Presentación

Presentación

Si la corrupción fuera un sector empresarial, sería el tercero mayor del mundo, con un valor de 3 billones de dólares y el 5 por ciento del PIB global[1].

Ante la apabullante cantidad de casos de corrupción que nos rodea, la pregunta que surge es: ¿ha habido en España alguna vez voluntad de combatir la corrupción o, por el contrario, no ha existido nunca verdadera intención de erradicar este fenómeno tan antiguo? Hay muchos estudios históricos al respecto, y aunque en las diferentes culturas y regímenes políticos siempre se ha puesto por delante, en boca de políticos, escritores, religiosos, dirigentes, intelectuales o dictadores, la necesidad de luchar contra los comportamientos corruptos, e incluso se han aplicado severas penas a los infractores, en realidad la corrupción siempre ha acompañado a quienes decían combatirla y su existencia se ha asumido como algo connatural al ejercicio de la política y del poder.

No se discute si hay o no corrupción, sino cómo se aprovecha uno mejor de lo público o de lo privado; nadie se asombra de que haya políticos y cargos públicos que entren en la función pública con muy pocos recursos y, al abandonar el puesto, dispongan de una amplia fortuna; pocos se sorprendían (incluso se celebraba) de que ejecutivos de grandes empresas públicas o privadas dispusieran de contratos blindados, con cláusulas de rescisión leoninas e indemnizaciones millonarias por el hecho de extinguir la relación o irse a otro puesto en el que la cadena de favores continuaba. La clave era, y sigue siendo, contar con importantes dirigentes políticos, expresidentes, exprimeros ministros, excancilleres, etc., en puestos de representación institucional para hacer lobby a cambio de comisiones escandalosas; jueces complacientes para obtener una posición de poder, o una situación económica o profesional inalcanzable por sus propios méritos; empresarios para los que el pago de la mordida, la coima o el soborno es algo tan natural como solicitar financiación para las inversiones; profesionales que se venden a cualquier precio y a cualquiera, degradando la seguridad o la justicia a un límite insoportable; miembros de cuerpos y fuerzas de seguridad que incumplen su función por imposición del poder político de turno, etc.

En este lodazal en que se desarrolla el día a día del mundo, los propios protagonistas defienden indefectiblemente la necesidad de combatir la corrupción, con la misma tranquilidad con que, simultáneamente, se delinque o se extorsiona, se aceptan pagos en B o en paraísos fiscales, se venden armas a países con embargos que lo impiden, se impulsan evasiones masivas de impuestos (hasta el papa Francisco ha calificado de pecado gravísimo el hecho de dar limosna y donativos a la Iglesia y no pagar impuestos o satisfacer los salarios en B, contribuyendo con ello a la inestabilidad de las jubilaciones o la falta de sanidad pública), falsas amnistías fiscales, blanqueo de capitales desde las más altas esferas políticas, económicas o financieras, o se diseñan mecanismos para propiciar la financiación oculta y corrupta de partidos políticos, el tráfico de influencias y toda la constelación de estructuras que contribuyen a destruir la igualdad entre los ciudadanos, que, una vez más, asisten indefensos a una situación imposible de controlar, sometidos a la inercia de contaminación y fango que nos inunda.

Frente a este panorama aparentemente catastrofista, pero absolutamente real, caben dos posturas: la del conformismo y el derrotismo y, por ende, la inercia de que no se puede combatir el fenómeno, o bien la de la acción, que busca investigar esta realidad y desarrollar mecanismos para combatirla eficazmente, haciendo partícipe a la sociedad, para que podamos salir de esta maraña de intereses y arbitrariedades que anulan la democracia. La reacción y la proactividad, por tanto, deben ser la norma para acabar con un monstruo al que se ha alimentado durante mucho tiempo, hasta hacerlo demasiado peligroso. Y, en esta determinación, no hay diferencias. Tanto los que han sido honestos en su profesión y en sus responsabilidades como los que no, tienen, tenemos, responsabilidad en el desastre. Unos por no exigir y otros por no cumplir. Obviamente, el tipo de sanción será diferente, pero, de una vez por todas, la impunidad, que está en la raíz del problema, no puede ser la regla.

Pero vayamos al principio. ¿Cuándo aparece por primera vez la palabra «corrupción» en el léxico de la democracia española? ¿Cuál fue la actitud de los españoles cuando comenzaron a descubrirse las tramas de corrupción? ¿Qué hicimos para que éstas no arraigaran entre nosotros? ¿Sabían y aceptaron los ciudadanos españoles la consolidación de estas redes o fueron ajenos a su conformación?

La corrupción en el franquismo, durante la Transición y en democracia era un secreto a voces, pero lo cierto es que a casi nadie interesó profundizar en este tema; ninguno de los mecanismos de la dictadura en este ámbito se revisó o se eliminó. Sencillamente se obviaron, como tantas otras cosas. No se trata de denostar o defender la Transición, sino de pedir explicaciones por todo aquello que no se hizo y así asumir una responsabilidad en ámbitos como el de los crímenes franquistas y la corrupción, dos de los grandes temas olvidados en la Transición y en la democracia. Casi cuarenta años después de la muerte del dictador, y tras otros tantos de dictadura, todavía andamos a vueltas con el desconocimiento y la impunidad de los primeros y con el problema de cómo erradicar una corrupción que se insertó en unas instituciones en las que no están ni han estado los mejores, sino los más próximos a quienes detentan el poder, sea económico, financiero, mediático, político, religioso o judicial. Hacen falta mucha transparencia en todos estos ámbitos y una verdadera implicación ciudadana en el control de los diferentes estamentos para limpiarlos y hacer que la transparencia pase de la mesa del Congreso a la realidad de su aplicación.

Este libro no pretende ser una historia de la corrupción en España, pero, en todo caso, a poco que uno se esfuerce, se comprueba de forma inmediata que los mecanismos para corromper el sistema (cualquier sistema) o aprovecharse del mismo son muy similares y se repiten en una sucesión sin fin, acomodándose a los tiempos y necesidades de cada momento. A lo largo de la historia, la corrupción ha derribado sistemas y gobiernos, y también ha consolidado a unos y a otros. Aprovecharse de lo público y transgredir las normas de control o gestión de la cosa pública en beneficio propio o de un tercero ha sido un deporte nacional. Aunque no puede considerarse endémica, podríamos decir que la corrupción sí es, al menos, un modus vivendi de muchos cargos públicos de España. La caída del Gobierno de Alejandro Lerroux tras el escándalo del estraperlo y el caso Nombela (1935) nos pueden servir de punto de referencia[2].

Precisamente porque la corrupción es tan extensa como variopinta, he elegido para empezar dos casos del franquismo y uno de la Transición, y he clasificado los ocurridos durante la democracia según el sector al que afectan, aunque en algún supuesto la ubicación es bastante difícil por su transversalidad. De este modo, cada parte del libro tiene un objeto. En el primer capítulo se hace una radiografía de la rampante corrupción que se dio en el franquismo. En medio de la práctica habitual del estraperlo, en los primeros años del régimen, el favoritismo de los activos políticos, económicos, militares, judiciales y religiosos durante toda la dictadura; la censura y la persecución de los oponentes políticos; el aprovechamiento personal de la clase dirigente en detrimento de quienes padecieron un modelo económico que marcó diferencias sociales insalvables y unas relaciones de sumisión absoluta en las que la discrepancia se pagaba con la vida, la cárcel o el exilio, resulta interesante el caso Barcelona Traction, en el que el Gobierno franquista provocó un conflicto internacional con el expolio de una empresa canadiense que operaba en Barcelona. Un conflicto del que salió con toda impunidad y del que se benefició ampliamente, según todos los estudios, la Banca March, el llamado «banco del franquismo». Se trata de un caso que, incluso con la censura existente en la época, recibió una atención inusitada por parte de la prensa. Sin embargo, el más conocido fue sin duda el caso Matesa, que estalló en 1969 y que fraguó el modus operandi de las futuras tramas de corrupción; un empresario abiertamente corrupto aprovechó su relación con el poder —en este caso el Opus Dei— para llevar a cabo la expansión de sus negocios de forma manifiestamente fraudulenta, dejando una deuda de 100 millones de pesetas de la que en un primer momento salió airoso, hasta que ya no convino más a las familias políticas del régimen. Una planificada estrategia por parte de los llamados «azules» —entre los que se encontraba Manuel Fraga— terminó condenando al empresario, pero dejando impunes a los demás responsables, especialmente a los políticos.

Tras la dictadura, el terreno estaba abonado para que la corrupción y el trapicheo —con evidencias claras y aceptadas por todos— se consolidaran definitivamente. Cuando la muerte de Franco puso fin a la dictadura, no hubo ningún político o cargo público de la época, pero tampoco juez o fiscal, que se propusiera seriamente identificar los comportamientos corruptos y afrontar el fenómeno. ¿Se pensaba quizá que no existía, o es que la doble moral estaba tan aceptada que se daba por hecho que una cosa era la que se pensaba, otra la que se decía y una tercera la que se ejecutaba? La pregunta, llegada la democracia, y aún hoy, sigue siendo válida: ¿quién decidió enfrentarse a la corrupción? La respuesta es tremenda, pero absolutamente cierta: prácticamente nadie. Ninguno de los protagonistas de la Transición dedicó ni un minuto de su tiempo a reflexionar sobre lo que había supuesto en este campo el régimen anterior y a tomar medidas para que no sucediera lo mismo en la nueva etapa de libertades, apoyándose en la transparencia y la limpieza de la gestión pública. Sencillamente ni se planteó, o, peor aún, estaba asimilado y por ende siguieron las mismas prácticas, y el problema simplemente se orilló como un obstáculo que debía ser olvidado, absorbido por la decisión de impunidad que cubriría los demás crímenes franquistas.

El segundo capítulo del libro se dedica específicamente a la Transición, en la que la transparencia en la financiación de los nuevos partidos o en la contratación y gestión pública en general y en el sistema judicial, entre otros estamentos y formaciones políticas, no fue algo prioritario, lo que motivó que el magma de corrupción impusiera su relevancia en presente y en futuro. La inercia del régimen anterior seguiría proyectándose sobre el actual, hasta propiciar un golpe de Estado el 23 de febrero de 1981. Precisamente ese año se produjo la sonada liquidación de la entidad de ahorro Fidecaya, entidad creada en 1952 que cometió con total impunidad todo tipo de irregularidades a lo largo de la Transición.

En este contexto, era lógico que se procurara una total opacidad en la financiación de los partidos políticos y que no importara que su funcionamiento corriera el riesgo de impregnarse rápidamente de suciedad, del fango de la corrupción, marca que hoy, casi cuarenta años después, aún perdura. Se han celebrado reiterativamente la Transición y su éxito, pero, como veremos a lo largo de este libro, ha sido la improvisación que reinó durante la misma la que ha dominado gran parte de nuestra historia, devaluando la propia esencia de la democracia y conduciéndonos, con la anuencia e indiferencia de todos, a la situación en la que nos hallamos. Tan sólo algunos actos de civismo y compromiso democrático nos salvan, al menos provisionalmente, del desastre; un desastre que muchos niegan, en esa costumbre tan española de negar lo evidente, acusando a los demás de ser culpables de los propios males. Si algún sentido tiene la afirmación evangélica de ver la paja en el ojo ajeno y no la viga en el nuestro, es en España y en este ámbito. Desgraciadamente, la acomodación, la dádiva, el ofrecimiento, la corruptela, la trampa, la trapisonda, el vicariato, la adulación al poder y la sumisión más abyecta al halago y la prebenda siguen siendo actores importantes de nuestro devenir diario como pueblo. Cuesta reconocerlo, pero así es, y así se explica dónde estamos y por qué no somos capaces de desatascar el sumidero de la suciedad. Aquello de que al Estado se le defiende también en las cloacas cuadra perfectamente con una forma de ser que identifica a muchos de los que dirigen los destinos de nuestro país.

De una u otra forma, todos hemos contribuido. A quien pretendía hacer algo diferente se le lanzaba en su contra todo el aparato del Estado, estuviese éste controlado por unos o por otros. A quien «se movía en la foto» se le laminaba, se le perseguía y finalmente, si se conseguía plantear el caso judicialmente, siempre se encontraba una mano amiga en la justicia para sacar del atolladero al político o al poderoso influyente de turno. A veces a cambio de nada, sólo por el hecho de que pasaran la mano por encima de la toga.

En España, la lucha contra la corrupción o no ha existido o ha sido siempre artesanal, antes y ahora. Desde la política y las instituciones locales, provinciales, autonómicas y nacionales, a impulso de escándalo, no ha existido una voluntad diferente de la de la trampa y el salir del paso, sin análisis ni propuestas, o con tantas y tan variadas que quedan olvidadas antes de ponerlas en marcha.

Ejemplos como el caso Juan Guerra, que usaba irregularmente un despacho oficial para sus propias triquiñuelas en dependencias de la Delegación de Gobierno de la Junta de Andalucía, con anuencia o desconocimiento llamativo de su hermano, que en ese momento era vicepresidente del Gobierno; el caso de Banca Catalana, con la elusión de responsabilidades por presiones políticas de Jordi Pujol y la persecución a los fiscales Mena y Jiménez Villarejo; los casos Filesa, Malesa y Time-Export, con las presiones al más alto nivel gubernamental y la aniquilación del juez instructor, Marino Barbero; el caso Naseiro, con la anulación del mismo y la persecución del juez Manglano; actitudes como la de José María Aznar, que, para eludir los casos del Partido Popular, atacaba los del PSOE: «Jamás se podrá igualar o superar lo que ustedes hicieron en la vida política española, ni siquiera acercarse»[3].

La historia suele ser caprichosa y al final saca a la luz casi todo, uniendo a diferentes responsables de antes y ahora, como en el llamado caso Gürtel, en el mismo fango. Aún hoy, el presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, habla de «algunas cosas que suceden» en su partido tras la publicación de las resoluciones del juez Ruz con respecto a los casos Gürtel-Bárcenas; o el caso Palma Arena-Matas en Baleares; o el que afecta al expresidente de la Diputación de Castellón, Fabra; a la Generalitat valenciana y al Partido Popular en esa comunidad (hasta diez imputados diputados del PP, los dos últimos aforados han dimitido casi in extremis el 2 de enero de 2015, Ricardo Costa y Yolanda García, y además se ha abierto a querella del fiscal otro nuevo por la financiación de la Fórmula 1, al expresidente Camps, entre otros); aquellos que afectaban o podían afectar a la Casa Real, como los casos referidos a Prado y Colón de Carvajal, De la Rosa o actualmente el caso Nóos, y la sucesión de declaraciones exculpatorias y ataques a los jueces instructores; o el caso Gürtel, en su primera fase (con una petición fiscal de 110 años para Francisco Correa y más de 40 para Bárcenas, extesorero del PP, entre otros), y la auténtica persecución iniciada contra mí, como juez instructor, personal y profesionalmente, con comparecencias tan compungidas como falsas de toda la cúpula del Partido Popular en febrero de 2009 proclamando la pureza y ocultándolo todo, hasta que ha rebosado el fango; el caso conocido como Operación Púnica que afecta de lleno a la Comunidad de Madrid, con el vicepresidente de la época, Francisco Granados, ahora en la cárcel, y otros cargos públicos implicados, y con la presidenta Esperanza Aguirre, una vez más, «ajena» a todo y postulándose para alcaldesa de Madrid; o las declaraciones de algunos dirigentes socialistas en el caso de los ERE en Andalucía (citados a declarar en el Tribunal Supremo), respecto de la jueza Alaya y las del president de la Generalitat de Catalunya, Artur Mas, exculpando o justificando las actividades presuntamente corruptas del president Pujol y su familia, entre otros, que relacionaré en los capítulos correspondientes.

El análisis, en un libro como éste, no pretende ser total. Por ello, en el resto de los capítulos del libro cito y hago una aproximación a los casos considerados más importantes a nivel nacional, autonómico, provincial y municipal. Una de las conclusiones que puede avanzarse es que en España nunca ha habido voluntad de profundizar en las causas de la corrupción y que ésta se ha aceptado como algo normal e incluso como algo inherente al puesto o cargo que se adquiría en propiedad. El cargo pasaba a ser, desde la toma de posesión, «mi cargo». Nunca ha habido, y dudo que la haya ahora, salvo casos puntuales, una verdadera voluntad de combatir de forma definitiva la corrupción en el ámbito político más allá de conseguir un arreglo cosmético y jugar con la indiferencia y el olvido de la gente. «Al fin y al cabo tampoco es tan grave», dicen como argumento de justificación quienes así piensan, los cuales ni siquiera tienen en cuenta la profunda desigualdad que la corrupción genera entre los ciudadanos y en el propio sistema productivo. La sombra de la duda que pudieran tener desaparece desde el momento en que ejercen el poder; a partir de ahí serán la soberbia, y la intolerancia que genera la adicción al poder, las normas que rijan su actuar.

Asimismo, la falta de normas claras acerca de la responsabilidad política en casos de corrupción hace que la credibilidad de estos actos sea nula. Cuando escribo estas líneas, por ejemplo, la ministra de Sanidad, Ana Mato, ha dimitido al ser señalada como partícipe lucrativo de las actividades de su marido, el exalcalde de Pozuelo de Alarcón implicado en el caso Gürtel, pero, sin solución de continuidad, se la premia con responsabilidades parlamentarias. Se huele que hay trampa y silencios entendidos, cuando no connivencia en el actuar. La transparencia está ausente en estas iniciativas.

Casos como el de los trajes del expresidente de la Generalitat valenciana, Francisco Camps, o el del presidente de las Corts de la misma comunidad, Juan Cotino, a quien le costó sangre, sudor y lágrimas abandonar el puesto, o el del exconseller Rafael Blasco, exdiputado del PP y exportavoz parlamentario del Grupo Popular, que, aun después de haber sido condenado en mayo de 2014 a ocho años de cárcel y veinte de inhabilitación por varios delitos, sigue en su escaño de las mismas Corts, entre otros muchos, son ejemplos que hacen patente la falta de seriedad que se muestra ante la asunción de responsabilidades. Una actitud que contrasta claramente con el proceder en otros países, como la de un político británico que dimitió por acceder a un crédito en condiciones más favorables que aquellas que se daban para el mercado, o la de un responsable político alemán que tuvo que dejar su cargo por pasar un fin de semana con un empresario dudoso; o aquella responsable política sueca que aprovechó con fines particulares los puntos que le otorgaba una tarjeta de fidelización por vuelos que realizaba de forma oficial. Al respecto se puede recordar el caso de las llamadas «tarjetas black» de Caja Madrid/Bankia con las que los dirigentes de la misma y los miembros de su consejo disponían de fondos opacos de la entidad bancaria que no tenían que justificar.

Mientras tanto, la sociedad civil se ha movido entre el desconocimiento, el engaño, el desinterés, el consentimiento o la más absoluta indiferencia. En España nunca ha dado miedo ser corrupto; en realidad, como se la daba por existente, la corrupción no ha sido algo que haya preocupado excesivamente a la ciudadanía. Esa indiferencia ha conseguido que las raíces de la misma se hayan vuelto profundas y sólidas, sosteniendo todo un entramado de intereses muy difícil de destruir. Salvo honrosas excepciones, muy pocos han tenido verdadera voluntad de denuncia, y esto ha sido así porque, privadamente, siempre se ha mantenido una doble moral que critica lo que hacen otros y consiente y defiende lo que nos favorece. Desafortunadamente, durante mucho tiempo la sociedad incluso se divertía con las noticias de un Roldán en calzoncillos al que se criticaba no tanto por ser un corrupto, sino por su aspecto poco sofisticado frente a un gentleman tipo Mario Conde, y que, además, era lo suficientemente torpe como para que le pillaran. O recordemos a Jesús Gil, reelegido una y otra vez alcalde de Marbella a pesar de los escándalos, sus archiconocidas artimañas y corruptelas, tradiciones que acabaron impregnando el ADN de ese ayuntamiento. El carácter pícaro y tramposo de los españoles se veía reflejado en estos casos.

Los esfuerzos de manipulación del pueblo por una gran parte de los políticos en este campo son vergonzosos. Ante casos de corrupción tan clamorosos como evidentes, se han utilizado todas las trampas para convencer de la bondad de esos políticos y de la honradez del partido, de la probidad de ciertos empresarios y de las instituciones, ya fueran las causas referidas a la Casa Real, el Gobierno, el Parlamento, la Justicia o a cualquier otro ámbito de la Administración. Y en esa dinámica han jugado un papel fundamental algunos medios de comunicación, fieles al poder de turno o al interés corporativo correspondiente.

¿Qué ha ocurrido con esos periodistas que estaban a sueldo del Ministerio del Interior? Antonio Asunción, ministro del Interior con Felipe González, me dijo en una ocasión: «Baltasar, si alguna vez leyeras la lista de los periodistas que cobraban de fondos reservados te sorprenderías». No sé por qué nunca la hizo pública, al menos para saber quién mentía y se reía (¿o se ríe?) de nosotros pontificando desde una tribuna y denostando a la profesión periodística que se esfuerza por hacer gala de una independencia cada vez más difícil frente a los intereses económicos de las corporaciones que controlan los medios de comunicación.

Pero ahora, precisamente ahora, porque después será tarde, ha llegado el momento de la intransigencia y la indignación activa que algunos venimos reclamando desde hace mucho tiempo. Releo ahora trabajos realizados sobre estos temas en el albor de los años noventa y me quedo estupefacto al ver cómo tienen aplicación directa e inmediata a la situación que estamos viviendo. Hemos perdido veinte años. La misma urgencia de entonces existe ahora, pero la situación ha cambiado. Después de los desastres económicos, la miseria que se adueña de las esquinas de nuestra existencia, las mentiras reiteradas de regeneración, es posible que, finalmente, la sociedad obligue a los servidores públicos a ser honestos y, con ello, que esta fase de nuestra historia no vuelva a ser la de una ilusión desvanecida. La transparencia en la gestión pública y la participación ciudadana en el combate de esta lacra resultan fundamentales para dar un impulso definitivo a este desafío. Probablemente sea la última oportunidad que tenemos.

En el arranque de 2015, año con tantas expectativas, la indignación ciudadana es casi equivalente (quizá por la necesidad de tener algún referente al que sujetarse en esta deriva sin contención) a la confianza que algunas resoluciones judiciales están provocando. Pero ni son todas las que debieran, ni tienen la contundencia que exige la situación, ni se han pronunciado en los tiempos que procesalmente correspondía, lo que da opción a que se manipulen o se ataquen con artificios orquestados nuevamente desde las sombras de los poderes políticos o económicos afectados para intentar anular el efecto que deberían producir. Parece que finalmente los jueces y fiscales son los que van a seguir sudando la camiseta, pero no caigamos en el espejismo de que el compromiso anticorrupción es general, porque en toda actuación siempre hay trampas e intereses ocultos. Mi desconfianza, más que justificada, en muchos de los políticos, empresarios, banqueros, consejeros, asesores y miembros de otros tantos ámbitos, incluido el judicial de nuestro país, no ha desaparecido. Resoluciones sin sentido desde el más alto nivel no favorecen esa credibilidad. La cuestión es si cada uno de los responsables de las diferentes áreas implicadas ha comprendido el momento histórico que vivimos y ha asumido la evidencia de que el tiempo de las trampas ha pasado. La regeneración que muchos queremos y que la sociedad necesita no coincide con los intereses espurios de aquellos que quieren proteger sus intereses mediante el control de los centros neurálgicos de las instituciones y, especialmente, del Poder Judicial, que en esta tesitura tiene una relevancia excepcional. De ahí que la lupa de la opinión pública, la participación ciudadana y la transparencia judicial sean instrumentos esenciales en esta nueva sinfonía de regeneración necesaria.

Precisamente por ello y porque, como juez, creo en la relevancia del Poder Judicial como instrumento de regeneración democrática a través de las resoluciones y la propia conducta de quienes lo encarnan, muchas veces me he preguntado por qué una parte de los jueces españoles, teniendo todas las posibilidades de ser independientes e imparciales, se ofrecen a quienes sólo buscan su acomodo e impunidad. Creo firmemente que, en ciertos ámbitos de la Justicia española, falta la energía que he visto en otros países, donde jueces y fiscales se la han jugado y lo siguen haciendo. También he constatado que en España, en el día a día, hay muchos que lo hacen. Sin embargo algunos, en la cúspide de ese poder, actúan con el convencimiento de ser un portaaviones de la arbitrariedad, un motor de dos velocidades e intereses, haciendo ostentación, a veces grosera, de malas compañías y malos usos de lo público, y decidiendo según el perfil de quien inste la actuación o se someta a ella.

Este libro nace con la intención de ser un necesario recordatorio, un ejercicio obligatorio de reflexión que nos pone frente a la cruel realidad de cómo la corrupción que crece, se acepta y se consolida en el franquismo, termina por afianzarse en nuestro país tras una Transición demasiado benévola y una democracia tan permisiva como favorable con quienes sistemáticamente han traicionado la confianza del pueblo con mil trampas y aprovechamientos, hasta el punto de poder afirmar que hasta ahora la corrupción no ha sido combatida a fondo desde ningún sector, ni ha existido voluntad política de limpiar el fango que inunda las instituciones y muchos sectores de la sociedad española. No trato, por tanto, de realizar una mera lista de casos sonados y su análisis procesal —pues entonces no terminaría nunca—, sino que intento ir más allá, analizando la génesis de la corrupción y los mecanismos que hicieron posible su impunidad total o atenuada.

En conclusión, este estudio pretende ser una especie de radiografía en la que queden reflejados algunos de los comportamientos que han contribuido a que vivamos con una sensación de ahogo y casi con una certeza fatalista de que el fango de la corrupción se extiende como unas arenas movedizas que nos devoran a cada instante, engulléndonos en una especie de agujero negro en el que está en riesgo cierto la propia democracia y que enlaza con la dictadura, a la que pareciera que seguimos vinculados por una especie de eterno cordón umbilical. Por ello, si bien tengo claro el catálogo de casos actuales con el que he de cerrar la edición del libro, desafortunadamente no puedo decir lo mismo con los que están pendientes de juicio ni puedo afirmar que serán los últimos. El análisis de los acontecimientos vinculados a la corrupción corre el riesgo de quedar rápidamente obsoleto, no por sus efectos nocivos, sino porque otros vienen a ocupar la atención informativa y a llenar las oficinas judiciales. Pero no sería justo conmigo mismo ni con el esfuerzo de tantos políticos y servidores públicos que han sido honestos y que vienen peleando por la transparencia frente a tanta impudicia, ni con los esfuerzos de una sociedad civil demasiado lacerada, si no hiciera el esfuerzo de analizar qué opciones tenemos para salir de la trampa en la que estamos, y a ello dedicaré las últimas páginas.