Doce

 

Stella no durmió esa noche o, al menos, ella creyó que era de noche. Él había dejado la vela encendida, pero las sombras trémulas la asustaban tanto como la oscuridad. La tapa del pozo entreabierta era como las fauces de un monstruo. Lo poco que pudo soñar fue con un dragón que salía del pozo y la agarraba del tobillo para arrastrarla cada vez más cerca... Esa vez no habría escapatoria. Intentó convencerse de que el pozo estaba tapado, que una barrera de madera muy sólida la separaba del agujero negro y profundo que acababa en la gélida agua. Sin embargo, por mucho que se lo repitiera, solo era la débil voz de la razón, no podía compararse con el alarido que recordaba, no servía de consuelo para la niña que se cayó en un pozo hacía mucho tiempo. Además, el convencimiento de que Dios la había salvado también servía de poco. La habría salvado, pero por error, provisionalmente. El pozo acabaría tragándosela. No tenía nada especial. Eso solo era lo que habían deseado un padre y una madre que solo tenían una hija. Se apoyó con fuerza contra el muro, como si así pudiera conseguir que el muro la mantuviera a salvo. Hasta que, temerosa de moverse, de poder tropezarse y caer en ese agujero, se tumbó en el suelo y se hizo un ovillo, se quedó sola en la oscuridad, con la única compañía de sus dudas.

 

 

El chirrido de la puerta de hierro le pareció parte del sueño. También oyó la voz de una mujer. ¿Era su madre? Su madre había llorado y rezado. Esa voz ni lloraba ni rezaba y era una voz que no podía soñar.

—Rob Brunson, ¿estás loco? —preguntó la voz de la mujer guerrera.

Las manos de una mujer, pequeñas y delicadas, la tomaron de los hombros.

—Quería cerciorarme de que no escaparía otra vez para traer a los Storwick y que nos asesinaran mientras dormíamos.

Era una voz implacable, pero ¿había captado cierto arrepentimiento? Abrió los ojos y vio los ojos marrones de Cate que la miraban con cautela. Ella no amaba a los Storwick y tenía motivos. Stella intentó disimular el miedo con el orgullo. Era demasiado tarde. Cate lo había percibido y había algo distinto en su expresión, comprensión. Le pasó uno de sus brazos por encima de un hombro.

—Levántate, te ayudaré.

Ella hizo un esfuerzo para levantarse sin mirar ni al pozo ni a Rob Brunson. Le había suplicado como una cobarde. ¿Cómo iba a mirarlo? Sin embargo, la luz entraba en el cuarto y el miedo fue abandonándola. Se atrevió a mirar al pozo. La tapa estaba entreabierta, pero era una rendija del ancho de un dedo. Luego, levantó la mirada para mirar a los ojos marrones de Rob Brunson. Le parecieron tan insomnes como los de ella, pero eso no le sirvió de mucho consuelo.

 

 

Rob cruzó el cuarto de dos zancadas y sujetó a Stella por el otro lado.

—El tobillo no puede sujetarte.

Sin embargo, no pudo mirarla a los ojos mientras lo decía. Nunca había visto así a Stella. No era arrogante ni orgullosa, estaba aterrada, como si hubiese pasado la noche entre espectros.

—Está medio muerta de miedo —gruñó Cate, quien sabía bastante sobre el miedo.

¿Qué había hecho? Solo había intentado protegerla. No. Había intentado protegerse a sí mismo al ponerla lejos de su alcance. Ella dio un paso y se tambaleó. Cate intentó sujetarla.

Rob la tomó en brazos otra vez, la estrechó contra el pecho y subió las escaleras dejando a Cate detrás. Estaba deseoso de dejar a Stella en su habitación, donde debería haberla dejado desde el principio. Una vez dentro, la tumbó con delicadeza en la cama. Ella intentó incorporarse inmediatamente, pero él apoyó las manos en sus hombros. La rebeldía volvió a sus ojos, pero el miedo no los abandonó.

—Me encerraste ahí abajo con... ese...

—Pasa algo con ese... con ese cuarto.

Él intentó atar cabos. Ella tembló al verlo desde el principio, pero él no pensó en eso la noche anterior. Solo pensó en encerrarla donde no pudiera escaparse y donde él no pudiera alcanzarla.

Ella miró hacia otro lado, pero él vio las lágrimas y apartó las manos.

—Deberías habérmelo dicho.

No sabía nada de mujeres. Solo sabía de luchar... y de luchar contra su debilidad por ella. Ella se sentó en la cama.

—Lo intenté.

—Entonces, ¿tengo que ver en tu cabeza?

Fue de un lado a otro. No quería abandonarla, pero tampoco quería acercarse demasiado. Ella se mordió el labio inferior y bajó la cabeza.

—Es... es difícil hablar de eso —entonces, ella levantó la mirada y él vio el orgullo otra vez—. Sobre todo, con un Brunson.

—Eso, lo entiendo.

Era tan difícil como lo era para él decir que lo sentía. No podía expresar a nadie sus dudas o su debilidad, y menos al enemigo. Entonces, ella sonrió levemente. ¿Lo perdonaba? Era más de lo que merecía. No era un hombre despiadado, se recordó a sí mismo, pero sí era poco atento y negligente y eso había sido casi tan malo. Se sentó en el borde de la cama y le tomó una mano.

—Cuéntamelo en cualquier caso.

—Solo puedo contarte lo que me han contado —Stella tomó aliento—. Me caí en un pozo. Nadie lo vio y cuando me echaron de menos no pudieron encontrarme —ella tragó saliva y él captó el miedo otra vez—. No pudieron encontrarme durante mucho tiempo.

—¿Estabas sola en el fondo del pozo?

Ella asintió con la cabeza. Estaba magullada, hambrienta, dentro del agua. Hasta un guerrero habría temblado.

—¿Cuántos años tenías?

—¿Dos...? No estoy segura. No me acuerdo de nada, solo de la historia que me contó mi madre.

Sin embargo, él podía saber que su cuerpo sí lo recordaba. Su cuerpo lo recordó todo cuando pasó la noche encerrada junto al pozo... y había sido culpa suya.

Los hombres mayores morían, eso era natural. Incluso los bebés morían, aunque él nunca se hubiese acostumbrado. Sin embargo, Stella Storwick estaba muy viva.

—Pero te encontraron, sobreviviste, fuiste afortunada.

—Fue más que suerte, fue un milagro.

—Un milagro... —repitió él con las cejas arqueadas.

—Eso dijo mi madre. Ella rezó a la Virgen María y la Virgen me salvo.

No quería llamarla mentirosa, pero en la frontera se daban poco milagros.

—Sí, pero quién te sacó del pozo.

—Un ángel.

Ella contestó en un tono tan natural como si hubiese dicho que la cena estaba preparada.

—¿Viste el ángel?

Quizá fuese el ángel de la muerte, quizá lo hubiese visto justo antes de que...

—Yo no lo vi, pero mi madre, sí. Ella rezó para que se produjera un milagro y la Virgen mandó un ángel que me sacó del pozo.

Él pensó que eran historias para dormir que se contaban a los niños, pero los padres creaban un mundo con esas historias. Dejó esa idea a un lado.

—Como verás, ella sabía que Dios me había salvado por un motivo —siguió ella mirándolo con cierta preocupación.

—¿Por qué?

—No lo sé. Nadie lo sabe.

Rob no era religioso, pero si Dios la había salvado... Le soltó la mano. No le parecía bien tocar a una santa ni pedirle que cocinara.

—¿Por eso tuviste una vida tan fácil?

—¿Crees que me facilitó la vida que me salvara? —preguntó ella mirándolo con dureza.

Él se quedó pensativo.

—¿Qué quieres decir?

—Le gente me miraba como tú me miras ahora, como si esperaran que hiciera algo que compensara que me habían salvado.

Como todos miraban al jefe, como si esperaran que sacara vida de una tierra yerma. Le agarró la mano otra vez.

—Anoche me pregunté si me habían salvado por error.

—¿Qué quieres decir?

—¿Por qué iba a salvarme la Virgen a mí? ¿Qué debería hacer? No puedo convertir el agua en vino ni multiplicar los panes y los peces. ¡Ni siquiera puedo capturar un maldito pez!

—¡Intenta estar a la altura de todo el linaje de los Brunson hasta el primero! —exclamó él con rabia consigo mismo y con su padre—. Yo debería saber todo, hacer todo, salvar a todos y, cuando tú llegaste, ¡ni siquiera sabía llevar un pescado a la mesa!

Ella parpadeó antes de acariciarle lentamente una mejilla.

—Es difícil que lo observen a uno.

Entonces, la expresión de ella cambió, no lloró, sino que sonrió hasta casi reírse. Él le sujetó la mano y giró la cabeza para besarle la palma.

—Ay, Stella... ¡qué pareja! ¿Verdad?

 

 

Más tarde, él le recordó que fue ella quien lo acarició. Daba igual. Se fundieron como si hubiesen estado destinados a hacerlo, como si dos personas tan opuestas tuviesen que acabar unidas y explotar.

Le acarició el rostro primero. Los pómulos, la barbilla puntiaguda, los ojos verdes como la hierba... Pero pronto quiso más. Quiso su piel, quiso oír su respiración en los huesos. Deseaba a esa mujer, a la que llevaba dentro, la que estaba por encima de ese necio nombre de Storwick. Vaciló al pensarlo. Si ella era algo más que una Storwick, ¿qué era él aparte de un Brunson? La pregunta, las palabras, se alejaron flotando en el aire.

No quería más palabras. Eran cosas resbaladizas y engañosas. Quería gemidos y jadeos más profundos que el lenguaje. No quería ni palabras ni pensamientos, quería aliento, piel, huesos y el sonido del deseo. Ella no sabía nada de hacer el amor, ni siquiera para temerlo. Sabía que había dado pocos besos y eso hacía que su beso desenfrenado fuese más dulce todavía. Efectivamente, Stella era especial. Se entregaba con orgullo, pero plenamente, como si supiera que merecía la pena y que él también la merecía.

Ella había exclamado que no sabía lo que debería hacer, pero en ese momento sí lo sabía y él dejó que esa locura sin palabras se adueñara de él.

 

 

Cuando la tocó, todo lo demás desapareció. Solo quedó esa cama, ese hombre y es unión. Todo era nuevo, pero perfecto y completo. Nunca había esperado sentirse tan perfecta y completa. Allí no los unía lo que había hecho mal o lo que no sabía hacer. Fuera un regalo o un sacrificio, la habían creado para eso. Para unirse con ese hombre, para tener un hijo... La idea se desvaneció cuando se estrechó contra él. Sin embargo, más tarde, cuando él ya había derramado su simiente y estaba dormido, volvió a pensarlo. «Entonces, era así...», le murmuró algo por dentro. Ya había oído otras murmuraciones sobre Willie Storwick y por eso le había interesado muy poco lo que hacían los hombres y las mujeres.

Además, muy pocos hombres se habían interesado por ella. Entonces, ella creía que sus besos abúlicos eran lo único que existía. Quizá Rob y ella se pareciesen también en eso. Los hombres que ella conocía la consideraban intocable. Las mujeres que conocía Rob lo veían solo como el jefe. Los dos estaban alejados de las relaciones normales, pero no el uno del otro.

Él le había preguntado que quién la había sacado del pozo. Estaba entre sus brazos e intentaba recordar otra vez el día que se convirtió en... distinta. Lo que recordaba era miedo. Sabía lo que había pasado porque había oído muchas veces la historia. Lo tenía grabado en la mente como la resurrección de Lázaro. Su madre decía que ya era una niña indisciplinada que se iba a cualquier sitio sin pensárselo. Luego, seguía contándole que, de repente, se había dado cuenta de que había desaparecido, que rebuscó por su dormitorio, por el salón, por las escaleras, por los establos y por todos lados hasta que cayó en la cuenta de la peor de las posibilidades y miró en el pozo.

Cada vez que se lo contaba, estaba desaparecida más tiempo y su madre rezaba más horas, hasta que llegó a estar perdida cuarenta días y cuarenta noches antes de que la encontraran. Ella no sabía cuánto tiempo fue en realidad y ya no estaba segura de que su madre lo supiera tampoco. La historia, contada una y otra vez, era más real que la verdad. Ella no recordaba que la hubieran salvado, ni nada de un ángel. ¿Era rubio? ¿Sus alas habían tocado el suelo? Una vez, le dijo a su madre que tenía ojos marrones, pero ella dijo que eso era imposible, que lo había visto muy bien y que eran azules. Por mucho que lo había intentado, no recordaba nada de su vida antes de que renaciera. Después, fue una vida que la aterraba. Una vida bajo la mirada atenta de Dios. Una vida que se dirigía hacia un final predestinado e invisible. La calidez de Rob, tumbado a su lado, era más consistente y cierta que todo lo que había tenido en su vida. ¿Qué sentiría si tenía a ese hombre a su lado todas las noches? ¿Cómo podía preguntarse o imaginarse algo así? ¿Un Brunson y una Storwick? Se necesitaría la intervención de Dios para que llegara la paz entre ellos. La intervención de Dios, como cuando la salvó...

Miró los párpados cerrados en su granítico rostro. Quizá hubiese estado en lo cierto, quizá la hubiesen salvado para eso. La última vez se escapó porque no podía compaginar la pasión con el deber. En ese momento, el motivo de su huida la recibía con los brazos abiertos. Dejó escapar un suspiro de alivio. Si fuese así, amarlo no sería una equivocación, sino el porqué la habían salvado, por fin, su misión en la vida. Sin embargo, ¿no estaría diciendo ella lo que debería decir Dios? Aun así, sentía que aquello estaba bien. Algo que no había sentido jamás. No solo entre sus brazos, sino en la fortaleza, con Wat. Allí no era especial, podía ser normal y corriente, cercana, sin esa distancia estremecedora que ponían los demás. Le brotaban las palabras que no había podido reunir cuando la pasión la abrasaba. Él la dominaba. Una vez que lo sabía, podría encerrarla otra vez en el pozo hasta que se muriera de miedo. Él era fuerte. Podía someterla...

Allí no había fuerza, solo la fuerza de los sentimientos, la voracidad suya y la de él, el anhelo incontrolable sobre un abismo tan profundo que si daban un paso en falso se perderían para toda la eternidad. Aun así, se sentía más serena que nunca. Después de tantos años sintiendo los ojos de los demás clavados en ella y esperando que hiciera algo, allí, en la torre de su enemigo, se sentía como si su cuerpo le perteneciera a ella por fin. ¿La habría salvado Dios para que yaciera con un Brunson? Cuando su madre se enterara de eso, y se enteraría inevitablemente, se moriría de dolor.

Él, sin embargo, era un jefe fuerte y respetado, que haría cualquier cosa por proteger a los suyos, como había hecho siempre el padre de ella. Además, había visto que era amable con los niños. Incluso, le había visto tomar en brazos a un corderito herido. Sin embargo, había visto con más claridad todavía que estaba solo. Como lo estaba ella. Aunque, por fin, ya no se sentía sola.

 

 

Rob la abrazó con fuerza, como si nada pudiese cambiar mientras la tuviera abrazada, como si pudiera mantenerla a salvo en esa cama, en ese cuarto, hasta el final de los días, como si no tuviese que levantarse y enfrentarse a un mundo en el que había amado a una Storwick. Su respiración indicaba que estaba dormida. Abrió los ojos con cuidado y con miedo de despertarla. Estaba apaciblemente entre sus brazos, unos brazos que no reconocía. No podían pertenecer a un Brunson. Ningún hombre con sangre Brunson podría amar a una Storwick. Se decía que uno era quien amaba. Si amaba a una Storwick, eso quería decir que no era el hombre que había creído ser. No era un Brunson en absoluto. Era lo que su padre había temido que fuese, era débil e indigno de ese nombre. Se sentó de un salto y la despertó. Se levantó y se alejó para que ella no pudiera tocarlo, para que él no pudiera tocarla.

Se acercó a la ventana casi esperando ver a los Storwick dispuestos a atacar la fortaleza porque lo habían seducido y lo habían apartado de su deber hacia esa tierra que esperaba pacientemente que recuperara el buen juicio. Sin embargo, en ese momento, alejado de Stella, volvió a sentirse solo. Sintió el aislamiento que había sentido toda su vida menos en esos escasos momentos. Se dio la vuelta para mirarla.

—Esto no volverá a ocurrir.

Ella lo miró con serenidad, con una serenidad que él no había esperado.

—¿Por qué?

Fueron dos palabras que lo desarmaron.

—No me enredes con palabras.

No era un hombre que luchara con palabras. Sus armas eran las espadas y los silencios. No sabía cómo expresar todos los motivos por los que no debería haberse acostado con Stella Storwick... Pero ella esbozó media sonrisa y lo miró con unos ojos entre soñadores y cautos.

—¿Palabras? Las palabras son demasiado insignificantes para esto.

Ella se destapó, se levantó y se acercó a él cojeando. Entonces, lo abrazó como si solo él pudiera mantenerla viva y levantó los labios para intentar besarlo. Él apretó los dientes. El poderoso cuerpo que siempre lo había enorgullecido se convirtió en una carcasa endeble que no podía resistirse a esa mujer. Incluso su cerebro estaba ofuscado en ese momento. Tenerla allí se había convertido en una carga, pero cuando ella lo liberó de esa carga, él la buscó por todo Liddesdale para recuperarla.

—¿Crees que si te tomo otra vez te soltaré? —preguntó él haciendo un esfuerzo para hablar.

Ella se apartó un poco para poder mirarlo, sin cautela ni orgullo.

—Creo que si me tomas otra vez, ninguno de los dos soltará al otro.

La tomó. La besó y ella lo besó. Solo tuvo un segundo de sensatez para preguntarse si era tan demente como Wat Gregor, para preocuparse por lo que pasaría si su simiente la fecundaba... La llamada en la puerta lo salvó.

—Soy Cate... y Wat.

Stella abrió los ojos como platos.

—Un minuto.

Volvió cojeando a la cama, se alisó la camisola y recogió la ropa. Él también reaccionó como si se avecinara una batalla. Se puso apresuradamente la ropa y estiró las sábanas.

—El chico cree que te marchaste por su culpa —le explicó él cuando ella estuvo en la cama con el tobillo encima de una almohada.

Una sombra de tristeza y arrepentimiento cruzó su cara, pero levantó la barbilla.

—Entra, Wat.

Se abrió la puerta y el niño rubio se acercó hasta la cama con los brazos extendidos. Rob lo levantó para sentarlo al lado de Stella y los dos se abrazaron en silencio durante un buen rato. Él se marchó con Cate. Una vez separado de Stella, pudo pensar con claridad. Efectivamente, había sido tan deficiente como Wat, aunque sus deficiencias no fuesen tan evidentes, pero sí más peligrosas. Cate arqueó las cejas, lo miró y esperó. La esposa de su hermano sabía con certeza lo que había pasado. Cate y Johnnie se acostaron en esa misma cama una vez. Él no podía decir nada para justificar o explicar lo que había hecho. Sin embargo, Cate también podía empuñar el arma del silencio.

—Vete a hablar con Johnnie si te duele morderte la lengua —dijo él cuando no pudo soportar su silencio.

Ella negó con la cabeza, pero miró escaleras abajo, hacia el cuarto del pozo.

—Espero que le hayas dicho que lo sientes.

Él se quedó petrificado mientras ella se alejaba. No se lo había dicho y eso era lo que más lamentaba de todo lo que había pasado esa mañana.

 

 

Stella sonrió mientras Wat la abrazaba. Él no levantó la cabeza hasta que ella lo hubo consolado durante mucho tiempo pensando qué decir. Al final, no dijo nada. Él acabó levantado la cabeza con restos de lágrimas secas en las mejillas.

—Lo siento. No volveré a ser malo. Lo prometo.

Rob tenía razón. Wat creía que era su culpa.

—Tú no hiciste nada, Wat. Yo quería ver a mi padre y... —tenía que decirlo de una forma sencilla—. Está lejos.

—¿Lo viste?

Al parecer, «lejos» era una palabra misteriosa.

—No —contestó ella señalándose el tobillo—. Me hice daño en el pie y no pude terminar el camino.

—¡Y entonces te salvó el señor!

Él saltó en la cama como si hubiese adivinado el final de la historia y le gustase.

—Sí, en cierto sentido.

Un sentido que no podía saber un niño. Wat se bajó de la cama dando otro salto y le agarró la mano.

—Entonces, vamos a pescar.

Entonces, ella se acordó.

—Wat, le ha pasado algo a la trampa.

—¿Qué? —preguntó él con una inocencia que ella no se merecía.

—Yo... —tenía que decirle la verdad aunque no fuese toda la verdad—. Yo la rompí.

—¿Adrede? —preguntó él con perplejidad.

—Me temo que sí.

—¿Por qué...?

—Estaba enfadada. Hice mal.

El miedo y la rabia se adueñaron de ella otra vez.

Había temido sus sentimientos hacia Rob casi tanto como había temido al pozo. Wat sacudió la cabeza, suspiró y puso los ojos en blanco con una expresión de sufrimiento que tenía que haber copiado de su madre. Luego, le dio unas palmadas en la mano.

—Te perdono, pero promete que no lo harás otra vez.

Ella contuvo una sonrisa.

—Lo prometo.

—¿Prometes que serás buena?

—Lo prometo.

—Entonces, haremos otra —concluyó él con una sonrisa.

—Me temo que no puedo —Stella movió el tobillo.

—¿Mañana estarás mejor?

¿Lo estaría? Su cuerpo ya anhelaba a Rob y esperaba la noche con impaciencia, aunque no habían concertado nada entre ellos.

—No lo sé, Wat. Ya veremos.