Siete
Ella quiso contestar que no, pero que ella sí podía. Sin embargo, quería escapar de esa historia y allí podría conseguirlo por fin.
—¿Los Storwick no tienen historias? —insistió él.
—Claro que tenemos historias.
Todas las familias tenían historias.
—¿Qué historias?
Cuando era una niña, su madre le contaba historias de héroes y heroínas como si fuese una fuente con dulces para que ella eligiera una, como si en esas historias pudiera descubrir el motivo por el que la habían salvado. Había historias de viajes y aventuras o de hombres que emboscaban al enemigo para salvar la tierra de los Storwick, pero su historia favorita no era ninguna de esas. Era la historia de la Storwick perdida y su madre no la había aprendido de los monjes.
—Se cuenta la historia de una mujer Storwick de hace mucho tiempo.
—¿Una mujer? —preguntó él con un asombro que le molestó.
—Sí, una mujer.
Ella esperó a que se repusiera de la sorpresa y él acabó asintiendo con la cabeza.
—Hace mucho tiempo, quizá cuando tus vikingos llegaron a este valle, el marido de esa mujer la repudió porque creía que era una bruja y que había conseguido que el hijo de su primera esposa enfermara y muriera.
—¿No tuvo miedo de que usara su brujería contra él?
Ella frunció el ceño por la interrupción porque la historia había que contarla de una manera concreta.
—Nadie demostró que hubiese hecho nada a nadie ni la acusó de haberlo hecho.
Algunos pensaron que él se había inventado la historia porque estaba cansado de ella, pero omitió esa parte. Rob Brunson ya tenía bastante mal concepto de su familia...
—Sin embargo, su hijo había enfermado y había muerto y él quería culpar a alguien.
—¿La familia lo consintió o ella había hecho algo reprochable?
Ella se puso en jarras.
—¿Te he interrumpido cuando has contado tu historia? ¿Te molestaría yo si estuvieses cantando la balada de los Brunson?
Él apretó los dientes como si quisiera contener las palabras.
—Ella se retiró a una cabaña en las afueras del asentamiento y cerró la puerta con una tranca. Su familia le llevaba comida y la dejaba fuera, donde ella pudiera recogerla desde la ventana. Sin embargo, durante muchos días, cuando le llevaban la comida, comprobaban que no había tocado la del día anterior.
Él seguía tenido una expresión de enojo, pero a ella le pareció captar cierta tristeza también.
—Al final, un día, después de que no hubiese recogido nada durante una semana, aporrearon la puerta e intentaron entrar. Ella debía de haber amontonado piedras por dentro porque empujaron con todas sus fuerzas y la puerta casi ni se movió. Luego, aporrearon las contraventanas, pero tampoco pudieron entrar ni oyeron ningún ruido dentro.
Rob se inclinó y le pareció que contenía el aliento.
—¿Qué pasó?
Ella tuvo que sofocar una sonrisa.
—Cuando consiguieron entrar, la cabaña estaba vacía.
—¿Vacía? ¿Dónde estaba ella?
—Nadie lo supo con certeza. Algunos dijeron que Dios se la había llevado al cielo y otros, que se había escapado y se había hecho una casa al otro lado de las montañas, pero nadie supo dónde estaba y nadie encontró su cuerpo por ningún lado. Hay quien dice que su espectro sigue vagando por las colinas buscando una casa.
A ella le gustaba esa historia porque entendía a aquella mujer. Ella no estaba repudiada, pero sí se sentía apartada. La miraban desde cierta distancia, como si esperaran que hiciera... algo. En definitiva, quería desaparecer y librarse de la carga que llevaba sobre ella, como la Storwick perdida. ¿También se la llevaría Dios algún día? Si lo hacía, estaba dispuesta.
Hubo algo en su rostro melancólico que lo conmovió aunque quiso evitarlo. Le daban igual las leyendas de los Storwick. Solo quería saber quiénes eran en ese momento y cómo podían amenazar a su familia.
—¿Quién lidera a tu familia ahora?
Ella lo miró otra vez, como si volviera de vagar por las colinas como la Storwick perdida.
—¿Quién?
—Sí, quién.
No debería habérselo preguntado tan directamente.
Ella sería lo suficientemente sensata como para saber que era una información valiosa... y más si quería presionarla con las palabras.
—Mis primos —contestó ella al cabo de un rato.
Era el primer indicio de quién lideraba a los Storwick y de por qué habían estado tan tranquilos. Sus primos... No era un jefe, no había un sucesor natural o nombrado. Eso significaba peleas y eso explicaba mucho de lo que había visto, o no había visto, desde que se llevaron a Hobbes Storwick. Por algún motivo, lo enojó.
—Sin embargo, no exigen que te devolvamos. ¿No son hombres?
Tenían a la hija de su jefe y lo único que hacían era pedir que la trataran bien...
—Claro que son hombres. Tendremos leyendas sobre mujeres, pero las mujeres no gobiernan a nuestra familia, como no lo hacen en la tuya.
Naturalmente, no había querido decir eso. Había querido decir que no eran unos hombres como deberían ser, como su padre le había enseñado a ser a él.
Wat volvió de la cocina y la conversación se terminó, pero, mientras se alejaba, pensó que ella podía estar equivocada, que las mujeres Brunson tenían más influencia que muchas de las que había visto.
Entonces, se acordó del matrimonio. Sin embargo, no se sentía cómodo con las mujeres, ni ellas con él. Su padre tuvo razón. Era el jefe y nada más. Nadie lo amaría por sí mismo.
El comunicado del rey llegó a la semana siguiente. El rey Jaime en persona iría a la frontera en junio para cerciorarse de que se hiciera justicia y se castigara a los culpables. Johnnie se lo leyó y Rob lo miró fijamente. Entonces, se quedaron un momento en silencio. Había sabido que ese día llegaría, había sabido que había dado todos los pasos en esa dirección y, aun así, los había dado.
—Tendrá mucho donde elegir cuando aplique esa justicia a los Brunson —comentó Rob con orgullo.
—Sí —Johnnie intentó sonreír—. Seguro que al heraldo se le agrietaron los labios al declararnos proscritos.
Tres toques del cuerno para anunciar a todo Edimburgo que un eran unos traidores, unos rebeldes, unos proscritos. El rey los nombraba por distintos motivos. Primero, ordenó a Johnnie que volviera a su casa para que llevara a los Brunson a luchar junto a él. No fue nadie. Luego, Rob se negó a jurar el juramento del rey contra sus enemigos y cuando el malnacido Storwick desapareció, también culpó a los Brunson de eso. Lo peor de todo, el Guardián de la Frontera escocés, por amor a Bessie, rechazó entregar a los Brunson y, en vez de celebrar el Día del Armisticio que establecía el tratado, los acompañó al otro lado de la frontera para capturar a Hobbes Storwick. Al final, hasta Carwell había desafiado al rey por amor a una Brunson.
Johnnie volvió a mirar el mensaje y dejó de sonreír.
—Vendrá con un ejército, descubrirá que tenemos a esa Storwick y...
Rob sacudió la cabeza porque no quería oír el resto. Los Brunson acabarían colgados de los árboles en un valle reducido a cenizas. No creía que eso fuese a cambiar tuvieran a la joven Storwick o no. Se quedaron pensativos y en silencio.
—Es posible que no nos mate —dijo Johnnie por fin—. Es posible que te capture y te encierre como rehén para que cumplamos el tratado.
Rob negó con la cabeza.
—Ya lo intentó con Bessie.
—También irá a por Carwell.
Carwell, Guardián de la Frontera escocés y representante del rey, recibió el encargo de llevarle un rehén y, en cambio, acabó enamorándose de ese rehén, de Bessie Brunson.
—Rob, tienes que perdonarla, tienes que perdonarlos a los dos. El rey cree...
—El rey puede pensar que Carwell es un Brunson, pero yo, no.
Ya le había ordenado que los detuviera, pero Thomas Carwell se había negado. Algo que Rob tenía que reconocer aunque no le gustara.
—Podemos desaparecer en las colinas y el rey nunca podría encontrarnos. Se cansará y volverá a...
—No voy a huir de nadie.
—Entonces, creo que eso significa que el rey Jaime luchará —concluyó Johnnie.
Rob lo miró.
—Tú fuiste quien dijo que deberíamos reconciliarnos con el rey.
—En cambio, me reconcilié contigo —Johnnie le puso una mano en el hombro—. Tenemos un poco de tiempo. Es posible que se pueda hacer algo.
Johnnie estaba junto a él. La familia... Tranquilidad... Todo... Stella Storwick quería ver a su padre. La familia también significaba algo para ella. ¿Debería llevarla con su padre? Si iba a hacerlo, tenía que ser antes de que llegara el rey. ¿Se lo agradecería si la llevaba? No, ella creería que tenía ese derecho. Era distinta a lo que había esperado. Desde luego, era distinta a Bessie, quien siempre había trabajado en silencio y pasando desapercibida. Miró a Johnnie y quiso preguntarle qué se sentía al tener una mujer. Naturalmente, había visto cómo miraba a Cate y cómo la había protegido, pero, naturalmente, cualquier hombre haría eso por su familia. Sin embargo, aquello era distinto, era algo más. También tenía que reconocer que Carwell había hecho lo mismo por Bessie. La había protegido aunque hubiese puesto en peligro su propio cargo. Si él tuviera una mujer fuerte, quizá todo fuese más fácil. Sin embargo, un jefe tenía que pensar en todo su clan, no solo en su mujer... y, desde luego, no tenía que pensar en una mujer Storwick.
Sin embargo, más tarde, Rob se encontró delante de la puerta de su habitación, apoyado en el muro de piedra y golpeándolo con los puños. No sabía qué hacer con esa mujer cuando le despertaba esos sentimientos y esas dudas. Entonces, miró hacia abajo y vio a Wat, quien lo miraba con admiración, como si esperara... ¿qué? Se miraron un rato en silencio. Hasta que el chico se dio la vuelta y llamó a la puerta. Stella la abrió y miró hacia abajo como si supiera que él estaba allí por la altura de los golpecitos.
—Buenas noches, Stella. ¿Vamos a jugar?
Él había desatado ese monstruo al decirle que podía ocuparse del niño. Ella se agachó para hablar con Wat y ni siquiera miró a Rob.
—¿Qué te gustaría hacer hoy, Wat?
—¡Pescar! —contestó él dando un grito.
Ella miró a Rob.
—Si el señor nos deja salir de las murallas.
—¿No tuviste bastante pescado la semana pasada?
Sin embargo, hacía mucho tiempo que el pescado de los Storwick se había terminado. Sus malditos ojos verdes lo miraban acusadoramente aunque sus labios sonreían. Sabía perfectamente lo que había dicho ella. Si se lo negaba, el chico creería que era despiadado. Que volviera a cruzar la frontera si quería, así, ¡se libraría de ella!
—Id —empezó a bajar las escaleras, pero miró hacia atrás y vio a Stella y Wat abrazados—. ¡Esta noche espero cenar pescado!
El cariño evidente de ellos dos hizo que se sintiera más solo todavía.
Rob se sintió aliviado y humillado cuando esa noche vio pescado en su plato. Ella no dijo nada, pero parecía sonreír con cada bocado, como si esperara que él reconociera que lo había conseguido, que esa princesa especial y su amigo deficiente habían conseguido llevar pescado de los Brunson a la mesa. Sin embargo, no dijo nada hasta que terminó y tuvo el orgullo y el estómago saciados. Era orgulloso y tozudo, pero ella se merecía reconocimiento. El pequeño Wat, radiante de felicidad, se pasó toda la cena tirando de las túnicas de los hombres para que le sonrieran, y algunos lo hicieron. Algunos que ni siquiera lo habían mirado antes, algunos que lo había desdeñado por retrasado, algunos como él mismo. Sin embargo, hasta él sonrió al verlo tan feliz. Apartó el plato y ella arqueó las cejas expectantemente.
—El pescado me ha saciado.
—Ayudé a Beggy. Lo he cocinado además de capturarlo.
—Sabroso —reconoció él a regañadientes.
Ella, por primera vez, pareció un poco abochornada.
—Gracias. No estaba segura de que pudiera hacerlo.
Él habría preferido que no lo hubiese dicho. Hacía que pareciese humana y no quería considerarla humana. Era más fácil cuando solo la consideraba una Storwick... o una dragona.
—La trampa estaba llena de peces.
—Entonces, comeremos bien.
—Siempre que...
—¿Siempre que los Storwick no reconstruyan la suya?
Ella negó con la cabeza.
—Mis primos no se ponen de acuerdo ni en por dónde sale el sol.
Stella se mordió el labio al darse cuenta de que se había ido de la lengua.
—¿No se ponen de acuerdo en qué?
Entonces, discutían más de lo que se había imaginado.
—No me acuerdo —contestó ella sacudiendo la cabeza.
No era un hombre sutil y había preguntado todo lo que quería saber. Quién lideraba el clan, cómo eran, por qué no habían hecho nada... Sin embargo, ella sabía lo que había dicho y no iba a decir nada más, sobre todo, si él intentaba un ataque directo. Algunas veces, en una batalla, era preferible dar un rodeo y aparecer por un sitio inesperado. Apartó el plato vacío y se levantó. La madre de Wat se lo llevó para acostarlo y Beggy recogió la mesa.
—Entonces, ¿te gustaría dar un paseo conmigo?
—Debería ayudar a Beggy.
Él hizo un gesto a otra chica, quien empezó a llevar platos.
—Tendrá ayuda. Ya he...
No soportaba decir que había reorganizado las actividades domésticas por ella y, además, no era verdad del todo.
—Vamos —terminó de decir él.
Los días ya eran más largos y subieron a lo alto de la torre. Miró el valle con la misma satisfacción de siempre. Las nubes estaban teñidas de rosa y aguzó la mirada para intentar ver algunas ovejas en las colinas. El peligro podía acechar por allí, por la frontera, pero esa noche, con una mujer al lado, casi podía creer en una vida apacible con una esposa que lo amara a él, no solo al jefe. Incluso, con un hijo quizá... Ella se apoyó en el borde de la muralla y miró hacia el sur. ¿Estaría mirando hacia su casa? ¿Estaría preguntándose por qué no habían ido a rescatarla?
—He oído decir que cantas —comentó ella para hablar del algo distinto.
—Sí —reconoció él encogiéndose de hombros.
—También he oído decir que eres el único que se sabe todas las estrofas de la balada de los Brunson.
—Bessie también se las sabe.
Sin embargo, Bessie ya no vivía allí. ¿Quién cantaría esa canción cuando él ya no estuviera? ¿A quién iba a enseñársela como su padre se la había enseñado a él?
—Es precioso —dijo ella mirándolo—. Entiendo que lo ames tanto.
Él abrió la boca para rebatirlo, pero se quedó mirándola a los ojos, que eran verdes como lo sería la hierba en verano. Los pómulos, que le habían parecido demasiado prominentes, le daban una forma perfecta a su cara en ese momento. Se dio la vuelta, pero podía sentirla a su lado, tan cerca que podría rodearla con un brazo. Demasiado cerca, tentadora. No besaba a una mujer desde hacía demasiado tiempo. Miró al cielo y vio la primera estrella de la noche. Miró hacia otro lado porque no quería que le recordaran a ella, pero estaba a su lado, estaba en todas partes... Dejó de pensar y la besó. Entonces, le pareció apremiante y correcto, no hubo nada aparte del hombre y la mujer.
Sin embargo, los labios de ella no cedieron, lo sedujeron más. Una parte remota de su cerebro se preguntó a cuántos hombres habría besado y otra, menos remota, quiso cerciorarse de que recordara su beso. No era un hombre despiadado, pero sí era fuerte. Estaba acostumbrado a la acción, a luchar, a golpear primero y hablar después. Los labios de ella hacían que quisiera perdurar. Separó los labios por fin y su lengua se deleitó con su boca, él se deleitó con la de ella. Entonces, se olvidó de quién era ella, de quién era él... y no quiso recordarlo.
Dejó que la abrazara, que la tomara entre sus brazos para olvidarse de todo. No había tiempo ni Storwicks ni Brunsons... ni personas separadas.
No supo qué fue lo que la devolvió a la realidad. Estaba abrazándola un hombre que era su enemigo mortal. Debió de ponerse rígida porque la soltó tan bruscamente que casi se cayó. Se tambaleó, retrocedió, se llevó la mano a los labios y lo miró. Solo notó los latidos del corazón en los oídos y el calor que le había brotado de los labios y la había abrasado por dentro. Hasta que se oyeron unos pasos al final de la muralla. Él se interpuso entre ella y ese sonido como si todo lo que habían hecho fuese a desaparecer por esconderla. Era uno de los centinelas. Ella no levantó la mirada para saber cuál ni para saber si la había visto. Rob la agarró del brazo y se marcharon con la respiración entrecortada, como si hubiesen corrido una distancia muy larga. Tuvo la sensación de que la rodeaba con algo más que el cuerpo. Se movieron como una persona aunque no se miraron.
Casi la arrojó dentro de su habitación, como si soltándola y alejándola de él pudiera desconectar los sentimientos. El pecho le subía y bajaba y tenía la mandíbula apretada.
—Así no conseguirás que te lleve con tu padre. No vuelvas a intentarlo.
Cerró la puerta. A ella le flaquearon las rodillas y se dejó caer en la cama. Cerró un puño con la fuerza de un guerrero y golpeó el colchón con furia. Aunque no supo si estaba furiosa con él o consigo misma. Ojalá lo hubiese besado por eso, ojalá lo hubiese besado para aturdirlo, para que la llevara a ver a su padre, para volver a su casa o ir a algún lado. Sin embargo, nada de todo eso se le había pasado por la cabeza. Lo había besado por él. «Él. Él. Él». Las palabras golpeaban el colchón al ritmo del puño. ¿Cuándo fue la última vez que la besaron? No podía recordarlo. Una vez o dos, pero siempre con respeto, como si fuese un tesoro de cristal. No de esa manera, no de tal manera que le despertaba una bestia salvaje dentro de ella. Sabía que las mujeres disfrutaban con ello, pero nunca había sentido esa... voracidad, como si quisiera devorar y que la devoraran.
Todo estaba mal, incluso tocar a ese hombre, tocar a un enemigo como él. Él era el manipulador. Debía de haber querido desorientarla, pero, aun así, aun así...
Al día siguiente, Rob habló menos de lo habitual. Tenía los labios adormecidos, como si hubiese bebido demasiada cerveza, y cada vez que los movía le daba miedo ponerse a gritar que la había besado. No volvería a pasar. Lo había engatusado y lo había ofuscado. Había pasado demasiado tiempo con ella, había estado más con ella que con cualquier otra persona menos su familia. Era el momento de pensar en el futuro. Un jefe debería casarse. Necesitaba a alguien que se ocupara del castillo y le diera hijos. Alguien que no tuviera miedo de sentarse a su lado durante las comidas. Un jefe necesitaba una esposa, alguien adecuado, alguien que le hiciera olvidar a Stella Storwick... si eso era posible.