Dos

 

El portazo retumbó a su lado y ella se dio cuenta de que tenía el corazón en la garganta y desbocado. Cerró los ojos, se llevó una mano al pecho e intentó serenarlo y que volviera a su sitio. Ese hombre, ese bárbaro Brunson, era todo lo que le habían contado del clan... y más. Su madre siempre le había dicho que Dios la había salvado, que era especial a los ojos de Él y que no permitiría que le pasara nada. Abrió los ojos, volvió a mirar alrededor y se preguntó si Dios llegaría a ese lado de la frontera. Esa mañana, cuando se marchó de su casa, no tenía planeado que la capturaran, aunque la verdad era que no había tenido ningún plan, salvo que ya no soportaba más las discusiones estériles e interminables entre Humphrey y Oswyn. Su padre estaba enfermo y en manos de los Brunson y ella tenía que hacer algo.

El corazón se serenó debajo de la palma de la mano. No la habían llevado al sótano y eso quería decir que exigirían un rescate por ella. Entre tanto, como decían las costumbres, la tratarían como a una invitada. Sin embargo, no habían pedido un rescate por su padre, como habría podido esperarse. ¿Significaba eso que ya estaba muerto?

Oyó un golpe en la puerta, pero sonó demasiado cerca del suelo para que estuvieran llamando. Dio un respingo y el corazón le dio un vuelco. Oyó otra vez el ruido, pero fue en el suelo y con un ritmo irregular. Abrió la pesada puerta de madera y miró afuera. El niño rubio y de cara redonda que había visto en el patio corría por el pasillo dando patadas a una pelota. La vio y dejó que la pelota se alejara.

—Buenos días —le saludó ella.

Se dio cuenta de que no había nadie más en el pasillo, ni un centinela. Quizá la mano de Dios sí llegara tan lejos en el norte...

—Buenas noches, señora —farfulló el niño.

Ella no lo entendió, pero sonrió porque los niños siempre hacían que sonriera.

—¿Cómo te llamas?

—Wat —contestó él con una sonrisa como la de ella—. Me llamo Wat.

Lo miró con más detenimiento. Parecía un poco retrasado y tendría unos diez años. Además, conocía los edificios de los Brunson mucho mejor que ella.

—Yo me llamo Stella —dominando el remordimiento, se agachó y le puso una mano en un hombro—. Wat, ¿puedes enseñarme la fortaleza? Estoy segura de que me perdería si fuese sola.

Esa podía ser la única ocasión que tuviera de buscar a su padre y ni Rob Brunson podría culpar a un niño retrasado por haberla ayudado.

Wat miró por encima del hombro como si buscara respaldo. Ella lo agarró del hombro llevada por la urgencia.

—Estoy segura de que conoces los mejores escondites. ¿Me los enseñarías?

Él asintió con la cabeza, la agarró de la mano y la llevó escaleras arriba. Al parecer, todo el mundo había salido por el día soleado y la torre estaba vacía. Cuando ya la había recorrido entera desde el tejado hasta la entreplanta donde se almacenaban los alimentos, comprendió que solo quedaba un sitio. Él había dicho que Hobbes Storwick no estaba allí, pero había dudado. ¿Habría sido una duda previa a una mentira? Miró escaleras abajo. Allí, en algún sitio, las fauces abiertas del pozo la esperaban.

—Wat, enséñame el sótano donde está el pozo —le pidió ella agarrándolo con fuerza de la mano.

 

 

A última hora de la tarde, Rob volvió a casa por segunda vez ese día. Después de haber dejado a la mujer Storwick en la torre, sus hombres y él cabalgaron hasta muy lejos para buscar indicios de que los Storwick hubieran entrado en sus tierras. No los encontró. En realidad, esa familia había estado inusitadamente tranquila desde que capturaron a su jefe. ¿Por qué? Había esperado que intentaran rescatarlo o, al menos, que se hubieran vengado de alguna manera, pero en la parte inglesa de la frontera solo soplaba el viento. Además, él, en vez de pensar en la posible amenaza, estaba pensando en ella.

Era solo porque tenía que decidir cómo les comunicaba a los Storwick que la tenía en su poder, no porque se acordara de su calidez cuando la tuvo atrapada entre las piernas... Hizo un esfuerzo para pensar en cosas rutinarias. En llevar a Felloun al establo en vez de dejarlo pastando. En quitarle la silla de montar y la manta. En darle de comer. En darle unas palmadas para agradecerle el servicio que le había prestado otro día más...

Después de haberse ocupado del caballo, abrió la cancela de hierro que protegía la única puerta de entrada a la torre. Una vez dentro, oyó el eco de unas pisadas que llegaban del piso inferior. Desenvainó la daga, dobló un poco las rodillas y siguió el sonido.

—Enséñamelo —susurró una mujer.

Era ella. Se acercó sigilosamente. Estaba mirando el sótano del pozo, de espaldas a él y agarrando a Wat de la mano. La reja de hierro estaba abierta, pero no había entrado. Se asomaba adentro y miraba hacia los rincones como si el umbral fuese un precipicio. Se puso recto, resopló sin envainar la daga y comprendió que tendría que desperdiciar a un hombre para que vigilara su puerta.

—¿Has cambiado de opinión?

Ella dio un respingo, se quedó boquiabierta y agarró al niño con las dos manos. ¿Qué estaba buscando? Se acercó a ella con la cabeza agachada para no golpearse con el techo. El ventanuco pequeño y alto dejaba entrar la poca luz del atardecer y su sombra se cernía sobre ellos en ese espacio agobiante.

—No le hagas nada al niño.

Ella, sin embargo, estrechó tanto su cabeza contra el vestido que casi lo asfixió.

—¿Hacerle algo? —no le haría nada ni a un animal herido—. ¿Por quién me has tomado?

—Por un Brunson.

Lo que ella consideraba un insulto, a él le pareció un halago. Sin embargo, en ese momento no necesitaba darle una lección a ese niño deficiente y boquiabierto.

—Wat, vete a buscar a tu madre.

El chico sonrió a Stella y salió corriendo escaleras arriba. Rob se acercó tanto que pareció que iba a agarrarla del brazo para darle la vuelta y que mirara otra vez a esa habitación pequeña y oscura. En el centro había un pozo cubierto para en caso de asedio. Normalmente, tomaban el agua del arroyo que corría por fuera de las murallas.

—Entonces, ¿prefieres esto al cuarto austero del piso de arriba?

Lo preguntó con un enojo que iba dirigido a sí mismo, pero ella no lo sabía. Stella, con los hombros hundidos, negó con la cabeza y sin apartar la mirada del pozo. Hasta ese silencio lo enojó más y se dirigió a ella con aspereza.

—Háblame —le ordenó él—. ¿Lo prefieres?

Entonces, ella volvió a incorporarse y se puso muy recta.

—No.

Fue una sola palabra cargada de orgullo, pero le pareció que también había captado miedo. La empujó escaleras arriba.

—Entonces, quédate donde te dejé.

El pelo osciló hacia un lado y le permitió ver la piel blanca de su cuello. También dejó escapar un aroma muy leve, como a jacintos silvestres.

—La próxima vez, te meteré en el sótano.

Ella lo miró por encima del hombro, pero estaba demasiado oscuro y no pudo interpretar su mirada. Subieron en silencio. Él ya lamentaba el impulso que había hecho que esa mañana la agarrara del brazo y la llevara a la fortaleza. No le quedó otra alternativa cuando se había metido en las tierras de los Brunson, pero luego se había compadecido de ella. La había alojado en la habitación de los invitados especiales y era una debilidad que no podía mostrar otra vez. Abrió la pesada puerta de madera.

—Adentro.

Ella lo miró a los ojos y no dijo nada.

—Entra inmediatamente —insistió él al sentirse incómodo por su mirada.

—¿Tienes aquí a Hobbes Storwick?

Había estado buscándolo...

—Te dije que no estaba aquí. ¿No me creíste?

—¿Está vivo?

Abrió la boca para tranquilizarla, pero se lo pensó mejor. Bastaría con la verdad.

—Lo estaba la última vez que lo vi. ¿Ahora? No lo sé.

 

 

Rob Brunson cerró la puerta y ella sintió una decepción gélida como el viento del norte. No estaba allí. Era posible que ni siquiera estuviese vivo. Sin embargo, era un Brunson. ¿Iba a negarle la verdad? El niño y ella habían buscado por toda la torre. Quizá no hubiesen mirado en un rincón o dos, pero no podían ser tan grandes como para esconder a un prisionero. Sin embargo, había más edificios alrededor de la torre. Miró al patio por la ventana. La cocina estaba pegada a una muralla y el salón público a otra. Ninguno de los dos retendría a un prisionero, salvo que hubiese otra habitación aislada junto al salón. Solo había podido vislumbrar el patio que había al otro lado de la torre, pero le pareció más pequeño todavía.

Recordó el establo y algunos cobertizos de almacenamiento. ¿Rob Brunson el Negro sería tan desalmado como para encerrar a un hombre enfermo en un cobertizo? Sí. Estaba segura de eso, pero, entonces, sabría si estaba vivo o no. Si bien Rob Brunson el Negro podía ser muchas cosas, creía que no era un mentiroso. Su padre no podía estar allí. Ella habría oído algo e, incluso, lo habría sentido. Entonces, ¿adónde se habían llevado a Hobbes Storwick?

 

 

Una sopa fría e insípida apareció en su puerta esa noche. Era un brebaje que no se habría comido ni un cerdo y a última hora de la mañana siguiente el hambre se debatía con la furia. El hambre estaba ganando. Los rugidos del estómago le impedían pensar con claridad, pero si su padre no estaba allí, solo podía esperar a que pidieran un rescate. Sin embargo, reuniría alguna información antes de que se marchara de allí.

Todo el mundo sabía que los Brunson podían congregar a más hombres que ninguna otra familia a ambos lados de la frontera. Doscientos jinetes podían aparecer en un instante... y más cuando los necesitaban. Sin embargo, nunca estaba claro cuántos estaban allí y desde dónde tenían que llegar los demás. En ese momento, una vez en la fortaleza, estaba segura de que había menos de los que se habían imaginado, pero ¿qué más podía llegar a saber? Sabía poco de armas y fortificaciones. Aun así, si observaba con detenimiento, podría dar detalles a los hombres que sí entendían.

Volvió a la ventana para estudiar las defensas, no los sitios donde podían esconder a los prisioneros. Los Brunson habían reconstruido casi todos los edificios desde el último ataque y cuando entró en la torre, se fijó en unas piedras nuevas que rodeaban una abertura encima de la puerta. ¿Sería una tronera? Todo el mundo sabía que ningún escocés tocaría un arma de fuego desde que un cañón propio mató al rey Jaime II, pero Rob Brunson no parecía el tipo de hombre que temería a un arcabuz si decidía dispararlo.

Si los Brunson tenían armas de fuego en abundancia, los Storwick tenían que saberlo. Si podía contárselo, ese podría ser el motivo por el que la habían salvado hacía tantos años. Le había dicho que se quedara donde la había dejado, pero Rob Brunson iba a tener que enfadarse con ella otra vez. Volvió a oír la pelota de Wat al otro lado de la puerta y sonrió. ¿Habría algún centinela? Si lo había, esperaba que fuese más maleable que Rob. En su casa, no le costaba nada manejar a esos hombres. Le bastaba con arquear una ceja o girar la cabeza para que ellos se apartaran o fuesen a buscar lo que quería. Sin embargo, las cosas podrían no ser tan fáciles allí.

Sin embargo, cuando abrió la puerta, el propio Wat extendió un brazo con la mano abierta para impedirle que cruzara el umbral.

—Buenas noches.

Fuese por la mañana o por la noche, si Wat era el único centinela, las cosas iban a ser más fáciles de lo que se había imaginado. Dio un paso adelante, pero el brazo de él no se movió.

—¿Puedo pasar, por favor? —le pidió ella convencida de que era un juego de niños.

Él negó con la cabeza.

—El señor ha dicho que se quede.

Sin embargo, no se veía a Rob Brunson por ningún lado. Wat no podía detenerla, pero sí podía gritar.

—El señor quería decir que es mi habitación, no que no pueda abandonarla.

Dios le perdonaría la mentira porque era por una buena causa. Wat negó tan vehementemente con la cabeza que se mareó. Ella suspiró. El pobrecillo parecía carecer de lógica, como la mayoría de los niños.

—No pasará nada.

Ella le puso una mano en el hombro y se agachó hasta que sus ojos estuvieron a la misma altura. Le tomó la barbilla con la otra mano y lo obligó a que la mirara.

—Ya lo verás. Le diré que me transmitiste sus deseos.

Entonces, vio la taza y el manto de cuadros escoceses en el suelo. Rob Brunson ya no confiaba en que fuese a quedarse en la habitación.

—El centinela va a venir —él levantó el brazo y agitó la mano como si ella fuese un perro desobediente—. Quédese.

Ella miró por el pasillo e intentó oír pasos en las escaleras. ¿Qué podía decir para que el niño la dejara marcharse?

—Tengo hambre. ¿No podrías enseñarme dónde puedo encontrar algo de comida?

—La comida más tarde.

Ella hizo un esfuerzo para dominar la impaciencia. No era culpa del chico, pero hablar con ese pobre retrasado era muy parecido a hablar con una piedra. Oyó ruidos en el piso superior. Tenía que ser el centinela de verdad que estaba de camino.

—Rob Brunson el Negro es tu señor, ¿verdad? —le preguntó ella en un susurro, como si quisiera ganarse su confianza.

—Sí —contestó él con una sonrisa de oreja a oreja.

—Y querrás que sepa todo lo que tiene que saber, ¿verdad?

Él asintió con la cabeza y sin recelo, por fin. Tenía que darse prisa si quería que el chico fuese a buscar al jefe antes de que llegara el verdadero centinela. Ya le parecía imposible recorrer la fortaleza sola.

—Entonces, dile que quiero hablar con él —volvió a susurrarle en tono apremiante—. Ahora.

El chico arrugó la frente como si fuese una tarea muy complicada.

—Dile que le ordeno que venga. Corre.

Empujó a Wat hacia la escalera y él salió corriendo mientras se acercaban los pasos del piso superior. Volvió a meterse apresuradamente en la habitación, cerró la puerta y esperó que el chico no hubiese visto que le temblaban las manos.

 

 

—¿Qué ha dicho?

Wat se encogió y Rob se dio cuenta de que había gritado tanto que el chico había creído que su furia iba dirigida a él. Iba dirigida contra Sim Tait, que no podía aguantar una guardia sin ir al excusado, pero no contra ese pobre desdichado. Su rugido había dejado mudo al chico.

—No pasa nada, Wat —puso las manos en sus hombros para tranquilizarlo porque no había entendido bien lo que le había dicho—. Repíteme lo que ha dicho.

Wat miró al techo como si las palabras que quería encontrar estuviesen en las vigas.

—Storwick le ordena que vaya. ¡Ahora!

Unas palabras muy imperativas si fuesen realmente las suyas.

—¡Hambre! —gritó Wat.

Rob suspiró y sacudió la cabeza al no saber quién tenía hambre, si era el chico o la prisionera. La verdad era que todo eso era desconocido para él. Hasta hacía menos de un año, había cabalgado al lado de su padre para todo, pero cuando tuvo que adoptar el papel para el que lo habían preparado durante toda su vida, no estaba preparado para tener una mujer prisionera... y menos a esa en concreto. Su padre le había enseñado que no podía ser débil. ¿Qué mujer era esa? Un Storwick no daba órdenes en su casa, se dijo a sí mismo mientras subía las escaleras de caracol. Aceleró al paso, miró con el ceño fruncido a Sim Tait y golpeó la puerta, aunque no esperó a que le diera permiso para abrir la puerta. Ella apareció delante de él con una sonrisa y la barbilla levantada.

—Entra.

Una sola palabra y muy arrogante, como si él hubiese interrumpido algo y ella, amablemente, le diera permiso para entrar. ¿Había tenido la osadía de ordenarle que fuera? Solo lo habría hecho si estuviese acostumbrada a dar órdenes. La agarró del brazo y lo agitó.

—No eres una Storwick roja, eres de la familia de Hobbes Storwick.

Su barbilla altiva no se inmutó, pero el miedo volvió a reflejarse en sus ojos.

—¿Qué te hace pensar eso?

—Cabalgabas con él el día que Willie el Marcado se escapó.

Lo recordó con toda claridad en ese momento. Cuando los Brunson y los Storwick llegaron a un callejón sin salida, ella desmontó para pasear entre las casetas del mercado y las tiendas de telas. Era desobediente, necia y lo alteraba.

—Además, no has parado de preguntar por él desde que llegaste aquí. Dime qué relación familiar tenéis.

—Estás haciéndome daño.

Rob le soltó los brazos como si estuvieran quemándole. Ella, sin decir nada, se agarró el codo contrario con una mano, como si quisiera alejarla del sitio donde la había tocado.

El arma que mejor conocía él era la fuerza, pero no era un arma buena contra una mujer. Se encogió de hombros.

—No me extraña que reniegues de él, que te avergüences de reconocerlo —replicó él mirando hacia otro lado.

—¿Dónde está? —le preguntó ella tocándole el brazo—. Dímelo, por favor.

Él separó los labios para contestarle, pero recordó que no podía ser débil, como le decía su padre. No pensaba decirle nada más por nada del mundo. Habían mantenido su paradero en secreto y tenían motivos. Si los Storwick supieran que su jefe estaba encerrado bajo siete llaves en el castillo de Carwell, acabarían atacándolo con toda certeza. Apartó el brazo. Era familiar suyo y le daba igual el grado.

—Mandaste al chico a que fuera a buscarme. ¿Por qué?

—¿No te lo ha dicho?

—Son las palabras de un necio, no quieren decir nada.

Ella lo miró como si no supiera si decirle la verdad.

—Tengo hambre.

Entonces, el chico había repetido lo que había dicho ella...

—¿Quieres matarme de hambre? —siguió ella.

Él había querido encerrarla en su habitación para verla lo menos posible, pero, también, que la chica de los Tait le llevara comida como si fuese una invitada de honor que podía cenar en privado, que no pudiera acusarlo de ser despiadado.

El olor de la sopa de mediodía, que iban a servir en seguida, llegó hasta a la habitación y decidió que lo mejor era no perderla de vista.

—Vamos a comer. Ven si tienes hambre.

Ella salió delante de él, se levantó el borde del vestido y bajó las escaleras como si fuese una reina seguida por su lacayo. Las caderas y el pelo oscilaban en sentido contrario y volvió a vislumbrar la parte de atrás de su cuello, pero una cortina de rizos morenos, como los de él mismo, la taparon enseguida. ¿Qué sabor tendría su piel en sus labios...? El pie tocó el final de las escaleras y lo sacó de sus pensamientos.

—Ahí —le señaló él como si no pudiera ver el salón que tenían delante.

Ella se detuvo al llegar a la puerta y ver la habitación llena de hombres cautelosos.

—¿Esperas que se inclinen ante ti? —él la agarró del brazo con más brusquedad de la deseada—. Ven. Siéntate.

La chica de los Tait le llevó sopa, pan y queso. Stella, sentada al lado de él, probó la sopa y arrugó la nariz.

—Aquí no se comen banquetes —le advirtió él. Su padre ya comía comida normal, pero no tan normal—. No me importan los placeres.

—Ya se nota —replicó ella en tono burlón—. ¿No hay sal ni especias?

La verdad era que había notado el empeoramiento de la sopa desde que Bessie se marchó, pero no sabía cómo mejorarla.

—¿Puedes hacerla mejor?

—Depende de tu despensa.

—Te dejaré que lo compruebes —él tenía cosas más importantes que hacer que contar huevos—. Mañana, serás la cocinera.

Estaba seguro de que le parecería que la despensa era deficiente.

 

 

Dio otro sorbo. Los hombres Storwick bramarían si tenían que tragarse ese mejunje, pero ella no sabía cómo mejorarlo. Su madre siempre le decía que Dios le había perdonado la vida y que no quería que la pasara cocinando. El problema era que nadie sabía cómo quería que la pasara.

—¿A cuántos hombres hay que alimentar?

Ella bajó la mirada como si el número no tuviera importancia y agarró el cuenco para que no le temblaran las manos.

—Veinte —contestó él encogiéndose de hombros.

No eran más que en su casa, al menos, en la torre.

—¿Y los demás?

—No te preocupes, no habrás festejos.

Ella asintió con la cabeza y con la esperanza de haber disimulado una sonrisa. Veinte hombres y podría salir de la habitación para recorrer todos los edificios.

—¿Cuántas chicas me ayudarán?

Ya le había visto morderse la lengua, pero, esa vez, apretó los dientes. Se quedó mudo, no en silencio, y tragó saliva.

—¿Cuántas qué...?

La fortaleza de los Storwick no era mucho más grandiosa que la de los Brunson, pero su madre supervisaba a mujeres que trabajaban mucho para hacer la comida y la bebida, para limpiar y para hacer la colada. Ella nunca había sido una de ellas.

—Chicas —Stella agitó una mano—. Para que me ayuden.

Quizá solo necesitasen una dirección firme. Si podía decirles lo que quería, ellas lo harían. Un pollo hermoso, una pescado recién capturado...

—La chica de los Tait lo hace todo.

—¿Una mujer lo hace todo? —preguntó ella sin salir de su asombro.

—Sí, ahora.

—¿Ahora?

—Desde que se marchó Bessie.

La hermana ausente, quien, seguramente, había huido de ese hombre malhumorado y de esa vida rutinaria y agotadora.

—¿Adónde se marchó Bessie?

—Haces demasiadas preguntas —contestó él con el ceño fruncido.

Ella miró hacia otro lado e hizo un esfuerzo para dar otro sorbo de sopa. Una chica que daba de comer a todos esos hombres... Entonces, si podía hacerlo una chica, no podía ser tan difícil. Cualquier cosa sería mejor que estar encerrada en una habitación comiendo sopa insípida.

—De acuerdo. Lo haré —aceptó ella como si él le hubiese dado otra alternativa.

Sin embargo, no iba a hacerlo por Rob el Negro. Sencillamente, no quería morirse de hambre antes de que hubiera estudiado las defensas y hubiese vuelto a casa.