8. La corrupción policial
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La corrupción policial
Los terroristas se deslizan a través de «manos engrasadas»; los explosivos utilizados por los rebeldes chechenos para tomar el control de un teatro repleto de personas en Moscú el año pasado llegaron a su destino con la sola ayuda de numerosos sobornos. A raíz de la crisis, que dejó 129 rehenes muertos, los investigadores encontraron que el autobús que llevaba la carga de 120 kilos de explosivos había sido detenido por la policía en al menos cincuenta ocasiones en puestos de control entre la capital chechena, Grozni, y Moscú. La policía, en lugar de registrar el autobús, preguntaba: «¿Sabes el precio?». «Claro que sí», respondía el conductor, pagaba un soborno y seguía adelante[1].
MICHAEL HERSHMAN
Si usted hubiera sido víctima de un caso de corrupción, ¿a quién acudiría?, ¿en qué institución confiaría? Ésta fue una de las preguntas realizadas por la Comisión Europea en un estudio realizado sobre la percepción de la corrupción[2]. La respuesta reveló que más del 70 por ciento de los ciudadanos confiarían en los tribunales y en la policía, lo que contrasta con el escaso 6 por ciento que otorgarían su confianza a los representantes políticos.
Esta misma percepción es la que refleja el informe elaborado por la organización Transparencia Internacional en lo que a España concierne[3]. Los partidos políticos se llevan la peor nota y son considerados los más corruptos, mientras que la policía se queda en una nota media, un 3,1 en una escala del 1 al 5.
Lo que aquí nos interesa, la corrupción de la policía, es una cuestión de enorme trascendencia para los ciudadanos. ¿Qué alternativas quedan cuando no podemos confiar en los encargados de protegernos? El gran problema es el menoscabo que supone la corrupción policial en la percepción ciudadana del Estado de derecho y de su confianza en las instituciones. Es difícil plantearse un escenario peor que el de una comunidad que, ante un conflicto, una agresión o un delito, no se ponga en manos de las fuerzas de seguridad oficiales. Si quienes se relacionan directamente con la sociedad civil traicionan su confianza, los pilares y cimientos del orden y de la convivencia pacífica amenazan con venirse abajo. La sociedad debe poder confiar en la policía; de otro modo se abriría una brecha de enorme impunidad en la que cada cual decidiría resolver sus problemas tomándose la justicia por su mano y los malhechores delinquirían libremente.
La gravedad del hecho no reside en que la policía pueda ser corrupta. Cualquier sector de la sociedad puede tener la tentación de corromperse. La fuente de conflictos proviene de la existencia de organizaciones criminales que delinquen empleando el cargo, los medios, los instrumentos, las armas, los documentos o la información propios de la autoridad policial. Es decir, la corrupción policial supone un soporte ideal para la delincuencia de las bandas organizadas que se nutren de sus medios y de la impunidad que les proporciona.
La práctica, además, ha demostrado la dificultad de descubrir e investigar estas tramas, no sólo porque funcionan como auténticas organizaciones criminales en las que prima por encima de todo la omertà, sino también porque conocen los medios de investigación. Así, quien rompe el silencio y denuncia estas prácticas asume el riesgo de quedar estigmatizado frente a la corporación policial; «los trapos sucios se lavan en casa». En este sentido, es esencial la creación de un sistema que proteja al denunciante de las más que probables consecuencias que sufrirá si actúa conforme a la moral y la ley[4].
Las tipologías de corrupción en los organismos policiales, sean estatales (Cuerpo Nacional de Policía y Guardia Civil), autonómicos (Ertzaintza, Mossos d’Esquadra) o locales, son múltiples y variadas, y van desde las extorsiones y las amenazas hasta el cohecho por funcionarios policiales a locales de hostelería, bares u otros negocios.
En muchos casos, para que una organización criminal pueda nacer y pervivir en el tiempo, es necesaria la realización de actividades logísticas, de apoyo, de información y de seguridad por parte de determinados miembros de los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado. En la mayoría de las operaciones vinculadas al crimen organizado suele haber funcionarios, que de una u otra forma, están implicados y realizan alguna de las actividades de cobertura para la organización. Por ejemplo, en la llamada Operación Pitón contra el narcotráfico que se llevó a cabo en 1991 y 1993, y que dirigí yo mismo en Andalucía, Marruecos e Italia, aparecían varios guardias civiles y policías. También es relativamente frecuente que aparezcan exagentes o funcionarios policiales jubilados y migrados a las organizaciones criminales.
Por supuesto, los GAL, aunque recibieron condenas por delitos específicos como en el caso Lasa y Zabala; todos aquellos en los que ha habido condenas por torturas; el caso Faisán, conocido como el del «chivatazo» (revelación de secretos), en el que imputé a dos mandos policiales y al exdirector general de la policía (los dos primeros resultaron condenados) y otros son casos en los que se puede hablar de corrupción en un sentido amplio, aunque no haya condena por este tipo de ilícitos. Al fin y al cabo, se trata de comportamientos fuera de la ética y de las obligaciones que competen a los funcionarios públicos como tales.
En todo caso, puede decirse que en España se han ido perfeccionando los servicios de asuntos internos y las unidades de contrainteligencia, que han asumido con altos grados de eficacia la investigación de los casos de corrupción en los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado.
Tampoco resultan ajenos al problema los servicios de inteligencia, que sin ser cuerpos policiales tienen una labor altamente delicada para la seguridad del Estado. En este sentido, en los años noventa, hubo en nuestro país tres casos muy delicados y escandalosos que afectaron al entonces llamado Cesid, cuyo heredero es el actual CNI. El primero de ellos, que dio mucho que hablar, fue el de las escuchas aleatorias a personalidades españolas (incluido el jefe del Estado). El juicio del caso Perote por las escuchas del Cesid se tuvo que repetir en la Audiencia de Madrid después de que el Tribunal Constitucional anulara la sentencia para que lo juzgaran magistrados «que no tuviesen comprometida su imparcialidad». En abril de 2005, la Audiencia absolvió al director general del Cesid, el teniente general Emilio Alonso Manglano, y a cinco técnicos, y condenó únicamente a Alberto Perote por el caso de las escuchas. Según la Audiencia, el llamado «gabinete de escuchas» estaba dotado de medios para obtener datos de otros servicios de información que pudieran realizar su actividad en territorio nacional, así como datos de terrorismo, blanqueo de dinero, etc. Pero Perote, jefe de ese departamento, «asumiendo que tal actividad hubiera de quebrantar la intimidad de los afectados», controló «una multiplicidad de conversaciones de diferentes personas». El Tribunal Supremo ratificó la condena del coronel Perote en octubre de 2006[5].
El segundo caso se refirió a las escuchas realizadas por el Cesid sobre la sede de Herri Batasuna cuando este partido aún era legal, en 1998. El Tribunal Supremo absolvió en abril a los exdirectores generales del centro, Emilio Alonso Manglano y Javier Calderón, de los delitos de interceptación ilegal de comunicaciones telefónicas en la sede de HB en Vitoria, por los que habían sido condenados a tres años de prisión. El Supremo explica que las condenas se dictaron sobre «conjeturas» de carácter «débil e indeterminado» y no sobre verdaderos indicios delictivos. La sentencia mantiene la pena de dos años y seis meses para el agente del Cesid que grabó las conversaciones desde el piso superior a la sede de HB[6].
El tercero fue el caso Oñaederra, miembro de ETA asesinado por los GAL, finalmente sobreseído sin autor conocido por la Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional. En ese caso, que llevé yo, fueron llamados a declarar como imputados altos responsables del centro como consecuencia de los llamados «Papeles del Cesid», relacionados con el coronel Alberto Perote, funcionario de aquellos servicios hasta su expulsión en 1995. Un tribunal militar condenó a Perote por revelación de secretos en 1997, aunque el Tribunal Europeo de Derechos Humanos cuestionó la sentencia por falta de imparcialidad[7].
En todo caso, España no ha sido uno de los países más afectados por la corrupción policial, y menos en los últimos años. Ha habido problemas como la mala praxis, la escasez de medios y, a veces, claras intenciones delictivas con posiciones netamente fuera del ordenamiento jurídico, como aconteció en el caso Ucifa, pero, gracias a la intervención de la Justicia y de la propia Administración, se ha conseguido corregir esas actuaciones y se puede decir que hoy la corrupción policial no destaca especialmente y que, además, la labor de los investigadores que hacen frente a esa lacra es muy meritoria.
No puede decirse lo mismo de otros países en los que la corrupción, como el crimen organizado, penetra hasta la base de las instituciones policiales, bien porque aún guardan estigmas de la dictadura, como en Argentina, bien porque la incidencia del narcotráfico ha sido y es potentísima, como en Colombia, Centroamérica o México, o bien porque el crimen organizado de corte mafioso mantiene a sueldo a determinados policías, funcionarios y políticos (la Cosa Nostra, las Yakuzas, las Tríadas, las mafias rusas, etc.), en función del interés que tenga en cada momento. El poder corruptor del dinero y de otros servicios asoma en casos como el de los prostíbulos, que luego veremos.
El caso Ucifa
EL CASO UCIFA
El primer signo de la corrupción en una sociedad que todavía está viva es «el fin justifica los medios».
GEORGES BERNANOS
Asuntos internos
Asuntos Internos
A finales de la década de los ochenta, el caso del Nani hizo que se creara en España la Unidad Policial de Asuntos Internos. El Nani era un joven delincuente de veintinueve años, que fue visto por última vez con vida el 12 de noviembre de 1983 en las dependencias de la antigua Dirección General de Seguridad (DGS) de Madrid, en la Puerta del Sol, cuando estaba detenido. Más de treinta años después, su cuerpo todavía no ha aparecido. Estos hechos fueron enjuiciados por la Sección Cuarta de la Audiencia Provincial de Madrid, en septiembre de 1988, que acabó con la condena de tres policías nacionales, los inspectores Victoriano Gutiérrez Lobo y Francisco Aguilar González y el comisario Javier Fernández Álvarez, a penas de veintinueve años de reclusión.
Por su parte, el joyero santanderino Federico Venero, testigo del caso y desde 1981 confidente de la policía, denunció una red de corrupción policial en la que implicó a seis funcionarios de policía en atracos, tráfico de drogas y tráfico de armas. El asunto terminó con la absolución de los agentes y con la condena de Venero por tenencia ilícita de armas[8].
Unidad Central de Investigación
Unidad Central de Investigación Financiera Antidroga
A raíz de estos hechos, creció la preocupación sobre los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado y se creó la Unidad de Asuntos Internos de la Guardia Civil. En el segundo semestre de 1991 estalló el caso Ucifa (Unidad Central de Investigación Financiera Antidroga), que tuvo una amplia repercusión mediática por la naturaleza de los hechos investigados (el pago con drogas a los confidentes e importaciones provocadas de cocaína) y por las personas implicadas, altos mandos de la Guardia Civil.
La Ucifa era la unidad de élite para la persecución e investigación del narcotráfico y el blanqueo de dinero. En esta unidad funcionó una organización criminal entre 1988 y 1991 dirigida por altos mandos de la Benemérita, el coronel Francisco Quintero y el comandante José Ramón Pindado.
La organización se dedicaba a provocar la importación de alijos de cocaína; cien kilos en el caso Coterillo, en el que aprovechando una operación controlada se provocó la importación de dicha sustancia desde Colombia, propiciando además la pérdida de 100 millones de pesetas que se habían entregado en un cheque que llegó a los dueños de la cocaína. El caso se tramitó en mi juzgado y lo vi tan extraño que ha sido la única vez que he ordenado una libertad en dependencias policiales sin haberle siquiera tomado declaración. Como tiempo después se comprobaría, todo había sido un montaje con la única finalidad de acumular méritos por la supuesta incautación de alijos de droga. Los propios mandos de la Guardia Civil que estaban en la Ucifa entregaban cocaína a los confidentes a cambio de información, traficando aquéllos con las sustancias recibidas por los funcionarios, que previamente la sustraían de las incautaciones realizadas en otras operaciones.
El juicio contra los miembros de esta organización tuvo lugar en la Audiencia Nacional en 1997. Terminó con sentencia condenatoria para seis oficiales y agentes de la Guardia Civil a penas de entre uno y nueve años de prisión[9]. La sentencia fue ratificada por el Tribunal Supremo[10].
En el juicio, la declaración de uno de los agentes de la Guardia Civil que integraban la organización fue muy descriptiva, asegurando que existía en las dependencias de la unidad un fondo común de droga «para pagar confidencias […] si un confidente llegaba y daba noticias, pues se le entregaba un gramo, dos gramos, tres gramos»[11].
Los hechos se conocieron gracias a la denuncia de dos arrepentidos, un guardia civil y un empresario. Tras esta primera confesión ante la autoridad judicial, dos miembros más del grupo siguieron su ejemplo, declarando ante el juez lo que sabían.
En la sentencia se describe el modo de actuar de esta organización, en la que, por encima de todo y de forma casi obsesiva, primaba la consecución de objetivos a costa de lo que fuera. El objetivo era lograr méritos, ya fuera introduciendo droga en el vehículo de un compañero o trayendo cocaína de Colombia. Para ello, se pagaba con droga a los confidentes o se falseaban atestados; todo era válido.
Un ejemplo fue la Operación Picos, descrita en la sentencia, que se inició en enero de 1988, cuando un operativo de la Ucifa se desplazó a Pamplona con el objetivo de controlar a unos guardias civiles que supuestamente estaban relacionados con el tráfico de drogas. Como las investigaciones no obtuvieron ningún resultado, el teniente coronel en ese momento al mando de la Ucifa dijo que aquello tenía que salir bien «por cojones»[12]. Y, en efecto, así fue. El operativo se desplazó de nuevo a Pamplona y coló 25 gramos de hachís y 0,5 gramos de heroína en el vehículo de un compañero guardia civil. Objetivo cumplido.
En 1990 la organización, valiéndose de sus confidentes-colaboradores, y de las relaciones de éstos con individuos colombianos dedicados al tráfico de drogas, ideó y consiguió la introducción en España de más de 140 kilos de cocaína, que se realizó mediante envíos sucesivos. En todas estas operaciones la organización, para dar una apariencia de legalidad a lo que hacían y atribuirse los méritos de la incautación de la droga, falsificaba los atestados que se entregaban a la autoridad judicial.
La organización se quedaba con parte del alijo en todos los envíos de droga para así pagar a sus colaboradores. Como dice la sentencia, se detraía para la organización la cantidad necesaria para pagar a los colaboradores-confidentes que habían facilitado los contactos necesarios para poder realizar los envíos de cocaína[13].
Tal era el desprecio de esta organización por el ordenamiento jurídico que en diciembre de 1988 registraron un domicilio sin autorización judicial. Hay que recordar que la inviolabilidad del domicilio es un derecho fundamental reconocido por la Constitución en su artículo 18. Valiéndose de las llaves que un sospechoso había dejado abandonadas en su huida, procedieron a entrar en su domicilio. Como no encontraron nada, buscaron en el trastero, donde, esta vez sí, hallaron 180 gramos de heroína y un revólver. Trasladaron lo hallado del trastero al domicilio del sospechoso, solicitando a continuación autorización judicial para realizar el registro. El afectado, al que se le conculcaron sus derechos fundamentales, resultaría después condenado como autor de un delito de tenencia ilícita de armas y contra la salud pública.
Igualmente escandaloso resultó lo ocurrido en abril de 1989. En este caso, el juez había autorizado el registro de un domicilio. En su interior se encontraron dos pistolas. Pues bien, mintiendo sobre el resultado de esta operación, se quedaron con una pistola que llevaron a las dependencias de la Ucifa, donde desapareció.
El caso Ucifa constituye el ejemplo más palmario de toda la historia de cómo no se debe ni se puede desarrollar la investigación de la criminalidad organizada. Los funcionarios condenados traspasaron los límites, cometieron delitos sin justificación alguna, cuestionaron la lucha contra el tráfico de drogas, que tanto trabajo nos estaba costando en esa época, y acabaron con la propia unidad especializada, que tardó mucho tiempo en recuperarse. Además, toda la investigación estuvo sembrada de las peores tácticas que se puedan ver en una película de serie B. Trampas procesales, denuncias, querellas, artificios concertados de las defensas, acciones de varios abogados muy alejados de la ética profesional a pesar del alto grado académico de algunos, falsedades, persecuciones y utilización de medios de comunicación, algunos de los cuales «debían» favores a alguno de los miembros o a sus protectores, en contra del juez (que era yo) con el único fin de anular la instrucción[14]. No obstante, la sentencia dejaría claro que esas acciones resultaban «inconcebibles» e «inexistentes los alegados comportamientos ilícitos del instructor», lo que evidentemente no tuvo la misma repercusión mediática, por no decir que ninguna[15].
La investigación fue estrictamente judicial y realizada bajo la reserva y el secreto más estrictos, ante la certeza de que, de haber trascendido a los mandos de la Guardia Civil o a cualquier otra instancia, habría sido «bombardeada» de inmediato. Desde que el juez Carlos Bueren comenzara a tomar declaración a uno de los arrepentidos, Ramón de Temple Llopis, y luego pasara a mí la instrucción por ser más antiguo el caso de Ramón Coterillo, el primer envío provocado de cocaína desde Colombia por la Ucifa, hasta que prácticamente ordené las detenciones de los funcionarios, conseguí llevar el caso en secreto y haciendo una investigación estratégica que consiguió evitar cualquier fiscalización por parte de quien tenía medios para ello. No intervinieron funcionarios de la Guardia Civil ni de la policía, sólo el que estaba adscrito al juzgado y que había realizado con igual eficacia las investigaciones en la primera fase de los GAL. Los datos los reclamaba sin que supiera a qué procedimiento correspondían; todas las indagaciones iban lentas y las dilataba en el tiempo para que no se relacionaran unas con las otras; mantenía «tiempos muertos» en los que aparentemente no se hacía nada, pero sí lo hacíamos tanto el fiscal Pablo Contreras como yo; encargué la tramitación del caso a Paloma, una funcionaria ejemplar, como el resto de los funcionarios del Juzgado Central de Instrucción n.º 5 (Mar, Estrella, Miguel Ángel, Pilar, Jesús, Vicente, Sonia, José María y todos los demás) con los que he tenido la suerte de trabajar durante mi tiempo de instructor en la Audiencia Nacional. Sin su colaboración y flexibilidad de horarios no se hubieran conseguido rematar tantas investigaciones judiciales contra el crimen organizado. Tan sólo unos días antes de llevar adelante la operación, avisé a la Unidad de Contravigilancia, que dirigían el coronel Ángel López, un excelente oficial, y el honesto capitán Julián Hernández del Barco. A los dos les persiguieron dentro del cuerpo policial, hasta el final de sus días en el primer caso y negándole el pan y la sal al segundo en su ascenso profesional hasta el retiro, simplemente porque cumplieron con sus obligaciones como servidores públicos al ejecutar las órdenes de la autoridad judicial. Igualmente, el director general de la Guardia Civil, Luis Roldán, cumplió en este caso con su deber al acatar la orden judicial de entregar toda la documentación respecto de todos los casos de la Ucifa. La noche en que se practicaron las detenciones, y junto con el fiscal y la eficientísima secretaria judicial, Natalia Reus, me trasladé en persona a la Dirección General de la Guardia Civil, en la calle Guzmán el Bueno de Madrid, para presenciar la práctica de las diligencias, en lo fue el primer registro de esta dependencia por un juez, obteniendo las evidencias de los delitos cometidos por unos funcionarios que, con sus acciones, degradaron a los miles de guardias civiles y policías que en España se juegan la vida por proteger a los ciudadanos desde la legalidad.
El caso de los protíbulos de Castelldefels
EL CASO PROSTÍBULOS DE CASTELLDEFELS
La corrupción lleva infinitos disfraces.
FRANK PATRICK HERBERT
Otro caso muy conocido de corrupción policial fue el de los prostíbulos de Castelldefels. En este caso la realidad superó la ficción de cualquier película de cine negro: mandos policiales a sueldo de una organización que se dedicaba a explotar sexualmente a mujeres en una suerte de mafia de trata de personas que se enriquecía impunemente mientras crecía el imperio de los burdeles. En aquella ocasión, la obtención de grandes sumas de dinero fácil resultó demasiado tentadora para los agentes implicados. La sentencia de la Audiencia de Barcelona se dictó en el mes de mayo de 2014, y pone de manifiesto la complejidad de la trama, que abarca hechos delictivos cometidos entre 2002 y 2009, con más de 20 acusados y 79 delitos imputados[16].
Se trataba de una organización policial encargada de proteger a los dueños de dos prostíbulos de la localidad catalana, de forma que los funcionarios implicados avisaban de cuándo se iban a producir inspecciones y controles policiales, y los dueños de los locales preparaban el escenario para evitar pérdidas económicas, el deterioro de su imagen y el desabastecimiento de mujeres resultado de estas inspecciones. A cambio, los policías obtenían pagos directos, regalos y otros beneficios, como el acceso al club y a sus servicios de bar, y habitaciones de forma gratuita.
Se entienden mejor los intereses económicos en juego y las cifras manejadas por los implicados a la vista de los siguientes datos[17]. Uno de estos establecimientos, el Club Saratoga, que empleaba a 54 mujeres, obtenía unos ingresos diarios de 15 729 euros, cifra que se multiplicaba por tres en el Club Riviera, que lograba unos ingresos de 43 500 euros diarios; es decir, en un año obtenía 16 200 000 euros.
Las inspecciones habían acarreado en más de dos ocasiones a estos establecimientos sanciones por encima de los 200 000 euros, además de la detención e identificación de las mujeres, que en su mayoría se hallaban en situación irregular y a quienes se les abría el correspondiente expediente de expulsión.
Ante este panorama, en el año 2002 se inició una dinámica de colaboración entre los propietarios y la policía. Esta cooperación consistía en, o bien omitir las intervenciones, o bien proporcionar información de primera mano sobre las que se programaban, lo que permitía al club preparar con antelación las visitas ocultando a la mayoría de las mujeres que se encontraran en situación irregular, todo ello con la correspondiente retribución a sus informantes.
Los favores a los policías se materializaron de muy diferentes formas, y en concreto mediante entregas periódicas de dinero en efectivo que oscilaban entre los 3000 y 6000 euros al mes.
También se ocuparon de sufragar las necesidades de los hijos de los agentes. Por ejemplo, haciéndose cargo de los costes de una operación de la hija del inspector jefe de policía, por un importe de 6000 euros, o asumiendo el coste del tratamiento psiquiátrico del hijo de otro de los funcionarios implicados, llegando a pagarle una cura de desintoxicación en el extranjero. Hubo además obsequios clásicos, como relojes valorados en más de 3000 euros, viajes para la familia y los consabidos regalos de Navidad (la caja de botellas de vino y el jamón).
La sentencia dictada por la Audiencia Provincial de Barcelona, que aún no es firme (los condenados han recurrido ante el Tribunal Supremo), condenó a penas de prisión de seis años al comisario jefe de policía, Luis Gómez, y a dos inspectores jefe de la Policía Nacional, Abundio Navas y Javier Martín Pujal, y a diez años y medio a los propietarios de los clubes Saratoga y Riviera, Carmelo Sanz y Raúl Pascual.
El caso de la «banda del puerto»
EL CASO DE LA «BANDA DEL PUERTO»
A menudo escucho que os referís al hombre que comete un delito como si él no fuera uno de vosotros, sino un extraño y un intruso en vuestro mundo. […] Mas yo os digo que de igual forma que ni una sola hoja se torna amarilla sin el silente conocimiento del árbol todo, tampoco el malvado puede hacer el mal sin la oculta voluntad de todos vosotros.
JALIL GIBRAN
Otro asunto que tuvo gran resonancia no sólo en Barcelona sino en toda España fue el conocido como «la banda del puerto»[18]. En este caso se investigó el robo de cuatrocientos kilos de cocaína en el puerto de la Ciudad Condal por parte de unos delincuentes comunes que habían sido previamente advertidos por la policía judicial de la entrada de este cargamento.
El caso se puede resumir como sigue: A finales del año 2004, el Departamento Estadounidense Antidroga (DEA) tuvo conocimiento de la existencia de un alijo de más de mil kilos de cocaína oculto en un contenedor de gambas congeladas que se hallaba en el puerto de Barcelona. Un mes después, un grupo de delincuentes asaltó el contenedor y se llevó la droga. Los delincuentes supieron de la existencia de la cocaína por la información que les facilitó un miembro de la Unidad Técnica de Policía Judicial del puerto. Vendieron la droga y dieron su parte a los guardias civiles implicados.
A raíz de esta investigación, se destapó la existencia de un grupo policial que actuaba desde 1999 y que desarrollaba acciones como asaltos a narcotraficantes. Resultó implicado el teniente coronel de la Guardia Civil Alfonso López Rubio, si bien su posible responsabilidad penal quedó en nada al haber prescrito los hechos.
En el juicio, celebrado durante 2012, se sentaron en el banquillo, además de siete guardias civiles acusados de dar protección a los delincuentes, dos exinspectores del Cuerpo Nacional de Policía, acusados de suministrar a los delincuentes información confidencial.
La Audiencia de Barcelona dictó sentencia absolviendo a los agentes de policía por falta de pruebas y condenando a los delincuentes. Esta sentencia, sin embargo, fue declarada nula por el Tribunal Supremo, de modo que la Audiencia de Barcelona está obligada a dictar una nueva resolución[19]. El Tribunal Supremo estimó que la sentencia de la Audiencia Provincial de Barcelona incurrió en errores de forma y de fondo. De forma porque existen evidentes contradicciones entre lo expuesto en la declaración de hechos probados y lo narrado en la fundamentación jurídica. Incurre la sentencia también en errores de fondo al no haber tenido en cuenta y no haber valorado una prueba válida.
El caso Coslada
EL CASO COSLADA
Vamos a invertir primero en educación, segundo en educación, tercero en educación. Un pueblo educado tiene las mejores opciones en la vida y es muy difícil que lo engañen los corruptos y mentirosos.
JOSÉ MÚJICA
En Coslada (Madrid) saltó en 2008 la Operación el Bloque, que se refería a acusaciones que pesaban sobre gran parte de la Policía Local: asociación ilícita, tenencia de armas, extorsión y blanqueo de capitales. La instrucción comenzó a raíz de la denuncia, presentada por varias prostitutas, de que varios policías, vestidos de uniforme y con coches oficiales, acudían al polígono industrial, donde requerían sus servicios y mantenían relaciones sexuales con ellas sin pagarles. Cinco años más tarde la instrucción se ha cerrado con doce imputados. Sin embargo, han quedado archivadas, por falta de pruebas, las imputaciones a diecinueve agentes que estaban acusados de asociación ilícita, fraude, agresión, relaciones sexuales con prostitutas, consumo de estupefacientes y cohecho, entre otros. El auto es un manual de corrupción policial, casi una película de Hollywood a la española, en el que se relatan hechos vergonzantes. Por ejemplo, que Ginés Jiménez Buendía, exjefe del cuerpo de policía, presuntamente obligó a un empresario a «cubrir unas pintadas frente a la piscina municipal, en las que se podía leer “Ginés, cabrón”», o que el 13 de septiembre de 2006 la dueña de un restaurante donde Jiménez «había tenido desencuentros por el precio de una cena» fue amenazada con una pistola en la sien por Ginés al tiempo que le decía: «Tienes que dejar el bar o te mato»[20].
Valoración
VALORACIÓN
A pesar de lo anterior, si atendemos a las cifras, los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado ostentan un índice bajo de corrupción. De un colectivo de unos 170 000 funcionarios, el número de agentes del orden que en 2009 estaban en prisión, la mayoría por corrupción, era de 230[21].
Sin embargo, es difícil conocer la realidad a la vista de la falta de transparencia del Ministerio del Interior, que no facilita estadísticas sobre los asuntos investigados por las unidades de asuntos internos. Desde luego, se ganaría en confianza si la transparencia se abriera camino en la impenetrabilidad de ese misterio.
El caso 4F («Ciutat morta»)
EL CASO 4F («CIUTAT MORTA»)
Es bien cierto que la idea de que la verdad siempre triunfa sobre la mentira es una de esas mentiras agradables de escuchar, que los hombres se repiten una y otra vez hasta convertirla en lugar común, por mucho que la experiencia lo contradiga. La historia está llena de momentos en que la verdad ha sido silenciada por la persecución. Y, si bien no la ha suprimido para siempre, ha conseguido que sea obviada durante siglos.
JOHN STUART MILL
La noche del sábado 17 de enero de 2015, el programa más visto en Cataluña fue un documental en el Canal 33, 4F Ciutat morta, sobre un caso de corrupción policial y municipal ocurrido en Barcelona el 4 de febrero de 2006[22]. Canal 33 tuvo picos de audiencia superiores al 22 por ciento, cuando su audiencia media no sobrepasa el 1,5 por ciento.
¿Qué hacían más de medio millón de catalanes pegados al televisor la noche del sábado viendo este documental? En medio de un estupor generalizado, asistían a la descripción de un caso atroz en el que el silencio de los medios y la brutalidad de los hechos describen una ciudad totalmente alejada del famoso oasis catalán.
Los hechos descritos en el documental son los siguientes. El día 4 de febrero de 2006, la policía municipal de Barcelona intentó realizar un desahucio en el Palau d’Alós, en la calle Sant Pere més Baix de Barcelona. Dicho desahucio se realizó en medio de la resistencia de los ocupantes del edificio y un policía resultó gravemente herido, con un fuerte golpe en la cabeza. El alcalde, Joan Clos, manifestó que un policía había sido herido por una maceta, aunque posteriormente se retractó de esta versión e indicó que fue por el lanzamiento de una piedra[23].
Los guardias detuvieron a un grupo de okupas que estaban en la calle y los llevaron con diversas contusiones al hospital del Mar. Aproximadamente a la misma hora, ingresó en ambulancia en dicho hospital Patricia Heras, una psicóloga que acababa de sufrir un leve accidente de bicicleta en el Parc de la Ciutadella. En el hospital los guardias parecieron reconocer en ella a una okupa y la detuvieron junto con su novio, que la acompañaba.
Tanto Patricia Heras como su novio fueron procesados y condenados por diversos delitos en un juicio que se llevó a cabo en 2008 y que fue denunciado por Amnistía Internacional. De hecho, recibió la visita de observadores internacionales como Nora Cortiñas, de las Madres de la Plaza de Mayo.
La Vanguardia y otros medios catalanes, defensores de la presunción de inocencia en otros casos, condenaron anticipadamente a los detenidos, publicando artículos en contra de la presencia de observadores internacionales. En el juicio declararon tanto el conductor de la ambulancia que llevó a Patricia al hospital como los peritos, que intentaron demostrar que el lanzamiento de una piedra no pudo ocasionar los daños al policía y que éstos tuvieron que ser provocados por una maceta desde una altura considerable. Sin embargo, el informe policial al que se refería Joan Clos en su rueda de prensa de febrero de 2006 ha desaparecido, y el resto de las pruebas fueron desestimadas, por lo que Patricia fue condenada e ingresada en prisión junto con otras tres personas. El testimonio de dos testigos, los guardias urbanos Víctor Bayona y Bakari Samyang, fue clave para la condena de los acusados.
En un permiso carcelario Patricia Heras se suicidó y dejó la siguiente nota: «Mi reino está inerme y envenenado como todo mi ser… Me sé vencida». Éste es un caso complejo con numerosos puntos no explicados y con claros aspectos dudosos. En primer lugar, tanto Bayona como Samyang fueron condenados posteriormente por torturas y denuncias falsas, en un oscuro caso de detención ilegal de un mulato, Yuri Jardine, que resultó ser el hijo del embajador de Trinidad y Tobago en Noruega[24]. En segundo lugar, el juez no tuvo en cuenta las declaraciones del conductor de la ambulancia ni de los peritos, que mostraron la imposibilidad de causar las lesiones con el lanzamiento de una piedra. Por último, el informe de la maceta que citó Joan Clos desapareció de las bases de datos policiales, punto que no pudo ser corroborado ya que el alcalde no declaró en el juicio. Por su parte, el informe del Síndic de Greuges ve irregularidades en los hechos que tuvieron lugar en febrero de 2006. Tres de los detenidos tuvieron que ser atendidos en urgencias y los informes médicos correspondientes no se incluyeron en el atestado policial. Además, uno de los jóvenes tuvo que recibir puntos de sutura por heridas y contusiones producidas mientras estaba bajo custodia de la Guardia Urbana, por lo que se denuncia que no se cumplieron los protocolos internacionales en materia de prevención de malos tratos a los detenidos y que «existe la certeza de que ni la Guardia Urbana ni los Mossos d’Esquadra abrieron investigación interna alguna para esclarecer la consistencia de las denuncias de malos tratos que diversos de los detenidos denunciaron ante la jueza». También denuncia la desaparición del libro de registros y custodia de detenidos de la Guardia Urbana de febrero de 2006, justo el mes en que se produjeron los hechos.
Estos hechos son sumamente preocupantes, al poner sobre la mesa la presencia de indicios de la posible connivencia entre un poder público que presuntamente encubre un caso de violencia y tortura policial tras unas detenciones cuanto menos irregulares; un poder judicial que podría haber enviado a prisión provisional a detenidos que presentaban signos de haber sido torturados, privándoles de la libertad durante dos años sin esclarecerse de qué se les acusaba y condenándoles —incluida a Patricia Heras, que ni siquiera estaba presente en el lugar de los hechos— a cuatro años de prisión basándose exclusivamente en los testimonios de los policías; y, por último, unos medios de comunicación empeñados en omitir los hechos: TV3 desestimó la compra de la película incluso tras ser premiada y posteriormente la emitió previa censura. (Unos hechos inexplicables que parecen haber sucedido en un país sin estado de derecho). No obstante, parece que el Ministerio Fiscal, ha dicho que no procede la reapertura del caso.