mañana empezaremos a desenterrar los restos humanos y debemos actuar de manera profesional. El Unicornio llegará sobre mediodía. Acabo de hablar con el capitán y esa misma tarde tendremos las lanchas dispuestas con los botes inflables. Sorprenderemos a Asmuldson, debemos hacerlo todo en un solo día.
—¿No te parece raro que, si otros han venido a buscarlo antes, nunca hayan detectado el oro bajo la choza?
—Quizá les faltó imaginación. No se les ocurriría que pudiera haber un tesoro debajo de una casa de piedra tan antigua. Por otro lado esta isla es tan, como diría… insignificante, y se encuentra tan lejos de la ruta de los galeones españoles…
—Sí, pero Asmuldson dijo que los buscadores de oro habían estado por aquí —le interrumpí.
—Frank, nunca creas todo lo que un hombre diga. Es más interesante lo que no dice.
—¿Como qué?
—Como por qué está tan interesado en lo que estamos haciendo. ¿Tendrá algo que esconder en este sitio? A mí me pareció un tanto ansioso.
—No lo he notado…
—Asmuldson esconde algo o sabe algo. ¿Te fijaste en la cara que puso cuando le dijiste que teníamos un detector de huesos? —preguntó Krista.
—¡Dios mío, ahora Asmuldson también esconde algo! Hasta los mosquitos deben de tener secretos en esta isla. ¿Es que nos hemos vuelto todos locos? —pregunté a mi vez.
Todos rieron, creo que fue una manera de desahogar la tensión acumulada. En el fondo, Asmuldson también me parecía sospechoso.
—«Algunos nacen grandes, otros hacen grandes cosas, y otros se ven aplastados por ellas» —sentenció Thomas poniéndose serio.
—¿Y eso de quién es? —pregunté.
—William Shakespeare.
La carcajada fue unánime. No sabíamos bien de qué, pero nos reíamos. Yo en particular, de la cara de Thomas, de su actitud, de la verdad que encerraban aquellas palabras, de nuestra situación y de todo en general.