Seis
El dolor que se reflejaba en su rostro fue como un puñetazo. Morir en la cama, como su padre, era una desdicha, pero peor era morir en la del enemigo. Ningún hombre debería permitir que le pasara eso a un familiar. Johnnie había dicho que no se levantaba de la cama y ella lo sabía... ¿o sería una artimaña? ¿Estaría mintiendo? Ella tenía los brazos cruzados, como si quisiera mantener algo dentro.
—Esa enfermedad que lo consume. Él... Empezó algo antes de Yuletide, de la fiesta del solsticio de invierno.
Entonces, no pudo acudir al Día del Armisticio. Sí estaba en su casa cuando los atacaron, pero tampoco pudo encabezarlos. Storwick era un contrincante digno de tener en cuenta y si hubiese estado en condiciones, la victoria no habría sido tan fácil. Sin embargo, no tuvo tiempo para pensar en la salud de ese hombre, solo supuso que el anciano guerrero había caído herido.
—Dime dónde está. Al menos, ten esa compasión por mí.
Sentía compasión por ella, aunque no quería. A él todavía le dolía no haberse despedido del suyo. Una noche se acostaron y su padre no se despertó a la mañana siguiente. Ella lo miraba fijamente.
—Está en el castillo de Carwell —confesó él con un suspiro.
Ella se dio la vuelta, tragó saliva y se tapó la boca con una mano. Sabía lo que significaba. Sería casi imposible rescatarlo aunque su familia lo intentara. Sin embargo, por algún motivo, su familia no quería que ni su padre ni ella volvieran a casa. Si giró para mirarlo con la barbilla levantada y el orgullo otra vez en los ojos.
—No quieres que me quede aquí más de lo que yo quiero. Si no van a intentar rescatarnos a ninguno de los dos, ¿qué puede importarte que vaya con él?
¿Se acercó ella o fue él? Stella le puso las manos en el pecho y lo miró a los ojos. Él le tomó la cara con las manos y le inclinó la cabeza hacia atrás hasta sus labios inferiores se rozaron... La luz del sol, las sombras, un trueno... Lo que se adueñó de él no tenía nombre, era tan apremiante y elemental como una batalla, pero mucho más peligroso. El cuerpo de ella se estrechó contra el de él y la besó, pero con más delicadeza. No era el deseo de conquistar, era la necesidad de unión... Separaron los labios y ella suspiró. El sonido le devolvió el juicio. Abrió los ojos y se apartó de ella. Era débil, tan débil que una mujer lo engatusaba para que hiciera lo que ella quería. Si lo permitía, ella pediría algo más. Incluso, podía ser parte del plan. Si la llevaba al oeste, lejos de la protección de la fortaleza, sus hombres quedarían expuestos a un ataque. Sin embargo, ella seguía con los ojos cerrados y una sonrisa muy leve. Hizo un esfuerzo enorme para hablar.
—No.
Ella abrió los ojos de golpe y él captó que había vuelto a la realidad con un sobresalto tan doloroso como el de él. Luego, entrecerró los ojos con un odio que aniquiló todo rastro de delicadeza.
—Eres un hombre despiadado, Rob Brunson el Negro.
—Soy un jefe. Deberías saber qué significa eso.
Él se dio la vuelta con la esperanza de romper el hechizo.
—¿Qué será de mí ahora?
A él le gustaría saberlo, pero no quiso pensar en la pregunta porque no lo sabía. ¿Qué familia no intentaría rescatar a los suyos? Solo sabía que no quería que ella se marchara.
A la mañana siguiente, decidió que había sido demasiado indulgente con ella. Ella sabía que no se pagaría un rescate y podría intentar escapar. Ordenó a los centinelas que la dejaran recorrer el patio y los edificios con Wat, pero que no la dejaran salir ni siquiera para comprobar la pesca. En cambio, llevó a Johnnie al río para enseñarle la trampa, que estaba vacía. Su hermano miró la compuerta de palos y miró a Rob con una ceja arqueada.
—Di algo —le pidió Rob con un suspiro—. Llevas toda la mañana mordiéndote la lengua.
—Es ilegal hacer una trampa de esas sin permiso del rey.
Rob soltó una carcajada amarga.
—El rey puede añadir este a mi lista de pecados. No será el que me lleve a la horca.
Le había dicho a Stella que destruiría la compuerta de los Storwick y había llegado el momento.
—Ven, tengo un plan —siguió Rob—. La próxima vez que vengamos, la trampa estará llena de peces.
Rob se llevó a Johnnie y a otros tres hombres, Cate también se había empeñado en ir porque, según ella, no podía respirar el mismo aire que una Storwick.
—¿Desde cuándo te gusta el salmón?
Johnnie se lo preguntó mientras cabalgaban hacia el oeste siguiendo el curso del río Liddle por el valle. Pasado Kershopefoote, el río formaba la frontera entre Escocia e Inglaterra y bordeaba las tierras de los Storwick. Allí era donde deberían haber construido la compuerta.
—Me gusta —contestó él pasando por alto que iba a cometer esa tropelía porque a su prisionera le gustaba el pescado—. La comida no es la misma desde que se marchó Bessie.
John asintió con la cabeza. Eso era indiscutible.
Él tenía el deber de dar de comer a su gente. Deber, responsabilidad, batallas... Eso era lo que él sabía. Si la paz llegaba alguna vez, ¿qué podría ofrecer a quienes lo miraran? Su padre le había enseñado las colinas, los senderos, los caballos, las lanzas, las ballestas... Su padre había hecho que se sintiera más cómodo sobre un caballo que frente a la chimenea. Más cómodo en una batalla que con una mujer. Una vez, cuando era joven y le bullía la sangre, una chica lo tentó. La verdad era que lo tentó más de una. Entonces, era inconsciente, derramaba su simiente por la paja del establo y besaba a algunas mujeres que también lo besaban a él. No se preguntaba el motivo hasta que su padre lo sorprendió una vez y le enseño su responsabilidad con una correa de cuero.
—Tienes menos juicio que una oveja —le regañó su padre.
Él se mantuvo erguido y dispuesto a soportar el castigo aunque no supiera el motivo.
—Hay cientos de hermanos bastardos por toda la frontera y a esas chicas les encantaría que hubiera más. ¿Crees que yacen contigo porque eres guapo? Quieren ser las que llevan en su vientre el hijo del hijo del jefe.
Entonces se enteró de que no había conquistado a una mujer por ser él, sino por ser el hijo del jefe. Eso era lo único que era y lo único que podía ofrecer. Si no era ese hombre, no era nada en absoluto. Entonces, empezó a recelar de las mujeres aunque muchas lo miraban con una sonrisa. ¿Le sonreían a él o al jefe? Sabía la respuesta en lo referente a aquella mujer. A Stella Storwick le daba igual Rob Brunson. Era el jefe de los Brunson, a los que odiaba, y si él podía aceptar las sonrisas, tenía que aceptar los reproches. Ese también era su deber.
Los recuerdos lo acompañaron durante cerca de quince kilómetros. En algunos sitios, podían cabalgar junto al río, pero en otros, la orilla era demasiado estrecha o abrupta y tenían que avanzar entre las hojas primaverales de los árboles. A primera hora de la tarde, Rob se detuvo y levantó una mano para que todos hicieran lo mismo. Solo se oyó el viento que agitaba las hojas y algo que había cambiado en el sonido de río. Hizo un gesto para que desmontaran y se arrastraron hacia el agua ocultos entre los árboles. El río hacía un brusco recodo y se estrechaba y justo allí vio una construcción muy parecida a la que había levantado él. Sin embargo, detrás de esa pudo ver el resplandor de las escamas de los peces. Sonrió.
Lo primero que vio cuando entró en el patio fue a Stella. Estaba sentada en un banco con Wat y parecía como si intentara enseñarle a contar con los dedos, una pérdida de tiempo absurda. Se bajó del caballo con un saco y se acercó a ella.
—Toma, tu pescado.
Dejó caer la bolsa en su regazo y algunos peces colearon con la poca vida que les quedaba.
—Puedes hartarte —añadió él.
Wat se río y se agachó para recoger los que habían caído al suelo. Ella, con la bolsa de pescado en el regazo, no pudo levantarse, pero lo miró con un destello en los ojos y él pensó que iba a agarrar uno para abofetearlo en la cara.
—Wat, llévale la bolsa a Beggy —le pidió ella sin dejar de mirar a Rob—. ¿Podrás?
Él asintió con la cabeza y con orgullo y se alejó arrastrando la bolsa. Ella se levantó.
—Entonces, esta noche vamos a cenar pescado de los Storwick...
—No tienen nombre —él había esperado que se sintiera complacida, pero se había encontrado a la misma mujer enojada que había dejado cuando se marchó—. Pronto tendremos peces en nuestra trampa, dignos de un Brunson.
—¿Qué hace que un Brunson sea tan digno?
Era una pregunta desafiante que él no iba a contestar.
—Yo soy un Brunson.
Él sabía lo que significaba. Era fuerte, curtido y firme como el primer Brunson del que hablaba la balada. El hombre al que sus enemigos dieron por muerto y al que abandonaron sus amigos, el hombre que era fiel a su tierra y a su gente por encima de todo. Así era él y así tenían que ser todos los Brunson. Ella ladeó la cabeza como si desconociera todo lo que llevaba aparejado ese nombre.
—Y yo soy Stella Storwick —replicó ella.
No solo una Storwick. Si él fuese un Storwick, también se alejaría de los demás.
—¿Quiénes son los Storwick aparte de un puñado de bárbaros asesinos?
—¿Quiénes son los Brunson aparte de lo mismo?
—Los Brunson llevamos más tiempo aquí que los reyes, descendemos de un vikingo.
—Sí, ya he oído hablar de vuestro magnífico vikingo de ojos marrones —comentó ella poniendo los ojos en blanco.
No podía decir nada que impresionara a esa mujer.
—Era algo más. Sus hombres y él llegaron del otro lado del mar.
—¿Sin mujeres?
Él se encogió de hombros. ¿Qué podía decir de las mujeres? Nunca se había sentido cómodo con ellas.
—Eran guerreros. Se abrieron paso hasta este valle hasta que uno de ellos los traicionó y los aniquilaron a casi todos. El resto lo dio por muerto.
Los malnacidos lo abandonaron. No eran de la familia, una familia no abandonaba a nadie.
—¿No estaba muerto?
—Era demasiado obstinado para morir. Hasta el enemigo lo dio por muerto. Sin embargo, cuando se repuso y pudo andar, quiso encontrar a su gente.
Ella arqueó las cejas sin mostrar ningún respeto por la historia.
—Medio muerto, solo, desarmado y ¿se levantó para andar como Lázaro?
—Exactamente —él nunca había cuestionado que fuese verdad—. Además, juró que nunca abandonaría este valle. Ese es el empeño que forma a un Brunson —era la fuerza que corría por sus venas—. ¿Pueden superarlo los Storwick?
Algo resplandeció en los ojos de ella, algo como el reflejo del sol debajo del agua.