Dieciocho

 

Al amanecer, cuando entraron en la fortaleza de los Brunson, ella iba montada delante de él en el caballo, como el primer día, cuando la capturó en la colina. Nadie se movió al principio. La miraron fijamente desde cierta distancia, como en su casa. Aunque nadie sabría si era porque la respetaban o porque era una enemiga. Nadie salvo ese hombre que la estrechaba contra su pecho con fuerza y transmitiéndole seguridad.

La ayudó a desmontar y un niño bajo y rubio llegó corriendo, le abrazó las piernas y apoyó la cabeza en su abdomen. Ella le rodeó la cabeza con los brazos y lo estrechó contra sí con una sonrisa.

—Has vuelto —las palabras de Wat quedaron amortiguadas por la falda—. Él me dijo que me querías.

Ella levantó la mirada con los labios separados y los ojos muy abiertos.

—¿Se lo dijiste?

Rob se encogió de hombros.

—El niño tenía arrebatos.

Wat levantó la cabeza, le agarró una mano y la llevó hacia la puerta.

—He puesto los palos otra vez. Podemos capturar peces. Ven a verlo.

Stella sintió una opresión en el pecho porque le había hecho daño.

—Bien hecho, Wat. Me apetece comer pescado.

Miró a Rob para pedirle permiso justo cuando Cate y Bessie entraron en el patio. Belde se abalanzó sobre Cate y ella miró hacia la puerta antes de mirar a Rob.

—Volverán enseguida —la tranquilizó él.

—¿Johnnie? —preguntó Stella con sorpresa—. Y Thomas...

—Están viendo las ovejas de los Storwick por si merece la pena tomar alguna prestada —contestó él.

Ella se mordió el labio inferior y miró a Cate y a Bessie. Sus maridos se habían arriesgado por ella. Aunque estaba segura de que Rob era decidido y lo habría hecho solo, pensar que su familia lo había respaldado, la había defendido a ella, hizo que tuviera que parpadear para contener las lágrimas. ¿Habría hecho lo mismo su propia familia? Bessie se acercó.

—Ven, Wat, déjala que descanse —la hermana de Rob sonrió a Stella aunque se dirigía a Wat—. Ha hecho un viaje muy largo.

—¿Vosotros...?

No sabía cómo preguntarlo. ¿Por qué estaban allí Bessie y Thomas? El aire puro y la libertad le habían despejado la cabeza y, por primera vez, se preguntó cómo había sabido Rob que necesitaba su ayuda.

—Cate, llévatela arriba —le pidió Bessie con esa eficiencia tajante que Stella recordaba—. Yo me ocuparé del perro y del niño.

Stella, silenciosa y vacilante, siguió a Cate por las escaleras que ya conocía muy bien y se quedó atónita al ver que la llevaba al cuarto de siempre.

—No puedo quedarme aquí.

Solo había dos habitaciones privadas; la del jefe y esa.

—¿Dónde creías que íbamos a meterte? ¿Abajo en el pozo?

—Pero Johnnie y tú; Bessie y Thomas...

—Solo esta noche —replicó Cate—. Lo has pasado muy mal.

Entonces, ella lloró. Ya había llorado otras veces, lloraba con cierta frecuencia, pero esas lágrimas eran distintas. Esa vez lloró todas las lágrimas que había acumulado desde que tenía uso de razón. Lágrimas de miedo por aquellas horas oscuras cuando estuvo perdida; lágrimas de felicidad cuando la encontraron; lágrimas de impotencia por la vida que le habían dado, una vida que pertenecía a todo el mundo menos a ella misma; lágrimas porque por fin había encontrado a un hombre que había mitigado su soledad, aunque hubiese sido fugazmente. También lloró porque esa Brunson, que tenía motivos sobrados para odiarla, había sido afable.

Cate no la abrazó, ni le tomó la mano, ni le dio una palmada en el hombro, se limitó a respetar su dolor en silencio. La oleada pasó casi tan deprisa como había llegado y se secó las mejillas.

—El miedo nunca te abandona del todo —comentó Cate como si lo supiera todo—. Sin embargo, se aplaca cuando dominas tu propia vida.

—¿Por qué... por qué lo sabes?

—Porque permití que un Storwick dominara mi vida durante demasiado tiempo.

Era un pensamiento lleno de delicadeza, pero, para Cate, «Storwick» había sido sinónimo de enemigo. Podía esperarse que sintiera miedo de ese enemigo. Haberlo superado indicaba su entereza. Sin embargo, ella temía a su propia familia y eso podía arruinarle la vida tanto como el pánico a un pozo frío y lleno de agua. Su sangre corría por sus venas, pero la habían tratado como si fuese el más odiado de los enemigos. ¿Por qué? Un deseo le dio vueltas por la cabeza. Tenía que mantenerse alejada, vagar por las colinas y nunca volver para mirarlos a la cara. Sin embargo, eso solo pasaba en leyendas ancestrales. Gracias a Rob, había desaparecido tan completa y misteriosamente como la Storwick perdida, pero eso solo era una forma de posponer la realidad. Las preguntas y las incógnitas eran las mismas. Tenía que encontrar las respuestas.

 

 

Johnnie y Thomas llegaron a mediodía con una sonrisa que desapareció en cuanto vieron la cara de Rob.

—Ha llegado esto —comentó él enseñándoles un mensaje con el sello real.

Los tres se reunieron en la estancia privada. Rob le dio la carta a Thomas, quien sabía leer mejor. Thomas la abrió y se acercó a la ventana para verla mejor. Sin embargo, Rob sabía lo que decía antes de que Thomas dijera algo.

—El rey se dirige a la frontera para cazar por diversión.

—Para cazar Brunsons, quieres decir —replicó Rob.

—Sin duda —confirmó Carwell con una sonrisa abatida—. Tiene que demostrar a su tío, el rey Enrique, que puede mantener el orden entre los escoceses. Si no, los ingleses, gracias al maldito tratado, pueden entrar en el valle para imponer la ley.

—No le gustará que tengas a una Storwick cautiva —intervino Johnnie con el ceño fruncido.

—No está cautiva. Está aquí voluntariamente.

Era verdad, pero ni los Storwick ni el rey lo creerían.

—Llegará dentro de una semana con ochocientos hombres —añadió Thomas en tono de advertencia.

—Me enfrentaré a él —aseguró Rob con los puños cerrados.

—¿Con cuántos hombres, Rob? —preguntó Johnnie, aunque sabía la respuesta.

Rob bajó los puños. Brunson, Carwell y Elliot juntos no reunirían ni la mitad de hombres. Él solo sabía luchar, pero quizá no fuese lo mejor para su gente en ese momento. Además, estaba cansado de guerrear.

—Tiene que haber alguna manera de alcanzar la paz con él —siguió Johnnie—. Algunos señores de la frontera han prometido gobernar con rectitud. El rey aceptó...

—Los otros no habían afrentado al rey —le interrumpió Thomas.

Rob sintió un momento de arrepentimiento. Thomas había desoído las órdenes del rey y su destino estaría unido al de los Brunson por amor.

—También dice que viene en actitud pacífica —Rob se levantó—. No diré que el rey es un mentiroso. Dejemos que venga y le prometeremos nuestra hospitalidad bajo la palabra de los Brunson. Entonces, veremos.

Rob salió a recibir los rayos del sol y sintió el peso de todas las generaciones desde el primer Brunson. Se preguntó qué habría hecho Geordie Brunson. ¿Se habría enfrentado al rey? ¿Habría desaparecido en las colinas donde el rey no pudiera encontrarlo? ¿Habría aniquilado a los hombres del rey para demostrar que podía hacerlo? Sin embargo, esa vez no era una decisión de Geordie Brunson, sino de su hijo. Todos sus pasos habían estado llenos de dudas desde la muerte de su padre.

Su padre había sido taciturno. Más que él todavía. Geordie nunca había dicho que estaba haciendo bien algo, él no había recibido halagos, nunca sabía si estaba complaciendo a su padre o no. De vez en cuando, una vez al año como mucho, lo miraba, sonreía y asentía con la cabeza. Eso era todo.

Siempre había esperado que un día su padre le diera una palmada en la espalda y le dijera que ya estaba preparado. Cada vez que lo había acompañado en una incursión se había preparado. ¿Sería el único que quedaría vivo y tendría que devolver vivos a sus hombres? Sin embargo, su padre había muerto en la cama mientras dormía. Una mañana, él se despertó y todo había recaído sobre sus hombros, sin poder compartirlo con nadie. Entonces fue cuando volvió Johnnie y desafió todo lo que había defendido su padre. ¿Qué tenía que hacer? ¿Quién tenía razón? ¿Su padre o su hermano? Quería tener a Johnnie a su lado, pero se pasaron meses luchando entre ellos hasta que Johnnie comprendió que él también era un Brunson. Luego, su hermana se enfrentó a él al casarse con Carwell, un hombre al que estaba dispuesto a matar por traidor. La familia debería confiar en él y obedecer al jefe. ¿No lo hacía porque estaba haciendo algo mal? ¿Quién lo salvó a él? La pregunta de Stella lo corroía por dentro. La dejó a un lado.

Un hombre como el primer Brunson no necesitó que lo salvara nadie. Sin embargo, él estaba empezando a pensar que sí lo necesitaba. Johnnie se acercó a él en silencio y subieron a la muralla para mirar hacia el este. Sabían que dentro de unos días el valle retumbaría bajo los cascos de los caballos del rey.

—Creía que estaba preparado después de tanto tiempo —comentó Rob alegrándose de que estuviera su hermano—. Creía que él me había enseñado todo lo que tenía que saber.

—No podía —replicó Johnnie—. Nadie habría podido.

Efectivamente, nadie habría podido enseñarle lo que tenía que hacer con cierta mujer Storwick y si se lo hubiesen enseñado, le habrían dicho que la arrancara de su vida, pero eso sería como arrancarse el corazón. Él, en cambio, le había dicho que la amaba y ella no había dicho lo mismo en ningún momento. ¿Qué iba a hacer? Tenía que escuchar todas las opiniones y argumentos, pero, en definitiva, era él quien tenía que tomar la decisión. No podía culparse a nadie más si tomaba la decisión equivocada. Miró hacia las colinas que los protegían.

—Tú al menos conoces algo más que este valle. Él te eligió para que tuvieras el privilegio de ver mundo.

Todos aquellos años que su hermano pasó al lado de rey... Todos aquellos años que lo echó de menos...

Johnnie lo miró con los ojos muy abiertos y se rio.

—Él me desterró. Tú eras su verdadero hijo, el que quería tener cerca.

—El que quería tener cerca porque no se fiaba de él.

—¿Sabes lo que me contó Bessie una vez? —Johnnie sofocó una sonrisa—. Dijo que me mandó a la corte porque tenía que estar lejos de aquí para hacerme un hombre. Debía de pensar que tú eras lo bastante fuerte para hacerte un hombre a pesar de él.

—¿Y si se equivocó, Johnnie?

—Bueno, no sería el primero.

No. Ni siquiera un jefe era perfecto. Hobbes Storwick no lo había sido. Johnnie lo agarró del hombro con una mano.

—Sin embargo, ya que lo preguntas, no acertó en todo. No acertó al crearte a su imagen, pero sí acertó al elegirte.

—Y, aun así, me discutías cada paso que daba.

—¿Para qué está un hermano? —preguntó Johnnie con su típica sonrisa despreocupada.

Algo que Rob no había llegado a asimilar.

—Para respaldar.

Los ojos azules de su hermano se pusieron serios.

—Escúchame. Decidas lo que decidas sobre el rey o sobre Stella, estaré a tu lado.

Le había dicho que era lo bastante fuerte para conseguir ser él mismo. No solo un Brunson, sino un hombre, y esa era una lucha distinta que exigía un valor distinto. Valor para hacer frente a Stella Storwick. Al menos, esa decisión no tendría que tomarla él solo.

 

 

A última hora de la tarde, Stella se sorprendió al oír que Rob llamaba a la puerta.

—Ven —le pidió cuando abrió la puerta—. Tengo que enseñarte una cosa.

Cabalgaron hacia las colinas en silencio, en una dirección desconocida para ella. Durante todo el camino debatió consigo misma y reunió valor. Por fin estarían solos. Tenía que decirle que estaba esperando un hijo, tenía que decirle que lo amaba y que quería quedarse y que nunca volvería con los suyos.

Entonces, cuando pasaron una elevación, vio el círculo de piedras en la ladera.

—¿Qué es esto? —preguntó ella deteniendo el caballo.

—Hogback Hill, de donde procedo.

Ella se estremeció. Había oído hablar de ese sitio, pero nunca lo había visto ni había querido verlo. Allí habitaban los espíritus de los Brunson, unos espíritus que estaban dispuestos a matar a cualquier Storwick. La ayudó a desmontar, pero ella se quedó a una distancia prudencial, como si no quisiera cruzar una línea imaginaria entre ella y las piedras, que no eran más altas que su cintura, acababan en punta y tenían extraños símbolos. Aunque no entró en el círculo, sí tocó una de las piedras, pero retiró la mano inmediatamente.

—Esta parece un pez con escamas y todo.

—Hay quien dice que alojan a los muertos —comentó Rob—, pero yo prefiero pensar que el primer Brunson yace aquí.

Entonces, no era cristiano. Era un vikingo pagano y sediento de sangre como los que habían aniquilado a los antepasados de ella.

—¿Debajo de qué piedra?

—No se sabe —contestó él encogiéndose de hombros.

—¿Y la mujer?

La mujer que él había amado.

—Sí, creo que también está aquí —contestó él mirando hacia otro lado—. Sin embargo, hay alguien más y deberías saberlo.

Alargó una mano y ella la tomó. La llevó alrededor del círculo hasta un barranco. La colina caía en picado hasta un arroyo que no podía oírse de lo profundo que estaba. Ella solo podía oír el viento. Agarró con más fuerza la mano de Rob.

—Willie el Marcado está allí abajo.

Ella le había preguntado a Cate dónde estaba su cuerpo y Cate le había contestado que en el fondo de un barranco, donde tenía que estar. Notó una extraña mezcla de alivio y arrepentimiento.

—¿Lo mató Cate?

—Cate, Johnnie, el perro y Willie el Marcado estuvieron aquí arriba. Willie no volvió. Nunca han dicho nada más —él sonrió y ella captó el orgullo—. Aunque las baladas cuentan sus historias.

Historias de espíritus, con toda certeza. Miró alrededor y se preguntó si estarían mirándola como a un Storwick.

—Me gustaría oírlas alguna vez.

Una noche sentados delante del fuego. Él dejó de sonreír y volvió a ser Rob el Negro.

—Stella, el rey viene hacia aquí.

—¿Qué rey?

Ni siquiera tenían el mismo rey.

—El escocés. Además, no está muy contento conmigo.

Ella volvió a tomarle una mano.

—Entonces, no te conoce como te conozco yo.

El calor que notó en los pechos y entre los muslos le recordó lo bien que lo conocía y hacía cuánto tiempo que sucedió.

—¿Es verdad?

Ella sonrió porque la serenidad que sentía era testimonio de esa verdad.

—Sí, Rob Brunson, es verdad.

Había llegado el momento de decirle...

—Lo dices cuando tienes que marcharte.

Él le había dicho que podía quedarse todo el tiempo que quisiera, no que fuese para siempre. Asintió con desgana. Había pensado decirle que se quedaría para siempre cuando él esperaba, incluso quería, que se marchara. El rey iba a llegar pronto y, cuando la encontrara allí, Rob iba a pasar un mal rato. ¿Se lo había preguntado por eso?

—¿Quieres que me marche ahora, Rob?

Él miró hacia otro lado mientras su lengua, tan remisa como la de ella, respondió con el silencio. Le había dicho que la amaría hasta el final de sus días, pero no le había pedido que los viviera con él. Lo había dicho después de una noche de pasión y poco antes de devolverla a su familia. Lo había dicho cuando estaba seguro de que no volvería a verla.

Ella volvió a mirar hacia el barranco ancho y profundo como la separación que había entre su familia y la de él. Se sentía más cerca de Rob que de nadie que llevara el mismo apellido que ella, pero también sabía que solo podían fingir que no eran un Brunson y una Storwick cuando estaban en la cama. En cualquier otro sitio, eran enemigos. ¿Cómo había podido llegar a creer que eso cambiaría?

—Si me lo permitieras, me quedaría un poco más de tiempo —añadió ella alegrándose de no haberle dicho nada.

No habría servido de nada hablar de amor ni que él supiera que había un hijo con una sangre que despreciaba. Había sido una suerte que la hubiera llevado allí y le hubiese dejado las cosas claras antes de que ella le hubiese confesado todo. Sin embargo, no podía volver a su casa, donde nada era inequívoco, ni siquiera su pasado. Quizá estuviese destinada a vagar por las colinas como la Storwick perdida, sin sentirse a gusto en ningún lado de la frontera.

—Solo... —ella balbució—...un poco más.

—¿Cuánto? ¿Cuánto?

Ella tragó saliva sin poder contestar. Se dieron la vuelta y volvieron hacia los caballos.