Quince

 

La mañana era resplandeciente cuando entraron en las tierras de los Storwick y el sol proyectaba sombras hacia donde a ella le pareció una vez que era la dirección acertada. La torre se elevaba a lo lejos y se iba haciendo más grande a cada paso que daban los caballos.

Cuando llegaron, las murallas se llenaron de hombres con expresión de perplejidad y con grandes arcos y flechas que apuntaban hacia ellos. Rob la miró y esperó. Era su casa y era ella quien tenía que hablar.

—He vuelto con Hobbes Storwick para que descanse en su tierra.

Sus dos primos se abrieron paso entre el muro de arqueros.

—¿Quién te acompaña? —preguntó Oswyn.

—Soy Rob Brunson el Negro —rugió él sin ganas de morderse la lengua—. Soy el jefe del clan de los Brunson y he venido solo para devolveros a vuestro jefe.

—¿Lo has matado tú? —preguntó Humphrey.

—¡No!

Stella levantó una mano con miedo de que él pudiera perder la cabeza por el insulto.

—Todos sabéis que mi padre estaba llegando al final de sus días cuando se lo llevaron. Él le pidió a Rob Brunson que lo trajera a su tierra y no le haréis nada por haber cumplido la última voluntad de Hobbes Storwick. ¡Ahora, dejadnos entrar!

Los hombres bajaron los arcos y sus primos se susurraron algo el uno al otro. Si no se equivocaba, habían empezado a discutir. Entonces, la puerta que tenían debajo se abrió y su madre salió apresuradamente, seguida por algunos sirvientes que se adelantaron corriendo para recoger el cuerpo de su padre del carro que lo había llevado desde el castillo de Carwell. Ella desmontó y se arrojó en brazos de su madre. Entonces, oyó los cascos del caballo y se apartó de su madre para ver a Rob que se daba la vuelta para marcharse.

—¡Espera! —le pidió ella alargando un brazo.

Si se marchaba, la dejaría como una concha vacía. Durante la noche anterior, no habían afrontado la realidad, no habían pensado cómo se despedirían. No estuvo segura de que él fuese a hacerle caso, pero se detuvo. Entonces, la miró a los ojos delante de todo el mundo. Fue una mirada que le dijo todo lo que no podían decir las palabras. Lo más valiente que podían hacer los dos. Su madre la agarró del brazo como si quisiera llevarla adentro, pero ella no dejó de mirarlo.

—Está en su tierra gracias a ti y a nadie más. Lo has honrado, déjanos que te mostremos respeto. Quédate a su entierro.

Quería que se quedara con ella un poco más. Él miró a su madre y a los hombres que había en la muralla. Ella sabía que era valiente, que podía afrontar la muerte sin inmutarse. ¿Era lo bastante valiente como para quedarse con ella unos días más? ¿Era lo bastante valiente como para soportar otra despedida? Volvió a mirarla y todo lo demás desapareció.

—Si quieres...

Ella respiró. Un día más... o dos... o tres...

 

 

Rob se maldijo por su debilidad. Quedarse solo le complicaría tener que marcharse más tarde. Allí no se besarían ni se acariciarían ni se... unirían. Solo de verla al alcance de la mano sin poder tocarla... Ya no tenía que mirarla para saber dónde estaba ella y echó una ojeada a la fortaleza de los Storwick. Sabía cuál era su forma y tamaño. Era mayor que la de los Brunson y menor que el castillo de Carwell. Sabía cuáles eran sus puntos débiles y cuáles los fuertes. Había atacado las dos más de una vez, pero desde fuera. Hacía tres meses que sus hombres y los de Carwell la habían arrasado a hierro y fuego y se habían llevado a Hobbes Storwick, pero seguía habiendo agujeros chamuscados donde los tejados de brezo protegían antes los edificios exteriores. Eso lo inquietó. Naturalmente, sabía lo que habían hecho y lo habían hecho intencionadamente, pero verlo como invitado, aunque no fuese bien recibido, le hizo pensar. Sin embargo, no le hizo pensar solo en que sus sentimientos habían cambiado. Tres meses eran más que suficientes para arreglar los tejados y limpiar las paredes. Hobbes había dicho que los hombres de las murallas eran débiles y lo que lo rodeaba lo confirmaba. Hobbes Storwick no había nombrado un sucesor, como había hecho Geordie Brunson. En ese momento, los Storwick no tenían un jefe.

 

 

Su casa. Stella entró e intentó que ese sitio correspondiera a esa palabra. Estaba en su casa, pero el patio le pareció desconocido. Esperó oír a Beggy tarareando una canción desde la cocina o ver a Wat que se acercaba corriendo para tomarle la mano. Sin embargo, sí había algo muy conocido, algo que no había echado de menos mientras estuvo lejos. Cómo la miraban. Casi se había olvidado de que todo el mundo mantenía una distancia respetuosa, como si Dios la hubiese metido en una burbuja para que se mantuvieran distantes. Rob Brunson no había tenido tantos reparos. Incluso en ese momento, caminaba justo detrás de ella, como si pudiese tener que protegerla en cualquier momento, aunque fuera él quien corría peligro.

El recuerdo de la noche anterior se adueñó de ella. Su carne, el olor de su piel, cómo se cimbreó ella debajo de él... Levantó la barbilla al estar segura de que se había sonrojado. No quiso pensar en la noche anterior cuando Humphrey y Oswyn la miraban como si esperaran la prueba de que era una especie de profeta. No. No era la misma mujer que había llamado «su casa» a ese lugar.

Su madre se acercó más para alejarla de Rob y ella la miró a los ojos, que rebosaban de preguntas y tristeza. Quiso decirle que él no había sufrido, que le había hablado de su esposa y se había reconciliado con Dios, pero solo pudo recordar que sus ojos seguían reflejando enojo... y que había preguntado por Rob.

—Lo cuidaron —dijo para intentar tranquilizarla—. Al final, él...

Ninguna de las dos pudo decir nada más por las lágrimas.

—¿También te cuidaron a ti, hija?

La pregunta tenía un doble sentido. ¿Hasta dónde podía ver una madre? ¿Cómo podía empezar a explicarle lo que había pasado durante las últimas semanas?

—Sí —contestó ella al cabo de un rato—. Me cuidaron.

—Pero...

—Vete a descansar. Hablaremos más tarde.

Su madre se alejó con el cuerpo de su marido y su dolor. Oyó un alboroto detrás de ella y al darse la vuelta vio que los Storwick habían rodeado a Rob como si fuesen una jaula humana. Lo miró a los ojos, pero no pudo aguantar su mirada.

—Está aquí porque vuestro jefe le pidió que viniera —dijo ella mientras los hombres se lo llevaban fuera de su alcance—. No puede pasarle nada.

—Eso no quiere decir que pueda moverse libremente y espiar.

La voz de Humphrey le abrasó los oídos. Levantó la mirada y lo vio bajar de la muralla. Era uno de los Storwick rojos, como ella había dicho ser.

Era pelirrojo, con los ojos azules y una piel tan blanca que se despellejaba por el viento del verano. Oswyn, más joven, más bajo y más moreno, bajaba detrás de él.

—He traído a mi padre —replicó ella a medida que se acercaban—. Lo enterraremos como él quiso.

O como quería su madre. También llegarían los sacerdotes y ellos, como Humphrey y Oswyn hacían en ese momento, se quedarían a un metro de ella y esperarían.

—Entonces... —Oswyn se aclaró la garganta—. ¿Hiciste un milagro cuando estabas fuera?

Ella fue a negar con la cabeza, pero sonrió.

—Sí —contestó ella—. He traído a mi padre.

Él la miró con escepticismo.

—¿Qué milagro es ese?

¿Cómo podía explicarle todos los pequeños pasos que había tenido que dar para llegar allí? Incluso los que una vez le parecieron equivocados, como su primer paso al cruzar la frontera. Paso a paso, día a día, había ido acercándose a Rob Brunson, hasta llegó a pensar que se había acercado demasiado. Se acercó tanto que la llevó al castillo de Carwell y pudo ver a su padre antes de que muriera. Se acercó tanto que su padre le pidió que lo llevara a su casa y Rob aceptó. Sonrió al pensar en los misterios divinos y señaló a Rob con la cabeza, quien estaba en un rincón del patio rodeado por los Storwick.

—¿Veis a ese hombre?

Humphrey miró por encima del hombro.

—Sí. ¿Qué le pasa?

—Es Rob Brunson el Negro.

Contestó ella deleitándose con cada letra porque conocía cómo sabía y conocía su leyenda.

—No me has dicho nada que no supiera —replicó Humphrey.

Oswyn tragó saliva en silencio, asintió con la cabeza, miró a Rob y la miró a ella.

—Está aquí porque esa fue la última voluntad de Hobbes Storwick. Está aquí porque respetó el deseo de su enemigo para presentar sus respetos a un guerrero antes de que descanse en paz.

Sintió que le rebosaba el corazón con esas palabras. Él había hecho todo eso por ella y ella lo sabía, pero también porque respetaba a su padre.

—No se me ocurre un milagro mayor que ver a un Brunson que presenta sus respetos a un Storwick en su entierro.

 

 

El obispo de Glasgow había repudiado a los hombres de la frontera de la iglesia, pero, por lo que pudo ver Rob, esa familia seguía aferrada a la suya. La esposa de Hobbes insistió en que quería que acudiera un sacerdote y él tuvo que esperar a que llegara uno. Entre tanto, se sintió como un invitado mal recibido en la fortaleza de los Storwick. En ese caso, «invitado» quería decir que era un prisionero y no un hombre muerto. Lo trataron como él había tratado a Stella al principio. Le dieron una habitación más lujosa incluso que la suya, con una cama con cortinas y un tapiz en la pared, pero que también tenía un centinela en la puerta y no podía salir cuando quería. No pudo estar a solas con Stella en ningún momento. Mejor. Tenía que desacostumbrarse a ella. Solo la veía durante las comidas en el salón. Lo dejaban aislado al final de la mesa y le servían, pero nadie hablaba con él. Al parecer, a ella le daban el mismo trato.

Su madre se había retirado a padecer sola en sus aposentos y Stella estaba sola en la mesa principal. Nadie se reía con ella ni le comentaba nada al pasar. Sabía que había llorado y eso le dolió en el corazón. Bessie estuvo igual cuando su padre murió. Sin embargo, nadie parecía darse cuenta o a nadie le importaba. Nadie se acercó para consolarla, nadie le tomó una mano o le pasó un brazo por los hombros.

Nadie, ni niño ni adulto, se acercó lo suficiente para que el borde de su vestido le rozara la bota. Hasta la chica que la servía se mantenía alejada, como si temiera entrar en un halo invisible que la rodeaba. Se limitaban a mirarla y a dejarla sola. Ella le había dicho que la gente la había mirado toda su vida, que la habían observado, que habían esperado que hiciera algo que fuese digno de que la hubiesen salvado. Eso los había unido y podía darse cuenta en ese momento. Nadie quiso tocarla cuando fue haciéndose mayor y todo el mundo fue dándole una distancia prudencial a él a medida que fue haciéndose mayor.

Respeto, intimidación... Daba igual cómo se llamara, las consecuencias eran las mismas. Una vida solitaria.

Sin embargo, durante esas noches que pasaron juntos, ninguno de los dos había estado solo. En ese momento, cuando lo obligaban a estar alejado de ella, anhelaba ser la persona que no tenía miedo de tocarla. Había dicho que sería una noche que tendría que durar hasta el final de sus días, pero si bien su cuerpo la anhelaba, era su corazón lo que tenía mortalmente herido. ¿Quién iba a desafiarlo como ella? ¿Quién iba a rebatir, a amar o a burlarse de lo que había hecho mientras pedía un poco más? ¿Quién iba a pedir pescado y a ayudarlo luego a construir una trampa?

Ella le había pedido que se quedara y él había aceptado no porque respetara a Hobbes Storwick, aunque en ese momento, cuando él era el jefe de su clan, lo entendía mejor. Se había quedado porque no estaba dispuesto a dejarla. Aunque tenía que hacerlo. El rey Jaime llegaría al cabo de unas semanas, o de unos días, y Stella tenía que estar a salvo en su lado de la frontera. Aunque la idea hacía que se sintiera como si le hubieran arrancado el corazón del pecho.

 

 

Stella se había olvidado de los pocos sacerdotes que había en la frontera. Sus primos no encontraron uno que pudiera enterrar a su padre hasta el final de la semana y, aun así, la misa fue calamitosa. Se celebró en lo que había sido la capilla de la torre, que estaba llena de sacos de brezo para los tejados quemados y hubo que apartarlos para hacer sitio. Ella no reconoció al sacerdote, quien llevaba una espada con una empuñadura tan desgastada como una enseña militar y que olía a vino cuando ella se arrodilló para recibir su bendición. Aun así, le sorprendió que no la reconociera. Cuando era niña, los siervos del Señor la visitaban periódicamente y la observaban, como todos los demás, como si fuera a tener alas en cualquier momento.

Alguien había propuesto que la Iglesia certificara el milagro, pero ella no sabía qué había pasado con eso. Habían pasado muchos años desde que los monjes dijeron que Dios la había salvado. Era posible que solo los Storwick lo recordaran. El suelo consagrado para los entierros estaba cerca de la capilla abandonada hacía mucho tiempo y ella, agarrando el brazo de su madre, se dio la vuelta para marcharse.

—¿Nadie va a cantarle algo?

Rob, alto, fuerte y sereno, apareció a su lado. Aun así, ella supo que la ceremonia religiosa lo inquietaba.

—¿Cantarle?

—¿No cantáis nada en honor a vuestros muertos? ¿No componéis una estrofa nueva para transmitir su nombre?

Su madre negó con la cabeza.

—No queda nadie que lo haga.

Él miró por encima del hombro hacia la sepultura.

—No murió como debería haber muerto un guerrero, pero se merece respeto.

Ella miró a su madre esperando que fuese a rebatirlo, pero su madre agitó una mano como si estuviera cansada o demasiado aturdida para que le importara.

—Haz lo que quieras. Él ya no está.

Rob se acercó a la sepultura y los hombres que estaban enterrándolo levantaron las palas con cautela, como si creyeran que se había acercado para orinar allí. Sin embargo, se quedó un rato mirando la tierra.

Su madre no esperó y Humphrey, con una mirada asesina hacia él, se dirigió a ella y se puso a su derecha. Oswyn se puso a su izquierda y los tres volvieron hacia la torre. Stella se quedó donde estaba, ni acompañó a su familia ni a Rob, pero tampoco pudo abandonarlo.

Por fin, él empezó a cantar. Era una melodía nueva y con pocas estrofas. Rob podría haber cantado sobre el aniquilamiento de Brunsons inocentes, pero cantó sobre un hombre valiente y querido por su familia con una voz tan profunda y con unas palabras tan sinceras que los hombres que estaba rellenando la sepultura se apoyaron en las palas e inclinaron la cabeza. Cuando las últimas notas quedaron flotando en las colinas, ella oyó la letra con un estremecimiento.

 

¿Cuál será su legado?

¿Qué quedará en las colinas?

Cuando Hobbes Storwick esté en la tumba,

¿Quién lo recordará?

 

Su madre había dicho que no quedaba nadie. ¿Qué pasaría sin su padre? Había hecho muchas cosas para los Storwick, se había preocupado mucho, pero no había formado a un sucesor. Sin un hijo varón ni un marido para ella, no había un heredero natural. Rob se dio la vuelta y la miró con la pregunta de la canción todavía reflejada en los ojos como si ella supiera la respuesta. Sin embargo, ella estaba llorando por Hobbes Storwick y el futuro. Antes de intentar hablar, esperó a tenerlo delante.

—Gracias.

Una sola palabra y sus ojos se llenaron de lágrimas otra vez. Su padre estaba muerto y, al parecer, un Brunson era quien más lo lamentaba. Él se limitó a encogerse de hombros con las manos abiertas.

Volvieron hacia el castillo como una sola persona. Ella anheló acurrucarse en su pecho, sentir su brazo sobre sus hombros y consolarse con su cercanía, pero caminaron a una distancia prudencial, temerosos hasta de un contacto accidental.

—¿Está cerca el pozo donde sucedió? —preguntó Rob en un tono todavía próximo.

Ella aminoró el paso. Se lo había contado, claro, pero nunca habían vuelto a hablar de ello.

—Bastante cerca.

Sabía perfectamente dónde estaba y era mejor eludirlo. Él cruzó los brazos con un gesto que en otro hombre habría sido amenazador, pero que a ella le pareció que era para evitar tocarla.

—¿Me lo enseñarías?

Ella miró hacia otro lado y también cruzó los brazos para protegerse del miedo.

—Nunca voy allí. Hay alguien que saca el agua.

Siempre había habido alguien que le hacía las cosas, era su propia prisión.

—Solo es un agujero en el suelo, Stella. Pasaste una noche en un sitio peor.

—¿Contigo? —preguntó ella con una sonrisa aunque sabía lo que había querido decir.

—Algunas veces, tenemos que enfrentarnos al miedo.

Quizá pudiera hacerlo, por fin, con él a su lado. Sin embargo, lo que llegara después, cuando lo hubiese perdido... Ese era un miedo que tendría que afrontar sola.

—Ven.

Stella dio la espalda a las murallas de la fortaleza. Rob vaciló.

—¿Está fuera de las murallas?

Una fortaleza sitiada necesitaría agua y eso tenía que saberlo cualquier buen jefe.

—Sí. Por eso no me oyó nadie —Stella señaló hacia la colina—. Está allí arriba, en uno de los antiguos fuertes.

Se dirigieron hacia la colina sin que nadie los siguiera. La verdad era que no estaba segura de que pudiera encontrarlo. Sabía que había unas murallas antiguas, todo el mundo lo sabía, pero dirigirse intencionadamente hacia ese agujero y mirar a la oscuridad... Nunca había tenido el valor de hacerlo. Sin embargo, con Rob al lado, encontró el camino por intuición, los jacintos silvestres le indicaron el camino. Le gustaban las colinas y podía imaginarse que un día como ese, mientras paseaba cuando era casi un bebé, cuando no sabía lo que era el miedo...

El júbilo momentáneo se esfumó y se le tensaron los músculos. Su cuerpo lo recordó, tenían que estar cerca. El antiguo fuerte donde habían vivido sus ancestros estaba demolido, solo quedaban rastros de las murallas en la hierba, aunque lo suficientemente altos para que pudiera mirar el valle. Lo supo. Estaba en un rincón rodeado de hiedra y no pudo dar otro paso más. Rob se acercó y le agarró la mano. No se habían tocado desde que entraron en su casa por temor a que la locura volviera a apoderarse de ellos, pero, en ese momento, su mano fue tranquilizadora.

—Allí —dijo ella sin moverse—. Está allí.

Notó la brisa en el pelo y el sol de junio en la cara, pero se acobardó. El pozo era oscuro y frío.

—Solo se trata un agujero en el suelo —repitió él mientras le pasaba el brazo por la espalda.

Ella avanzó despacio, como si fuese a sorprenderlo desprevenido, como si estuviese vivo y dormido y fuese a devorarla si despertaba. Dio unos pasos más. No podía verlo todavía por los helechos que lo rodeaban, sería fácil que un niño se tropezara y cayera adentro sin darse cuenta... Apretó la mano de Rob.

—Unos pasos más, Stella. No dejaré que te caigas.

Los dio y acabó parándose a unos centímetros del borde. El viento agitó el bajo de su vestido sobre las fauces oscuras y la tierra pareció inclinarse bajo sus pies. Cayó de rodillas sin soltarle la mano, como si se sintiera más segura cerca del suelo y, cuando miró adentro, solo vio piedras. Se inclinó para mirar mejor. ¿Dónde estaba ese agujero que se hundía en lo más profundo de la tierra? ¿Dónde estaba el agua que esperaba tragarla? Solo había unas piedras que estaban tan cerca que podría tocarlas. Volvió la mirada hacia Rob e intentó recuperar los recuerdos.

—No lo entiendo. Era oscuro, profundo y con agua al fondo. Esto es... inofensivo.

Él la abrazó, pero no la tranquilizó.

—¿Me equivoqué yo y se equivocaron todos durante todo este tiempo?

—¿Quién lo sabe? Es posible que se derrumbara el muro o que lo rellenaran de piedras para que no se cayera ningún niño más.

Las explicaciones eran lógicas, pero ella seguía avergonzada. ¿De qué había tenido miedo? ¿De una historia que le había contado su madre? Si solo era una historia, entonces, ¿por qué? La vergüenza se disipó y pudo respirar otra vez como no había respirado desde hacía quince años. No volvería a tener miedo del pozo.