Once
Stella no encontró la tranquilidad en el sueño ni en los sueños. El cuerpo todavía le abrasaba, pero no supo si era por el deseo o la vergüenza. Su plan había salido espantosamente mal. Todo lo que se había contado sobre el sacrificio por los demás era mentira. Lo deseaba, seguía deseándolo, lo deseaba con una especie de abandono imprudente e incontrolable que había desbaratado un plan muy sencillo y había arrasado sus intenciones. No era el noble martirio que había esperado, ni era la victoria ardua y gloriosa que se había imaginado. Era deseo carnal.
Sin embargo, no era la única. Él la deseaba con la misma fuerza. Lo supo, lo notó en la reacción de su cuerpo. Era fuerte, imponente y enérgico, pero no era despiadado. La deseaba, deseaba tomarla, y, sin embargo, todo era voracidad y necesidad, él también se sintió casi impotente ante esa marea, pero no del todo. Había sido más fuerte, lo suficiente como para parar. No sabía el motivo. Seguro que no había sido porque la respetara. Su desdén había sido evidente desde el principio, pero en su mirada se había reflejado una duda, algo que él no sabía expresar con palabras, algo que solo podía captarse en el beso más delicado, como si hubiese un motivo que no quería decir... o no podía. Por eso, no sabía si amarlo u odiarlo.
Amor... ¿De dónde había salido esa palabra? Había buscado el matrimonio y la paz entre las familias, no el amor. El amor significaba que las necesidades de él serían tan importantes como las de ella. El amor la dejaría vulnerable, incluso, indefensa.
Entonces, se dio cuenta de lo que tenía que hacer. Tenía que marcharse. Ya no podía descubrir nada más en esa fortaleza. Su padre estaba encerrado lejos de allí y Rob el Negro había rechazado todas sus súplicas para que la dejara ir a verlo. Tenía que escaparse antes de que perdiera a su padre para siempre, antes de que sucumbiera a otro beso de Rob Brunson. Era una cobarde. Tenía que escaparse de él enseguida, al día siguiente.
A la mañana siguiente, cuando estuvo segura de que Rob se había marchado para hacer la ronda, cruzó el patio con el saco para capturar salmones lleno de otras cosas. Entró en la cocina, tomó un par de tortas de avena y deseó buenos días a Beggy.
—A Wat le entra hambre —le explicó a Beggy guardándolas en la bolsa.
Miró despreocupadamente alrededor mientras se marchaba, como si solo echara una ojeada y no estuviera despidiéndose. Mientras salía por el portón, sonrió y saludó con la mano al centinela como si fuese cualquier otro día y con la esperanza de que no la detuviera. Sin embargo, la detuvo.
—¿Dónde está el chico esta mañana?
—Ya vendrá —esperaba que no lo hiciera porque no podría despedirse de Wat sin llorar—. Solo quiero comprobar la trampa, como todos los días. Espero que esta noche tengamos salmón.
Afortunadamente, a Sim Tait le gustaba el salmón y no tenía en cuenta lo lejos que podía llegar una mujer sin caballo. Se alejó despacio balanceando la bolsa y contoneando las caderas. Si el centinela la miraba, solo vería a una mujer que estaba disfrutando del sol de principios de verano.
—¡Espera! ¡Espera!
Era la voz de Wat, que corría para alcanzarla. Se abalanzó sobre ella, quien lo abrazó con fuerza. No quería encontrarse cara a cara con el niño que había llegado a amar. Al menos con Wat podía reconocerlo. Estaba llorando y se secó las lágrimas.
—Wat, creo que Beggy acaba de poner unas tortas de avena en el horno. Por favor, vuelve a la cocina, espera a que estén hechas y trae una para cada uno. ¿Podrás hacerlo?
Él asintió con la cabeza y volvió corriendo hacia la fortaleza. Ella no estaría allí cuando él volviera, pero no podía decírselo, ni siquiera insinuárselo. Quizá pensaran que se había ahogado en el río...
—¡Wat! —gritó ella antes de esperar a que él se parara para escuchar—. ¿Qué te dije?
—Vete siempre a casa.
—Muy bien, ya puedes seguir.
Lo miró hasta que entró dentro de las murallas que rodeaban la torre y luego subió la elevación, bajó hasta la orilla de río y respiró con alivio al saber que ya no podían verla. El agua corría con alegría esa mañana. Vio un destello de escamas plateadas. ¿Era un pez? Le dio igual, no podía importarle. Luego, miró la construcción de palos y ramas que habían levantado Rob, Wat y ella. Dejó la bolsa y buscó una rama lo suficientemente grande, la agarró con las dos manos, se metió en el agua y golpeó la trampa una y otra vez, como hacía Wat cuando repetía algo obsesivamente. Desesperadamente, como si así pudiera destruir también lo que sentía por Rob.
El agua salpicó y la mojó y ya no tuvo que distinguir las lágrimas del agua que se llevaba los palos río abajo. Entonces, se apartó el pelo mojado de la frente, se levantó el borde del vestido, agarró la bolsa y se dirigió hacia el oeste.
Lo primero que pensó Rob cuando volvió esa noche y comprobó que ella se había marchado fue que era un ciego necio y que no podía ser el jefe de los Brunson. El centinela la había visto a media mañana, pero se había acostumbrado a verla ir y volver al río y no le había extrañado.
¿Y Wat? Wat tenía que haberla echado de menos.
—¿Por qué no se lo dijiste a nadie, Wat? —le preguntó él con ganas de zarandearlo.
—Vete siempre a casa.
Él suspiró. Eso era lo que le había dicho ella para intentar que no le pasara nada. Al menos, ese pobre deficiente había tenido el buen juicio de hacerle caso.
—Se escapó —dijo Wat con lágrimas en las mejillas—. Ya no me quiere.
Rob se arrodilló, se sentía demasiado grande y ridículo y con ganas de llorar con Wat.
—No es por ti, muchacho— dio unas palmadas en el hombro del chico—. La encontraré y la traeré de vuelta.
Sin embargo, ¿cuál de los dos era más necio? Él había sido tan necio que había confiado en ella más de lo que debería haber confiado porque lo había ofuscado. Los besos de la noche anterior no significaban más que los de cualquier mujer. Lo había besado para conseguir lo que quería. No había otro motivo ni otro sentimiento. Una mujer podía dar un beso con la misma habilidad con la que un hombre podía disparar una flecha con su ballesta. ¿Había llegado a creer que una Storwick se quedaría? Se levantó y miró hacia atrás. Había cabalgado a ver a John y Cate y para admirar la torre que estaban levantando y ellos habían vuelto con él para aprovisionarse de avena y cerveza. Cuando se reunieron para planear lo que iban a hacer, sintió gratitud por tenerlos cerca.
—Necesitaremos a Belde —dijo él mientras los tres iban a ensillar los caballos otra vez.
El enorme sabueso de Cate podría rastrear a Stella como si hubiese dejado un rastro de estrellas. Él podía orientarse por esas colinas de noche como si fuese de día, pero ¿quién podía adivinar hacia dónde se había dirigido una mujer desesperada? Sin el perro, podía desperdiciar muchas horas. Cate y Johnnie se miraron.
—Si ha vuelto a su casa, ya estará cerca de allí —comentó John.
Había unos siete kilómetros hasta la frontera y, en ese momento, ya la habría cruzado y estaría cerca de Bewcastle. Sin embargo, también podía haberle pasado algo. Podía estar herida, sola y estaba anocheciendo... Se monto de un salto en el caballo.
—¿Piensas meterte en las tierras de los Storwick? No dejaré que Cate te acompañé.
—Entonces, dejadme el perro e iré solo.
—Sabes muy poco de seguir el rastro con un perro —intervino Cate.
—Sé todo lo que tengo que saber —contestó él extendiendo una mano.
Johnnie miró a Cate. El perro era suyo y ella tomaría la decisión. Ella suspiró.
—Es una mujer aunque sea una Storwick —ató la correa al perro y se la entregó a Rob—. ¿Tienes algo que sea suyo?
Él sacó el pañuelo que tenía en la bolsa y no dio ninguna explicación sobre por qué estaba allí. Agradeció que Cate y Johnnie contuvieran sus lenguas, aunque no sus miradas. El perro resopló, tiró de la correa y lo llevó hacia el río, hacia el sur, hacia la casa de ella.
Sin embargo, el perro fue directamente a la orilla del río donde habían descansado después de hacer la trampa. El agua tenía un sonido distinto. Miró con detenimiento y solo pudo ver las ondulaciones a la luz de atardecer. No había palos, no había trampa para peces, solo había algunos palos rotos flotando entre la espuma. Johnnie, que había tardado más en montar, los alcanzó. Aunque se alegraba mucho de que su hermano lo acompañara, ni siquiera podía levantar la cabeza para mirarlo hasta que hubiera sofocado sus sentimientos. Había destrozado lo que habían construido juntos. Sin embargo, el perro estaba tirando de la correa para llevarlo río abajo. ¿Por qué? Ese estrechamiento del río Liddel era como cualquiera que hubiera al oeste, era un buen sitio para cruzarlo si quería ir hacia el sur, hacia las colinas. Johnnie alargó la mano y Rob le dio la correa.
—Tranquilo, Belde —le ordenó Johnnie—. ¿Qué hay en aquella dirección?
Entonces, súbitamente, entendió a dónde había ido y por qué.
—Su padre —contestó Rob.
—¿Está tan loca como para ir al castillo de Carwell?
—Sí.
Una mujer que había cruzado la frontera y se había metido en territorio enemigo no dudaría en ir al castillo de la costa aunque no supiera cómo llegar.
—Eso la metería directamente en las tierras en disputa.
Donde no se aplicaban ni las leyes de la frontera. Debería dejar que fuera porque era una Storwick, porque lo había engañado, porque su vida había sido un problema continuo desde que apareció. Sin embargo, giró a Felloun hacia el oeste y extendió la mano para que le diera la correa de Belde.
—Entonces, allí iremos.
Porque era una mujer necia y sola y porque le había prometido a Wat que la llevaría de vuelta... y porque no podía dejar que se marchara.
¿Cuánto tardaría en darse cuenta de que se había marchado? Se preguntó Stella mientras el sol empezaba a ocultarse por detrás de las colinas. Al principio, corrió a lo largo de la orilla del río, pero cuando ya no podían verla desde la torre, se arrodilló para recuperar el aliento. Un poco más adelante se alejaría de las colinas y un poco más lejos todavía, la tierra sería llana y el río se convertiría en la frontera, podría vadearlo y entrar en las tierras de los Storwick. Sin embargo, eso no era lo que tenía pensado. Si sus primos no la querían lo suficiente como para ofrecer un rescate, ella tampoco quería volver a su casa. Quería ver a su padre.
Se levantó y miró el río hasta que se perdía de vista. Cerca de Canonbie se juntaba con el río Esk. Un poco después, bordearía las tierras en disputa y al final llegaría al mar. Si lo seguía hasta allí, podría girar hacia el norte y seguir la costa. Allí, en algún sitio, encontraría el castillo de Carwell. Sería un trayecto de dos días a caballo si había calculado bien, pero andando y cuando no estaba segura del camino... Tardaría días. Dio el primer paso, pero las dudas aumentaron a cada paso que daba. ¿Para qué la había salvado Dios? No para salvar a su padre ni para encontrar los puntos débiles de los Brunson y que su familia pudiera derrotarlos. Ni siquiera para casarse y conseguir la paz. No, ella no sabía cocinar, ni lavar, ni llevar una casa y ser una esposa normal y corriente.
Se aclaró la garganta por el nudo de lágrimas que se le había formado, pero no se le había formado por haber abandonado a Rob Brunson el Negro, un hombre que se merecía cada letra de su apodo. Solo lamentaba haber abandonado a Wat, un chico al que nadie más quería, un chico que podría caerse en el pozo y nadie lo echaría de menos. Quizá ella hubiese sido algo importante en su vida o habría podido serlo. Ya era demasiado tarde. Aminoró el paso.
¿Hasta dónde habría llegado? ¿Hasta dónde tenía que ir? ¿Cuánto tiempo podría sobrevivir con dos tortas de avena? Había sido un plan tan malo como el anterior. Había sido tan necia que había creído que podía escaparse y que Dios proveería. No, ni siquiera era así de necia, ni siquiera había pensado eso. Solo había pensado que tenía que huir y no estaba segura de si quería llegar hasta donde estaba su padre o escapar de Rob Brunson, pero tampoco quería estarlo. Pisó tierra más blanda, se le dobló el tobillo izquierdo y cayó como una piedra. Solo había sido un tropiezo, tenía que levantarse y seguir caminando. Sin embargo, cuando se apoyó en el pie, hizo una mueca de dolor. Ni siquiera podía andar, solo podía cojear y el tobillo le dolía más con cada paso que daba. El castillo de Carwell ya no estaba lejos, estaba tan lejos como el cielo. Se dejó caer al suelo otra vez, apretó los dientes por el dolor y dio unos puñetazos al suelo. Rob le preguntó qué sabía hacer. ¿Acaso no sabía hacer nada bien? Si Dios la había salvado, estaría arrepentido. Miró alrededor para intentar calcular hasta dónde había llegado y si él podría encontrarla. Había ido lo más deprisa que había podido por si no esperaban la llegada de Rob para salir a buscarla. La tierra era más llana allí y había menos sitios donde esconderse. Pronto anochecería y esa noche no habría luna.
Belde no dudó durante kilómetros. No era difícil seguirla porque había seguido el curso del río Liddel y una mujer no podía llegar muy lejos andando. La luz se difuminó. El olfato del perro seguía siendo igual de penetrante, pero los caballos vacilaban. Había quien decía que los hombres de la frontera podían cabalgar en plena oscuridad. Era casi verdad, él podía ver mejor que casi todo el mundo, pero los caballos estaban acostumbrados a los senderos de las colinas, no al llano junto al río.
Belde tiró de la correa. Tenía que estar cerca. Se detuvo.
—¡Stella!
Lo gritó sin importarle quién pudiera oírlo. Aguzó el oído, pero solo oyó el viento y el agua del río.
—Suelta al perro, está cerca —le aconsejó Johnnie.
Lo soltó, se bajó del caballo y se adentró entre los árboles hasta que el perro se detuvo para olerla agitando el rabo. Entonces, entendió por qué no había contestado. Estaba en el suelo, apoyada en un árbol, inerte y temblorosa aunque no hacía frío.
—Stella...
Ella giró la cabeza como si no pudiese mirarlo, pero notó una lágrima en la mano cuando la tomó en brazos. Reprimió la regañina que tenía pensada y la llevó hasta el caballo. Era culpa suya. Había sido débil, le había dado lo que había querido, había confiado en ella... Cuando llegaran a la fortaleza, se cercioraría de que nunca más volviese a correr un peligro así.
El miedo se esfumó al encontrarse en sus brazos. Había trabajado y se había metido en esas aguas durante las últimas semanas, pero había sido de día. En la oscuridad, el sonido del agua despertó en ella ese miedo tan conocido. Se acurrucó contra su pecho y se alegró de oír los latidos de su corazón y los cascos del caballo. Enseguida volvería a estar en su cuarto de la torre. Le darían una jarra de cerveza, le encenderían la chimenea, se metería en la cama con el tobillo vendado y volvería a estar a salvo. Lejos de la oscuridad. Al día siguiente, se encontraría con Rob. Estaría enfadado...
Despertó cuando la levantaron en brazos para bajar del caballo. Pasó a otros brazos y volvió a los primeros. La voz de Rob, bramando órdenes, le retumbaba en el pecho. Sin embargo, ella no abrió los ojos ni levantó la cabeza hasta que se dio cuenta de que no estaban subiendo las escaleras. Estaba en un cuarto pequeño y oscuro y podía oír el eco del agua al chocar contra la piedra.
—No... —consiguió decir a duras penas.
Alguien se movió cerca de ella y aparecieron unas mantas. Le vendaron el tobillo y le dejaron comida y bebida al alcance de la mano. Alguien llevó una vela en una palmatoria, la dejó en el suelo y ella pudo ver dónde estaba. El miedo se adueñó tanto de ella que no pudo decir nada y se aferró a él con los ojos fuera de las órbitas y las uñas clavadas en su brazo. No podría marcharse si no lo soltaba. Él consiguió soltarle los dedos y ella dejó escapar un lamento gutural.
—Por favor...
¿Vio pena en sus ojos? Daba igual, su mentón no mostraba compasión.
—Es el único cuarto con candado y te quedarás aquí.
—Pero si ni siquiera puedo andar...
—Eso dices. ¿Puedo creerte? —él sacudió la cabeza—. No volveré a creerte.
Él se dirigió hacia la puerta y entreabrió la tapa del pozo con un pie. Ella cerró los ojos convencida de que oiría su grito al caer dentro. Silencio. Abrió los ojos. Solo era una rendija muy pequeña. Se apartó y apoyó le espalda en el muro. Estaba de espaldas a ella. Si daba otro paso, se marcharía.
—Por favor.
Él se detuvo y ella respiró con alivio. No sería tan despiadado de dejarla allí sola. Sin embargo, no se dio la vuelta y habló por encima del hombro.
—Confié en ti y me dejaste en evidencia. No vas a engatusarme para salir, vas a quedarte aquí.
Rob cerró la puerta de hierro.