Tres
Después de la comida, Rob bajó precipitadamente las escaleras y sin poder disimular la desesperación. Cuando no pudo aguantar un minuto más con esa mujer Storwick, le ordenó a Sim Tait que la llevara a su habitación y que no la dejara salir.
No quería volver a verla. Le encontraba defectos con cada mirada y juzgaba sus errores con cada palabra. Además, no tenía tiempo ni ganas de oír las opiniones de una Storwick. Solo sentía furia contra ella, nada más. Si había algo más, no sabía qué podía ser ni quería saberlo.
Aminoró el paso cuando salió de la torre y se dirigió hacia los establos. Se alegraría cuando Johnnie volviera. Antes de que su hermano se marchara, habían vuelto a discutir sobre cualquier cosa, sobre el rey, sobre el Guardián o sobre el ganado.
Sería mejor que Johnnie y Cate encontraran pronto un sitio para ellos. Sin embargo, ser el jefe era muy solitario. Nunca podía mostrar debilidad aunque no estuviese seguro de que estaba haciendo lo acertado. No iba a decírselo a su hermano, pero le gustaría que volviera al día siguiente. Podrían echar una carrera para elegir un caballo, como hacían cuando eran niños. Johnnie ganaba siempre.
Normalmente, los caballos pastaban alrededor de la fortaleza, pero se había vuelto cauteloso por la llegada de Stella Storwick y los había metido dentro de las murallas. Cuando entró en el establo, le sorprendió ver a Wat, el hijo de la viuda de Gregor, cepillando a Felloun y farfullando algo incomprensible. Sonrió cuando vio a Rob.
—Buenas noches, señor.
—Es mediodía, no por la noche, Wat.
Era inútil corregirlo. Era deficiente y nadie podía saber cuánto tiempo llevaría cepillando el mismo punto del caballo.
—Ten cuidado —Rob lo apartó con delicadeza—. Vas a dejarlo en carne viva...
—¿Puedo ir con usted?
—No, Wat —él no quería compañía en ese momento y menos la de ese niño balbuciente—. Vete a buscar a tu madre.
El chico era el hijo menor de ocho y su madre no tenía mucho tiempo para dedicárselo. Wat recogió sus cosas y se quedó parado en la puerta del establo.
—Es guapa.
—¿Quién? —preguntó Rob fingiendo que no sabía de quién hablaba.
—La nueva.
—¿De verdad? No me había fijado.
Wat asintió con la cabeza como si pudiera descubrirle algo.
—Sí.
El comentario del chico le pareció una especie se acusación. Sí se había fijado, aunque también había intentado evitarlo.
—Es una Storwick, Wat. Eso significa que por dentro es fea como un dragón.
—¿Igual que usted es terco como un carnero? —preguntó el niño con el ceño fruncido.
Él arqueó las cejas. Ningún hombre se atrevería a insultarlo a la cara, pero ese niño no era responsable de lo que decía, casi ni sabía el significado de las palabras... o sí...
—Sí, algo así.
El niño lo miraba con veneración, pero no tenía miedo para morderse la lengua y eso era estimulante. Wat ladeó la cabeza como si quisiera entenderlo.
—Entonces, es una dragona guapa —replicó al cabo de un rato.
Él se rio mientras el niño se marchaba. Efectivamente, era una dragona guapa, con una belleza que ocultaba algo mortífero.
A la mañana siguiente, Stella comprobó que, efectivamente, la despensa de los Brunson era muy escasa. La chica de los Tait ya estaba entre los pucheros y medía harina para empezar a hacer pan. Cuando entró, la miró con el ceño fruncido.
—¿Qué hace aquí?
—Ver si podemos poner algo aceptable en la mesa.
La chica puso una expresión algo agresiva.
—La comida no tiene nada de malo.
—Salvo que es casi incomestible.
—¿Tan mala le parece? —la chica dejó el saco de harina y cruzó los brazos—. Entonces, cocine usted.
Stella se mordió el labio inferior y tragó saliva. Si la dejaba sola, se morirían de hambre.
—Pensé que a lo mejor necesitabas ayuda.
—¿De una Storwick? —la chica levantó las manos y las agitó—. ¿Como nos ayudaron en esto?
Ella miró alrededor y vio la cocina reconstruida, el suelo chamuscado y los pucheros medio calcinados. Su pueblo había hecho eso con sus antorchas, aunque no era peor que lo que habían hecho los Brunson en su casa. Sin embargo, ese conflicto familiar no les daría de comer.
—Me sorprende que tengas que hacer todo esto tú sola.
La chica resopló con un gesto de cansancio.
—Hago mejor la cerveza que el pan.
Algo más que reprochar a Rob Brunson. Era una muchacha, ya no era una niña, pero no era tan mayor como para poder con todo eso. ¿No se le había ocurrido nada mejor que hacerla responsable de todos los quehaceres domésticos? Sin embargo, no podía decirlo.
—¿El jefe no tiene esposa?
No había visto ningún indicio de que estuviera casado, pero contuvo el aliento mientras esperaba la respuesta.
—No tiene tiempo para mujeres.
A ella no le sorprendió. Las mujeres tampoco tendrían tiempo para ese bárbaro malhumorado.
—¿Y no hay mujeres Brunson que puedan ayudar?
—La madre murió hace dos años y la hermana del jefe se marchó para casarse con ese tal Carwell —la chica volvió a resoplar como si el Guardián de la Frontera escocés le gustara tan poco como a ella—. Johnnie y su esposa están construyéndose su propia torre. Además, Cate, la esposa de Johnnie, no sabe cocinar.
No había mucho que hacer y tendría que apañarse con lo que tenía.
—¿Cómo te llamas?
—Beggy.
—Muy bien, Beggy, te diré un secreto. Yo tampoco sé cocinar.
Según su familia, una niña salvada por la mano de Dios estaba destinada a cosas más importantes que andar entre pucheros. Agarró con delicadeza los hombros rígidos de la muchacha.
—Sin embargo, entre tú y yo vamos a ver si podemos hacer algo aceptable para comer.
—¿Así? —la chica la miró con los ojos como platos—. Parece un vestido de fiesta.
Ella se miró y suspiró. El vestido de lana ya estaba manchado y sabía tan poco de lavar como de cocinar.
—¿Hay algún delantal?
—Uno, pero hay que lavarlo —contestó Beggy señalándolo.
Mejor que nada... Ella se lo puso y se remangó.
—¿Dónde está la sal?
—Quemada —Beggy rebuscó en una balda y encontró un saquito—. Esto es todo lo que queda.
Cuando él la capturó, le preocupó lo que pudieran hacerle los Brunson, pero no se le ocurrió que lo que había hecho su familia pudiera volverse contra ella. Más levemente, claro. Al fin y al cabo, ¿qué importancia tenía la escasez de sal?
—Entonces, le pondremos especias.
La muchacha la miró inexpresivamente.
—Se acabaron antes de la Epifanía.
—¿Cordero?
—Un poco. Todavía es demasiado pronto.
—¿Algo de la huerta?
—Todavía, no.
Stella miró alrededor.
—¿No queda nada?
—Zanahorias, pero el señor no las come.
—¿No? Pues, entonces, me parece que va a pasar hambre.
Ya vería cómo iban a gustarle...
Johnnie y Cate llegaron alrededor del mediodía. Cate fue a dar de comer a su perro baboso y John y Rob se encerraron en la habitación privada del jefe, donde le habló de la mujer Storwick. Cuando terminó, John arqueó las cejas.
—El rey nos ha declarado proscritos y ahora tenemos presa a una mujer inglesa... —John sacudió la cabeza—. No puede salir bien.
¿Johnnie nunca aceptaría que era el jefe? Había querido su conformidad, no su discrepancia. Ya había discutido bastante consigo mismo.
—Tú, precisamente, deberías entenderlo.
Johnnie, por Cate, tenía más motivos que nadie para odiar a los Storwick. Sin embargo, Willie Storwick ya había muerto y casi toda la furia de Johnnie se había esfumado con él.
—Carwell ya ha forzado la ley al encerrar a Storwick sin juicio previo. Cuando se enteren de que capturaste a esa mujer, volverán las incursiones.
—Pues que vengan.
—Acabas de reconstruir la fortaleza un poco después del último ataque —replicó Johnnie sacudiendo la cabeza.
—La he reforzado.
Las murallas eran más altas y había redoblado la vigilancia en las colinas. No volverían a sorprenderlos.
—Eso no nos protegerá del rey Jaime.
—¡Rey Jaime! ¡Rey Enrique! Este lado de la frontera o el otro, me da igual un hombre al que no he visto.
—Yo sí lo he visto —replicó Johnnie con la preocupación reflejada en los ojos—. Bessie se libró por poco.
Él dejó a un lado el remordimiento. Bessie se había empeñado en ser quien intercediera ante el rey, por el bien de los Brunson y del propio rey.
—No tiene autoridad sobre mí.
—Es posible, pero ha puesto precio a nuestras cabezas.
Efectivamente, su hermano había vivido en la corte, y no acababa de entender la vida allí y lo que tenía que hacer un jefe para proteger a su familia, para sobrevivir. Él sí lo sabía.
—Como verás, no ha servido de gran cosa —Rob escupió con asco—. ¿Quién le teme? Es casi un niño. Ni siquiera se atreve a venir él mismo.
—Vendrá, Rob. Lo conozco —John lo agarró del brazo y lo sacudió—. Quemó a un hombre en la hoguera en St. Andrews.
Rob no pudo evitar un estremecimiento. Un hombre debería morir luchando, a caballo, no en la hoguera ni ahorcado.... ni en la cama, como su padre.
—¿No puedes estar de acuerdo conmigo por una vez?
Su hermano se dejó caer sobre el respaldo y se cruzó de brazos como si supiera que era inútil seguir discutiendo.
—Entonces, ¿qué vas a hacer con ella?
—Retenerla aquí y si intentan liberar a Hobbes Storwick de Carwell...
No terminó la amenaza, no pudo decir que la mataría. Sin embargo, los Storwick no lo sabrían. Ellos habían hecho cosas peores.
—¿Liberar a Storwick? —Johnnie lo miró fijamente—. ¿De un castillo con foso? Eso es imposible.
—Yo esperaría que lo intentaras si fuese yo quien estaba preso.
—Sí, lo haría —afirmó Johnnie después de un rato y un suspiro.
Rob asintió con la cabeza aliviado. Era su tregua particular.
—¿Ya saben que la tienes aquí?
—Han pasado dos días. Saben que ha desaparecido.
Una hija desaparecida... Se preocuparían al no saber si se había caído por un barranco o se había ahogado en el río... No se ablandó. Estaba bien y mejor tratada de lo que se merecía, pero le extrañaba que no hubiese indicios de que estaban buscándola.
—Bueno, no puedes mandar un mensaje a Bewcastle.
—Tiene que hacerlo Carwell —confirmó él con un suspiro.
Su obstinada hermana se había prometido al Guardián de la Frontera escocés por orden del rey y luego había desafiado a su hermano al casarse con él. Thomas Carwell había conseguido moverse en el filo de las leyes de la frontera, que estaba obligado a hacer cumplir, y no enfurecer al rey. Al menos, hasta que no obedeció la orden de llevar a los Brunson a Edimburgo para que los colgaran. Aun así, el rey no lo había apartado de su cargo, por el momento.
—Sigue siendo el Guardián de la Frontera escocés y puede mandar un mensaje mediante el Guardián de la Frontera inglés —añadió Rob.
—Quien no nos tiene ninguna simpatía desde que no respetamos el nuevo tratado. No va a gustarle.
—A mí, tampoco. ¿Quién va a impedir que se lo cuente al rey?
Nunca se podía estar seguro con Carwell. Un día estaba del lado de los escoceses, al día siguiente de los ingleses y después era representante del rey.
—Bessie —contestó Johnnie.
Él suspiró. Aunque fuese una mujer, su hermana era más equilibrada que la mayoría de las mujeres. La echaba de menos en la fortaleza. No buscaba las comodidades, pero sin ella, nadie le había calentado agua ni le había rellenado el colchón con plumas nuevas. Se preguntó qué estaría haciendo la mujer Storwick en la cocina. Seguramente, estaría tramando cómo envenenarlo.
—Bueno, tengo que cargar con la mujer y si ellos no saben que la tengo, será en vano. ¿Irías al castillo de Carwell para decírselo?
—¿No vas a ir tú?
Él negó con la cabeza. No había hablado ni con él ni con su hermana Bessie desde el ataque de los Storwick. No iba a empezar en ese momento.
—No es el momento de dejar la fortaleza indefensa.
Johnnie lo miró un instante.
—Podríamos llevarla con nosotros y entregársela a Carwell. Estará rodeada por un foso y lejos de ti.
—Pero al lado de su padre. Los dos juntos serían un objetivo irresistible.
A juzgar por las preguntas de Stella, no sabían dónde estaba Hobbes Storwick, pero eso no podía durar mucho.
—Si la retengo aquí, protegerá nuestra fortaleza y conseguirá que se lo piensen dos veces antes de atacar el castillo de Carwell.
Si la retenía allí, solo era para proteger la fortaleza. La verdad era que pronto se libraría de ella y de su aire altivo.
—Nos marcharemos mañana —Johnnie se levantó—. Cate se alegrará de volver a ver a Bessie.
Johnnie esperó alguna reacción, pero Rob miró hacia otro lado.
—Le diré que has preguntado por ella.
—Dile que he preguntado por su receta del guiso de cordero.
La familia lo era todo, pero para protegerla, no para amarla. El amor debilitaba a las personas.
El guiso de cordero le recordó que la mujer Storwick estaba en la cocina y cruzó al patio para ver qué hacía. La llovizna había borrado el sol del día anterior y su buen humor y empezaba a dudar que la comida de ese día fuese a ser más comestible que la del anterior. Se detuvo en la puerta de la cocina. Toda la habitación, los pucheros, el suelo y la chimenea, estaban blancos como si les hubiera caído una tormenta de nieve y, en medio, la mujer Storwick agarraba un saco de harina vacío. Las dos mujeres se dieron la vuelta para mirarlo.
—¡Llévesela! —gritó Beggy—. ¡Prefiero cocinar sola!
Stella parpadeó a toda velocidad. Él no tenía paciencia para aguantar los gritos de unas mujeres. Entró y levantó una polvareda de harina.
—¿Qué está pasando?
—Primero ha dejado que se quemara el guiso y después ¡ha tirado la mitad de la harina! —exclamó Beggy—. Llévesela.
Él agarró a Stella del brazo, pero ella miró a Beggy.
—Te ayudaré a limpiarlo...
—¡No! No me ayude o no nos quedará nada para comer.
Él sacó a Stella al patio.
—¿Habías planeado matarnos de hambre?
—En mi casa no cocino.
Él la miró fijamente. Todas las mujeres cocinaban, ¿no?
—¡Tú fuiste quien se quejó de la comida y ni siquiera cocinas!
—No pensé que fuese tan complicado.
—No lo es para la mayoría de las mujeres.
—Entonces, ¿por qué no te casas con una mujer que sepa cocinar?
Sus palabras fueron como coces de un caballo.
—¿Por qué no te casas tú con un hombre que te impida vagabundear sola por la frontera?
Ella se pasó la lengua por los labios, se cruzó de brazos y levantó la barbilla porque no supo qué decir. Sin embargo, seguía cubierta de harina y a él le pareció más ridícula que altiva.
—Lo haré —contestó ella al cabo de un rato—. Pronto. Con alguien que merezca la pena, que sea especial.
Ella dijo la última palabra como si quisiera insultarlo.
—¿Quién es bastante especial para ti?
¿Por qué lo había preguntado si le daba igual?
—Nadie que conozcas ni que se parezca a ti —ella se dio la vuelta como si pudiera dar por zanjada la conversación—. Y nadie que te interese.
Súbitamente, él quiso saber quién poseía a esa mujer desquiciante.
—Me interesa saber si nos atacará para rescatarte o si no nos atacará mientras te tenga aquí.
Ella lo miró con los ojos abiertos, como si no se le hubiese ocurrido ninguna de las dos posibilidades.
Él no sabía gran cosa sobre las mujeres, pero sí sabía que esa le ocultaba algo.
—Entonces, es algo que tendrás que preguntarte, ¿no?
Efectivamente, se lo preguntaba. Tenía la edad de estar casada y era hermosa. ¿Por qué no se había casado todavía?
La miró mientras ella se limpiaba la harina del delantal y también se preguntó por qué le habría parecido que capturar a Stella Storwick era una buena idea.
Stella apretó los puños a sus costados y levantó la barbilla, pero se le heló la sonrisa. Tendría que preguntárselo muchas veces porque no había nadie, todavía. Lo habría algún día, pero era difícil encontrar una persona suficientemente válida para estar con una chica a la que Dios había salvado.
—Muy bien —contestó él con cierto orgullo—, la mujer que se case con un jefe también tiene que ser especial.
Ella, aliviada porque habían dejado de hablar sobre su hipotético marido para hablar sobre la hipotética esposa de él, puso los ojos en blanco.
—La mujer que se case contigo tendrá que tener una paciencia muy especial.
—El hombre que se case contigo tendrá que ser un santo.
Efectivamente, un santo. Ese era el hombre que estaban buscando sus padres. A ella le rugió tanto el estómago que Rob la miró.
—La próxima vez, cómete lo que te pongan.
—La próxima vez, ponme algo que me pueda comer.
Además, la cena sería peor porque había quemado el guiso.
—Los Brunson no se quejan de la comida —la agarró del brazo para sacarla de allí—. No debería haberte dejado salir.
Ella miró hacia la cancela. No podía encerrarla en la torre otra vez.
—Ya debería de haber salmones —comentó ella arrastrando los pies.
El rio Liddel estaba al lado, fuera de las murallas. Era una ocasión para explorar e, incluso, para escapar... Él se había quedado en silencio y no la miró.
—¿No eres pescador? —insistió ella.
Él pareció sentirse ofendido.
—No, ya veo que no. Eres un guerrero. Bueno, el jefe de los Storwick se ocupa de alimentarnos además de protegernos.
—Tenemos ovejas y ganado para alimentarnos.
—¿No te gusta el pescado? —preguntó ella con las cejas arqueadas.
Él se quedó pensando como si intentara recordar el sabor del pescado.
—Sí me gusta.
—Entonces, ¿por qué no lo sirves?
—No hay suficientes salmones.
—La semana pasada comí una fuente entera. Hay muchos salmones.
—Para los Storwick. Tu familia ha bloqueado el río y los salmones no pueden llegar hasta aquí.
Ella se quedó callada. Naturalmente, sabía que su familia había construido trampas que les permitían tener una pesca abundante, pero nunca había pensado lo que eso podía significar para las familias que vivían corriente arriba.
—Bueno, pues tendremos que pescar los pocos que lleguen, ¿no?
—¿Sabes pescar mejor que cocinar?
Lo que sabía no serviría ni para llenar un dedal, pero no podía ser muy difícil, como no lo era cocinar. Si la chica de los Tait no la hubiese puesto nerviosa, si la sal no hubiese estado quemada...
—Sé lo suficiente.
Él se apartó un poco para mirarla a los ojos.
—¿De verdad? ¿Sabes hacer una compuerta?
—¿Una qué...? ¡Ah, sí!
Conocía la palabra. Era una especie de trampa donde podían entrar los peces, pero no salir. No había tocado una en toda su vida.
—A lo mejor los Storwick los matan con arpones a la luz de las antorchas y por diversión. Sería muy propio de vosotros.
¿Lo hacían? Era posible. No le contaban todo...
—Lo que no comemos no se desperdicia. Hay mucha gente dispuesta a pagar por un buen pescado.
—Entonces, ¿así te pagas esa ropa?
—¿Ropa...?
Se miró el vestido cubierto de harina donde no lo tapaba el delantal. Había intentado limpiárselo, pero la neblina estaba convirtiendo la harina en algo pringoso.
—Tus mangas son tan grandes que podrían tapar la mesa y llevas una cruz de oro digna de la hija de un rey.
Involuntariamente, se llevó una mano a la cruz que le colgaba del cuello. Las mujeres de la fortaleza de los Brunson usaban lana áspera y mangas estrechas, como la mayoría de las mujeres de su casa, pero sus padres siempre se habían ocupado de que llevara algo mejor.
—Es un regalo... de mis padres.
—Robado, sin duda.
—Lo dices porque todo lo que tienes en tu casa es robado.
Se miraron con el ceño fruncido, pero ninguno pudo replicar porque eso era lo que hacían a los dos lados de la frontera.
—Eso no es una deshonra —dijo él al cabo de un rato—. La deshonra es lo que hacen otros hombres.
Stella supo a quién se refería. Su primo Willie había sido una deshonra para todos ellos. El padre de ella lo había repudiado, pero, por algún motivo, ese hombre se había convertido en un símbolo, en un peón que el rey y el Guardián de la Frontera ingleses habían inflado desproporcionadamente, que había llevado a incursiones, tratados y secuestros cuando era un hombre odiado por su propia familia. ¿Lo habían matado los Brunson? Probablemente. ¿El mundo era un sitio mejor con él muerto? Sin duda, pero no iba a reconocérselo a Rob Brunson. Adoptó un aire principesco.
—Si eres incapaz de llevar pescado fresco a tu mesa, o no quieres, dilo y pasaré hambre, pero no te burles de mi ropa o insultes a mi familia por eso.
Asombro, furia, los dientes apretados y una expresión tan sombría como las colinas en invierno. ¿Bastaría esa furia para que la dejara salir de la torre?
—Si quieres pescado, conseguiremos pescado, pero tendrás que hacerlo tú. También te advierto que tu ropa y tú acabaréis empapadas antes de que lo hayamos conseguido.
Ella no pudo contener una sonrisa porque estaba segura de que él acabaría igual.