Dieciséis
Cada paso que daba hacia el castillo de los Storwick era un suplicio. El último día que había pasado con ella solo había alargado su desdicha y pospuesto lo inevitable. Había llegado el momento de montar a Felloun y cruzar las colinas dando gracias a Dios si salía vivo de allí. La profunda añoranza que sentía por ella se había convertido en algo tan conocido como una herida. Stella, a su lado, caminaba con una sonrisa, como era natural. Estaba en su casa y se había librado del miedo que la había perseguido toda su vida. Ya no lo necesitaba. En cuanto a él, había cumplido la voluntad de su enemigo y volvía a casa. Estaba seguro de que su padre no lo habría hecho, pero él era el jefe y había tomado esa decisión. Sin embargo, el pobre Hobbes Storwick estaría en el purgatorio lamentando la mala administración que había dejado detrás.
Se habían gastado dinero en tapices mientras los tejados seguían con agujeros. Agradecido una vez más, se acordó del tiempo que había pasado junto a su padre para aprender lo que tenía que hacer un jefe. El deber, el valor, la fuerza... Se le disiparon todas las dudas que lo habían agobiado. El clan de los Brunson estaba en buenas manos, las suyas. Humphrey y Oswyn se pasaban más tiempo discutiendo entre ellos que planeando batallas o, incluso, la vida cotidiana. Hasta las ovejas estaba sin esquilar. No le extrañó que no hubiesen hecho nada para salvar a su jefe. Esos dos necios no se ponían de acuerdo ni en lo que querían cenar. Wat Gregor tenía mejor juicio y más integridad, estaba seguro. Ninguno de los dos dejaba terreno libre y ninguno de los dos tenía fuerza suficiente para asumir el liderazgo del otro o del resto de la familia. El mundo se desmoronaba lentamente ante ellos y la familia dejaría de ser una amenaza para nadie... como tampoco tendría una defensa sólida contra nadie.
Stella podía sonreír en ese momento, pero él podía ver el porvenir con toda claridad. Algún día, en esta generación o en la siguiente, los Robson, los Elliot o cualquier otra familia de cualquier lado de la frontera se daría cuenta de que los Storwick estaban indefensos y la familia dejaría de existir. Debería alegrarse, pero no se alegraba. Sin embargo, esos días había aprendido que su padre había sido muy sensato al elegir y formar a su sucesor tan pronto... y que él tenía que hacer lo mismo. Si mañana le pasaba algo, Johnnie podría asumir la jefatura y lo haría, pero si él quería proteger a su familia durante las generaciones venideras, tenía el deber de casarse, de tener hijos y formarlos. Hubo un primer Brunson, pero no podía haber un último. Sabía cuál era su deber, pero cuando miraba a Stella, quería montarla en Felloun, cruzar la frontera y quedársela para siempre. Era un sueño egoísta, un incumplimiento de su deber y una manera de frustrar la felicidad de ella.
Había cumplido la palabra que le dio a su padre y la había llevado con los suyos, quienes no habían querido pagar un rescate, eso era verdad, pero también había presenciado la veneración que sentían hacia ella y estaba seguro de que no le pasaría nada independientemente de los peligros que tuviera que afrontar el resto de la familia. Sin embargo, se le desgarraba el corazón al pensar en el precio que pagaba por esa veneración, en la vida solitaria que tendría que vivir allí.
Stella sintió que la paz se adueñaba de ella. Gracias a Rob, se había despedido de su padre y lo había enterrado, como también había enterrado el miedo que la había atenazado toda su vida. Durante esos breves momentos, caminar junto a Rob bañados por el sol le había parecido más que suficiente. Sin embargo, la paz se esfumó cuando se acercaron a la fortaleza. ¿Qué había pasado hacía tantos años? ¿Por qué no podía recordarlo? ¿Qué había de verdad en la historia de su madre?
—Entonces, me marcharé —comentó él.
Las sombras y el miedo volvieron. Eso era lo que había intentado olvidar. Tendría que enfrentarse sola a todas esas preguntas.
—Es tarde. Anochecerá pronto. Espera hasta mañana.
Un poco más... Alargó la mano como si así pudiera conseguir que él cambiara de opinión. Él la apartó en cuanto los dedos se tocaron.
—No lo compliques más.
Había buscado un día más, una hora más, como si pudiera alargar el tiempo que iban a estar juntos, como si pudiera fugarse con él, desaparecer, parar el tiempo hasta que sucediera un milagro y pudieran estar juntos. Sin embargo, en la frontera sucedían pocos milagros y, al parecer, ella había llegado a su límite.
—No puede ser más complicado —replicó ella con la voz inexpresiva por el desánimo.
Él la miró a los ojos y ella captó que su desolación era como la de ella.
—Sí puede, podrías estar esperando un hijo.
Ella se llevó las manos al vientre sin pensarlo. Era demasiado pronto para saber si la había fecundado. Dios no podía ser tan despiadado... o benévolo. Miró hacia otro lado para ocultar las lágrimas. Miró hacia las colinas y el camino que lo llevaría a su casa. Ya sabía lo que había al otro lado: un valle que ya no la recibiría con los brazos abiertos.
—Dile a Wat... que no lo he abandonado —dijo ella haciendo un esfuerzo—. Dile... —se aclaró la garganta—. Dile que lo quiero.
Él la querría siempre, pero el deber era lo primero.
Entraron en el patio sin tocarse y fue directamente a los establos. Ella lo siguió en silencio porque nada de lo que pudiera decir cambiaría la realidad, ella era una Storwick y él, un Brunson. Sin embargo, cuando se montó en Felloun y agarró las riendas, la miró.
Ella comprendió que lo llamaban el Negro porque tenía unas cejas muy sombrías, pero ya no parecían sombrías por la furia, sino por la tristeza. Él se aclaró la garganta.
—Si alguna vez necesitas...
La frase murió en su garganta. Ella sacudió la cabeza y miró hacia otro lado. Ninguno de los dos tendría fuerzas para resistirse al deseo. El caballo cruzó lentamente el patio, como si también fuese reacio a marcharse.
Nadie se acercó a ellos y la puerta se abrió de par en par. Una vez fuera, se puso al galope y ella se quedó mirándolos hasta que las colinas se los tragaron. Él no miró hacia atrás.
Esa noche, se sentó en la mesa principal acompañada solo por el dolor y las preguntas. Su madre se había metido en la cama y nadie se atrevía a acercarse a ella. Excepto Humphrey Storwick. A lo largo del día, había ido de un lado a otro con impaciencia, pero no se había acercado. Ella se había alegrado, aunque su piel anhelaba la de Rob. Más aún, su alma añoraba a la única persona que no tenía miedo de estar cerca de ella. Humphrey se inclinó hacia ella intentado acercarse lo suficiente para poder susurrarle, pero no lo consiguió.
—¿Hablarías conmigo en privado?
Supuso que querría hablar sobre asuntos domésticos, aunque nunca le habían pedido que se ocupara de ellos. Sin embargo, había aprendido algunas cosas en la fortaleza de los Brunson y sería mejor bajarse de ese pedestal y mantenerse ocupada.
Una vez en el pasillo, Humphrey se detuvo repentinamente, pero retrocedió cuando ella no tuvo tiempo de mantener la distancia. Tragó saliva y se pasó la lengua por los labios.
—Mañana tengo que casarme contigo.
—¿Tienes?
Esa palabra le pareció más cuestionable que «mañana».
—Sí. Si quiero ser el jefe de los Storwick.
Ella negó con la cabeza. Había anhelado durante años que alguien le pidiera la mano, la intimidad, los hijos, pero ya era demasiado tarde. No porque hubiera perdido la virginidad, sino porque se la había entregado a Rob. Después de él, cualquiera sería como una pluma llevada por el viento. Sin embargo, ¿qué pasaría si estaba esperando un hijo? Ni eso la obligaría a casarse con ese hombre tan inadecuado para criar al hijo de Rob Brunson.
—No necesitas casarte conmigo —replicó ella.
Humphrey abrió los ojos como platos, más por miedo que por admiración.
—La familia recompensará al hombre más indicado —siguió ella—, independientemente de quién sea su esposa o de que la tenga o no.
—Pero te necesito.
—¿Me necesitas? No capto amor en tu voz.
—¿Amor? —él la miró como si estuviese loca—. No he dicho nada de amor. Te necesito porque si me caso contigo, se demostrará que Dios quiere que sea el jefe. Una vez casados, haz lo que quieras —él se encogió de hombros sin mirarla a los ojos—. Vete a obrar más milagros.
Podía haber añadido que lo hiciera sola, que cuidara a los hijos de otras personas, que siguiera siendo intocable como lo había sido toda su vida, que se limitara a convertirlo en jefe.
—Si eres lo suficientemente fuerte para ser jefe de los Storwick, lo serás, y si no, no. No lo serás por casarte conmigo.
Estaba segura de que nadie dudó quién sería el jefe cuando murió Geordie Brunson.
—Di lo que quieras —Humphrey arrugó la frente con un gesto que quiso ser amenazador—. Se hará antes de que el sacerdote se marche mañana.
Oswyn intervino súbitamente desde detrás de ella.
—También puedes casarte conmigo.
—No puede. Va a casarse conmigo.
—No lo hará si no quiere. Deja que elija. Para eso la salvó Dios, para que eligiera cuál de nosotros será el jefe.
Ella estaba segura de que Dios no la había salvado para nada de eso.
—Entraré en un convento antes de casarme con uno de vosotros.
—Tu madre sabrá qué hacer —replicó Oswyn mientras se daba la vuelta para marcharse del salón—. Se lo preguntaré.
Humphrey fue detrás de él y siguieron discutiendo. Ella sintió un escalofrío. Su madre tenía que saber lo que le pasó aquel día. Si se lo preguntaba, ¿qué contestaría? Empezó a plantearse posibilidades. ¿Se había caído en el pozo o había desaparecido unas horas, como habría podido desaparecer Wat, sin darse cuenta de lo que pensaban sus padres? Quizá se hubiese alejado demasiado de su casa y se había asustado al encontrarse sola. Sin embargo, el miedo al pozo y a ese sitio era verdadero. Algo le pasó allí. ¿Qué? Si no era un milagro, si no la había salvado un ángel, ¿quién fue?
Su madre la llamó antes de que saliera la primera estrella. Siempre le había inquietado que la llamara su madre. Cuando era niña, eso siempre significaba una lección o un sermón en una habitación que parecía en una penumbra perpetua. Sin embargo, esa vez no sería así. Tenía preguntas que hacerle.
Entró en silencio, como le habían enseñado, y esperó a que la reconociera. Ese día, al menos, la penumbra parecía adecuada al luto. Su madre estaba arrodillada en el reclinatorio, donde había pasado muchas horas de su vida.
Ella había amenazado con entrar en un convento porque sabía que renunciar al mundo sería un sacrificio. Se preguntó, y no era la primera vez, si esa vida no habría sido la más indicada para su madre. Sí se preguntó por primera vez qué habría pensado su padre. Ya sabía lo que podía pasar entre un hombre y una mujer y lo veía con ojos distintos.
Su madre intentó levantarse y ella se acercó para ofrecerle un brazo. Su madre le dio una palmada en la mano.
—Dios fue bueno con nosotros cuando te envió.
El peso del día, de la muerte de su marido, la había debilitado.
Con la cabeza baja y los hombros hundidos, se apoyó en ella para recorrer los pasos que había entre el reclinatorio y la butaca. Stella la ayudó a sentarse y esperó en silencio sin saber si podría desafiar a esa mujer con una vida moldeada por la devoción y que había sufrido una pérdida tan grande. Su madre apoyó la cabeza en el respaldo y cerró los ojos.
—Dios solo atendió a una de mis plegarias. Te ha devuelto conmigo.
—Sí, madre.
No hacía falta preguntar cuál había sido la otra plegaria cuando su padre estaba enterrado. Su madre pareció recuperar la fuerza y abrió los ojos levantando la cabeza.
—Ese hombre es lo menos parecido a un sacerdote, pero es el que ha enviado Dios y el que te casará.
—¿Con quién vas a casarme? —preguntó ella haciendo un esfuerzo para no gritar.
—Humphrey u Oswyn. Tú elijes.
—No elijo a ninguno.
No quiso decir nada más. No quiso decir que si un hombre no era capaz de ser el jefe sin que ella lo aceptara, tampoco podría tomar las decisiones complicadas que tenía que tomar un jefe, como expulsar de la familia a Willie Storwick.
—Sin embargo, tienes que hacerlo —insistió su madre con la cabeza ladeada por la sorpresa.
—¿Por qué?
—¿Por qué si no iba a haberte devuelto Dios con nosotros?
No había otro motivo. No era porque la amaran, la desearan o la vieran como algo aparte de un instrumento de Dios. Ella no tenía nada especial. Sin embargo, sí lo había tenido para Rob Brunson y no era veneración, sino disfrute, reconocimiento de su cuerpo y su corazón. Además, lo a gusto que se había sentido con él coincidía más con lo que ella quería que el honor fingido que le había otorgado su familia.
—No me trajo Dios, me trajo Rob Brunson el Negro.
—Y eso es un milagro que solo ha podido hacer Dios.
—Hoy fui a ver el pozo, madre.
Su madre parpadeó como un pajarillo asombrado.
—¿Por qué? No habías estado allí desde que Dios te salvó.
—Tenía que hacerlo.
Rob lo había entendido. ¿Por qué no lo habían entendido sus padres? ¿Por qué habían permitido que arrastrara ese miedo durante todos esos años?
—¿Sabes lo que vi? —siguió Stella alejándose de su madre como si toda su vida hubiera dado un vuelco—. Vi un agujero con piedras que no es más profundo que mi brazo.
Su madre miró hacia otro lado.
—Lo rellenamos después para que no le pasara nada a nadie más.
Ella se detuvo. Rob había dicho lo mismo, pero nada le parecía verdad ya. No podía fiarse de nada. Había pasado miedo, un miedo que su cuerpo sentía todavía, pero ¿era el miedo a un trauma que no podía recordar o el miedo a no estar nunca a la altura de sus expectativas?
—¿Qué pasó de verdad, madre?
—No te servirá de nada revivirlo, hija. Lloraste durante días y no podía consolarte.
Ella no hizo caso del arrepentimiento que vio en el rostro de su madre.
—¿Cuánto tiempo desaparecí? ¿Una hora? ¿Dos? No fueron días, ¿verdad?
—Unas horas le parecen días a una madre que ha perdido a su hija.
Ella se mordió el labio porque sabía que era verdad.
¿Acaso no sintió lo mismo cuando Wat desapareció unos minutos?
—Yo te busqué —siguió su madre diciendo lo que ella sabía de memoria—. Te busqué todo el día y toda la noche y cuando no te encontré por ningún lado, fui a la capilla y me tumbé en el suelo para rezar a la Virgen otra noche y otro día...
Para rezar mientras una niña pequeña esperaba en un pozo oscuro.
—¿Mi padre o alguien me buscó mientras tú rezabas?
En algún sitio había una respuesta que se le había escapado durante esos años. Su madre agitó una mano.
—Eso no importa. Te salvó la Virgen.
Ella suspiró. Si había algo de verdad en esa historia, parecía haberse olvidado hacía mucho tiempo.
—¿La Virgen te dijo dónde estaba?
Su madre asintió con la cabeza y sonrió.
—Me mandó una visión, fui al pozo y estabas entre las manos de un ángel.
Las mismas palabras y la misma historia de siempre.
—Si sabías que estaba en el pozo, ¿por qué no fuiste con alguien que te ayudara a sacarme?
—La visión fue muy clara. El ángel te había salvado.
—¿Y si no hubiese habido un ángel? ¿Y si te hubieses equivocado?
¿Y si Dios hubiese decidido que no se merecía un milagro?
—La visión fue muy clara. Tenía que ir sola. Ven, hija —le pidió su madre alargando los brazos—. Las dos hemos sufrido durante estas semanas. Tenemos que pedirle a Dios que te lleve por el camino correcto.
Tomó las manos de su madre, se arrodilló junto a ella y apoyó la cabeza en su regazo. Había vuelto al desconcierto, aislamiento y expectativas que había eludido toda su vida y, además, a preguntas que no se había hecho nunca. En cambio, la vida en la fortaleza de los Brunson parecía sencilla. Cuidaba a Wat, capturaba peces... Cosas sencillas que se relacionaban con otras personas y la naturaleza. Sin embargo, allí, en su casa, se sentía perdida otra vez. Levantó la cabeza con las mejillas húmedas por unas lágrimas que no recordaba haber derramado.
—Madre, cuéntame la historia de la Storwick perdida.
Escuchó la historia de la mujer solitaria que rechazó todas las expectativas y escapó.
—Madre, ¿qué crees que le pasó a la Storwick perdida? —le preguntó cuando acabó la historia.
Su madre sacudió la cabeza, le acarició el pelo y le secó las lágrimas.
—Nadie lo sabe. Hay quien dice que Dios se la llevó y otros dicen que se la llevó Satanás. Unos pocos creen que se escapó por sus propios medios a las colinas, que encontró a alguien perdido como ella y que se casaron.
Como había hecho ella. Además, también había encontrado a alguien perdido como Rob Brunson, quizá. Sin embargo, Rob nunca estaba perdido en relación a su familia, nunca había dudado sobre su deber y nunca había dudado sobre lo que tenía que hacer, como estaba haciendo ella. Suspiró y se apartó. Se levantó, se alisó el vestido y se frotó las mejillas con el dorso de las manos. Rob diría que era el deber y ese era su deber, con milagro o sin él.
—Si Dios me salvó para que eligiera el próximo jefe de la familia, eso haré —no lo temería como no temía a un agujero lleno de piedras—. Sin embargo, lo haré cuando yo quiera y como yo quiera.
Quizá Dios obrara otro milagro. Habría alguien, cualquiera, que se lo merecía más que esos dos. Sin embargo, salió de la habitación y deseó desaparecer como la Storwick perdida.