Ocho

 

Al día siguiente, Rob y Johnnie cabalgaron juntos y él esperó el mejor momento para hablar del matrimonio. Tenía que hablar con alguien sobre cómo encontrar una esposa y no había nadie más.

—Las ovejas irán pronto a las colinas —comentó Johnnie mientras no dejaba de vigilar por si veía cuatreros—. A lo mejor convendría que los hombres las llevaran a otros sitios.

Era el Johnnie de siempre, el que siempre quería cambiar las cosas. El hombre, el perro y el trozo de tierra eran inseparables.

—El pastor y las ovejas conocen su sitio. Sacarlos de allí sería apartarlos de su pasto.

Johnnie suspiró y no insistió.

A mediodía hicieron una pausa para comer unas tortas de avena.

—He estado pensando —dijo Rob.

Johnnie esperó un momento y Rob esperó a que le preguntara.

—¿Sobre qué? —preguntó por fin Johnnie.

—Que ha llegado el momento de que me case.

Johnnie había estado en la corte y por eso, por la educación que recibió allí, no escupió la torta que estaba comiéndose.

—¿De verdad?

—Un jefe debería tener una esposa.

—Bueno, yo te lo recomiendo fervientemente —el tono de Johnnie era más contenido de lo que había esperado él—. A lo mejor eres tan feliz como Cate y yo.

Rob gruñó. No se trataba de la felicidad. Johnnie esperó a que dijera algo, pero no dijo nada.

—Entonces, ¿has encontrado a alguien? —le preguntó Johnnie al cabo de un rato.

Él se aclaró la garganta, pero pareció un gruñido.

—Había pensado que podrías ayudarme.

Johnnie sonrió, casi estaba riéndose de él.

—Normalmente, un hombre no necesita ayuda para enamorarse.

—¡No quiero amor! —el amor implicaba que otra persona pudiera dominarlo—. ¡Es una esposa!

—Bueno, pues no puedes elegir a la mía.

—Johnnie, tú no eres el jefe —era el hermano pequeño y podía casarse por amor si quería—. Necesito una esposa que el clan acepte, que la respete. Una esposa que pueda ocuparse de todo.

Su madre había recorrido sus tierras para visitar a todas las familias. Bessie y ella habían sabido cómo dar de comer a un ejército con un kilo de cordero. Ese era el tipo de mujer que necesitaba. No una que tirara la harina por toda la cocina.

—Había pensado... —se aclaró la garganta otra vez—. Había pensado que podrías ayudarme a encontrar una... adecuada.

Johnnie se quedó un rato en silencio y lo miró como si le hubiese salido otra cabeza.

—¿Y bien...?

Johnnie siguió mirándolo, pero no como un hermano.

—Podría ser una manera de reconciliarte con el rey. Elige una mujer que él acepte, pídele permiso...

—Me da igual que el rey la acepte.

—Entonces, ¿por qué te preocupa que sea adecuada? Encuentra una a la que ames.

Porque ninguna que él amara lo amaría a él.

—¿Nunca, ni una sola vez, podrás limitarte a hacer lo que te pido?

Solo tenía que entregar su simiente a alguien que no fuese Stella Storwick.

Afortunadamente, Johnnie nunca sospecharía esa... debilidad.

—De acuerdo. Pensaré quién sería adecuada para ti —contestó Johnnie mirándolo fijamente.

Rob asintió con la cabeza, pero no le dio las gracias.

 

 

Stella no había esperado que Cate Gilnock fuese a buscarla otra vez. Podría decirse que habían pactado una tregua y que no la mataría mientras dormía. Al menos, eso esperaba.

Sin embargo, al día siguiente, mientras Wat y ella jugaban junto al río, apareció con su perro enorme. Dejaron de jugar cuando la vieron y el perro se acercó para olerla por todos lados, hasta por los más íntimos. Se quedó rígida y pensó que sería el perro que, según los rumores, había encontrado el rastro de Willie Storwick. Le acarició la cabeza.

—Se llama Belde —dijo Cate.

Stella asintió con la cabeza y el perro fue a oler a Wat, al que ya conocía, y se alejaron para jugar juntos. Cate la miró fijamente, pero ella levantó la cabeza porque no iba a dejarse intimidar por esa mujer que vestía como un hombre.

—Me han contado que eres tan mala cocinera como yo —comentó Cate mirándola con cautela.

Era una crítica, pero Beggy le había contado que Cate no cocinaba y era algo más que tenían en común.

—Beggy no me deja entrar en la cocina salvo que lleve pescado fresco. No es mi casa.

—Pero ¿estás bien?

Ella parpadeó porque no había esperado que se preocupara y estuvo a punto de derramar unas lágrimas. Se mordió el labio inferior.

—Suficientemente bien, pero Rob Brunson es un bárbaro.

Cate sacudió la cabeza y sonrió.

—Pero no te ha hecho nada.

—No —ella también tuvo que sonreír—, pero grita.

—Eso, cuando habla.

La dos se rieron, pero luego se hizo un silencio y solo se oyeron los gritos de Wat y el murmullo del agua.

—Vi a tu padre —dijo Cate al cabo de un rato.

El corazón le dio un vuelco y agarró a Cate de la mano sin importarle nada más.

—Cuéntame.

Cate la miró a los ojos, pero luego bajó la mirada. Una señal de que la noticia era mala.

—No está bien.

Le apretó la mano con fuerza.

—No le han hecho nada, ¿verdad?

Esa vez, los ojos de Cate dejaron escapar un destello de enojo.

—Es un hombre enfermo. Ya lo sabías. No acuses a los Brunson. Thomas y Bessie han hecho más por él de lo que cualquier Storwick haría por nosotros.

Hizo un esfuerzo para contener las lágrimas. No sabía por qué, pero sabía que Cate tenía razón.

—Está muriéndose, ¿verdad?

—No soy médica...

Stella le soltó la mano y se dio la vuelta sacudiendo la cabeza.

—Lo sé. Por eso vine. Quería verlo, llevarlo a casa para que muriera allí. Rob ni siquiera me decía dónde estaba, no deja que me marche...

Volvió a darse la vuelta y miró a los ojos marrones de Cate. Quizá esa mujer...

—¿Tú no...?

No terminó la frase. Solo quedó una esperanza injustificada.

Si bien la mirada de Cate reflejaba compasión, también había habido mucho dolor en el pasado.

—Me pides que perdone demasiado —contestó Cate negando con la cabeza.

Una vez más, la vida parecía devolverle a ella todo lo malo que había hecho su familia. Sin embargo, su familia no había sido la única.

—¿Crees que a nosotros no nos han hecho nada? Los Brunson también tienen las manos ensangrentadas.

Algo cambió en los ojos marrones de Cate.

—Nunca terminará, ¿verdad?

A Stella se le hundieron los hombros y se miró las manos mientras negaba con la cabeza. No volvió a levantar la mirada hasta que Cate llamó a su perro y se marcharon.

 

 

Rob miró a Cate con cautela mientras se acercaba a él. Casi nunca hablaba a solas con él desde que estaba casada con Johnnie. Se preguntó qué querría. ¿Le habría contado Johnnie que estaba pensando en casarse? No podía confiar ni en su propio hermano una vez casado. No necesitaba que Cate lo incitara o le aconsejara lo que tenía que hacer.

—La mujer Storwick —dijo ella.

Él suspiró. No se trataba del matrimonio, era algo peor.

—¿Qué le pasa?

—Vimos a su padre en el castillo de Carwell.

—Sí, ya lo sé.

—Está muriéndose, Rob.

Él hizo un esfuerzo para no inmutarse. Stella le había dicho lo mismo justo antes de pedirle que le dejara verlo.

—Mi padre y el tuyo murieron a manos de los Storwick.

Ella miró hacia otro lado.

—Sí, y ni tú no yo pudimos despedirnos. Sin embargo, ella sí podría, tú podrías darle esa oportunidad.

—¿Por qué iba a tenerla si no la tuvimos nosotros?

—¿Es por el rey? ¿Te preguntas qué pensaría?

—No sé, ni me importa, lo que ese niñato de rey piensa de lo que hago.

Eso era verdad para bien o para mal. Johnnie y Carwell eran los que se ocuparían de eso.

—Yo he jurado proteger a mi gente y a mi valle —añadió Rob.

No lo haría si mostraba debilidad por lo que quería una Storwick.

—¿No puedes propagar la paz en vez de la desdicha?

Era una pregunta de mujer, aunque la hiciese Cate. Nunca la había considerado una pusilánime. Quizá hubiera cambiado por el matrimonio. Aunque no podía haber cambiado tanto como para ponerse del lado de una Storwick contra los Brunson. Nada podía cambiarla tanto. Sin embargo, no podía decirle lo mucho que quería él liberar a esa mujer. Más aún, quería echarla a patadas. No, no y no. Eso haría que pareciera débil, que cedía a sus caprichos. No iba a consentirlo independientemente de quién intercediera.

—No, y no quiero oír ni una palabra más sobre ese asunto.

Ella debió de comprender que era la última palabra porque no dijo nada más, pero pareció mirarlo con lástima antes de marcharse. ¿Por qué? Estaba haciendo lo que tenía que hacer. Estaba haciendo lo que habría hecho su padre.

Para su sorpresa, Cate llamó a la puerta de Stella última hora de la tarde y entró antes de que ella hubiese levantado la mirada y hubiese hablado.

—Se lo he pedido.

—¿Qué?

—Le he pedido que te dejara verlo.

Abrazó a la cuñada de Rob antes de que la lógica pudiera impedírselo.

—Gracias. Gracias.

Cate negó con la cabeza y evitó la mirada esperanzada de Stella. El júbilo se esfumó y dejó paso a un dolor más intenso por la esperanza frustrada.

—Debería haber sabido que se negaría.

—Es tozudo.

Sí, nunca había conocido a un hombre tan tozudo.

—Pero lo has intentado. Eso significa... —Stella tuvo que tragarse el nudo que se le había formado en la garganta—. Gracias, sé que...

Cate se quedó en silencio y esperando. ¿Qué había querido decir? ¿Que sabía lo terrible que había sido Willie Storwick y cuánto le había costado a ella ayudarla?

—Lo siento —dijo Stella por fin.

Unas palabras insignificantes para unos actos tan atroces, pero eran las únicas que tenía.

Cate levantó la cabeza bruscamente por la sorpresa.

—Eres la única Storwick que lo ha dicho.

Por un momento, Stella quiso renegar de toda su familia.

 

 

Se había negado tajantemente. No iba a dejar que esa mujer fuese a ver a su padre. Entonces, ¿por qué sentía remordimientos? ¿Por qué no dejaba de pensar en ella cuando debería estar pensando en el rey, en los demás Storwick o en buscar esposa? Una mujer desconocida que supiera cocinar sin derramar la harina, que sofocara su apetito por una mujer, que no le pidiera nada. Sin embargo, no dejaba de mirar a Stella Storwick. Ella también lo miraba. Lo miraba tanto que se miraron a los ojos cuando no quería haberlo hecho. Afortunadamente, ella no podía ver lo que estaba pensando. En besarla otra vez... o más.

Intentó mantenerse alejado de ella, mejor dicho, mantenerla alejada de él. No se dejaba dominar por la lujuria desde que su padre se lo advirtió, pero cada vez que la miraba o pensaba en ella, algo bullía dentro de él y hacía que pensara en camas, labios y pieles suaves como pétalos de rosas. Ella seguía pasando casi todos los días con Wat Gregor. Los dos parecían conformarse con hacer cosas sencillas y los oía reírse. Además, parecía que el chico había aprendido a pescar y a mantener la trampa, aunque ella no se apartaba de él.

Sin embargo, una mañana, mientras gruñía a los libros de cuentas en el salón, oyó los gritos y quejidos de Wat que habían trastornado a la fortaleza antes de que llegara Stella. Miró por la ventana y lo vio correr por el patio hasta que desapareció de su vista. Entonces, apareció Stella corriendo detrás del niño. Estaba sonrojada y si no pareciera que estaba furiosa, habría pensado en besarla. Se paró en medio del patio y buscó al chico. Él salió.

—¿Dónde está? —Stella lo agarró del brazo—. ¿Has visto por dónde se ha ido?

No estaba furiosa, tenía miedo.

—Lo he oído perfectamente. Se fue por allí —añadió él señalando hacia la torre—. ¿No puedes controlar a un niño gritón?

Era él quien estaba furioso por sentir sus manos en el brazo. No lo tocaba desde... También había esperado que ella adoptara su aire desdeñoso de siempre, pero parecía como si ni siquiera se diese cuenta de que él estaba allí.

—Ya no le oigo gritar. Ha podido pasarle algo —entonces, lo miró con ojos suplicantes, como cuando le pidió ir a ver a su padre—. Ayúdame a encontrarlo, por favor.

—¿Dónde se esconde cuando jugáis?

—Normalmente, afuera, debajo de un árbol, donde no está realmente escondido... o en los establos.

—Empezaremos por ahí.

Enseguida comprobó que no estaba allí, pero tampoco estaba preocupado. Siempre le habían contado que los niños se escapaban. Quizá fuera porque ella no era madre y tenía tan poca experiencia con los niños como con la cocina, aunque se le daban mejor. Aun así, notó que se le contagiaba la angustia de ella.

—Vamos dentro de la torre —dijo él cuando ya habían buscado por todo el patio.

Una vez dentro, ella fue a dirigirse hacia las escaleras.

—Espera —él la agarró del brazo—. Vamos a buscar en este piso primero.

Ella se puso rígida y tragó saliva, como si tuviera otro motivo para tener miedo.

—¿Estás seguro? Le gusta el tejado y podría caerse...

—Aquí hay más sitios para esconderse. Detrás de las barricas, entre los sacos...

Ella asintió con la cabeza y apretó los puños como si quisiera reunir valor. Él captó la misma sombra que le cruzó el rostro cuando la amenazó con encerrarla allí abajo.

—¡Wat! —gritó ella—. ¿Estás aquí? ¡Sal, Wat!

Él solo oyó las apresuradas pisadas de los ratones.

—Yo buscaré allí —dijo él señalando hacia la escalera que llevaba a la entreplanta donde se almacenaban las barricas—. Tú, busca en el cuarto del pozo.

Rob subió precipitadamente la escalera. El niño ya llevaba demasiado tiempo perdido.

 

 

Ella se dirigió lentamente hacia el cuarto del rincón. La puerta de hierro estaba cerrada y ella resopló. No había podido entrar allí y ella tampoco podía. Aun así, se agarró a los barrotes de hierro y miró dentro. Vio una pequeña rendija en la pared que permitía entrar algo de aire, pero por la que no cabía una flecha. Solo podía ver el rincón de la rendija y no veía al niño por ningún lado. Aun así...

—¡Wat!

Debía de haber estado escondido en el rincón oscuro porque salió gritando.

—¡Noooo! ¡Vete! ¡No te quiero!

Wat empezó a correr dando vueltas al pozo, que tenía la tapa un poco abierta.

—¡Wat! ¡Para!

Abrió la puerta de golpe, pero algo la detuvo. Si se acercaba, él podía tropezar y...

Rob apareció a su lado antes de que pudiera seguir pensando, entró y levantó a Wat entre sus brazos. El niño, al darse cuenta de quién era, se quedó inmóvil. Dejó de patalear y de dar gritos. Una lágrima le cayó por la mejilla, pero rodeó el cuello de Rob con los brazos y apoyó la cabeza en su hombro.

Ella retrocedió, se apoyó en la pared y pudo respirar otra vez.

—Yo lo llevaré —se ofreció ella alargando los brazos.

Rob nunca había tenido paciencia con el niño, pero, en ese momento, tenía una expresión amable, como ella no la había visto jamás. Wat, al ver que ella quería tomarlo en brazos, giró la cabeza y se agarró al cuello de Rob con más fuerza.

—Traidor —dijo ella bajando los brazos.

—¿Qué le has hecho? —preguntó Rob.

—Le dije que no podía comerse otra torta de avena.

No era gran cosa y quizá no debería haber sido tan estricta. El niño seguía con la cara contra su hombro y Rob pudo esbozar una sonrisa. Luego, volvió a poner un gesto serio.

—Escúchame, Wat Gregor —le dijo en un tono igual de serio.

El niño levantó lentamente la cabeza y miró a Rob.

—¿Estás escuchándome?

Él asintió vehementemente con la cabeza y ella tuvo que contener una sonrisa.

—Wat, de ahora en adelante, cuando esta mujer te diga que tienes que hacer algo, tú harás lo que te diga —le dijo Rob sin dejar de mirarlo—. ¿Me has entendido?

Wat miró a Stella con remordimiento y a punto de sollozar, pero no asintió con la cabeza.

—Wat, te estoy hablando.

—¡Es una dragona fea, como dijo usted!

Ella tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para no reírse. Rob, en cambio, puso una expresión tan sombría que Wat se acobardó.

—Basta. Dile que lo sientes y que no volverás a hacerlo.

—Lo siento —dijo él con una voz más gutural de lo normal—. Seré bueno.

Ella alargó los brazos.

—Yo me ocuparé de él.

Rozó los brazos de Rob cuando tomó al niño en brazos. Notó la fuerza de sus brazos, sintió la calidez de su aliento y se acercó demasiado a su poderosa mandíbula y a la inesperada curva de sus labios.

Nada de besos. El contacto se limitaba a recoger el cuerpo de ese niño vulnerable, pero, al hacerlo, se sintió tan cerca de él como cuando se besaron... más cerca.

—Lo que ha dicho el niño sobre la dragona, yo no quería...

Ella no quería saber lo que había dicho, no quería saber nada más sobre lo que pensaba de ella. Abrazó al niño y se alejó. Él, agotado, apoyó la cabeza en su hombro y cerró los ojos. Ella se atrevió a mirar a Rob a los ojos otra vez.

—La mayoría de los niños tienen estos arrebatos a su edad.

—Él no es la mayoría de los niños.

Ella suspiró y esperó volver a oír que había que abandonar a ese niño. Sin embargo, él miró a Wat y volvió a mirarla a los ojos.

—Es afortunado por tenerte. Un niño así... Sería fácil que le pasara algo.

—Lo sé —abrazó a Wat con tanta fuerza que se despertó y levantó la cabeza—. Wat, escúchame. ¿Qué te dije?

—Que fuese a casa.

—Eso es. Pase lo que pase, estés asustado o enfadado, no salgas corriendo solo. Podría pasarte algo.

—Seré bueno —repitió el niño mientras asentía con la cabeza como si lo dijera sinceramente.

—No dejes de serlo —replicó Rob en un tono que daba a entender que el incidente estaba zanjado.

Ella se dio la vuelta, se alejó y sonrió. Sabía que Wat no mantendría la promesa, pero le agradecía a Rob que lo hubiese intentado. Ya lo aprendería cuando tuviera hijos. Algo que, por algún motivo, no le pareció tranquilizador.