Diez

 

El beso la dejó pensativa. Todo le había parecido real entre sus brazos e, incluso, posible. Aun así, le costaba imaginarse que esa torre fuese su casa, que ella fuese la esposa de Rob. Cuando llegó allí y tuvo que ver el mundo desde ese lado de la frontera, todo le parecía invertido, como si mirara a su espejo y viera el mundo detrás de ella. Hasta el sol salía y se ponía por el sitio equivocado. Había creído que entraría en un mundo de monstruos malignos, pero estaba rodeada de personas que comían, dormían y orinaban como su familia. Además, si tenía en cuenta a Willie Storwick, esas personas probablemente fuesen mejores. Por eso, aunque había intentado convencerse de que casarse con Rob Brunson sería una desgracia, eso no era verdad del todo. Había que ayudar en la cocina y la mujer guerrera era tan despiadada como cualquier hombre guerrero que hubiera conocido, pero, aparte de eso y de sus acentos, esas personas no eran muy distintas a las de su familia. Salvo que no la miraban y contenían la respiración esperando algo. Sencillamente, la juzgaban por lo que hacía. Era Stella, no un milagro de un pasado remoto. Además, Rob Brunson, ese hombre que había esperado que fuese tan sombrío como su apodo, era fuerte, silencioso, obstinado y tan entregado a su gente como lo había sido el padre de ella. El mundo sería un sitio muy raro si pudiese imaginarse viviendo en la fortaleza de los Brunson, pero si lo hacía, Rob Brunson no podía negarse a que su esposa quisiera ver a su padre, ¿no?

Cuando mayo se acercaba a junio, ella entró en la rutina doméstica. Como Johnnie y Cate se habían marchado, Rob vigilaba las ovejas y Wat y ella vigilaban la trampa para los peces. No se habló más del rey o de treguas o de su padre. Sin embargo había algo tácito que flotaba en el ambiente, como si todos esperaran...

Hasta que un día se cansó de esperar un milagro. Fue a su cuarto después de la cena y escuchó la quietud de la torre con la esperanza de que él no tardara mucho en supervisar el turno de guardia. Él había dicho que al día siguiente las ovejas y los corderos subirían a las colinas y que tendría que ausentarse más de lo normal. Cuando creyó que él ya habría vuelto, se metió en su habitación sin una vela ni nada, iluminada solo por la luna. Él estaba con el pecho desnudo, como si hubiese estado desvistiéndose para acostarse.

—¿Qué quieres...?

Ella no contestó. Tendría que demostrárselo, tendría que vencer su resistencia con el cuerpo, no con las palabras. Si podía unirse a él, lo entendería. Lo abrazó, levantó las manos y le bajó la cabeza. Podría haberse resistido y apartarla fácilmente, pero no lo hizo. ¿La deseaba tanto como ella a él? La abrazó con más fuerza y profundizó el beso. A ella le pareció que la respuesta era: sí. Sí...

—Stella...

Le besó las mejillas, la oreja y el cuello hasta que le pareció que sus labios y sus manos estaban en todas partes a la vez. Entonces, volvió a la boca e introdujo la lengua sin reparos para encontrar y paladear la de ella. Ninguno de los besos respetuosos que le habían dado se parecía a ese. Notó su eco por debajo de la cintura, notó un vació allí que lo reclamaba, sí, que lo deseaba a él. ¿Había ido allí con la intención premeditada de seducirlo? Ya no se acordaba, ya estaba a expensas de su cuerpo... y del de él. Dejó que sus ávidas manos descendieran por el cuello y por los hombros para acariciarle la espalda y el pecho. Los pechos la abrasaban, querían estrecharse contra él, contra esos músculos tan poderosos como se había imaginado. La turgencia que descansaba entre sus piernas... ¿Sabía cuál era el paso siguiente, qué tenía que hacer? Le dio igual. Sus labios y sus manos se movían con voluntad propia, le acariciaban la piel, la cintura, más abajo... Se arrodilló y fue a bajarle las calzas, pero él la agarró de las muñecas implacablemente, la levantó, la tomó en brazos y la tumbó en la cama. Cerró los ojos. Era mejor sentirlo. Había querido aquello desde el primer día, desde que la tumbó en el suelo de la colina. Había querido tenerlo encima, dispuesto a poseerla, a someterla como ella se había resistido a que la sometiera durante todas esas semanas. Se levantó el vestido, separó las piernas y, con los ojos todavía cerrados, le tomó la mano aunque no sabía qué hacer. Por favor...

Él se detuvo y ella abrió los ojos. Estaba encima de ella, pero tan alejado que podía verle los ojos. No dijo nada. Él hablaba poco en el mejor de los casos. No expresaba los sentimientos con palabras, sino con actos. Por eso, ella también tenía que actuar, no podía esperar a que su cerebro hablara y dijera algo enigmático y confuso. Quería que su cuerpo hablara como siempre hablaba el de él. Con fuerza, sin vacilaciones. Agarró su miembro y lo dirigió hacia ella, inevitablemente, irresistiblemente.

 

 

Si apretaba los dientes con más fuerza, se los rompería y se los tragaría. No podía, no podía hacerlo con ella. Sin embargo, sus caricias lo desarmaban, como si fuera el joven que había besado a muchachas que no lo deseaban a él, sino a lo que podía darles. ¿Por qué lo deseaba esa mujer? ¿Para engañarlo? No lo sabía, pero sí sabía que no era por amor. No podía ser por eso. Se apartó de ella y notó que su mano lo soltaba. Estuvo a punto de volver, de olvidarse de todo y entrar en ella. Quería tomarla, marcarla, que no volviese a ser una Storwick, que perteneciera...

Se bajó de la cama, se tambaleó y se agarró al poste de la cama. ¿Pertenecerle a él? No, no podía ser. Intentó respirar. No había sido un beso delicado. Había sido un deseo primitivo que, a ojos de ella, lo dejaría a la altura de Willie Storwick el Marcado. Sin embargo, había sentido algo más y ese sentimiento le daba más miedo todavía.

Ella, en la cama, se bajó el vestido para taparse las piernas y se sentó sin mirarlo. Los pechos le subían y bajaban para intentar respirar, aunque con tan poco éxito como él. Enseguida, ella lo miraría a los ojos y él tendría que ver el odio reflejado en ellos otra vez. Un odio que las semanas pasadas casi habían borrado. Cerró los ojos.

—No debería...

Eran unas palabras sin significado, pero no tenía otras. Dejó de oír el murmullo de telas en la cama y abrió los ojos. Ella no tenía la expresión que había esperado

—No fuiste... —ella tomó aliento—. No fuiste tú solo.

Efectivamente, eso lo había incitado. Ella lo había anhelado y seguía anhelándolo a juzgar por sus ojos, que eran un reflejo de los de él. Se miraron e hicieron el amor sin tocarse. Si se soltaba del poste de la cama, no sabía lo que podría pasar después. Debería decir algo más, pero no era hablador. Era Johnnie quien utilizaba las palabras. Él creía que si un hombre tenía que hacer algo, lo hacía y no se dedicaba a hablar de ello. Sin embargo, si el deseo que captaba en el cuerpo de ella se parecía al que sentía él, se enfrentaba al mayor peligro que le había presentado un Storwick, mucho más traicionero que la punta de la lanza de cualquier Storwick.

Ella miró hacia otro lado, se sentó en el borde contrario de la cama y se levantó. Él dejó escapar un suspiro de alivio y miró alrededor para recoger la ropa. Eso le daría algo que hacer. Se pondría la camisa y se ataría las calzas, era una protección muy liviana, pero también era la mejor que tenía. Ella miró por la ventana dándole la espalda.

—Tu habitación da al sur, pero las nubes han tapado las estrellas. ¿Crees que mañana lloverá?

Él recogió un trozo de tela. Era un pañuelo de ella. Lo agarró con fuerza.

—Esto no volverá a ocurrir.

Ella se dio la vuelta para mirarlo.

—¿De verdad?

Él no supo interpretar su mirada. ¿Era desafiante o angustiada? Ella había sido quien lo había besado.

—La próxima vez que llames, no te abriré —contestó él.

Sin embargo, se había abierto a él. Había separado esas piernas, blancas y deseosas... Sus manos habían intentado dirigirlo... El recuerdo seguía siendo tan abrasador que estaba dispuesto otra vez. Ella tuvo que notarlo porque rodeó la cama contoneando las caderas, hasta que estuvo tan cerca que pudo percibir su olor y él se sintió perdido otra vez. Ella le rodeó el cuello con los brazos, introdujo los dedos entre su pelo y le bajó la cabeza para besarlo...

—¡No!

La agarró de las muñecas y la apartó con los brazos estirados. Ella, sonrojada, parecía tan furiosa que podía echar fuego por la boca... ¿o era deseo?

—¿Qué quieres de mí? ¿Quieres seducirme para acusarme de haberte mancillado?

Lo preguntó aunque al acariciarla no la había mancillado, había sido una conexión tan profunda como la vida. Ella negó con la cabeza y él sintió cierto bochorno. Intentó que la cabeza dominara a su cuerpo.

—¿O solo piensas matarme en mi propia cama?

—Yo creí...

Entonces, fue ella la que se quedó sin palabras.

—¿Qué?

La zarandeó un poco para que volviera a mirarlo a los ojos. ¿Quién era esa mujer? La había considerado arrogante, ociosa e inútil. Sin embargo, nadie se habría preocupado tanto por Wat. Pero nunca se había imaginado que fuese tan desvergonzada como para arrojarse en sus brazos, aunque él se la hubiese imaginado entre sus brazos y en su cama más veces de las que quería reconocer, incluso a sí mismo.

Ella solo se encogió de hombros y sacudió la cabeza.

—Te acompañaré a tu cuarto y si vuelves a intentar lo que acabas de hacer, te encerraré abajo.

Esa era la única amenaza que había parecido asustarla. Parecía como si no temiera a nada más, ni a él mismo. La agarró de las muñecas con la mano izquierda y abrió un poco la puerta. El pasillo estaba vacío. Salió con ella detrás, abrió la puerta de su dormitorio y la metió dentro. Justo antes de cerrar la puerta, ella lo miró y él pudo captar la avidez de sus ojos otra vez, una avidez física y algo más... Se inclinó, sin palabras ni convicción, con los labios separados, como los de ella. En el último momento, hizo un esfuerzo y la besó en la mejilla antes de cerrar la puerta. Entonces, se dio cuenta de que todavía tenía su pañuelo en la mano.