Diecisiete
Se arrepintió de haberla abandonado antes de que la fortaleza de los Storwick hubiera desaparecido a su espalda. No había nada más que hacer. Estaba a salvo con su familia. La familia lo era todo y las generaciones de Brunson lo sabían. El destino de un Storwick no podía ser más importante que su deber.
Sin embargo, ¿por qué lo dudaba en ese momento?
Entró en su fortaleza y volvió a repetirse que había hecho lo que tenía que hacer, lo que era mejor para los dos. Hasta que vio a Wat que corría hacia él mirándolo como si fuese un héroe. Entonces, se dio cuenta de que estaba solo.
—¿Dónde está ella? ¿Por qué no ha vuelto?
No esperó la respuesta y empezó a aullar como si ya supiera que Stella no volvería nunca más. Rob desmontó y recibió las patadas y puñetazos de Wat. Lo tomó en brazos como si fuese un bebé y pudiera consolarlo así.
—Me dijo que sigue queriéndote —le susurró al oído.
Ojalá le hubiese dicho lo mismo a él.
Su hermano parecía tan poco contento como Wat cuando se sentaron a hablar.
—Entonces, la has llevado a su casa —comentó Johnnie.
—Con el cadáver de su padre.
Rob intentó parecer serio, pero el recuerdo de Hobbes Storwick enterrado sin que nadie cantara hizo que sintiera un escalofrío.
—Cate la apreciaba.
—¿Estás seguro?
—Es mi esposa —contestó Johnnie con una sonrisa—. Estoy seguro.
—¿Y por qué me lo dices?
—No le habría importado que hubieses venido con ella.
Ya era demasiado tarde para rellenar el agujero que le había quedado donde latía su corazón hacía unas semanas.
—No nos servía de nada cuando él había muerto.
La verdad era que, al parecer, no necesitaban ninguna protección contra los Storwick. Eran unos ineptos una vez muerto Hobbes Storwick.
—Un delito menos del que pueda acusarnos el rey —añadió Rob.
—¿Qué crees que le pasará?
Él frunció el ceño. Esa era la pregunta que no quería plantearse.
—No es asunto mío.
Era mentira, pero tenía que conseguir que fuese verdad. Johnnie dio un sorbo de cerveza y estiró las piernas por debajo de la mesa.
—Supongo que se casará.
Johnnie estaba provocándolo. Sonreía sin decir exactamente lo que quería decir, pero la idea de que Stella estuviese en la cama de otro hombre le resultaba insoportable. Apretó los dientes, dejó la jarra y se levantó.
—Como tengo que hacer yo. Entonces, tendrá que ser la hija de Elliot. Una boda y una alianza antes de que llegue el rey nos hará más fuertes a todos.
Además, pondría fin a ese disparate con una mujer que no habría podido ser suya jamás.
Al cabo de unos días, estaba dispuesta a escaparse otra vez a las colinas. Antes, su familia la respetaba y le concedía cierta distancia, aunque estuviese sola. En ese momento, no pasaba una hora sin que Humphrey, Oswyn o su madre se acercaran a ella. Algunas veces, le preguntaban sobre las defensas de la fortaleza de los Storwick, pero casi siempre le preguntaban por sus intenciones. Ya nadie esperaba un milagro divino. Ya habían decidido lo que tenía que pasar y ella lo entorpecía en vez de cumplirlo. Sin embargo, cuanto más miraba ese sitio, más convencida estaba de que si se casaba con uno de ellos, sería el final de la familia Storwick. Había visto cómo llevaban la fortaleza de los Brunson y aunque le molestó que no tuvieran lujos, eso era lo único que veía en esos momentos.
Había magnífica comida y telas suntuosas que cubrían paredes decrépitas y espadas romas, pero las necesidades elementales, las reparaciones y las defensas, seguían abandonadas. Ni siquiera habían reconstruido la trampa para peces que destruyó Rob. En ese momento, le avergonzaba haberlo censurado cuando su primera preocupación había sido proteger a su rebaño, animal y humano. ¿Tendría la familia Storwick un jefe tan fuerte como Rob Brunson? Eso sí que exigiría un milagro... o, quizá, otra cosa... Cuando él la provoco, ella dijo que se casaría con alguien especial. Entonces, ignorante e ingenua, había decidido que casarse con él sería su sacrificio. Entonces no sabía todo lo que conllevaba el amor, no sabía que había fuego y astillas. No sabía que Rob no permitiría que nada lo alejara de su deber, ni Stella Storwick.
—Stella...
Levantó la mirada y se sobresaltó al ver a su madre, Humphrey y Oswyn, juntos.
—¿Qué? —preguntó con cierta inquietud.
—Hija, al parecer, no has podido oír las indicaciones de Dios entre el ruido de la vida cotidiana.
—Ni siquiera recuerdas cuántos hombres defienden la fortaleza de los Brunson —añadió Humphrey.
—Ya os dije que estaba prisionera —Stella rezó para que Dios le perdonara esa mentira—. No me dejaron que me moviera con libertad, como hicisteis con Rob el Negro.
—Ya hemos tenido bastante paciencia. Tienes que elegir o...
—Has estado ofuscada —intervino su madre—. Tenemos que llevarte a algún sitio tranquilo y silencioso para que puedas oír su voz.
—A lo mejor debería retirarme a la capilla hasta que la Virgen me mande una visión.
Fueron unas palabras amargas, unas palabras que nunca había pensando ni mucho menos, dicho. Su madre se quedó boquiabierta, como si le hubiese dado una bofetada.
—Hemos pensado en un sitio mejor —replicó Oswyn.
La agarró con toda su fuerza y se la llevó a rastras.
El rey tenía que estar de camino. Eso fue lo primero que pensó Rob cuando llegó un emisario para comunicarle que Thomas Carwell llegaría antes de que anocheciera. Su cuñado siempre anunciaba su llegada para que él no lo derribara de un flechazo antes de que llegara a la puerta. Sin embargo, su dedo todavía vacilaba en el gatillo de la ballesta. Sin embargo, esa vez vio el pelo rojo de Bessie junto a él y esperó que hubiese pescado en la despensa.
—¿El rey...? —preguntó él antes de que Bessie pudiera desmontar para abrazarlo.
Su hermana miró a su marido para que contestara él.
—Todavía, no.
Cate y Johnnie también salieron al patio y hubo un alboroto de saludos.
—Entonces, ¿por qué habéis venido?
No podían haber cabalgado durante dos días solo porque hiciera buen tiempo. Bessie bajó la mirada antes de mirarlo a los ojos.
—Nos hemos enterado de algo... sobre Stella.
Sintió una punzada en las entrañas, tragó saliva y se preguntó qué sería ese zumbido que oía en la cabeza. Ya era tarde para fingir que no le importaba. Ellos sabían la verdad o no habrían ido hasta allí.
—Cuando la dejé en su casa, estaba a salvo.
Por eso la había dejado, para que su familia la protegiera. Cate agarró a Johnnie de la mano.
—Nadie está a salvo entre los Storwick —replicó Cate como si Stella fuese una Brunson.
Johnnie lo miró, pero se dirigió a Carwell.
—¿Por qué te has enterado de algo sobre los Storwick?
—Sigo siendo Guardián de la Frontera —contestó Thomas—. El Guardián de la Frontera inglés y yo intercambiamos... información.
—¿Puedes fiarte de esta? —gruñó Rob.
Recelaba de la relación de Carwell con el Guardián de la Frontera inglés, aunque se alegraba a regañadientes en ese momento.
—Escúchala primero y decide después —contestó Thomas—. Me ha contado que su familia ha encerrado a Stella en una cabaña de pastores hasta que acepte casarse.
—¿Casarse? —preguntó él como si no supiera que tenía que hacerlo—. ¿Hasta que acepte casarse con quién?
Thomas arqueó una ceja, como si fuese un hombre que sabía demasiado de los motivos ocultos.
—Con Humphrey u Oswyn Storwick, con el que ella o Dios elijan.
—¡Eso no puede ser! ¡Son más idiotas que Wat Gregor!
—Seguro, pero tiene que elegir a uno, que será el jefe de los Storwick.
Al parecer, la Virgen la había salvado para que eligiera al jefe de los Storwick, quien se casaría por el poder, no porque amara a una mujer obstinada e ingobernable que temía la oscuridad. Para él, lo único especial que vería en ella era su condición, lo que la mayoría de las mujeres habían visto en él. Bessie, Thomas, Cate, Johnnie y hasta el perro Belde, lo miraban, lo observaban y esperaban.
—¿Qué miráis? —preguntó Rob entre dientes—. ¿Qué queréis que haga?
Él sabía lo que quería hacer. Si se dejaba llevar, se montaría en Felloun y saldría al galope hacia las colinas. Sin embargo, su padre lo habría matado antes de permitirle que sacrificara a su familia para salvar a una Storwick. Ellos se miraron unos a otros, pero fue Cate quien habló. Cate, quien más había sufrido a manos de los Storwick.
—Ve a buscarla. No deberían obligarla a que se case, no deberían obligar a ninguna mujer.
¿Lo decía de verdad? Rob miró a su hermano, quien asintió con la cabeza. Johnnie había dicho que a Cate no le habría importado que la llevase allí.
—Es un asunto familiar de los Storwick, no nuestro.
—No nos importa el resto de la familia —intervino Bessie—, solo Stella.
¿Se habían vuelto locos? ¿Acaso era el único Brunson que sabía cuál tenía que ser su deber? Sofocó la tentación con otro argumento.
—¿Por qué íbamos a confiar en el Guardián de la Frontera inglés? Ya nos ha traicionado antes para favorecer a los Storwick.
Thomas frunció el ceño por el recordatorio.
—Me lo contó porque se lo pregunté.
¿Por qué se había interesado Thomas Carwell? ¿Acaso se había convertido en un afeminado como todos los demás?
—A lord Acre no le gustaría que la secuestrara y al rey tampoco.
Como si la opinión del rey le hubiese importado alguna vez. Thomas sonrió y tomó a Bessie de la mano.
—Si hubiésemos temido la opinión del rey, no habríamos venido.
Si hubiesen temido la opinión del rey, no se habrían casado. No. Su padre lo había elegido a él para que mantuviera unido al clan. Lo había elegido porque él, al contrario que Johnnie y Bessie, ponía a la familia por encima de cualquier debilidad que pudiera sentir hacia una Storwick morena y de ojos verdes. Hasta plantearse su propia felicidad sería egoísta. Aun así, al verlos a cada uno de los dos con una pareja querida, parecía como si hubiesen encontrado lo que él no tenía; satisfacción, tranquilidad, felicidad... amor. Una debilidad que él había eludido, cosas que nunca había querido por no ser egoísta, cosas que nunca había creído merecer. Hasta... Lo mismo le había pasado a Stella. Sus padres los habían elegido para metas más elevadas que los sentimientos personales. Él no sabía cuál era la meta de Stella, pero estaba seguro de que no podía ser que se casara con Oswyn Storwick. Todos seguían mirándolo fijamente. Cate acercó a Belde, el perro que encontró a Stella en una noche larga y oscura no hacía mucho tiempo.
—Tráela, Rob.
Toda la tensión abandonó su cuerpo y supo lo que tenía que hacer. Lo que su padre habría querido que hiciera.
—No dejaré que la encadenen a uno de esos pusilánimes.
¿Qué consecuencias acarrearía? Se lo plantearía cuando llegaran.
No había pozo en la oscura cabaña de pastores donde la había encerrado, pero el miedo la dominaba en cualquier caso. Su madre la había obligado a tomar un crucifijo y un rosario y Humphrey y Oswyn se quedaron algo alejados, donde no podían oírlas.
—Dios te guiará —le dijo su madre agarrándola de la mano con tanta fuerza que casi se la rompió—. Estamos esperando.
Ella miró las cuentas de madera, pero no sintió nada. Dejaron algo de comida en el suelo y cerraron la puerta. El techo era bajo e inclinado, casi no podía ponerse de pie, y los agujeros en los muros de piedra eran tan pequeños que entraba muy poca luz. Un pastor dormía allí algunas horas durante las noches de verano, si no, estaba con el rebaño. Cuando oyó que atrancaban la puerta por fuera, tuvo que hacer un esfuerzo para contener un alarido. Entonces, agradeció tener el rosario porque podría rezar a Dios, no para que la guiara, sino para que la liberara.
Lo primero que quiso hacer Rob fue irrumpir en el castillo de los Storwick. Sabía por dónde podía entrar y sabía que, sin Hobbes Storwick, los guerreros se habían convertido en blandos y descuidados. Sin embargo, no quería que sus hombres corrieran peligro por un deseo personal. Una vez más, lo harían los familiares más directos. Lo harían Johnnie, Thomas Carwell y él. Ellos dos provocarían y despistarían a los hombres de Storwick y él... Él encontraría a Stella.
Había perdido la cuenta de los días. La luz entraba y salía entre las rendijas de las piedras. Una vez al día, o quizá cada dos días, alguien abría la puerta y le llevaba comida. Cuando la abría, la luz la deslumbraba. Una vez, su madre fue a rezar al otro lado de la puerta.
—¿Te ha mandado Dios alguna visión?
Se rio. Dios le había mandado la visión de Rob Brunson con ella entre sus brazos, dentro de ella. En realidad, estaba segura de que seguía dentro de ella. No había tenido el... ciclo femenino desde que su padre murió. El hijo que siempre había querido estaba creciendo dentro de ella. Cuando la dejaran salir, si la dejaban salir, no creía que nadie fuese a pensar que Dios la había visitado como a la Virgen. Su hijo correría mucho peligro si descubrían su pecado.
Sin embargo, ¿qué milagro mayor que un hijo concebido por los jefes de los Brunson y los Storwick? ¿Qué meta más elevada que alcanzar la paz? La vieja idea de casarse con Rob fue arraigándose durante esos días oscuros como una planta que se aferraba a una piedra. Aunque no supo si fue un mensaje de Dios, un delirio por la soledad, la lógica o solo que era muy obstinada, pero la consoló durante esas horas tenebrosas.
Ojalá pudiera escaparse y cruzar otra vez la frontera, pero no podía estar segura de que Rob fuese a recibirla con los brazos abiertos. Cate y Bessie no lo harían con toda certeza y Rob nunca la elegiría a ella a cambio de su familia. Así pasó otro día y otra noche.
Rob siguió a Belde por las colinas mientras el sol desaparecía. La noche era corta en junio y no tenía mucho tiempo. El pañuelo conservaba algo de olor y se alegró de no haberlo destruido. Rob llevó al perro al punto donde cruzaron la frontera para que encontrara su rastro. Si tenía suerte, el perro encontraría el olor en dirección hacia donde la había llevado su familia. Si no, podía acabar delante del castillo y sería la diana ideal para que los Storwick practicaran con los arcos y las flechas. Afortunadamente, Belde subió colina arriba por la orilla de un arroyo y lo llevó a un pasto donde debería haber habido un rebaño, pero si las ovejas de los Storwick estaban pastando en las colinas, era en otra ladera.
Belde aceleró el paso y él, a la luz de las estrellas, pudo distinguir tres cabañas donde solían dormir los pastores. El perro corrió hasta la que estaba en el centro, olisqueó alrededor y agitó el rabo con impaciencia. Él desmontó lentamente. No había ni centinelas, ni luz, ni se oían ruidos. Nada indicaba que hubiera alguien dentro. Hasta que se acercó y vio que la puerta estaba atrancada por fuera. La furia se adueñó de él. Arrancó el tablón, y casi las escuadras que lo sujetaban, y abrió la puerta.
Al principio, creyó que el ruido era parte de un sueño. Hasta que un hombre se inclinó sobre ella y el miedo la atenazó. Luego, el miedo dejó paso a la tristeza cuando reconoció los brazos musculosos y el olor a cuero mezclado con la tierra de su valle. Lo había evocado en sus sueños. Cerró los ojos para no despertarse. El hocico y la áspera lengua de Belde le indicaron que no estaba soñando, que estaba despierta y que Rob era de carne y hueso.
Él se arrodilló y le tomó la cara entre las manos.
—¿Te han hecho algo?
Ella abrió la boca, pero la garganta, desacostumbrada a hablar, se mantuvo en silencio. Sin embargo, negó con la cabeza porque supo que lo entendería. No le habían hecho nada en el sentido que él quería decir.
—No voy a dejarte aquí —siguió él—. No estarás a salvo mientras tengas algo que ellos quieren.
—¿Estaré a salvo contigo? —preguntó ella con una sonrisa y tocándole una mano.
—Te protegeré con mi vida.
—¿Estaré a salvo de ti?
—Sí —él suspiró—. Eso, también.
Ella sonrió como si supiera lo que quería decir y no había dicho. En cuanto ella insinuara que lo deseaba, ninguno de los dos estaría a salvo.
—No voy a obligarte, pero te alejaré de ellos si quieres venir.
—¿Y si me persiguen?
Era difícil saber lo que harían Humphrey y Oswyn. No habían hecho nada hasta entonces, pero se jugaban mucho más en ese momento. Si ponía en peligro a Rob... Él le acarició el pelo como si le hubiese leído el pensamiento.
—Los Brunson somos duros de pelar y tu familia no sabrá dónde estás.
Ella volvió a sonreír y se tranquilizó.
—Desapareceré como la Storwick perdida, ¿no?
—Hasta que quieras que te encuentren.
¿Y si fuera para siempre? Sin embargo, no podía preguntarlo en ese momento. El bebé y lo que se avecinaba era un misterio, pero tenía que tomar una decisión. Se aclaró la garganta.
—Iré.
—¿Estás segura?
—Sí —contestó ella con más firmeza.
Él la tomó en brazos y se le cayó el rosario. Cuando la sacó a la noche estrellada, le pareció estar a plena luz del día en comparación con la oscuridad en la que había vivido.