Trece
Rob se pasó el día pensando que tenía que alejarla de allí.
Tendría que haber dejado que se escapara y habría sido un alivio. Le había trastornado el cerebro y el cuerpo y solo tenía la certeza de lo más peligroso de todo. Ella había dicho que si volvía a tomarla, ninguno de los dos dejaría al otro. Mientras estuviera allí, mientras pudiera verla y tocarla, mientras durmieran bajo el mismo techo, volvería a tomarla. Sin embargo, no había dejado que los Storwick se la quedaran. Con milagro o sin él, no la habían querido lo suficiente como para ofrecer algo a cambio de ella.
¿Qué recibimiento se encontraría en su casa? Además, había sido tan necio que había dejado que se ocupara de los asuntos domésticos. Sabía tanto de la fortaleza y de sus hombres que podía dar a su familia la información que necesitaban para superar hasta las defensas nuevas. Sin embargo, ¿adónde podía mandarla? La confiaría a Johnnie y Cate, pero todavía no habían terminado su torre. La fortaleza de Jock Elliot era sólida y podía confiar en él, pero se había negado a casarse con su hija y no era el momento de pedir nada a los Elliot. Solo podía llevarla a un sitio, precisamente, adonde ella quería ir.
Si había sentido miedo en el sótano y tranquilidad en la cama, sintió algo muy distinto a medida que avanzaba el día. Rob había desaparecido y ella no podía andar lo bastante bien para salir de la habitación. De repente, la satisfacción que había sentido se esfumó. El día se hacía interminable, pero no sabía si era porque estaba allí recluida o porque no había visto a Rob. Wat estuvo un rato con ella, pero era pequeño y rebosante de energía y allí había pocas cosas para entretenerlo. Cuando empezó a aburrirse, le dejó que se marchara advirtiéndole que tuviera cuidado. Llamaron a la puerta cuando era cerca de mediodía.
—Adelante.
¿Qué diría él? Sin embargo, no era Rob, era Cate con un cuenco con gachas.
—Pensé que tendrías hambre.
Le sorprendió esa amabilidad de una mujer que la odiaba. Sin embargo, seguía sin saber nada de Rob. ¿Habría pensado en ella un segundo siquiera?
—Gracias —dijo ella suponiendo que Cate dejaría la comida y se marcharía.
Sin embargo, fue de un lado a otro mientras ella comía un par de cucharadas y se arrepentía de haber destrozado la trampa para los peces.
—No quería ser inhumano —comentó la mujer por fin.
—¿Inhumano?
¿Qué sabía ella de lo que le había hecho Rob?
—Cuando te encerró en el sótano —le explicó Cate.
Ella sacudió la cabeza como si no le importara y pensando en la primera impresión que Cate se había hecho de ella. Pero Cate era a su vez una mujer a la que Willie Storwick había... violentado. Esa mujer tenía que saber lo que era ser inhumano de verdad y cómo combatirlo. Al parecer, Cate no esperaba una réplica.
—No es un hombre que se sienta cómodo con una mujer —siguió la cuñada de Rob.
Ella no pudo evitar una sonrisa.
—No es un hombre que se sienta cómodo con el mundo.
Cate la miró detenidamente y ella, armándose de valor, le aguantó la mirada sin inmutarse y preguntándose por qué habría ido a verla. Cate asintió levemente con la cabeza.
—Serías buena para él.
A ella se le salieron los ojos de las órbitas. Tenía que haberlo entendido mal. La mujer guerrera no podía plantearse un matrimonio entre un Brunson y una Storwick. ¿Podía planteárselo ella? Se aclaró la garganta con cautela. Tenía que ser cautelosa.
—¿Qué quieres decir?
Sin embargo, Cate ya había dicho lo que quería decir y fue hasta la puerta sacudiendo la cabeza.
—Nunca pensé que vería ese día.
Ella se quedó preguntándose si Rob sabría algo de lo que pensaba Cate y si pensaría lo mismo.
Pasaron las horas antes de que Rob apareciera otra vez. Había ido y vuelto a la ventana, el tobillo la palpitaba cuando lo apoyaba y cuando la sangre parecía agolparse allí. Estaba completamente a merced de ese hombre y ella tenía toda la culpa. Además, intentó no pensar en que sus sentimientos estaban tan cautivos como su cuerpo. Agradeció que esa vez llamara y esperara a que le diera permiso para entrar. Cuando lo vio, las palpitaciones y la falta de respiración le indicaron que su traicionero cuerpo había sucumbido a él otra vez.
Esperó a que dijera algo mientras la devoraba con la mirada. También agradeció que se quedara en la puerta, con toda la habitación entre ellos.
—Nos marchamos mañana.
No eran las palabras que había esperado.
—Entonces, ¿me llevas a casa?
La idea no la alegró como la habría alegrado el mes anterior.
—No. A ver a tu padre.
El alivio, la esperanza, la gratitud y el amor se adueñaron de ella, que cruzó la habitación y alargó la mano para tocarlo.
—Gracias.
—No me lo agradezcas todavía.
Ella retiró la mano. Efectivamente, podrían llegar demasiado tarde. Su padre podría haber muerto, pero él, al menos, lo había intentado.
—¿Puedes montar a caballo? —le preguntó él mirándole el tobillo.
El tobillo le dolió solo de pensar en las horas que pasaría a lomos de un caballo, pero nadie la mimaría allí.
No era inhumano, pero tampoco se cuestionaba su deber. Ella también debería hacer lo mismo.
—Sí, me apañaré.
Él asintió con la cabeza sin mirarla a los ojos.
—Entonces, mañana. En cuanto amanezca.
Él se dio la vuelta y fue a cerrar la puerta.
—Espera.
Él se detuvo inmediatamente y volvió a mirarla.
—¿Anoche significó algo para ti?
Stella pudo ver en sus ojos que sí había significado algo...
—¿Harías algo que traicionara aquello para lo que nací? —replicó él
—Anoche no fue un Brunson quien estuvo en la cama. Ni una Storwick. Solo fueron un hombre y una mujer y si tu cuerpo me engañó, bueno, entonces... —ella tomó aliento—. Entonces no eres el hombre que creía que eras.
—¿Quién creías que soy? —preguntó él con una mezcla de orgullo y rabia—. Ya has sabido quién soy.
—Sí, eres un Brunson, pero también eres un hombre honrado y tozudo, que no se arrodillará ante nadie.
—Incluida tú.
Ella se mordió la lengua.
Cualquier mujer a ese lado de la frontera estaría orgullosa de tenerlo.
¿Cómo había sido tan necia de creer que sería tan indulgente como para casarse con una Storwick?
Solo era otra locura que había pensado con la esperanza de encontrar un propósito para su vida.
—Después de que haya visto a mi padre, ¿qué harás conmigo?
Él suspiró.
—Primero iremos al castillo de Carwell, después...
La frase se quedó sin final.
Rob dejó a Johnnie al mando de la fortaleza y se llevó a una docena de hombres para que los protegieran, no solo de un ataque, sino de la tentación de tomarla otra vez. Bueno, no de la tentación, sino de tener la ocasión.
Cuando cruzaban el puente para entrar en el castillo de Carwell, tenía los dientes machacados de tanto contenerse. Había mandado un hombre por delante convenciéndose de que ese viaje no era una rendición ante Stella. Tenía que hablar con Carwell antes de que llegara el rey y Hobbes Storwick estaba demasiado enfermo para moverse. Ese era el motivo del viaje. No tenía nada que ver con su debilidad por Stella Storwick, fuese física o sentimental. Sin embargo, ¿qué haría después? Sus opciones serían más complicadas. Lo mejor sería dejarla allí, decidió mientras miraba el enorme castillo triangular.
El castillo de Carwell podía albergar a una docena de prisioneros así. La dejaría con su padre, dejaría que se despidiera del malnacido y dejaría que Carwell cargara con ella. Lo primero que vio en el inmenso patio triangular fue el pelo pelirrojo de su hermana Bessie, quien lo abrazó sin decir nada. ¿Estaba más gruesa? Quizá, pero si Cate no se lo hubiese dicho, no habría adivinado que estaba embarazada. Contuvo un arrebato de envidia cuando vio el resplandor de su rostro. Un resplandor que se hizo más resplandeciente todavía cuando miró a su marido. Carwell lo agarró del brazo. Un saludo más afectivo de lo que se merecía... y quería. Sin embargo, no podía perder tiempo.
—¿Está vivo? —le preguntó a Carwell.
—Sí.
Entonces, Stella apareció a su lado.
—¿Dónde está?
Rob le miró el tobillo y frunció el ceño. No debería haber desmontado sin que la ayudaran. Bessie se adelantó y tampoco perdió el tiempo con cortesías.
—Ven.
Observó a las dos mujeres mientras se alejaban. Un pelo oscuro junto a otro pelirrojo. Stella andaba despacio.
—No deberías caminar —dijo él.
Era un castillo muy grande y estaría coja cuando llegara a ver a su padre. Las alcanzó de dos zancadas y la tomó en brazos. Ella no se resistió ni discutió. Apoyó la cabeza en su hombro con un gesto más elocuente que cualquier palabra. Él sintió su calidez y su peso en el pecho. La sujetó con más fuerza y miró a Bessie sin hacer caso de su mirada de perplejidad.
—¿Cuál es el camino?
Su hermana sonrió.
—Eres un buen hombre, Rob Brunson.
—Nosotros no tuvimos la ocasión de despedirnos de nuestro padre —replicó él encogiéndose de hombros.
Bessie asintió con la cabeza y los dirigió.
Stella se recostó en el pecho de Rob mientras recorrían pasillos y subían escaleras, antes de llegar al cuarto más alejado de la entrada.
—¿Estás preparada? —le preguntó él mientras la dejaba en el suelo con delicadeza.
Ella lo miró con la esperanza y el desconcierto reflejados en los ojos, como en los de él.
—Gracias.
Se puso muy recta y se dio la vuelta hacia la puerta.
—Deberías saber que algunas veces está... ausente —intervino Bessie en voz baja.
Ella abrió la puerta. Habían metido a su padre en lo alto de la torre, en una habitación con una ventana que permitía oír el mar. Cuando Bessie cerró la puerta, solo vio la figura enfermiza de un hombre en una cama con dosel y tapado por unas mantas demasiado gruesas para mayo. Se acercó, se sentó en el borde de la cama y lo abrazó como si todavía fuese el padre fuerte y ella la niña pequeña a la que tenía que proteger. Se separaron al cabo de un rato y se incorporó para mirarlo. Estaba enfermo, débil y pálido. Ya no tenía el cuerpo que ella recordaba, pero el espíritu seguía allí. Su mano, en la de ella, parecía hecha con unos huesos tan frágiles que se romperían si apretaba un poco y entendió la realidad. Le había dicho a Rob que estaba muriéndose, pero solo había pensado en la separación. Durante todo el trayecto hasta allí había estado pensando en plantearle el problema de los primos con la esperanza de que lo resolvería si volvía a casa. La familia lo necesitaba. Si no se podía obligar a los primos a que pagaran un rescate, él podría volver a casa... y todo volvería a ser como siempre.
—Te han dejado venir —consiguió decir él haciendo un esfuerzo sobrehumano.
Ya no importaban todas esas tonterías que había pensando.
—Sí.
—Es más de lo que yo habría hecho.
—Es un hombre excepcional para ser un Brunson —susurró ella.
Él frunció el ceño y no quiso oír nada más.
—¿Tu madre?
—Estaba bien la última vez que la vi. Rezaba por ti.
Eso había sido hacía una eternidad. ¿Le habrían contado que ella había sido tan necia que Rob Brunson la había capturado?
—¿Y tú? —él le apretó las manos—. Dios sigue observándote.
Él nunca lo dudaba. Era ella quien lo duda casi a gritos. ¿Qué esperaba su padre de ella? Tomó aliento y lo soltó. También era demasiado tarde para preguntar eso y se limitó a asentir con la cabeza. La sonrisa de él fue una recompensa suficiente.
—Cuando vuelvas, diles...
—No voy a abandonarte.
—Después... —él hizo un esfuerzo para respirar—. Después de que... me haya marchado.
Ella lo sabía, se lo había dicho a Rob, pero afrontarlo cara a cara...
—¡No!
Le apretó la mano sin importarle si le hacía daño, como si así pudiera mantenerlo vivo.
—¿Qué estabas pensando, hija, para que te capturaran de esa manera? —preguntó él por fin.
Se lo habían contado y tenía que confesar lo necia que fue la chica tan joven que era hacía solo unas semanas.
—Creí que como yo había sido salvada en una ocasión, podría salvarte a ti y por eso crucé la frontera para buscarte.
Él pareció levantar la mirada hacia el cielo y giró la cabeza hacia otro lado.
—Padre... —ella lo agarró de los hombros para que le prestara atención—. ¿Qué quiere Dios que haga?
No hubo respuesta, solo su respiración entrecortada.
Rob miró a Thomas Carwell, quien estaba sentado al otro lado de la mesa de su estancia privada. Los dos tenían el ceño fruncido.
—Has recibido el mensaje del rey —dijo Carwell—. El mes que viene vendrá a la frontera.
—Llevo oyendo que va a venir desde que se escapó de Angus y mandó a Johnnie a casa —replicó él en tono burlón—. Todavía no lo hemos visto.
Había mandado a Johnnie para que llevara a los Brunson a luchar contra el conde de Angus, pero los Brunson no luchaban en las batallas de otros hombres. Ni de un rey.
—Esta vez sí vendrá. Por fin ha conseguido que Angus tenga que huir del país y ahora se centra en nosotros. Traerá los hombres que necesite para imponer su voluntad si la ley no lo consigue.
Rob se encogió de hombros e intentó concentrarse en lo que estaba pasando en esa habitación y no en la de la torre.
—¿No te preocupa? —siguió Carwell—. Ya te ha declarado proscrito y me ha ordenado que te lleve a Edimburgo.
Una orden que Carwell no había obedecido, lo que lo honraba, y también era un proscrito por eso.
—¿Te preocupa a ti porque te tratará como a un Brunson?
—Me preocupa porque tengo una esposa que espera un hijo.
—Entonces, será un Brunson.
—Entre vosotros y el rey, tiene pocas alternativas —replicó Carwell con un suspiro.
Bessie esperaba un hijo. Independientemente de que ella se hubiese casado con Carwell y que su hijo sería Guardián de la Frontera y llevaría su nombre, la sangre de los Brunson correría por sus venas. La familia se recibía, no se elegía.
—Cuéntame algo más de ese rey que tenéis —le pidió Rob inclinándose hacia delante.
Bessie entró silenciosamente. Estiró las mantas y ofreció un sorbo de agua al hombre que estaba en la cama. Eran pequeños detalles que ella debería haber tenido. Tenía que ser una buena mujer para tenerlos con un enemigo.
—¿Para cuándo esperas el hijo? —le preguntó Stella.
Bessie se puso recta, se llevó las manos al vientre y abrió los ojos por la sorpresa.
—Solo se lo había contado a la familia. No creía que se notara... tan pronto.
Ella se encogió de hombros. La envidia era lo que hacía que lo viera claramente.
—No maldecirás al bebé, ¿verdad? —preguntó Bessie con el ceño fruncido.
—¡Claro que no!
Stella se quedó atónita de que Bessie pudiera pensar eso. Una Storwick le parecería alguien de otro mundo, como le parecían a ella los Brunson hasta hacía unas semanas. Bessie siguió lavándolo y Stella acarició la otra mano de su padre, quien no reaccionó.
—Se duerme y luego se despierta —le explicó Bessie—. Algunas veces, durante un rato, habla con la misma fuerza que cualquier hombre.
—Habéis sido amables con él.
Esos Brunson eran unos enemigos extraños.
—Yo perdí a mi padre hace menos de diez meses, de repente.
Por eso Rob era el jefe.
—¿Estaban unidos Rob y él? —preguntó Stella.
Su padre no había tenido hijos varones y no había nadie nombrado para sucederlo cuando llegara el momento.
¿Habría sido todo distinto si ella no hubiese sido una chica? Bessie la miró en silencio y ella se sintió como si estuviera juzgando si se merecía que la contestara.
—Mi padre dedicó su vida a formar a Rob para cerciorarse de que estuviera preparado. Todos sabían que era el elegido.
Elegido... Como ella, pero Rob, al menos, sabía para qué lo habían elegido.
El tiempo fue pasando mientras oían el rumor de las olas que entraba por la ventana. Bessie fue de un lado a otro y ella se quedó junto a la cama. A última hora del día, su padre volvió a despertarse y ella sonrió al ver al padre que conocía.
—Ese Brunson, ¿qué clase de hombres es? —preguntó su padre con la voz entrecortada por el dolor.
A ella le abrasó el cuerpo por sus palabras.
—Júzgalo tú mismo. Está aquí.
Él cerró los ojos y asintió con la cabeza.
—Tráelo.
Se levantó y fue hasta la puerta disimulando la cojera. Salió al pasillo y se chocó con Rob.
—¿Has estado aquí todo el día?
Ella lo preguntó con una aspereza que no sentía y no sabía si debería sentirse enfadada o conmovida. Tampoco sabía qué habría oído él.
—Pensé que quizá quisieras ir... a algún sitio —él miró alrededor—. Para cosas de mujeres.
Ella sonrió antes de que pudiera evitarlo. Ya hacía mucho tiempo desde que llegó a la fortaleza de los Brunson.
—Gracias por pensarlo —ella señaló con la cabeza hacia un cuartito—. Ahí hay un excusado.
Él se sonrojó y miró al suelo.
—También me alegro de que hayas venido —ella se puso recta y volvió a ser Stella Storwick—. Él quiere verte.
Él también volvió a convertirse en Rob el Negro.
—¿Por qué?
—¿Quién lo sabe?
—No tengo nada que decirle.
—Está muriéndose. A lo mejor quiere decirte algo.
Él se quedó en silencio. Ella dejó que lo pensara. Hasta los ingleses sabían lo que significaba ser terco como un Brunson. El último rayo de sol desapareció por un rincón y el pasillo se quedó a oscuras.
—Entonces, ¿lo conocerás?
Le habría gustado añadir que lo hiciera por ella, pero se contuvo. Sin embargo, él lo supo.
—¿Tanto te gustaría?
Sí, le gustaría, aunque no sabía por qué le importaba que se conocieran esos dos hombres que solo podían odiarse. Salvo que... los amaba a los dos. Una idea que reprimió inmediatamente.
—Él quiere y es mi padre —contestó ella.
Rob apretó los dientes y entró. Allí estaba Hobbes Storwick, un hombre al que había odiado toda su vida, un hombre que había prendido fuego a su casa. Sin embargo, estaba pálido entre las sábanas y solo le recordó a su padre cuando lo encontraron muerto en la cama. En esas horas previas a la muerte no había diferencia entre un padre y un enemigo. Storwick abrió los ojos y él captó un odio tan fuerte como era de esperar. Eso lo tranquilizó y lo miró con los mismos ojos. Se quedó al lado de la cama mirándolo y esperando mientras Stella aparecía por la puerta.
—Déjanos —le dijo su padre mirándola.
Rob también la miró y esperó que discutiera, pero ella se dio la vuelta, cerró la puerta y lo dejó a solas con su peor enemigo.
—Tienes a mi hija.
Había sido muy torpe al no darse cuenta. Estaba con un padre, no con un jefe.
—Por ser una necia —añadió el hombre.
—Sí —confirmó él sin poder contener una sonrisa.
—Quiero que la dejes marchar.
Lo primero que sintió no fue enojo, sino vacío.
—¿Por qué iba a hacerlo?
—Ya no la necesitas. Habré muerto antes del amanecer.
Todos los argumentos que se había dado durante semanas yacían a sus pies como hojas muertas, todos menos el único que no podía saber Hobbes Storwick. Podría estar esperando un hijo.
—Ellos no quieren que vuelva. ¿Lo sabías?
El hombre cerró los ojos y el dolor le arrugó la frente. Aunque no era un dolor corporal.
—Su madre sí quiere.
Rob no podía discutirlo. Storwick levantó una mano, pero no pudo cerrar el puño.
—Solo han quedado unos débiles...
¿Habría sentido lo mismo su padre? ¿Habría agitado el puño en la cama por el miedo a lo que le pasaría a la familia Brunson cuando él no estuviera? Ese hombre lo tenía y, a juzgar por lo que él sabía, no le faltaban motivos. Nadie había tomado las riendas o, dicho de otra manera, Hobbes Storwick no había formado a nadie para que las tomara. ¿De quién era la culpa? Quizá ningún jefe podía ser perfecto... ni él mismo.
—Había debilidad en la sangre —siguió el padre de Stella—. Willie...
—Willie Storwick se mereció la muerte que tuvo.
—Y peor. Ya no era un Storwick.
Dijo lo mismo el Día del Armisticio, el día que ese hombre escapó, pero nunca lo había creído del todo.
—Es complicado para un hombre hacer eso.
—No iba a consentir que estuviera cerca de mi hija.
La idea de que hiciera a Stella lo que le había hecho a Cate hizo que quisiera matarlo otra vez. No le extrañó que Johnnie hubiese sido tan despiadado.
—El hombre que lo mató nos hizo un favor a todos —añadió Hobbes Storwick.
O la mujer o el perro... Sin embargo, era un secreto que no iba a desvelar.
—Sí.
Le pareció raro estar de acuerdo con ese hombre.
—¿La llevarás a su casa?
—No lo prometo.
—Entonces, ¿la has tomado?
Él abrió la boca, pero no dijo nada.
—Sí, la has tomado.
Se sintió tan joven y necio como cuando su padre lo azotó con la correa por haber creído que había engañado a ese hombre.
—Debería matarte —Storwick suspiró —, pero no lo haré porque también te pido que me lleves a mí.
Él lo miró. Estaba pálido como la nieve grisácea y lo sintió por él. Lo habían privado de morir en la batalla, como a su padre. Sin embargo, a su padre lo enterraron como había que enterrar a un Brunson, rodeado por su familia y con un hijo que lo honraría al añadir otra estrofa a la balada de los Brunson. ¿Qué habría hecho él si su padre estuviera cautivo y moribundo en el lado inglés de la frontera? ¿Habría querido que acabara en un agujero sin una lápida y sin que nadie lo llorara? Se lo había pedido y eso tenía que haberle costado mucho.
—Puedes morir en paz —un guerrero sabía honrar a otro—. Te llevaré a tu casa para que descanses.
Porque era su padre... Storwick sonrió débilmente y cerró los ojos. Su promesa debió de ser como un permiso para morir porque Hobbes Storwick no sobrevivió a la noche.