Diecinueve
Cuando volvieron, la fortaleza era un bullicio de actividad. Estaban rastrillando el patio, fregando la torre y limpiando los cacharros de la cocina. El rey iba a llegar pronto y, naturalmente, había que hacer muchas cosas. Se llevaron a Rob en cuanto entraron y ella vio a Bessie dando instrucciones a Beggy con una naturalidad que ella nunca había tenido. Lo mínimo que podía hacer era ayudar, pero antes se cercioraría de que su habitación quedara vacía y preparada para recibir al visitante. Habían llegado muchos de los hombres que los Brunson podían convocar y ella dormiría en un pasillo si hacía falta.
Miró alrededor y se dio cuenta de que no tenía casi nada que recoger. Había perdido hasta el rosario cuando Rob la llevó allí. No le quedaba nada de los Storwick, salvo las ropas que la cubrían y la cruz que llevaba al cuello. Oyó un murmullo de faldas y cuando se dio la vuelta, vio a Bessie en la puerta.
—Estaba ordenando el cuarto por si se necesita —le explicó ella—. ¿Qué más puedo hacer para ayudar?
Bessie sonrió con cierto alivio.
—No vendría mal que echaras una mano con la colada.
Quitaron la ropa de cama en silencio.
—¿Cuándo llegará el rey? —preguntó ella al cabo de un rato.
—Dentro de una semana, quizá, menos.
—¿Y vivirá aquí?
Ella no podía imaginárselo. La torre era sólida, pero no era propia de un rey.
—No sabemos lo que pasará.
Rob había dicho que el rey no estaba contento con él y entonces se dio cuenta. Se acumulaba comida y se afilaban las armas, se preparaban tanto para un asedio como para recibir invitados. Ella quedaría atrapada allí, en medio de una guerra que no era suya. Cuando se lo preguntó, Rob no había contestado que quería que se marchara, pero le había dado la oportunidad de que escapara.
—Cate, tú y todos los demás habéis sido más amables de lo que podía haber esperado —en realidad, casi nada sobre los Brunson había sido como había esperado—. Os lo agradezco.
—Es mi hermano.
Una réplica sencilla, pero que implicaba algo que la conmovió. ¿Había querido decir que él la quería a ella y que Bessie lo quería a él? Sin embargo, el cariño no era suficiente, ni siquiera el amor lo era. Se llevó el pequeño hatillo con un peine prestado y un espejo descascarillado al piso de encima y lo dejó en un rincón del pasillo donde no molestaba. De repente, Thomas Carwell, que volvía de lo alto de la muralla, apareció en el pasillo con el ceño fruncido. Ella retrocedió. Había cruzado muy pocas palabras con los otros hombres de la familia Brunson y menos con ese en concreto. Sin embargo, su ceño fruncido parecía dirigido a ella y levantó la barbilla dispuesta a no intimidarse.
—¿Quiere decirme algo, lord Carwell?
—Rob me ha dicho que has decidido quedarte —contestó él con los ojos entrecerrados.
—Un tiempo.
—Si lo aprecias, no dejes que el rey te vea.
Entonces, lo entendió todo. El rey daría por supuesto que estaba cautiva aunque ella dijera lo contrario. Además, aunque no fuese verdad en ese momento, sí lo fue en otro momento. Eso, sumado a otros muchos pecados, sería suficiente para que lo colgaran. Sin embargo, ¿lo amaba tanto como para abandonarlo? ¿Podía abandonarlo cuando sabía que esperaba un hijo suyo? Rob apareció como si lo hubiese llamado con sus pensamientos. Ella intentó interpretar su expresión, entender lo que se ocultaba detrás de sus ojos, pero toda la delicadeza que había llegado a vislumbrar había desaparecido. Era Rob el Negro otra vez, y un Brunson.
—Ven.
Rob apretó los puños para vencer la tentación de tocarla y la llevó a un rincón de la muralla donde no podían verlos los centinelas. Le había pedido que la dejara quedarse un poco más de tiempo, como ella intentó retenerlo en el castillo de los Storwick. ¿Cuál de los dos era más débil? ¿Ella por pedirlo o él por acceder? En ese momento, él tenía que ser el fuerte y lo más valeroso que hizo fue mirarla a los ojos mientras hablaba.
—Te llevé a tu casa porque creí que tu familia te mantendría a salvo —en ese momento, fue como si le arrancaran el corazón, pero tomó la decisión con la cabeza—. Lo siento.
Ella sacudió la cabeza.
—No podías saberlo. Yo también creí que era lo mejor.
—Sin embargo, cuando me enteré...
La siguiente decisión, para bien o para mal, la tomó con el corazón. En ese momento, tenía que dominar la furia y el amor.
—Cuando me enteré de lo que hicieron, fui a traerte de vuelta.
¿Había sido la mejor decisión? Los había dejado en un limbo, no estaban juntos y tampoco eran enemigos.
—Te lo agradezco.
Ella alargó una mano, pero él retrocedió. No podía tocarla si quería terminar. Ella suspiró.
—Eso ha supuesto un peligro nuevo, para ti esta vez —siguió ella.
—No estás a salvo con tu familia.
—Y significo un peligro mayor para ti si me quedo.
Aliviado, vio que ella miraba hacia otro lado. Tendrían un momento para pensar.
—Solo se me ocurre un sitio adonde puedo ir —ella volvió a mirarlo—. ¿Me llevarías?
Unos días más tarde, montada en uno de los caballos de los Brunson, vio la abadía de piedra roja que parecía arder por la luz del atardecer. Casi había llegado. Rob había llevado un pequeño grupo de hombres para que los protegieran y para que no pudieran estar solos ni un momento. ¿Qué le habría dicho si hubiesen estado solos? Él levantó una mano para que el grupo se detuviera cuando todavía estaba lejos del alcance de una flecha. En la frontera, hasta las casas de Dios estaban preparadas para defenderse.
—Aquí estarás a salvo —comentó él.
Ella asintió con la cabeza.
—Esperaremos hasta que estés dentro.
Ya se había arriesgado bastante al llevarla hasta allí, al otro lado de la frontera. No a su casa, sino a esa pequeña abadía donde unos monjes y monjas todavía rezaban por la salvación de las almas de los hombres descarriados, donde al menos estaría a salvo de lo peor que podían hacerle los Storwick y donde él estaría a salvo de delito de tenerla cautiva. Un poco más de tiempo no sería mucho para ellos. Lo miró a los ojos y buscó una palabra que no fuese «adiós».
—Eres un buen hombre, Rob —dijo ella al cabo de un rato—. Aunque seas un Brunson. Rezaré... —no podía llorar—. Rezaré para que el rey os perdone a ti y a los tuyos.
Él asintió con la cabeza porque nunca había sido pródigo dando las gracias.
—Que Dios te acompañe.
¿Había notado ella unas lágrimas en esas palabras? Dio la vuelta al caballo y se dirigió hacia la puerta de la abadía. Oyó que los otros caballos se alejaban mientras ella entraba en el patio. Un monje con un hábito blanco la saludó. Ella le dio su nombre, estaba demasiado cansada para decir nada más, y él abrió los ojos como platos.
—¿Stella, la hija de Hobbes? Tu madre acaba de llegar. No nos ha dicho que ibas a venir.
No le dieron otra alternativa y la llevaron inmediatamente al cuarto de su madre, quien estaba arrodillada en un reclinatorio más pequeño y austero que el de hacía unas semanas. Se levantó de espaldas a la puerta y sin saber quién era, pero cuando se dio la vuelta y la vio, volvió a caer de rodillas con los ojos fuera de las órbitas.
—Otro milagro. Dios te ha salvado otra vez. Fuimos a la cabaña y la piedra estaba apartada, como si te hubieses elevado.
—Me encerraste... en ese sitio... atroz —a Stella se le atropellaron las palabras por la furia—. ¿Cómo pudiste hacerlo?
—Yo pensé, nosotros pensamos... —su madre miró alrededor como si esperara ver al ángel—. Había llegado el momento de que entendieras el motivo por el que te salvó. Entonces, Dios hizo otro milagro y desapareciste...
—¡No fue ningún milagro, madre!
—¡Blasfemia! Claro que lo fue. La cabaña estaba vacía y...
—No —interrumpió a su madre para que la oyera esa vez—. Un Brunson fue a rescatar a una Storwick.
Su madre se quedó petrificada y se santiguó con una mano temblorosa.
—Dios no me ha perdonado. Todavía me considera culpable a pesar de las plegarias.
Por fin una respuesta después de tanto tiempo.
—¿De qué, madre? ¿De qué te considera culpable Dios?
Ella negó con la cabeza y unas lágrimas expresaron todo lo que no podía decir con palabras.
—No hubo ningún milagro cuando era niña, ¿verdad?
Miedo, vergüenza, remordimiento, alivio... ¿Cuál era el sentimiento que se reflejaba en el rostro de su madre?
—Dime la verdad, madre. ¿Qué pasó?
Toda una vida de mentiras que, al final, no podían sostenerse.
—Fue culpa mía —su madre lo reconoció como si fuese una plegaria para que la perdonara—. No te vigilé como debería haberlo hecho. Te escapaste, desapareciste...
Ella pudo sentir el miedo, casi lo olió. ¿Acaso no sufrió igual cuando se perdió Wat? Arrepentimiento, remordimiento, pensar que si...
—Era joven y descuidada y estaba cansada. Me quedé dormida y ni siquiera supe cuándo te habías marchado.
Cuarenta días y cuarenta noches, una eternidad... Daba igual para una madre con miedo.
—¿Qué pasó?
Tenía que acercarse con cautela a la historia, como lo hizo al pozo, porque esa verdad sería más profunda y peligrosa.
—Tenía que encontrarte, pero no podía pedir ayuda. Todo el mundo habría sabido lo que había hecho, lo mala madre que era. Fui sola.
—¿Me caí a un pozo de verdad?
—Sí. Te encontré allí. Me tumbe en el suelo e intenté alcanzarte, pero estabas demasiado lejos. Llorabas con toda tu alma y yo también lloraba, pero no podía alcanzarte y Dios iba a arrebatarte de mí porque había sido una mala madre.
El dolor tanto tiempo sofocado brotó otra vez en su rostro como si nunca hubiese desaparecido. Hasta que una sonrisa beatífica lo borró.
—Entonces apareció él.
—¡Madre, no apareció ningún ángel!
—No, no era un ángel —su madre la miró a los ojos—. Era un Brunson. Un Brunson te salvó.
Al oírlo, Stella sintió como si la piel se adaptara de una forma distinta a sus huesos. Un ángel de ojos marrones. No le extrañó que su madre no hubiese querido recordarlo.
—¿Qué Brunson?
—No sé cuál, no volví a verlo, pero conozco esos ojos y cómo llevaba él la espada. Era un Brunson. Debió de oírme llorar y apareció súbitamente. Era fuerte y alto y pudo sacarte para dejarte en mis brazos.
No había ningún motivo para que un Brunson se metiera solo y a plena luz del día en las tierras de los Storwick. Al menos, no había más motivo que el que tuvo una Storwick para cruzar la frontera para buscar a su padre.
—Por eso contaste otra historia.
Para ocultar su negligencia y la bondad de ese Brunson.
—No he dejado de rezar desde entonces para conseguir el perdón.
Su madre asintió con la cabeza sin mirar a Stella. Todos esos días y noches de rodillas y aun así...
—¿Te confesaste con un sacerdote?
La penitencia, la absolución... Eso era lo que podía darle la iglesia.
—¿Cómo iba a hacerlo? Ni siquiera tu padre lo supo.
Ella lo entendió todo. Pasaron los años y cuanto más tiempo permanecía en silencio su madre, mayor era su pecado. Al no confesarse, corría el peligro de que la expulsaran de la iglesia. Entonces, como si por fin se sintiera liberada por haber reconocido la verdad, agarró las manos de su hija con ansia.
—Lo entiendes, ¿verdad? Si te había salvado un ángel, si Dios había atendido mis plegarias, nadie me culparía por haberte descuidado. Sería parte de un plan que Dios tenía reservado para ti. Si reconocía que mi descuido te había dejado en manos de un Brunson... —su madre negó vehementemente con la cabeza—. No. No podía hacer eso.
Ella miró hacia otro lado porque no podía mirar a su madre a los ojos. Miró esa habitación pequeña y austera que le resultaba tan desconocida como la verdad que acababa de saber. No había ningún milagro o, al menos, no era el que le habían enseñado. Una niña se había alejado demasiado de su casa y tuvo la suerte de que la ayudara un desconocido que resultó ser un enemigo. No había ningún motivo para que Dios la hubiese salvado ni había que esperar nada especial de ella. Solo era Stella, una mujer normal y corriente que podía hacer lo que quisiera, que era libre.
Había llegado a creer que el milagro le había dado algún tipo de poder. En ese momento, se daba cuenta de que la había dejado impotente. Había estado a merced de lo que urdieron su madre, su familia, los sacerdotes o su propio miedo. Una vida desperdiciada mientras esperaba a que Dios le dijera lo que tenía que hacer. No esperaría más. Haría sus propios milagros. Se levantó, puso la mano en la cabeza agachada de su madre y se inclinó para besársela. Una bendición, el perdón. Se dio la vuelta para marcharse, pero su madre se levantó trabajosamente y le agarró una mano.
—¿Adónde vas?
—Los Brunson me han salvado dos veces y es una deuda que hay que saldar.
—No se lo digas. Por favor, no se lo digas.
Su madre seguía atrapada por la verdad, pero ella, no.
—Decirles ¿qué?
—Que Dios no te salvó.
—¿No lo hizo? —ella sonrió—. ¿Quién dice, madre, que un ángel no bajó a la tierra bajo la apariencia de un Brunson?
La sonrisa la acompañó mientras salía del cuarto para cruzar la frontera otra vez. No tenía un plan mejor trazado que aquella vez y esa vez sí iba a necesitar un milagro.
Rob notó que la tierra temblaba antes de oír los cascos de los caballos. Llegaban al galope desde el este y todavía estaban demasiado lejos para ver el estandarte, pero no hacía ninguna falta verlo. El rey Jaime había llegado por fin. Ya no había nada que decir ni mantener conversaciones. Ya habían decidido lo que había que hacer y cada hombre ocupó su puesto. Un subcomandante en jefe subió a lo alto de la torre y el otro se quedó encima de la puerta. Los hombres se situaron en la muralla, alrededor de la torre, dejando claro que iban a defenderse, no a atacar. Cate y Bessie se quedaron dentro de las murallas, aunque Cate se quejó hasta que Johnnie le recordó que Bessie estaba esperando un hijo.
Y Stella... Intentó olvidarse. Estaba a salvo. Se había acabado y quizá fuese lo mejor. Podría estar muerto antes de que acabara el día. Se montó en Felloun y se sorprendió al ver que Thomas y Johnnie lo acompañaban mientras se dirigía hacia el portón.
—Lo haré solo. Si pasa algo, os necesito aquí dentro.
—No malgastes aliento, hermano —replicó Johnnie.
—Johnnie y yo lo conocemos. Tú no has tratado nunca con el rey. ¿Creías que íbamos a dejarte que fueses solo? —preguntó Thomas.
Él fue a discutir, pero se dio cuenta de que sería inútil. Además, cuando cabalgaron juntos, se sintió más protegido que por una armadura. Bessie le había contado que debajo del castillo del rey se extendía un campo casi tan grande como su valle en el que hombres con armaduras y espadas luchaban entre sí por diversión, y morían. Si el rey decidía convertir ese en un campo de batalla, estaba dispuesto a morir, pero no a sacrificar al resto de los Brunson. Podían defender la torre, si hacía falta, durante muchísimo tiempo.
Detuvo el caballo a una distancia desde la que podía gritar al rey y durante un rato se quedaron todos en silencio. Ningún hombre sonreía. Él era el único que no había visto nunca al rey. Era alto y pelirrojo y todavía era desgarbado como un muchacho. Montaba un enorme caballo de guerra con aparejos tan elegantes como una armadura francesa. Miró a los hombres que lo rodeaban. Iban vestidos como si fuesen a cazar ciervos u hombres, la vestimenta era la misma. No eran ochocientos, pero sí suficientes. Miró a Johnnie y Thomas y ellos asintieron con la cabeza. Azuzó a Felloun y se acercó un poco.
—Soy Rob Brunson. Bienvenido a mi valle.
—No es tu valle —replicó el rey—. Es mi valle. Gobierno aquí como en el resto de Escocia.
No podía gobernar una tierra que ni siquiera había visto. Esa tierra pertenecía a los Brunson desde el primer Brunson. Se mordió la lengua al ver la mirada de advertencia de Johnnie.
El rey no esperó la réplica.
—Thomas Carwell, Guardián de la Frontera, por última vez, ¿vas a entregarme a ese proscrito?
—¿De qué lo acusaréis? —preguntó Thomas.
—Tiene dónde elegir —farfulló Rob.
—Primero, desobedeció mi orden de enviar a hombres a luchar contra el enemigo.
—Fue un malentendido —replicó Thomas—. Estaba defendiendo la frontera escocesa desde aquí. Sus hombres seguían a su servicio.
—Pero no donde le pedí que estuvieran —insistió el rey.
—Pero sí donde su Majestad los habría enviado si hubiese sabido la amenaza que se cernía sobre estas tierras.
El rey frunció el ceño.
—¿Por qué no te castiga a ti? —le preguntó Rob a Thomas—. Has desobedecido sus órdenes casi tanto como yo.
—Todavía puede hacerlo, pero la última vez que hubo un Guardián de la Frontera que no era un Carwell, fue un caos.
Se oyó otra vez la voz del rey desde el otro lado del campo.
—Carwell, como has estado tan ocupado que no has fijado un Día del Armisticio, como exige el tratado, lo he hecho yo.
El rey miró hacia el sur y agitó una mano. El heraldo que tenía al lado levantó un arcabuz y lo disparó al aire. Como si hubiese estado esperando la señal, otro ejército apareció detrás de la colina. Carwell soltó una maldición.
—Es lord Acre.
Además, el Guardián de la Frontera inglés iba seguido por todos los Storwick que podían montar a caballo. Se detuvieron a la misma distancia del rey que de los Brunson.
—Ahora, he venido a imponer la ley —siguió el rey.
—Entonces, si esto va a ser un Día del Armisticio, tenemos que dejar las armas —gritó Carwell.
Nadie hizo el más mínimo gesto de deponer las armas.
—Además —intervino el Guardián de la Frontera inglés—, traigo una orden de detención contra Rob Brunson, jefe del clan.
—¿De qué se le acusa?
—De la muerte ilegal de Willie Storwick.
Carwell miró a Johnnie.
—Habría sido legal si no lo hubieseis capturado un Día del Armisticio.
—¿No quiere nuestras cabezas por las incursiones o los incendios? —preguntó Johnnie a los dos hombres que lo acompañaban—. ¿Ni siquiera por haber capturado a su jefe?
—Los Storwick han hecho lo mismo. Es una pena que sea la muerte que hasta Hobbes Storwick nos perdonó.
—Por eso, Rob Brunson —siguió Acre—, o te rindes o nos entregas al hombre que es responsable de la muerte de Willie Storwick.
Johnnie sonrió y agarró con fuerza las riendas.
—Dile a Cate que la amo.
Rob levantó un brazo para detenerlo, pero, entonces, se oyó con toda claridad la voz de Cate que llegaba desde lo alto de la muralla.
—Tendrá que capturarme a mí porque yo maté a Willie Storwick.
Johnnie miró a su esposa con una mezcla de miedo y furia y luego volvió a mirar al rey.
—¡Yo maté a Willie Storwick! —bramó él.
—No. Yo mate a Willie Storwick.
Esa era la voz de su hermana y Carwell sacudió la cabeza, pero no quiso dejar sola a su esposa.
—No fue ninguno de ellos. Yo maté a Willie Storwick.
El aire se llenó de confesiones. Todos los hombres de la muralla unieron sus voces con el orgullo de reconocer que habían matado al hombre que merecía morir. Hasta Belde aulló.
Entonces, cuando las voces apagaron y el silencio se adueñó del valle otra vez, Rob oyó un caballo que se acercaba por detrás y la última y más sorprendente voz de todas.
—No fue ninguno de todos ellos. Fui yo, Stella Storwick, quien mató a Willie el Marcado.