Catorce

 

Stella, aturdida, dejó que Bessie la sacara de la habitación donde estaba su padre muerto.

—Duerme un poco. Yo lo prepararé.

¿Para qué iba a prepararlo? Sin embargo, tenía la lengua demasiado cansada para formar palabras. Había que hacer cosas, pero siempre las había hecho otra persona. En ese momento, cuando debería haberse hecho cargo, no sabía cómo preparar el cuerpo ni ahuyentar al demonio.

Dejó que Bessie la llevara por unos pasillos hasta una habitación con una cama. Al lado, encima de un pequeño baúl, había unas tortas de avena para que se las comiera cuando tuviera fuerza y ganas. La hermana de Rob no lo preguntó, pero la ayudó a desvestirse y a prepararse para acostarse como si fuera una niña pequeña y luego se marchó sin hacer ruido. Ella reunió fuerza para levantar la cabeza.

—Gracias.

Bessie asintió con la cabeza.

—¿Y Rob...?

Quiso preguntar dónde estaba. Una desconcertante mezcla de odio y atracción los había unido y no se habían separado casi durante las últimas semanas. Siempre sabía dónde estaba y cuándo volverían a verse. En ese momento, sumida en el dolor, era la única persona a la que quería ver.

—No tienes familia aquí y el cuerpo de tu padre no puede quedarse solo. Rob está con él.

La puerta se cerró. Su padre había muerto rodeado por enemigos y lejos de su casa, pero un enemigo actuaba como un familiar. ¿Qué pasaría después? ¿Lo arrojarían al mar? Lo último que pensó antes de quedarse dormida fue que Rob no lo consentiría.

 

 

Rob no vio a Stella al día siguiente. Bessie, la hermana que lo ordenaba todo, entró para ocuparse del cuerpo. El intendente de Carwell preparó un carro para el cuerpo y las provisiones y Carwell envió un emisario al Guardián de la Frontera inglés para que los dejara pasar sin problemas. Rob negó con la cabeza.

—¿Crees que lord Acre garantizará la seguridad de un grupo de Brunsons?

Carwell suspiró.

—Confío en él menos que tú, pero es aliado de los Storwick. Dejará que el cuerpo llegue a su casa.

Sin embargo, una vez que el cadáver de Hobbes Storwick estuviera a salvo, ya no habría promesas. Bessie apareció y, muy cansada, se apoyó en su marido. Ese gesto tan natural hizo que él se estremeciera.

—Sigue dormida —comentó ella como si supiera que Rob quería saber algo de Stella.

—Un final desdichado —dijo Carwell—, pero ahora puedes llevarte a los dos y dejarla con su familia. Eso apaciguará al Guardián de la Frontera inglés y al rey.

Ellos no la querían como él. No dijo nada y dejó que creyeran que Stella iría a su casa. Quizá, cuando llegaran allí, habría reunido fuerzas para dejarla.

 

 

Ella se levantó sin saber cuánto tiempo había estado dormida. La noche y el día se habían mezclado mientras estuvo al lado de su padre en un sitio desconocido y era difícil saber si la luz que entraba llegaba del este o del oeste. Se vistió, abrió la puerta y se sorprendió al ver a Rob sentado en un banco. ¿Cuánto tiempo llevaría esperando? Él se levantó en silencio y la miró como si fuese una fortificación que iba a atacar. Ella se puso recta y levantó la barbilla con la certeza de que parecería tan cansada como se sentía. Luego, intentó sonreír.

—¿Estás preparada para viajar?

Tan pronto... La vida seguía después de la muerte.

—¿Adónde vamos?

—Tu padre me pidió que llevara su cuerpo a su casa.

Él lo dijo sin resentimiento aunque su padre hubiese sido su enemigo. Por encima de todo, los dos eran guerreros.

—¿Y qué...?

Ella no pudo acabar la pregunta por las lágrimas que se le amontonaron en la garganta. ¿Qué sería de ella? Sin embargo, sabía la respuesta. La llevaría a su casa. Todo ese disparate habría terminado y nunca volvería a ver a Rob Brunson.

 

 

Frenados por el carro con el cuerpo de su padre, el viaje de vuelta duró más que la enloquecida cabalgada hasta la costa. Cerca de Kershopefoote, Rob envió a los hombres a Liddesdale y los dos se quedaron solos para acompañar al cuerpo del padre de Stella durante el resto del trayecto.

—¿No temes un ataque? —le preguntó Stella mientras desaparecían los hombres.

—No quiero que tu gente interprete mal mis intenciones.

Era lógico, pero también sabía que él corría un riesgo muy grande. Capturar a Rob Brunson sería un golpe tan fuerte como había sido capturar a su padre. Sin embargo, se arriesgaba solo para que un enemigo pudiera descansar en su tierra.

—¿Qué le pasaría a tu gente si...?

No pudo terminar la pregunta, casi no podía ni pensarla. Él miró hacia el valle, no hacia ella.

—Tienen a mi hermano.

Había pensado en el futuro de su gente. Ojalá su padre hubiera hecho lo mismo. Siguieron por la orilla escocesa del río. El rumor de los árboles y del río hizo que se acordara de la noche que se escapó y de los motivos para haberlo hecho. Él la llevó a un claro protegido por las hojas verdes de la primavera.

—Pasaremos la noche aquí. Por la mañana... —él señaló hacia el sur con la cabeza—. Por la mañana entraremos en las tierras de los Storwick. Verás tu casa antes de que acabe el día.

La ayudó a desmontar, pero pudo mantenerse bien de pie, ya tenía el tobillo casi curado. Extendió unas mantas y fue a buscar agua mientras él se ocupaba de los caballos y hacía una pequeña fogata.

Pronto dejaría de verlo para siempre. Hizo un esfuerzo para no decírselo. Había vuelto a ser Rob el Negro desde que salió de su habitación, el enemigo distante que fue aquel primer día. Mentira. La primera vez que la tocó, ardió por dentro. Le dijo que si volvía a tomarla, ninguno de los dos soltaría al otro. Sin embargo, él lo haría. Estaba segura. Había visto el cariño y la pasión en sus ojos cuando la miraba, pero al día siguiente, eso ya daría igual. Al día siguiente, él la dejaría en los brazos expectantes de su madre y del resto de su familia, pero luego se montaría en Felloun y se alejaría por las colinas, lejos de su vista, lejos de su alcance... Si sus primos no lo mataban primero.

La hubiese salvado Dios o solo fuese una mujer desorientada, lo único que deseaba en la vida estaba al alcance de su mano una noche más e iba a tomarlo. Aun a riesgo de que su simiente la fecundara. Si Dios la bendecía, o maldecía, con un hijo Brunson, también tendría que bendecirla con la fuerza para soportarlo. Subió por la orilla y se alegró de que la penumbra disimulara su deseo hasta que estuviera más cerca, hasta que ninguno de los dos pudiera escapar.

Avanzaba resolutiva, no con abandono seductor, pero lo supo. Estaba agachado delante de la fogata, la miró, se levantó y levantó las manos para intentar frenarla, pero ella introdujo las manos entre su pelo, estrechó sus pechos contra los de él y levantó los labios

Él dejó escapar un gemido, el sonido de un animal arrinconado, y la besó.

 

 

Lo había intentado, Dios sabía que lo había intentado, pero, ante su deseo, era tan débil como había temido. La deseaba, la deseaba en ese momento, la deseaba como si pudiera devorarla y así convertirla en parte de él para no separarse nunca. Ninguno de los dos dejaría al otro... Él lo haría. Tenía que hacerlo por el bien de ella. Sin embargo, la verdad era que nunca la dejaría. La llevaría grabada a fuego en la piel, la oiría con cada latido del corazón... Sin embargo, eso sería al día siguiente y quedaba esa noche. Al principio, solo deseaba sus labios. Unos labios que se había vetado a sí mismo durante días. Delicados, cálidos, dulces. Se deleitó con ellos sin prisa. Le pasó la lengua por el carnoso labio inferior, la introdujo en la boca que había abierto para él, que se entregaba, que anhelaba.

Le tomó la cabeza entre las manos y se maravilló de lo perfecta que era su forma. Le recorrió la curva de la mandíbula con los dedos hasta que se juntaron en la orgullosa barbilla. Estaba tan anhelante como él, con la avidez de una despedida para siempre. Él era quien quería ir despacio, saborearlo, amarse toda la noche porque no volverían a tener la ocasión. Le parecía que tenía unas manos demasiado grandes e intentó ser delicado, no abrumarla porque era fuerte y sentía tanta avidez que le daba miedo abrazarla con demasiada fuerza. Le daba miedo romperla por amor. Dejó que los dedos bajaran lenta y delicadamente por su cuello largo y blanco hasta que pudo notar el ronroneo del deseo que no expresaba con palabras.

Los ojos... Se apartó lo justo para embeberse en ella. Sabía cómo era. Todas las noche se dormía soñando con ojos verdes, pelo oscuro y la curva de un muslo que solo había visto una vez. Sin embargo, en ese momento, tenía los ojos cerrados y los labios entreabiertos por el deseo. Esa sería la imagen que conservaría hasta el final de sus días. Entonces, ella abrió los ojos y él pudo captar el deseo que se los oscurecía. Separó los labios, debería hablar, debería decirle... Ella lo calló poniéndole un dedo en los labios. Él también se lo devoró y ella se estrechó contra él otra vez.

 

 

No quería hablar. No quería pensar. Solo quería hacer eso, sentir eso. Había nacido para eso. Era como si su cuerpo lo supiera, como si fuese más sabio que su cerebro. Buscó las ataduras de su peto, que si bien lo protegía, también la privaba de la calidez de su pecho y del sonido de su corazón. Entonces, el corpiño de ella desapareció como por arte de magia y sintió la caricia de la brisa en los pechos, seguida por las manos de él. Ya no tuvo que hacer un esfuerzo para no pensar porque ya no podía hablar. Lo agarró del brazo y fueron hasta las mantas que había extendido sobre la alfombra de jacintos silvestres. El olor dulce de las flores aplastadas se mezcló con el del cuero. Lo deseaba completamente en ese momento y le recorrió la piel de los hombros con los labios. Era un revestimiento muy suave para los músculos que le formaban los brazos y la espalda. Codiciaba tocarlo y paladearlo, había mucho que desconocía de él y tenía poco tiempo, pero tenía toda esa noche. Se apoyó en un codo para deleitarse con la visión de su pecho y para que los dedos descubrieran cada recodo como lo hacían los ojos. Hasta ese momento, los labios y las manos de él la habían acariciado incesantemente. Sin embargo, cuando ella se apartó, él abrió súbitamente los ojos con un destello de arrepentimiento. Aunque cuando vio su cara, con una sonrisa que no podía contener, él también sonrió. Le acarició el pelo y la miró a los ojos.

—Te amaré hasta el final de mis días, muchacha.

Ella intentó seguir sonriendo y no pensar en todos los días que estarían separados hasta que les llegara la muerte. Sin embargo, siempre recordaría ese momento perfecto.

—Demuéstramelo, Rob Brunson —susurró ella—. Demuéstramelo con tanta intensidad que podamos conservarla hasta la tumba.

Ya la había tomado antes, pero intentando resistirse a su cuerpo y a su corazón, creyendo que no debería hacerlo y sin disfrutar de cada instante. En ese momento, tenía que conseguir que los recuerdos duraran toda una vida. Al día siguiente, tenía que soltarla. Ella lo sabía tan bien como él. Sin embargo, podrían conservar para siempre esa noche.

Empezó con los ojos, tenía que verla antes de que no hubiera luz. El pelo era casi tan moreno como el de él. La piel blanca contrastaba con los marcados pómulos, la mandíbula, la barbilla fina y los labios carnosos. El verde de los ojos ya no podía distinguirse entre las sombras. Ella sonrió y él se dio cuenta, tarde, de que ella atesoraba las sonrisas tanto como él. Cuando vio esa, él también sonrió sin ninguna reserva. La sonrisa de ella cambió a una mezcla de placer y deseo. Él hizo lo mismo.

Siguió con las manos. Quería acariciarla de los pies a la cabeza y de la cabeza a los pies para recordarla siempre. Cuando empezó, ella también fue a acariciarlo, pero él le tomó los dedos y se los besó.

—Shhh...

No quería distracciones. Volvió a acariciarla y esa vez, ella dejó que le recorriera el cuello con los dedos hasta que le llegaron a la cadena de la cruz. Siguió y le tomó un pecho con cada mano, notando que eran ligeramente distintos. Sintió su calidez, le pellizcó con suavidad los pezones y cambió las manos. Ya sabría para siempre cuál era el derecho y cuál el izquierdo hasta en la oscuridad. Todavía tenía puesta la falda y ella le ayudó a quitársela con la enagua. Cuando vio su piel blanca y llena de secretos, creyó que no podría volver a respirar. La exploró con las manos y los ojos y creyó, aunque Dios podría matarlo por pensarlo, que si una milagro la había salvado para que hiciera algo especial, eso tenía que incluir hacer el amor.

El hueso de la cadera le interrumpía la curva de la cintura como las clavículas creaban altibajos por encima de sus pechos. Cuanto más se acercaba, más secretos parecía tener su cuerpo mientras la oscuridad los envolvía. Entonces, cerró los ojos para ver solo con la piel, para estrecharse tanto contra ella que su piel quedaría marcada cuando se separaran. Sin embargo, por mucho que lo intentara, su cuerpo ya no quería esperar más. La otra vez, dejó que el deseo se adueñara de él, había entrado en ella rápida y profundamente, como una incursión en tierras enemigas. Esa vez, tenía que ser distinto, tenía que ser largo, lento y profundo, para siempre. Se apoyó en los brazos para verla antes de que la oscuridad fuese total. Tenía que verla, mirarla a los ojos para que ella lo supiera... Sin embargo, la noche había llegado y no habría más miradas, el verde y el marrón no volverían a mezclarse. Los ojos y las manos no darían más de sí. Tendrían que ser los labios. Ella alargó una mano y él apartó las caderas porque sabía que si lo acariciaba ahí, se quedaría sin defensas. Con esa parte del cuerpo a salvo, lejos de su alcance, volvió a besarla desde la frente hasta el cuello pasando por las sienes. Se detuvo en la cavidad de la base del cuello para deleitarse con el gemido de deseo que ella dejó escapar. Luego, le pasó la lengua por los pezones y ella jadeó mientras introducía las manos entre su pelo.

—Ahora... Ahora...

Él siguió lamiéndola y negó con la cabeza, pero descendió a las caderas y no se detuvo hasta alcanzar los secretos que se ocultaban entre sus muslos y con la avidez de encontrar una forma nueva de amarla. Entonces, pudo paladearla de verdad. Era dulce como el aroma de las flores que los rodeaban. Deseoso de complacerla antes de saciarse él, le lamió e introdujo la lengua y cada caricia hizo que ella se estremeciera más, hasta que los gemidos se convirtieron en un grito de júbilo y liberación. Él también sintió que el placer lo dominaba con cada espasmo de ella. Se sentía tan identificado con ella que podía sentir sus palpitaciones y sus contracciones como si estuvieran plenamente unidos. «¿Cómo iba a poder vivir sin ella?», consiguió preguntarse en el último momento de coherencia.

 

 

Ella no durmió aquella noche. Fue imposible. Le parecía que siempre podía descubrir una forma distinta de amar. No pararía hasta que las hubiesen encontrado todas y cada una a lo largo de los años. Sin embargo, su fascinación se esfumó con la llegada del día. Miró al cielo y vio la silueta de los árboles.

Estaban abrazados, inmóviles y en silencio, como si esperaran la llegada del final de los días.

Entonces, en medio de la quietud del amanecer, Rob separó los labios y cantó. Ya lo había oído cantar.

Le habían contado que era el Brunson con el don de la voz. Por eso, muchas noches, después de la cena, alguien sacaba una gaita u otro instrumento y Rob cantaba con una voz grave y potente. Cantaba como si eso fuese suficiente, como si liderara a su gente solo con la voz. Efectivamente, los lideraba.

Lo acompañaban en las canciones y en la guerra, unían sus voces a la de él hasta que tronaban como tronaban los cascos de sus caballos cuando cabalgaban por las colinas. Entonces, se estremecía porque podía captar el trueno de la guerra en esas notas. Sin embargo, aquella era una canción que no había cantado a sus hombres. No sonaba como los cascos de los caballos, no tenía el ritmo de la guerra. Era una melodía alegre.

 

Era valiente, fuerte y sincera

Era especial para su clan.

Una mujer buscada, una mujer encontrada

Se casó con ese Brunson...

 

Una mujer valiente, fuerte y sincera... Una mujer como le gustaría ser a ella.

—No la habías cantado antes —comentó ella cuando se desvaneció la última nota.

Él se encogió de hombros.

—Es una de las baladas más antiguas de los Brunson.

—¿Del primer Brunson?

—De la mujer que amó.

«Amó...»

La palabra la atravesó con la fuerza de un rayo. Había captado todo eso en la letra, en la voz, en una canción que hablaba del amor con más fuerza que todo lo que él había dicho.

—¿Quién era ella? —preguntó Stella tragando saliva.

—No se sabe. Solo tenemos la canción —contestó él con una leve sonrisa—. Quizá fuese la que lo salvó.

—¿Cómo la llamaban?

—Es curioso. El primer Brunson no tenía nombre o, al menos, nosotros no lo hemos sabido. Sin embargo, ella sí lo tenía. La llamaban Leitakona.

—¿Qué quiere decir?

—La mujer buscada, la mujer encontrada.